Prólogo
Nací en 1914 en una sólida casa de ladrillo de tres pisos, en una gran ciudad del Medio Oeste. Mis padres eran gente acomodada. Mi padre poseía y dirigía un negocio de maderas. La casa tenía un prado delante, un patio interior con jardín, un estanque y tina cerca muy alta de madera a todo su alrededor. Recuerdo al farolero encendiendo los faroles de gas de la calle y el inmenso y brillante Lincoln negro y los paseos por el parque los domingos. Todas las ventajas de una vida acomodada, segura, que ya se ha ido para siempre. Podría escribir sobre alguna de aquellas nostálgicas costumbres del viejo médico alemán que vivía en la puerta de al lado y sobre las ratas correteando por el patio interior y el coche eléctrico de mi tía y mi sapo favorito que vivía junto al estanque.
En realidad mis primeros recuerdos están teñidos por un miedo de pesadilla. Me asustaba estar solo, y me asustaba la oscuridad, y me asustaba ir a dormir a causa de mis sueños, en los que un horror sobrenatural siempre parecía a punto de adquirir forma. Temía que cualquier día el sueño siguiera estando allí cuando me despertase.
Me acuerdo de oír a una sirvienta hablando del opio y de cómo fumar opio proporcionaba sueños agradables, y me dije:
—Cuando sea mayor fumaré opio.
De niño tenía alucinaciones. Una vez me desperté con la primera luz de la mañana y vi a unos hombrecillos jugando dentro de una casa de bloques de madera que yo había construido. No tuve miedo, sólo sentí sosiego y sorpresa. Otra alucinación o pesadilla recurrente se refería a «animales en la pared», y comenzó con el delirio de una extraña fiebre no diagnosticada que tuve a los cuatro o cinco años de edad.
Fui a un colegio progresista con los futuros ciudadanos honorables, los abogados, médicos y hombres de negocios de una gran ciudad del Medio Oeste. Con otros niños me mostraba tímido y me asustaba la violencia física. Había una pequeña lesbiana muy agresiva que quería arrancarme el pelo siempre que me veía. Ahora me gustaría romperle la cara, pero hace años que se partió el cuello al caerse de un caballo.
Cuando tenía unos siete años mis padres decidieron trasladarse a las afueras «para apartarse de la gente». Construyeron una enorme casa con parque y bosque y un estanque donde había ardillas en lugar de ratas. Allí vivían en una confortable cápsula, con un hermoso jardín y sin mantener contacto con la vida de la ciudad.
Fui a un colegio privado de las afueras. No era especialmente bueno ni malo en los deportes, ni tampoco brillante ni retrasado en los estudios. Tenía una evidente falta de visión para las matemáticas o las cosas mecánicas. Jamás me gustaron los juegos colectivos de competición y los evitaba siempre que podía. De hecho, me convertí en un enfermo imaginario crónico. Me gustaba pescar, cazar y caminar por el campo. Leía más de lo normal para un muchacho norteamericano de aquella época y lugar: Oscar Wilde, Anatole France, Baudelaire, incluso Gide. Mantuve una relación romántica con otro chico y pasábamos los domingos explorando antiguas canteras, andando por ahí en bicicleta y pescando en estanques y ríos.
En esta época, quedé muy impresionado por la autobiografía de un ladrón, titulada No puedes ganar. El autor aseguraba haber pasado gran parte de su vida en la cárcel. Eso me sonaba bien comparado con la inercia de un lugar de las afueras de una ciudad del Medio Oeste en que cualquier contacto con la vida estaba cortado. Consideraba a mi amigo un aliado, un cómplice en el crimen. Encontramos una fábrica abandonada y rompimos todos los cristales y robamos un formón. Fuimos atrapados y nuestros padres tuvieron que pagar los daños. Después de esto mi amigo me dio pasaporte porque nuestra relación ponía en peligro su permanencia en el grupo. Comprendí que no existía compromiso posible entre el grupo, los otros y yo, y me encontré solo gran parte del tiempo.
Los alrededores estaban vacíos, el enemigo oculto y yo me dediqué a solitarias aventuras. Mis actos criminales eran gestos, carecían de provecho y la mayor parte de las veces quedaban sin castigo. A veces entraba en las casas y las recorría sin llevarme nada. En realidad, no necesitaba dinero. Otras veces paseaba en coche por el campo con una carabina del 22 disparando a las gallinas. Recorría las carreteras conduciendo temerariamente hasta que tuve un accidente del que salí ileso de milagro. Esto me hizo ser más precavido.
Fui a una de las tres grandes universidades, donde me matriculé en Literatura Inglesa, debido a mi falta de interés por cualquier otra materia. Odiaba la universidad y odiaba la ciudad donde estaba. Todo lo que se relacionaba con aquel lugar estaba muerto. La universidad tenía una falsa organización inglesa regentada por graduados en falsos colegios de pago ingleses. Estaba solc. No conocía a nadie y los extraños eran vistos con desagrado por la cerrada corporación de los deseables.
Conocí por casualidad a algunos homosexuales ricos, pertenecientes a ese círculo internacional de locas que se extiende por el mundo, tropezándose unas con otras en los locales de maricas, de Nueva York a El Cairo. Encontré un modo de vida, un vocabulario, referencias, un sistema simbólico completo, como dicen los sociólogos. Pero aquellas personas eran en su mayor parte unos cursis y, tras un período inicial de fascinación, me aparté del círculo.
Cuando me gradué, sin honores, me dieron una asignación de ciento cincuenta dólares mensuales. Eran los años de la depresión y no había trabajo y, en cualquier caso, no podía pensar en ningún trabajo que me gustara. Anduve por Europa durante un año o así. Los residuos de la posguerra aún se hacían sentir en Europa. Los dólares norteamericanos podían comprar gran cantidad de habitantes de Austria, machos o hembras. Esto era en 1936 y los nazis se echaban encima con rapidez. Volví a los Estados Unidos. Con mi asignación económica podía vivir sin trabajar o vagabundear.
Seguía separado de la vida como lo había estado en las afueras de aquella ciudad del Medio Oeste. Perdía el tiempo en cursos de psicología para postgraduados y recibiendo lecciones de jiu-jitsu. Decidí pasar por un psicoanálisis y lo continué durante tres años. El análisis eliminó inhibiciones y ansiedad y entonces pude vivir del modo que yo quería vivir. Gran parte de mis progresos en el análisis tuvieron lugar a pesar de mi analista, a quien no le gustaba mi «orientación», como él decía. Finalmente, abandonó la objetividad analítica y me consideró un «perfecto destructivo». Yo estaba más contento con los resultados que él.
Tras ser rechazado en las pruebas físicas de cinco programas para entrenamiento de oficiales, fui alistado por el Ejército y recurrí a mi ficha de salud mental —en una ocasión había montado el truco de Van Gogh y me corté una falange del dedo para impresionar a alguien que me interesaba en aquel momento. Los médicos del manicomio donde me internaron nunca habían oído hablar de Van Gogh. Me consideraron esquizofrénico, añadiendo que además era del tipo paranoide para explicar el hecho asombroso de que supiera dónde me encontraba y quién era el presidente de los Estados Unidos. Cuando en el Ejército vieron el diagnóstico me licenciaron con la nota: «Este hombre nunca volverá a ser reclutado ni alistado.»
Después de esta ruptura de relaciones con el Ejército desempeñé diversos oficios. En aquellos momentos podía conseguir el empleo que quisiera. Trabajé de detective privado, de exterminador, de tabernero. Trabajé en fábricas y oficinas. Anduve jugando en las fronteras del crimen. Pero mis ciento cincuenta dólares mensuales siempre estaban allí. No tenía que tener dinero. Parecía una extravagancia romántica poner en juego mi libertad mediante algún tipo de acto delictivo. Fue entonces y en esas circunstancias cuando entré en contacto con la droga, convirtiéndome en un adicto, y de ese modo conseguí la motivación, la auténtica necesidad de dinero que nunca había tenido antes.
La pregunta se plantea con frecuencia: ¿Por qué un hombre se convierte en drogadicto?
La respuesta es que normalmente uno no se propone convertirse en drogadicto. Por lo menos es necesario pincharse dos veces al día durante tres meses para adquirir el hábito. Y uno no sabe realmente lo que es la enfermedad de la droga hasta que ha tenido varios hábitos. Yo tardé casi seis meses en adquirir mi primer hábito, y aun entonces los síntomas de carencia eran leves. Creo que no es exagerado decir que fabricar un adicto lleva cerca de un año y varios cientos de pinchazos.
Las preguntas, naturalmente, pueden responderse: ¿Por qué empieza uno a usar estupefacientes? ¿Por qué sigue uno usándolos lo bastante como para convertirse en un adicto? Uno se hace adicto a los narcóticos porque carece de motivaciones fuertes en cualquier otra dirección. La droga se impone por defecto. Yo empecé por cuestión de seguridad. Seguí pinchándome mientras pude conseguir droga. Terminé colgado de ella. La mayor parte de los adictos con los que he hablado cuentan una experiencia semejante. No empezaron a utilizar drogas por ninguna razón que sean capaces de recordar. Si uno nunca ha sido adicto, no tiene una idea clara de lo que significa necesitar droga con la especial necesidad del adicto.
Nadie decide ser un adicto. Una mañana uno se despierta enfermo y ya es adicto.
Jamás he lamentado mi experiencia con las drogas. Creo que tengo mejor salud en la actualidad como resultado de utilizar droga intermitentemente, de la que tendría si nunca hubiera sido adicto. Cuando uno deja de crecer empieza a morir. Un adicto nunca deja de crecer. Muchos adictos cortan el hábito periódicamente, lo que implica una contracción del organismo y el reemplazamiento de las células que dependen de la droga. Una persona que utiliza la droga está en un estado continuo de contracción y crecimiento en ese ciclo diario de necesitar el pinchazo y el pinchazo recibido.
Muchos adictos parecen más jóvenes de lo que son. Los científicos hicieron recientemente experimentos con un gusano al que lograban contraer suprimiéndole la alimentación. Por contracción periódica el gusano estaba en crecimiento continuo, la vida del gusano era prolongada indefinidamente. Quizá si un yonqui pudiera mantenerse en un estado constante de tira y afloja podría vivir hasta una edad verdaderamente fenomenal.
La droga es una ecuación celular que enseña al usuario hechos de validez general. Yo he aprendido muchísimo gracias al uso de la droga: he visto la vida medida por cuentagotas de solución de morfina. He experimentado la agonizante privación de la enfermedad de la droga, y el placer del alivio cuando las células sedientas de droga beben de la aguja. Quizá todo placer sea alivio. Yo he aprendido el estoicismo celular que la droga enseña al que la usa. He visto una celda llena de yonquis enfermos, silenciosos e inmóviles, en aislada miseria. Ellos conocían la inutilidad de quejarse o moverse. Ellos sabían que básicamente nadie puede ayudar a otro. No existe clave, no hay secreto que el otro tenga y que pueda comunicar. He aprendido la ecuación de la droga. La droga no es, como el alcohol o la yerba, un medio para incrementar el disfrute de la vida. La droga no es un estimulante. Es un modo de vivir.
UNO
Mi primera experiencia con droga fue durante la guerra, en 1944 o 1945. Había conocido a un hombre llamado Norton que por entonces trabajaba en unos astilleros. Norton, cuyo verdadero nombre era Morelli o algo así, había sido expulsado del Ejército antes del comienzo de la guerra por falsificar cheques, y fue clasificado 4-F debido a su mal carácter. Se parecía a George Raft, aunque era más alto. Norton estaba intentando mejorar su inglés y adquirir unos modales afables, educados. Sin embargo, en él la afabilidad no resultaba natural. En calma, su expresión era hosca y sombría, y se daba uno cuenta de que siempre tenía ese aspecto sórdido en cuanto le dabas la espalda.
Norton era un ladrón empedernido, y no se sentía bien si no robaba algo todos los días en los astilleros donde trabajaba. Alguna herramienta, unas latas de conservas, un par de monos de mecánico, cualquier cosa. Un día me llamó y me dijo que había robado una metralleta Thompson. ¿Sabía de alguien que quisiera comprarla? Yo le dije:
—Es posible. Tráela.
La escasez de viviendas estaba en pleno apogeo. Yo pagaba quince dólares a la semana por un asqueroso apartamento que daba a la escalera y jamás veía la luz del sol. El empapelado estaba desgarrado porque el radiador dejaba salir el agua cuando había agua que pudiera salir de él. Tenía las ventanas forradas con papel de periódico para protegerme del frío. Todo estaba lleno de cucarachas y ocasionalmente mataba alguna chinche.
Estaba sentado junto al radiador, un tanto mojado por el vapor, cuando oí llamar a Norton. Abrí la puerta y allí estaba en el oscuro vestíbulo con un enorme paquete envuelto en papel de estraza bajo el brazo. Sonrió y dijo:
—Hola.
Yo dije:
—Entra, Norton, y quítate el abrigo.
Desenvolvió la metralleta y nos acercamos a ella y apretó el gatillo.
Dije que encontraría alguien que la comprara.
Norton dijo:
—Mira, aquí tengo otra cosa que me he pulido.
Se trataba de una caja amarilla con cinco ampollas de medio grano de tartrato de morfina.
—Esto es sólo una muestra —dijo señalando la morfina—. Tengo otras quince cajas en casa y puedo conseguir muchas más si te deshaces de éstas.
—Veré lo que puedo hacer —le dije.
En aquella época yo nunca había tomado drogas y tampoco se me había ocurrido probarlas. Empecé a buscar alguien que quisiera comprar las dos cosas y fue entonces cuando entré en contacto con Roy y Hermán.
Yo conocía a un joven maleante de la zona norte de Nueva York que trabajaba de cocinero en Jarrow, «para disimular», como él decía. Le llamé y le dije que tenía algo que colocar y nos citamos en el bar Angle de la Octava Avenida, cerca de la calle 42.
Este bar era el lugar de reunión de los maleantes de la calle 42, un grupo de fanfarrones y criminales en potencia. Siempre estaban buscando alguien que les invitara a una copa, alguien que planeara un asunto y les dijera exactamente lo que tenían que hacer. Como nadie que planeara algo serio se arriesgaba a contar con tipos tan evidentemente ineptos, cenizos y fracasados, ellos seguían buscando, fabricando mentiras disparatadas sobre golpes fabulosos y trabajando ocasionalmente de lavaplatos, camareros, pinches, ligando de vez en cuando a un borracho o a un marica tímido; buscando, siempre buscando quien les propusiera un buen asunto, alguien que les dijera:
—Te he estado buscando. Eres la persona que necesito para este asunto. Escucha bien...
Jack —a través del cual conocí a Roy y Hermán— no era una de estas ovejas perdidas en busca de un pastor con sortija de diamantes y pistola en la sobaquera y voz firme y segura que sugiere contactos, sobornos, planes que hacen que cualquier atraco suene a cosa fácil y de éxito seguro. A Jack le iban bien las cosas de vez en cuando y se le podía ver con ropa nueva y hasta con coches nuevos. También era un mentiroso impenitente que parecía mentir más para sí mismo que para cualquier auditorio visible. Tenía buen aspecto, rostro saludable de campesino, aunque había algo extrañamente enfermizo en él. Era un tipo que sufría súbitas fluctuaciones de peso, como un diabético o un enfermo del hígado. Estos cambios de peso solían ir acompañados de incontrolables arrebatos de inquietud que le hacían desaparecer durante unos cuantos días.
Era algo realmente misterioso. Unas veces se le podía ver con aspecto de niño sano. Una semana o así después podía volverse delgado, macilento y envejecido, y era preciso mirarle atentamente un par de veces antes de reconocerle. Su cara estaba recorrida por un sufrimiento en el que sus ojos no participaban. Eran sólo sus células las que sufrían. El mismo —el ego consciente reflejado en la mirada tranquila y alerta de sus ojos de maleante— no tenía nada que ver con ese sufrimiento de su otro yo, un sufrimiento del sistema nervioso, de carne y vísceras y células.
Se deslizó en el diván en que yo estaba y pidió un whisky. Se lo bebió de golpe, dejó el vaso y me miró con la cabeza ligeramente inclinada a un lado y dijo:
—¿Qué es lo que tienes?
—Una metralleta Thompson y unos treinta y cinco granos de morfina.
—La morfina puedo colocarla inmediatamente, pero la metralleta quizá me lleve algún tiempo.
Entraron dos policías de paisano, y se apoyaron en la barra hablando con el barman. Jack hizo un gesto cor la cabeza en su dirección.
—La pasma. Vamos a dar un paseo.
Le seguí fuera del bar. Se deslizó a través de la puerta con disimulo.
—Voy a llevarte a ver a alguien que querrá la morfina —dijo—. Debes olvidar su dirección.
Bajamos al andén inferior del metro. La voz de Jack, dirigiéndose a su invisible auditorio, seguía y seguía. Tenía la habilidad de lanzar su voz directamente a la conciencia del otro. Ningún ruido exterior la apagaba.
—Sólo tienen que darme un treinta y ocho. Con acariciar el percutor basta. Soy capaz de tumbar a cualquiera a doscientos metros. Da igual lo que pienses. Mi hermano tiene dos ametralladoras del calibre 30 escondidas en Iowa.
Salimos del metro y empezamos a caminar por aceras cubiertas de nieve.
—El tío me debía dinero desde hacía tiempo. Sabía que lo tenía pero que no quería pagarme, así que le esperé a la salida del trabajo. Yo sólo tenía un puñado de monedas. Nadie puede acusarte de nada por llevar dinero de curso legal. Me dijo que estaba sin blanca. Le rompí la mandíbula y le quité el dinero que me debía. Dos de sus amigos estaban delante, pero se mantuvieron aparte. Les había amenazado con una navaja.
Subíamos las escaleras de una casa. Los escalones eran de metal negro muy gastado. Nos paramos ante una pequeña puerta metálica, y Jack golpeó la puerta de un modo especial inclinando la cabeza hacia el suelo como un ladrón de cajas fuertes. La puerta fue abierta por un marica de media edad, alto, blando, con tatuajes en los brazos e incluso en las manos.
—Este es Joey —dijo Jack.
Y Joey dijo:
—Hola.
Jack se sacó del bolsillo un billete de cinco dólares y se lo dio a Joey.
—Tráenos un litro de Schenley, ¿quieres, Joey?
Joey se puso un abrigo y salió.
En muchos apartamentos la puerta da directamente a la cocina. Eso pasaba en este apartamento y por tanto estábamos en la cocina.
Cuando Joey salió vi que había otro hombre allí que me estaba mirando. Ondas de hostilidad y desconfianza salían de sus grandes ojos castaños como una especie de emisión televisada. El efecto casi era como un impacto físico. El hombre era bajo y muy delgado; su cuello se perdía entre el jersey. Su tez iba del marrón al amarillo, y se había aplicado maquillaje en un vano intento de disimular una erupción de la piel. La boca se le estiraba por los lados con una mueca de aburrimiento petulante.
—¿Quién es ése? —dijo. Su nombre, como supe más tarde, era Hermán.
—Es amigo mío. Tiene algo de morfina y quiere deshacerse de ella.
Hermán encogió y estiró los brazos y dijo:
—Me parece que no tengo muchas ganas de molestarme.
—Bien —dijo Jack—, se la venderemos a otro. Vamos, Bill.
Nos fuimos a la habitación delantera. Había una radio pequeña, un Buda de porcelana con una vela encendida delante, algunos otros trastos. Un hombre estaba tumbado en una cama. Cuando entramos en la habitación se sentó y dijo hola y sonrió de modo agradable mostrando unos dientes amarillos. Su voz era del sur, con un ligero acento del este de Texas.
Jack dijo:
—Roy, éste es un amigo mío. Tiene algo de morfina y quiere venderla.
El hombre se sentó más derecho y bajó las piernas de la cama. Su mandíbula pendía sin fuerza, dando a la cara una expresión vacía. La piel de la cara era blanda y oscura. Los pómulos eran altos y parecía un oriental. Las orejas formaban ángulo con un cráneo asimétrico. Los ojos eran castaños y tenían un brillo especial, como si hubiera un punto de luz tras ellos. La luz de la habitación centelleaba sobre los puntos de luz de sus ojos como un ópalo.
—¿Cuánta tienes? —me preguntó.
—Setenta y cinco ampollas de medio grano.
—El precio corriente es dos dólares el grano —dijo—, pero las ampollas valen un poco menos. La gente quiere tabletas. Las ampollas tienen mucha agua y hay que abrirlas y calentar el líquido. —Se calló y la cara se le puso blanca—. Puedo pagarte a uno cincuenta el grano —dijo finalmente.
—Supongo que estará bien —dije.
Me preguntó cómo podíamos estar en contacto y le di mi número de teléfono.
Joey volvió con el whisky y todos bebimos. Hermán señaló con la cabeza hacia la cocina y dijo a Jack:
—¿Puedo hablar contigo un momento?
Les oí discutir sobre algo. Después Jack volvió y Hermán siguió en la cocina. Todos bebimos unos tragos y Jack empezó a contarnos una historia.
—Mi socio limpiaba el cuarto. El tipo estaba dormido y yo le vigilaba pegado a él con un trozo de cañería de baño. La cañería tenía un grifo al final. De pronto, el tío se despierta y salta de la cama y echa a correr. Le hice una caricia con el grifo y siguió corriendo hasta la otra habitación, arrojando sangre por la cabeza a tres metros de distancia con cada latido del corazón. —Hizo un movimiento de bombeo con la mano—
Se le veían los sesos y la sangre que le caía de ellos. —Jack se echó a reír de modo incontrolable—. Mi chica estaba esperándome en el coche. Me llamaba, ¡ ja, ja, ja!, me llamaba, ¡ja, ja, ja!, asesino de sangre fría. Se rió hasta que la cara se le puso morada.
Unas noches después de mi entrevista con Roy y Hermán, utilicé una de las ampollas, lo que constituyó mi primera experiencia con droga. Las ampollas que yo tenía eran de un tipo especial: parecían un tubo de pasta de dientes con una aguja al final. Pinchando con un alfiler a través de la aguja se abría el conducto y la ampolla quedaba lista para pinchar.
La morfina pega primero en la parte de atrás de las piernas, luego en la nuca, y después se extiende una gran relajación que despega los músculos de los huesos y parece que uno flota sin límites, como si estuviera tendido sobre agua salada caliente. Cuando esta relajación se extendió por mis tejidos, experimenté un fuerte sentimiento de miedo. Tenía la sensación de que una imagen horrible estaba allí, más allá de mi campo de visión, moviéndose en cuanto volvía la cabeza de modo que nunca podía verla. Sentí náuseas; me tumbé y cerré los ojos. Pasaron una serie de imágenes, como si estuviera viendo una película: un enorme bar con luces de neón que se hacía más y más grande hasta que calles y tráfico quedaron incluidos en él; una camarera traía una calavera en una bandeja; estrellas en el cielo claro. El impacto físico del miedo a la muerte; el corte de la respiración; la detención de la sangre.
Me adormilé y desperté con un principio de miedo. A la mañana siguiente vomité y me sentí mal hasta el mediodía.
Roy me llamó aquella noche.
—Con respecto a lo que estuvimos hablando la otra noche —me dijo—, puedo darte cuatro dólares por caja y llevarme cinco cajas ahora mismo. ¿Estás ocupado? Me acercaré hasta tu casa. Llegaremos a un acuerdo, ya verás.
Pocos minutos después llamaba a la puerta. Llevaba una chaqueta a cuadros y una camisa color café. Miró a su alrededor y dijo:
—Si no te molesta, me pondré una.
Abrí la caja. Cogió una ampolla y se la inyectó en la pierna. Se bajó los pantalones y sacó veinte dólares del bolsillo. Puse cinco cajas sobre la mesa de la cocina.
—Creo que sacaré las ampollas de las cajas —dijo—. Ocupan demasiado.
Se metió las ampollas en los bolsillos de la chaqueta. Luego dijo:
—No creo que se rompan. Oye, te volveré a llamar mañana o así, cuando haya colocado éstas y tenga dinero para más. —Se puso el sombrero y dijo—: Hasta la vista.
Al día siguiente volvió. Se pinchó otra ampolla y sacó veinte dólares. Le di diez cajas y me quedé con dos.
—Estas son para mí —le dije.
Me miró sorprendido:
—¿También tú te picas?
—De vez en cuando.
—Es mal asunto —dijo moviendo la cabeza—. Es lo peor que puede sucederle a un hombre. Todos creemos al principio que podremos controlarlo. Luego ya dejamos de querer controlarlo —sonrió—. Te compraré todo lo que consigas a este precio.
Al día siguiente volvió. Preguntó si no había cambiado de idea y quería venderle las dos cajas. Le dije que no. Me compró dos ampollas a dólar cada una, y se las pinchó. Luego se marchó diciéndome que estaría de viaje un par de meses.
DOS
Durante el mes siguiente utilicé las ocho ampollas que no había vendido. El miedo que había experimentado tras la utilización de la primera ampolla no se reprodujo a partir de la tercera; sin embargo, de vez en cuando, y tras una inyección, despertaba con un comienzo de miedo. Seis semanas después telefoneé a Roy, aunque no confiaba que hubiera regresado de su viaje. Pero oí su voz al teléfono.
Le dije:
—Oye, ¿tienes algo para vender? De aquello que yo te vendí a ti antes.
Hubo una pausa.
—Sí —dijo—, puedo pasarte seis, pero el precio es de tres dólares cada una. Es que no tengo muchas. Ya sabes.
—De acuerdo —dije—. Ya sabes el camino. Acércamelas hasta aquí.
Se trataba de doce tabletas de un cuarto de grano metidas en un tubo estrecho de cristal. Le pagué los dieciocho dólares y volvió a lamentarse del precio.
Al día siguiente volvió a comprarme dos granos de lo que me había vendido.
—Resulta difícil conseguirlas al precio que sea —dijo, buscándose una vena en la pierna. Por fin, encontró la deseada y se inyectó el líquido con una burbuja de aire—. Si las burbujas de aire mataran, no habría ningún yonqui vivo.
Ese mismo día Roy me indicó una botica donde vendían agujas hipodérmicas sin hacer preguntas (hay muy pocas boticas que las vendan sin receta). Me enseñó cómo hacer un anillo de papel para unir la aguja a un cuentagotas. Un cuentagotas resulta más fácil de usar que una jeringuilla, especialmente para inyectarse uno mismo en la vena.
Unos días después Roy me mandó a visitar a un médico con un cuento sobre piedras en el riñon, para conseguir una receta de morfina. La mujer del médico me dio con la puerta en las narices, pero Roy consiguió convencerla y el médico extendió una receta de diez granos.
La consulta del médico estaba situada en plena zona de drogadictos, en la calle 102 junto a Broadway. Era un viejo chocho incapaz de oponer resistencia a los yonquis que acudían a su consulta y que, de hecho, eran sus únicos pacientes. Debía sentirse importante viendo su sala de espera llena de gente. Supongo que había llegado a un punto en el que era capaz de modificar la apariencia de las cosas según sus deseos y cuando miraba su sala de espera debía de ver una clientela distinguida, probablemente bien vestida al estilo de 1910, en lugar de aquel montón de yonquis con pinta de ratas en busca de una receta de morfina.
Roy solía embarcarse cada dos o tres semanas. Sus viajes eran de transporte de tropas y generalmente cortos. Cuando estaba en la ciudad solía agenciarse unas cuantas recetas. El viejo médico gruñón de la 102 terminó por enloquecer del todo y en ninguna farmacia querían despachar sus recetas, pero Roy localizó a un médico italiano del Bronx que recetaba con facilidad.
Yo me picaba de vez en cuando, pero estaba muy lejos de adquirir el hábito. En esta época, me trasladé a un apartamento de la parte baja de la zona norte. Se trataba de una casa cuya puerta daba directamente a la cocina.
Empecé a parar en el bar Angle todas las noches y solía ver a Hermán. Conseguí eliminar la primera mala impresión que le había causado, y pronto empecé a pagarle bebida y comida, y él me pedía dinero prestado con cierta regularidad. Entonces Hermán todavía no tenía el hábito. De hecho, raramente tenía droga, a no ser que otro se la comprase. Pero siempre estaba alto con algo —yerba, bencedrina, barbitúricos—. Solía aparecer por el Angle todas las noches con un tipo asqueroso llamado Whitey. En el Angle había cuatro Whities, lo que creaba cierta confusión. Este Whitey reunía la sensibilidad de un neurótico y la inclinación a la violencia de un psicópata. Estaba convencido de que desagradaba a todo el mundo, y eso era algo que le hacía sufrir cantidad.
Un martes por la noche estábamos Roy y yo en la barra del Angle. Estaba Mike el Metros y también Frankie Dolan. Dolan era un irlandés con un defecto en la vista, especialista en borrachos indefensos; les robaba y cargaba con el mochuelo a sus camaradas.
—Carezco de honor. Soy una rata —solía decir. Luego se reía.
Mike el Metros era un tipo de cara ancha, pálida y grandes dientes. Parecía una especie de animal de alcantarilla que ataca a los animales de superficie. Trabajaba con habilidad a los borrachos, pero era muy cobarde. Cualquier policía le echaba el ojo encima con sólo verle, y era muy conocido por la brigadilla del metro. Por eso, Mike solía pasarse la mitad del tiempo en la cárcel por vago y maleante. Era un taleguero consumado.
Esa noche Hermán estaba con nembutal encima y la cabeza se le caía pesadamente sobre la barra. Whitey andaba arriba y abajo intentando que alguien le invitara a un trago. Los tipos de la barra se mantenían tensos y rígidos, agarrados a sus bebidas y guardándose apresuradamente las vueltas. Oí que Whitey le decía al barman:
—¿Quieres guardarme esto un momento? —mientras le pasaba su enorme navaja automática por encima de la barra.
Los clientes estaban sentados silenciosos y lúgubres bajo las luces fluorescentes. Todos tenían miedo de Whitey. Todos excepto yo. Roy bebía su cerveza con calma. Los ojos le brillaban con aquella fosforescencia especial suya. Su largo cuerpo asimétrico se apoyaba en la barra. No miraba a Whitey, sino a la pared de enfrente donde estaban colocadas las botellas. En una ocasión, me dijo:
—No está más borracho que yo. Todavía puede beber más.
Whitey estaba en mitad de la barra con los puños apretados y las lágrimas rodándole por la cara:
—No soy bueno —decía—. No soy bueno. ¿Alguien es capaz de comprender que ni siquiera sé lo que hago?
La gente se apartaba de él a toda prisa tratando de no atraer su atención.
Slim el Metros, un compinche ocasional de Mike, entró y pidió una cerveza. Era alto y huesudo y su fea cara tenía aspecto inanimado, como si fuera de madera. Whitey le dio un golpecito en la espalda y oí que Slim decía:
—Por el amor de Dios, Whitey.
Hablaron algo más que yo no oí. Whitey tenía su navaja en la mano. El barman debía de habérsela devuelto. Atacó a Slim por detrás y le clavó la hoja en la espalda. Slim cayó hacia adelante aullando. Vi que Whitey se guardaba la navaja en el bolsillo.
—Vamonos —dijo Roy.
Whitey había desaparecido y la barra estaba vacía, exceptuando a Mike, que había agarrado a Slim por un brazo. Frankie Dolan le cogía por el otro.
Al día siguiente oí a Frank contar que Slim estaba bien.
—El tipo que le atendió en el hospital dijo que la navaja no le había alcanzado el riñon por muy poco —decía.
Roy dijo:
—El muy asqueroso. Yo puedo entendérmelas con un tío musculoso, pero no con una rata como ésa, que se dedica a distraer las monedas de la barra.
Poco después el Angle fue cerrado y cuando abrió de nuevo había cambiado de nombre y se llamaba Kent Grill.
Una noche fui a la calle Henry en busca de Jack. Una chica alta y pelirroja me abrió la puerta.
—Soy Mary —dijo—, entra.
Al parecer, Jack estaba de negocios en Washington.
—Pasa a la habitación por delante —dijo la chica, apartando la cortina de terciopelo—. Recibo a los caseros y a los cobradores en la cocina. Vivimos aquí dentro.
Miré alrededor. La habitación parecía un chop-suey. Había mesas rojas y negras lacadas esparcidas por todas partes, unas cortinas negras tapaban la ventana. En el techo estaba pintada una rueda con pequeños cuadrados y triángulos de diferentes colores, produciendo el efecto de un mosaico.
—La hizo Jack —dijo Mary señalando la rueda—. Tenías que haberle visto. Extendió una tabla entre dos escaleras y se tumbó encima de ella. La pintura le caía en la cara. A veces le gusta hacer cosas de ésas. Nos tiramos unos enrolles tremendos con esa rueda cuando estamos altos. Nos tumbamos mirando a la rueda y en seguida se pone a dar vueltas. Cuanto más se la mira, más de prisa va.
La rueda tenía esa vulgaridad de pesadilla de los mosaicos aztecas, la sangrienta, vulgar pesadilla, el corazón latiendo bajo el sol de la mañana, los deslumbrantes rosas y azules de los ceniceros, tarjetas postales y calendarios de recuerdo de algún sitio. Las paredes estaban pintadas de negro y había un carácter chino lacado en rojo sobre una de ellas.
—No sabemos lo que significa —dijo.
—Camisas a treinta y un centavos —sugerí.
Se volvió hacia mí sonriendo con frialdad. Empezó a hablar de Jack.
—Soy el ligue de Jack —dijo—. Trabaja para ser un buen ladrón. Es un trabajo como otro cualquiera. A veces por la noche llega a casa con una pistola y me dice que la esconda. También le gusta trabajar en la casa pintando y haciendo muebles.
Mientras hablaba se movía por el cuarto, saltando de una silla a otra, cruzando y descruzando las piernas, ajustándose las bragas como para que viera su anatomía por etapas.
Me contó que sus días estaban contados a causa de una extraña enfermedad.
—Sólo se conocen otros veintiséis casos. Dentro de unos pocos años ya no seré capaz de ponerme de pie. Mi organismo no puede asimilar el calcio y los huesos se van disolviendo lentamente. Tendrán que amputarme las piernas y después los brazos.
Era, en realidad, como si no tuviera huesos, como si fuera una criatura de las profundidades marinas. Sus ojos tenían la frialdad de los de un pez y parecían mirar a través de un medio viscoso. Podía imaginarse a aquellos ojos en una forma protoplásmica ondulando en las oscuras profundidades.
—La bencedrina es un buen rollo —dijo—. Tres tiras de papel o unas diez tabletas es bastante. O dos tiras y un par de cápsulas de seconal. Se juntan adentro y pelean. Un buen golpe.
Tres jóvenes maleantes de Brooklyn entraron. Caras de palo, manos en los bolsillos, estilizados como un ballet. Buscaban a Jack. Les había estafado en un trapicheo. Por lo menos eso parecía. Se expresaban menos con palabras que con movimientos de la cabeza y de sus cuerpos a través del apartamento y apoyándose en las paredes. Por fin, uno de ellos se dirigió a la puerta. Hizo un gesto con la cabeza y los otros le siguieron.
—¿Te gustaría colocarte un poco? —preguntó Mary—. Debe de haber alguna colilla por algún sitio. —Empezó a rebuscar en cajones y ceniceros—. Me parece que no queda nada. ¿Por qué no salimos? Conozco a buenos contactos y probablemente consigamos algo.
Una joven entró dando tumbos con un objeto envuelto en un papel pardo bajo el brazo.
—Deshazte de esto al salir —dijo, poniendo el paquete sobre la mesa. Entró tambaleándose en la habitación del otro lado de la cocina. Cuando salíamos levantó el papel y vi una caja de cabina pública forzada con palanqueta.
En Times Square subimos a un taxi y empezamos a recorrer diversas calles. Mary daba las direcciones y de vez en cuando chillaba: «¡Pare!», y saltaba fuera, con la cabellera pelirroja al viento, para ver a alguien.
En seguida volvía diciendo:
—El contacto estaba aquí hace diez minutos, pero se acaba de marchar. Este tío tiene, pero no hay forma de que suelte nada.
Otras veces decía:
—El contacto no volverá en toda la noche. Vive en el Bronx. Pero vamos a parar aquí un momento. Quizá podamos encontrar a alguien en Rich's.
Finalmente:
—Parece que no está nadie en ningún sitio. Ya es un poco tarde para conseguir nada. Vamos a comprar tubos de bencedrina y después a Denny's. Podemos tomar café y colocarnos con la bencedrina.
Denny's era un sitio cerca de la calle 52 y la Sexta Avenida, donde solía haber músicos tomando pollo frito y café a partir de la una de la madrugada. Mary abrió un tubo, sacó el papel doblado y me pasó algunas tabletas:
—Tómalas con el café.
El papel soltó un mareante olor a mentol. Algunos de los de alrededor olfatearon y sonrieron. Me dieron vómitos al tragar, pero logré pasarla. Mary puso unos cuantos discos viejos en la máquina y llevaba el ritmo con la mano, golpeando sobre la mesa poniendo cara de mongólico masturbándose.
Empecé a hablar muy de prisa. Tenía la boca seca y la saliva espesa y pegajosa, formando bolas blancas —escupir algodón se llama eso—. Estábamos caminando por Times Square. Mary quería localizar a alguien con un «piccolo» (victrola). Me sentía lleno de buenos sentimientos y muy expansivo, quería llamar a gente a la que no había visto hacía meses e incluso años, gente que no me gustaba y a quien yo no gustaba. Hicimos algunos infructuosos intentos tratando de localizar al dueño del piccolo ideal que Mary buscaba. En algún lugar durante nuestra búsqueda encontramos a Peter y finalmente decidimos volver al apartamento de la calle Henry, donde por lo menos había una radio.
Peter y Mary y yo pasamos las siguientes trece horas en el apartamento. De vez en cuando hacíamos café y tragábamos más bencedrina. Mary describía las técnicas que usaba para obtener dinero de los «cabritos», lo que constituía su principal fuente de ingresos.
—Siempre hay cabritos. Son diferentes de los puteros. Cuando te acuestas con un putero hay que estar alerta todo el tiempo. No tienes que darle nada. Sólo hay que quitarle cosas. Pero un donjuán es diferente. Le tienes que dar lo justo por su precio. Cuando te acuestas con él te lo pasas bien y quieres que él también se divierta.
»Si lo que quieres es hundir a un tío, basta con encender un pitillo en mitad de la folladera. Claro que a mí los hombres no me gustan sexualmente. Lo que de verdad me gustan son las tías. Me enrolla mucho ligarme a una tía orgullosa y hundirla, hacerle ver que sólo es un animal. Una tía ya nunca es guapa una vez que la has hundido. Mira, eso es como el rollo del fuego —dijo señalando a la radio, que era la única luz encendida en la habitación. Su cara se contraía en una expresión de rabia simiesca cuando hablaba de los tíos que la molestaban por la calle—. Hijos de puta —gruñó—. No saben ni enterarse de cuándo una mujer está de ligue. Yo solía pasearme con un puño de metal debajo del guante esperando a que uno de esos paletos se acercase a mí.
Un día Hermán me habló de un kilo de yerba de primera calidad de Nueva Orleans, que podía conseguir por setenta dólares. Trapichear con yerba parece fácil sobre el papel, algo así como cultivar pieles o criar ranas. A setenta y cinco centavos el porro y setenta porros hacen una onza, eso sonaba a dinero. Estaba convencido y compré la yerba.
Hermán y yo nos asociamos para colocar la yerba. El conocía a una lesbiana llamada Marian que vivía en el Village y decía que era poetisa. Guardamos la yerba en el apartamento de Marian, a condición de que la dejásemos fumar lo que quisiera y le diéramos el cincuenta por ciento de comisión en las ventas. Otra lesbiana se instaló con ella, y siempre que iba al apartamento de Marían me encontraba con aquella pelirroja llamada Lizzie que me miraba con sus ojos de pez llenos de estúpido odio.
Un día, la pelirroja Lizzie abrió la puerta y me impidió el paso. Su cara estaba pálida de muerte e hinchada del nembutal. Me tiró el paquete de yerba diciendo:
—Toma esto y llévatelo.
Nos miró con ojos de odio y dijo:
—¡Cabrones!
Cerró la puerta de un portazo. El ruido debió despertarla. Abrió la puerta de nuevo y empezó a gritar con una rabia histérica. Desde la calle todavía podíamos oírla.
Hermán contactó a otros fumetas. Todos ellos nos ponían los nervios de punta.
En la práctica, traficar con yerba sólo trae quebraderos de cabeza. Para empezar, la yerba ocupa mucho sitio. Se necesita una maleta llena para conseguir algo de dinero. Si la pasma llama a la puerta, es lo mismo que tener una bala de alfalfa.
Los fumetas no son como los yonquis. Un yonqui suelta el dinero, coge la droga y se las pira. Pero los fumetas no hacen eso. Esperan que el traficante les invite a unos porros y se sientan sin querer largarse antes de media hora o así. Y tienes que aguantar todo eso para vender dos dólares. Si vas directamente al asunto dicen que eres un siniestro de la mierda. De hecho, un tipo que trapichea con yerba nunca dice que es un traficante. No, él sólo coloca algo de yerba entre unos cuantos tíos y tías porque se mueve bien y sabe hacerse las cosas y conoce a mucha gente. Todo el mundo sabe que él es el vendedor, pero está mal decirlo. Dios sabe por qué. A mi juicio, los fumetas son inescrutables.
Hay muchos secretos profesionales en el negocio de la yerba, y los fumetas mantienen esos supuestos secretos con una astucia estúpida. Por ejemplo, la yerba tiene que estar curada porque si está verde raspa la garganta. Pero pregunta a un fumeta cómo hay que curar la yerba y te dará una respuesta ambigua mirándote estúpidamente. Quizá la yerba afecta al cerebro o puede ser que los fumetas sean estúpidos por naturaleza.
La yerba que yo tenía estaba verde y la puse en la tetera. Metí la tetera en el horno hasta que la yerba tuvo ese color pardusco que debe tener. Este es el secreto de curar la yerba, o al menos un modo de curarla.
Los fumetas son gregarios, son sensibles y paranoicos. Si te consideran un cenizo o un pelmazo no lograrás hacer negocios con ellos. Pronto me di cuenta que no podía tratar con ese tipo de gente y me alegraba de que cualquiera me quitara la yerba de las manos sin mirar el precio. A partir de entonces decidí no traficar nunca más con yerba.
En 1937, la yerba quedó incluida en la Ley Harrison de Narcóticos. Las autoridades afirman que la yerba es una droga adictiva, que su uso es perjudicial para mente y cuerpo, y que hace cometer delitos a quien la usa. Estos son los hechos: la yerba no es adictiva. Uno puede fumar yerba durante años y no experimentará ninguna molestia si de pronto deja de hacerlo. He visto fumetas en la cárcel y ninguno de ellos mostraba síntomas de carencia. Yo mismo he fumado yerba durante quince años y nunca sentí molestias cuando dejaba de hacerlo una temporada. La yerba es menos adictiva que el tabaco. La yerba no daña la salud. De hecho, muchos de los que la fuman aseguran que aumenta el apetito y tonifica el organismo. No conozco ningún otro producto similar que incremente el apetito.
En una ocasión suprimí un hábito de droga con yerba. El segundo día después de dejar de pincharme fui capaz de comer. Por lo general, después de dejar de pincharme soy incapaz de comer durante unos ocho días. La yerba no empuja a nadie a cometer delitos. Jamás he visto que nadie se pusiera agresivo bajo la influencia de la yerba. Las fumetas son muy sociables. Demasiado sociables para mi gusto. No puedo entender por qué la gente que asegura que la yerba induce al crimen no exige que se prohiba también el alcohol. Todos los días se producen crímenes cometidos por borrachos que no obrarían así estando sobrios.
Se ha hablado mucho de los efectos afrodisíacos de la yerba. Por alguna razón, los científicos se niegan a admitir que la yerba sea afrodisíaca, y muchos farmacólogos dicen que «no hay pruebas para mantener la creencia popular de que la yerba posee propiedades afrodisíacas». Yo puedo asegurar que la yerba es un afrodisíaco y que el sexo es más agradable bajo la influencia de la yerba que sin ella. Cualquiera que haya usado yerba verificará esta afirmación.
Se oye decir que la gente se vuelve loca por usar yerba. Hay, es cierto, una forma de locura causada por el excesivo uso de yerba. Este estado se caracteriza por ideas de referencia. La yerba que se puede obtener en los Estados Unidos no es lo bastante fuerte como para enloquecer a uno, y las psicosis producidas por yerba son muy raras en este país. La psicosis inducida por yerba se corresponde más o menos con el delirium tremens y desaparece en cuanto la droga se suprime. El que fuma unos cuantos cigarrillos al día no tiene más posibilidades de volverse loco que un hombre que tome unos cuantos cocktails antes de las comidas.
Algo más acerca de la yerba. Un hombre bajo la influencia de la yerba no está capacitado para conducir un coche. La yerba disturba el sentido del tiempo y en consecuencia el sentido de las relaciones espaciales. Una vez, en Nueva Orleans, tuve que aparcar en la cuneta y esperar hasta que se disiparan los efectos de la yerba. Era incapaz de determinar a qué distancia estaba algo o cuándo debía girar o frenar en un cruce.
TRES
Ahora me pinchaba todos los días. Hermán se había trasladado a mi apartamento de Henry Street, puesto que ya no quedaba nadie que pagara la renta del apartamento que había compartido con Jack y Mary. Jack fue atrapado mientras realizaba un trabajo, al parecer muy seguro, y estaba en la cárcel del Bronx en espera de juicio. Mary se había largado a Florida con un «cabrito». A Hermán nunca se le había ocurrido que tenía que pagar un alquiler. Había vivido toda su vida en apartamentos de otras personas.
Roy tenía por entonces un buen arreglo. Había localizado a un médico en Brooklyn que le extendía recetas. El tipo era capaz de extender tres recetas al día con prescripciones de hasta treinta tabletas cada una. De vez en cuando se mostraba remolón, pero a la vista del dinero terminaba siempre por decidirse.
Hay diversas variedades de médicos de esta clase. Unos sólo extienden la receta si están convencidos de que eres un adicto, otros sólo si están convencidos de que no lo eres. Muchos adictos cuentan historias gastadas por años de uso. Otros hablan de piedras en la vesícula o el riñon. Esta es la historia que se cuenta con mayor frecuencia, y yo mismo he visto a médicos levantarse y enseñarme la puerta en cuanto hablé de cálculos en la vesícula. Suelo obtener mejores resultados con la neuralgia facial porque me conozco los síntomas de memoria. Roy tenía una cicatriz de operación en el estómago y la utilizaba para apoyar su historia de cálculos en la vesícula.
Había un médico viejo que vivía en una casa victoriana de ladrillo por la calle Setenta Oeste. Con él bastaba con presentar un aspecto respetable. Si uno conseguía entrar en su consulta, la cosa estaba hecha, pero sólo extendía tres recetas. Otro médico siempre estaba borracho y había que cogerle en el momento justo. A veces extendía la receta mal y había que volver para que la corrigiera. Entonces, podía decir que la receta era falsa y te echaba de su casa. También estaba otro médico senil al que había que ayudar a llenar la receta. Se olvidaba de lo que estaba haciendo, dejaba la pluma a un lado y se ponía a recordar a los pacientes tan importantes que trataba antes. En especial le gustaba hablar de un hombre, un tal George Gore, que en una ocasión le había dicho:
—Doctor, he estado en la Clínica Mayo y puedo asegurarle que usted sabe más medicina que toda la clínica junta.
Era imposible pararle y el adicto se veía obligado a escuchar pacientemente. Muchas veces, la mujer del médico aparecía en el último momento y rompía la receta o se negaba a confirmarla cuando llamaban de la botica.
Por lo general, los médicos ancianos extienden recetas con mayor facilidad que los jóvenes. Los refugiados extranjeros constituían un buen terreno, pero los adictos en seguida los quemaban. En ocasiones un médico montaba en cólera ante la simple mención de estupefacientes y amenazaba con llamar a la policía.
Los médicos están tan atiborrados de ideas exageradas acerca de su posición que, por lo general, un planteamiento directo es lo peor que a uno puede ocurrírsele hacer. Aunque no se crean la historia que les largas prefieren que se la sueltes de cabo a rabo. Algo así como el afeitado ritual de los orientales. Un hombre interpreta el papel de médico lleno de grandes propósitos que no quiere extender una receta ni siquiera por mil dólares, el otro se esfuerza por parecer un enfermo auténtico. Si uno dice:
—Mire, doctor, quiero una receta de estupefacientes y estoy dispuesto a pagarle por ella el doble de lo normal.
Si uno dice algo como eso, el matasanos monta en cólera y te echa de su consulta. Es necesario saber comportarse con los médicos o no se va a ninguna parte.
Roy se picaba tanto que Hermán y yo teníamos que pincharnos más de lo que necesitábamos para mantenernos a su altura y que nos tocase la parte que nos correspondía. Yo empecé a inyectarme directamente en la vena para ahorrar material y porque el efecto inmediato era mejor. Empezamos a tener problemas con las recetas. Muchas boticas sólo nos despachaban una o dos veces, y otras ni siquiera una vez. Había una botica que nos despachaba todas las recetas, y por eso íbamos siempre allí, pero Roy dijo que debíamos andarnos con cuidado para que los inspectores no nos descubrieran. Sin embargo, andar de botica en botica era molesto y terminábamos por acudir siempre al mismo sitio. Yo estaba aprendiendo a esconder mi material cuidadosamente para que Roy y Hermán no lo encontrasen y me lo quitaran.
Quitarle a un yonqui parte de la droga que tiene escondida es pegarle un palo. Resulta difícil protegerse contra esta forma de robo porque los yonquis saben dónde buscar el material. Hay algunos que siempre llevan la droga encima, pero un hombre que haga eso se expone a una acusación de posesión si lo detiene la policía.
Cuando empecé a pincharme diariamente, e incluso varias veces al día, dejé de beber y de salir por las noches. Cuando se usa droga no se bebe. Es probable que un cuerpo que tiene una determinada cantidad de droga en sus células no absorba el alcohol. La bebida se queda en el estómago, poco a poco provoca náuseas, incomodidad y vértigo. Usar droga quizá sirva como cura de alcohólicos. También dejé de lavarme. Cuando se usa droga la sensación del agua en la piel resulta desagradable por alguna razón, y los yonquis suelen negarse a tomar baños.
Se han escrito muchas tonterías sobre los cambios que padece una persona cuando ha adquirido un hábito. De pronto, el adicto se mira en el espejo y no se conoce. Los cambios son difíciles de especificar y no aparecen en el espejo. Es decir, el adicto adquiere una especie de ceguera a medida que progresa en su hábito. Por lo general, no se da cuenta de que está adquiriendo ese hábito. Dice que no se adquiere un hábito si se tiene cuidado y se observan unas cuantas reglas, como por ejemplo pincharse un día sí y otro no. De pronto, deja de observar esas reglas, pero cada pinchazo extra lo considera excepcional. He hablado con muchos adictos y dicen que se sorprenden cuando descubren que tienen el primer cuelgue encima. Muchos de ellos atribuyen sus síntomas a cualquier otra causa.
Cuando una persona se adicciona los demás intereses pierden importancia. La vida queda enfocada hacia la droga, un fije y a esperar el siguiente, todo está lleno de «material» y «recetas» y «agujas» y «cuentagotas» y «cucharas». A veces el adicto cree que lleva una vida normal y que la droga es algo accidental. Hasta que su provisión no se corta por alguna razón, no se da cuenta de lo que la droga significa para él.
—¿Por qué necesita estupefacientes, señor Lee? —es una pregunta que suelen hacer los psiquiatras estúpidos.
—Necesito droga para levantarme de la cama por la mañana, para afeitarme y para desayunar. La necesito para seguir vivo —es la respuesta.
Claro es que por lo general los yonquis no mueren por falta de droga. Pero, en un sentido muy literal, descolgarse implica la muerte de las células que dependen de la droga y su reemplazamiento por células que no necesitan droga.
Roy y su mujer se trasladaron al mismo edificio de apartamentos. Todos los días nos reuníamos en mi casa después de comer para planear nuestro programa diario de droga. Uno de nosotros tenía que entendérselas con un matasanos. Roy siempre intentaba que fuera otro el que se ocupara del asunto.
—Esta vez yo no puedo ir. He reñido con él. Pero puedo explicarte lo que tienes que decirle.
O trataba de que Hermán o yo fuéramos a probar con otro médico nuevo.
—No puede fallar. No le dejes que te diga que no. Estoy seguro de que es de los que extienden receta. Yo no puedo ir.
Uno de sus matasanos seguros quiso denunciarme de mano. Se lo conté a Roy y dijo:
—Seguramente está ya quemado. Alguien le hizo una putada uno de estos días. Seguro que fue por eso.
Después de eso no volví a arriesgarme con médicos desconocidos. Pero nuestro tipo de Brooklyn se hacía el remolón.
Todos los médicos terminan por cortar antes o después. Un día, cuando Roy fue por su receta, el médico le dijo:
—Esta es la última que le doy y lo mejor que pueden hacer es desaparecer de aquí un tiempo. El inspector vino a visitarme ayer. Tiene todas las recetas que les había extendido a sus amigos. Me dijo que perdería mi licencia si extendía una receta más, así que ésta voy a ponerla con fecha de anteayer. Dígale al de la botica que ayer se encontraba demasiado mal para ir a comprarla. Han dado ustedes direcciones falsas en algunas ocasiones y eso es una violación del artículo 344 de la Ley de Salud Pública, así que no digan que no les he avisado. Por el amor de Dios, no me denuncien si les interrogan. Eso significaría el final de mi carrera profesional. Sabe perfectamente que siempre me he portado bien con ustedes. Quería haber dejado de hacer todo esto hace meses, pero no quería dejarles en la estacada. Déme un respiro. Aquí tiene la receta y, por favor, no vuelva más.
Roy volvió al día siguiente. El cuñado del médico estaba allí para proteger el honor de la familia. Cogió a Roy por la solapa y le echó fuera.
—La próxima vez que le encuentre por aquí molestando al doctor no le dejaré en condiciones de irse caminando por sí mismo —dijo.
Diez minutos después llegó Hermán. El cuñado estaba dispuesto a darle el mismo tratamiento que a Roy, cuando Hermán sacó un vestido de seda de debajo de su chaqueta y, volviéndose hacia la mujer del médico, que había acudido atraída por todo aquel follón, dijo:
—Pensé que quizá le gustase este vestido.
De este modo tuvo oportunidad de hablar con el médico, que le extendió una última receta. Tardó tres días en conseguir que se la despacharan. En nuestro botica habitual dijeron que les vigilaba el inspector y que no querían exponerse a despachar más recetas.
—Lo mejor será que desaparezcan —dijo el propietario—. Creo que el inspector tiene órdenes de detención contra vosotros.
Nuestro médico había hecho las maletas. Se largó de la ciudad. Recorrimos Brooklyn, el Bronx, Queens, Jersey City y Newark. No podíamos conseguir ni pan topón. Era como si los médicos estuvieran esperándonos, precisamente esperando por nosotros en su despacho para decirnos:
—Definitivamente, no.
Parecía como si todos los médicos de Nueva York y sus alrededores hubieran decidido de pronto no dar jamás ninguna otra receta de estupefacientes. Teníamos que dejar la droga. En cuestión de horas nos encontraríamos sin nada que inyectarnos. Roy decidió ir a la isla de Riker a sufrir «una cura de treinta días». No se trata de una cura de reducción. No dan nada de droga, ni siquiera pastillas para dormir. Todo lo que hacen es mantener encerrados a los adictos treinta días. El sitio está siempre lleno.
Hermán fue detenido en el Bronx mientras buscaba un médico que le extendiese una receta. No le acusaban de nada concreto, simplemente a dos agentes no les gustó su aspecto. Cuando le llevaron a la comisaría, los de estupefacientes tenían una orden de detención contra él extendida por el inspector del Estado. La acusación concreta era haber falseado la dirección en una receta de estupefacientes. Un abogado de mala muerte me telefoneó para preguntarme si podía pagar la fianza de Hermán. En vez de eso le mandé dos dólares para cigarrillos. Si un tipo va a estar preso, lo mejor es que empiece cuanto antes.
En este momento me encontraba limpio de droga y con los últimos algodones hervidos ya dos veces. La droga se calienta en una cuchara y se introduce en el cuentagotas o jeringa a través de un trozo de algodón que sirve de filtro. Algo de la droga se queda en el algodón y los adictos suelen conservarlos para emergencias.
Conseguí una receta de codeína de un viejo médico, después de largarle un rollo sobre migrañas y dolores de cabeza. La codeína es mejor que nada y cinco granos en la piel evitan que uno se ponga enfermo. Por alguna razón, es peligroso inyectarse codeína en la vena.
Recuerdo una noche en que Hermán y yo no teníamos nada excepto sulfato de codeína. Hermán lo calentó y se inyectó un grano en la vena el primero. Inmediatamente, se puso rojo, después muy pálido. Se sentó en la cama débilmente.
—¡ Dios mío! —dijo.
—¿Qué te pasa? —le pregunté—. Todo está bien.
Me miró agriamente.
—¿Que todo está bien, dices? Entonces pínchate un poco.
Calenté mi grano y me preparé para inyectármelo. Hermán me observaba inquieto. Seguía sentado en la cama. En cuanto me saqué la aguja de la vena tuve una sensación desagradabilísima, totalmente diferente a la que se siente tras una buena dosis de morfina. Noté que se me hinchaba la cara. Me senté en la cama, al lado de Hermán. Mis dedos se habían inflado a un tamaño doble del normal.
—Bueno —dijo Hermán—, ¿todo va bien?
—No —dije.
—Tenía los labios entumecidos como si me hubieran pegado un puñetazo en la boca. Un dolor de cabeza terrible. Empecé a pasear inquieto arriba y abajo por la habitación. Sostenía la vaga teoría de que si conseguía que la circulación se mantuviera, la sangre podría eliminar la codeína.
Una hora después me sentí un poco mejor y me acosté. Hermán me habló de un amigo suyo que se había pasado y puesto azul tras una inyección de codeína:
—Le metí una ducha fría y se recuperó —dijo.
—¿Por qué no me dijiste eso antes? —pregunté.
Hermán se mostraba súbita e imprevisiblemente irritado. Los orígenes de sus enfados, por lo general, eran inescrutables.
—Bien —comenzó—. Uno se arriesga a algo cuando se droga. Además, sólo porque una persona tenga una determinada reacción, no se puede deducir que a los demás les vaya a suceder lo mismo. Tú parecías estar seguro de que todo iba a ir bien y yo no quería molestarte con historias.
CUATRO
El día que me enteré que Hermán había sido arrestado, imaginé que yo sería el siguiente, pero ya me sentía mal y carecía de energías para dejar la ciudad.
Fui detenido en mi apartamento por dos policías de paisano y un agente federal. El inspector del Estado había presentado una denuncia contra mí, acusándome de haber violado el artículo 334 de la Ley de Salud Pública por dar un nombre falso al retirar una receta de estupefacientes. Los dos inspectores de paisano eran el bueno y el malo, como de costumbre. El bueno me preguntó:
—¿Cuánto tiempo llevas drogándote, Bill? Sabes perfectamente que debías haber dado tu verdadero nombre en la botica.
El malo le interrumpía, chillándome:
—Venga, suéltalo de una vez, que no somos hermanas de la caridad.
Pero mí caso no les interesaba demasiado y no necesitaban que hiciera una declaración en toda regla. Mientras me llevaban a la comisaría, el agente federal me hizo algunas preguntas y rellenó una especie de formulario. Me llevaron despues a los calabozos y fui fotografiado y fichado. Mientras esperaba a que me llevaran ante el juez, el policía bueno me dio un cigarrillo y empezó a hablarme de los inconvenientes de la droga.
—Aunque vayas tirando treinta años, te estás engañando a ti mismo. Es como los degenerados sexuales —le brillaban los ojos—, que los médicos dicen que no pueden hacer nada para salvarse.
El juez me puso una fianza de mil dólares. Fui llevado de nuevo a los calabozos y se me ordenó que me desvistiese y me duchara. Un guardia apático examinó mi ropa. Me vestí de nuevo, fui al ascensor y me metieron en una celda. A las cuatro de la tarde las celdas se cerraban. Las puertas corrían automáticamente haciendo un ruido tremendo que levantaba ecos en las galerías.
Se me había terminado la última codeína que me quedaba. La nariz y los ojos se me empezaron a agitar, sudaba por todos los poros. Relámpagos fríos y calientes me golpeaban a través de la puerta que se abría y cerraba continuamente. Me mantuve tumbado en la colchoneta, demasiado débil para moverme. Las piernas me molestaban y no podía encontrar una postura cómoda.
La voz de un negro cantaba:
—Levántate, mujer, levántate, sal del polvo.
Otra voz decía:
—¡Cuarenta años! ¡ No puedo pasarme cuarenta años en la trena!
Hacia medianoche, mi mujer pagó la fianza y me dio unas anfetaminas nada más salir a la calle. Las anfetaminas ayudan un poco.
Al día siguiente estaba peor y no podía levantarme de la cama. Así que seguí en la cama todo el día tomando nembutal a intervalos.
Para la noche, me tomé unas cuantas bencedrinas y fui hasta un bar, sentándome cerca de la máquina de discos. Cuando se está enfermo la música suele ayudar bastante. En una ocasión, en Texas, me descolgué de la heroína con ayuda de la yerba, una pinta de elixir paregórico y unos cuantos discos de Louis Armstrong.
Casi peor que la enfermedad es la depresión que viene con ella. Una tarde cerré los ojos y vi Nueva York en ruinas. Ciempiés y escorpiones se deslizaban por los vacíos bares, cafeterías y boticas de la calle Cuarenta y dos. Entre los adoquines del pavimento crecía la yerba. No se veía a nadie.
A los cinco días empecé a sentirme un poco mejor. A los ocho días me entró la pájara y sentí un tremendo apetito. Diez días después la enfermedad había desaparecido. Mi juicio había sido aplazado.
Hermán volvió de su cura de treinta días en la isla de Riker y me presentó a un traficante que vendía H mexicana en la Calle 103 y Broadway. Aquellos primeros años de la guerra, las importaciones de H estaban virtualmente suspendidas y la única droga que se podía conseguir era la M de las recetas. Sin embargo, las líneas de comunicación se restablecieron y la heroína comenzó a llegar de México, donde había campos de amapolas cultivadas por chinos. El caballo mexicano es de color marrón, pues contiene algo de opio en bruto.
El cruce de la calle 103 y Broadway se parece a cualquier otra zona de Broadway. Una cafetería, un cine, tiendas. En mitad de Broadway hay una isla con algo de yerba y bancos. La calle 103 es una parada de metro. Se trata de un territorio de droga. La droga sale de la cafetería, rodea la manzana de casas y a veces cruza hasta Broadway para descansar en uno de los bancos de la isla. Un fantasma diurno en una calle abarrotada hasta los topes.
Siempre se puede encontrar a unos cuantos yonquis sentados en la cafetería o rondando por sus alrededores, mirando inquietamente como si esperaran a su contacto. Por el verano, suelen sentarse en los bancos y parecen buitres.
El traficante tenía cara de adolescente. No representaba más de treinta años aunque de hecho tenía cincuenta y cinco. Era un hombre bajo, siniestro, de cara delgada y aspecto de irlandés. Cuando se dignaba aparecer —y como muchos yonquis antiguos nunca era puntual— se sentaba en una mesa de la cafetería. Le dabas el dinero y tres minutos más tarde había que reunirse con él en una esquina de la calle donde te entregaban la droga. Jamás llevaba la droga encima, pero debía tenerla escondida en algún sitio cercano.
Este hombre era conocido por el Irlandés. En una ocasión había trabajado para Dutch Schultz, pero los gángsters no quieren yonquis en su banda porque los consideran poco de fiar, así que le largaron. Ahora traficaba de vez en cuando y desvalijaba borrachos en el metro cuando no tenía nada que vender. Una noche, el Irlandés fue cazado en el metro por vago y maleante. Se ahorcó en los calabozos.
El trabajo de traficante es una especie de servicio público que va rotando de uno a otro miembro del grupo. La duración de tal servicio suele de unos tres meses. Todo el mundo está de acuerdo en que se trata de un trabajo ingrato. Como dijo George el Griego:
—Siempre se termina en la cárcel y palmado. Todo el mundo te llama cabrón si no le fías; y si lo haces, se aprovechan de ti.
George era incapaz de dejar a nadie en la estacada. La gente solía explotar su amabilidad, comprándole a crédito y pagando al contado a cualquier otro traficante. George se pasó tres años en el talego y cuando salió se negó a volver a traficar.
Los yonquis modernos, los hipsters esos del bebop, jamás aparecían por la calle 103. Los tipos de la calle 103 eran todos de los antiguos —caras delgadas y pálidas; bocas contraídas y amargas; duros y de gestos estilizados. (Hay algunos gestos que delatan al yonqui igual que la señal en la muñeca delata al esclavo.) Eran yonquis de diversas nacionalidades y distinto aspecto físico, pero todos se parecían algo. Guardaban cierta semejanza con la droga. Estaban el Irlandés, George el Griego, Rosa Pantopón, Louie el Botones, Eric «el Maricón», «el Sabueso», «el Marinero» y Joe el Manito. Algunos han muerto, otros están en la trena.
Ya no hay yonquis en la calle 103 y Broadway esperando a su contacto. Los traficantes se han largado a otra parte. Pero la sensación de droga permanece. Te golpea en las esquinas, te sigue por la manzana, y de pronto desaparece.
Joe el Manito tenía una cara delgada con la nariz larga y puntiaguda y la boca para abajo, desdentada. La cara de Joe tenía arrugas y cicatrices, pero no era la de un viejo. A su cara la habían pasado algunas cosas, pero Joe no se vio afectado por ellas. Sus ojos eran brillantes y jóvenes. Exhalaba amabilidad como les ocurre a muchos yonquis antiguos. Se le podía distinguir a lo lejos. En la multitud anónima de la ciudad permanecía aparte, se le podía distinguir entre los demás como si se le mirara con prismáticos. Era un gran mentiroso y, como muchos mentirosos, modificaba continuamente sus historias, cambiando tiempo y personas de un relato a otro. Una vez podía contarte algo de un amigo suyo y la vez siguiente podía aplicarse la misma historia a sí mismo. Solía sentarse en la cafetería, ante un café, hablando al azar de sus experiencias.
—Conocíamos a un chino que tenía algo de material escondido y queríamos que nos dijera dónde estaba. Le atamos a una silla. Encendí unas cuantas cerillas —hizo ademán de encender una cerilla—, y se las acerqué a las plantas de los pies. No quería hablar. Me dio pena. Entonces mi compinche le pegó en la cara con la pistola y la sangre le corrió por la cara. —Se puso las manos sobre la cara y las deslizó hacia abajo para indicar el fluir de la sangre—. Cuando vi eso me sentí mal y dije: «Vamonos de una vez, dejemos a este tipo en paz. No nos va a decir nada.»
Louie era mechero y había perdido la tranquilidad que alguna vez tuviera. Llevaba abrigos largos negros y gastados que le daban aspecto de soplón. Ladrón y yonqui se unían en él. Las pasaba moradas. Oí que en cierta ocasión había sido soplón de la policía, pero cuando yo le conocí todos le consideraban legal. A George el Griego no le gustaba Louie y decía que sólo era un vago.
—No le invites nunca a que vaya a tu casa. Se aprovechará de ti. Es capaz de picarse delante de tu familia. Carece de clase —me dijo en una ocasión.
George el Griego era considerado el arbitro del grupo. Decidía quién era legal y quién no. George se enorgullecía de su integridad:
—Jamás he vendido a nadie. Cuando he tenido que comerme algo, me lo he comido yo solo.
Había estado ya tres veces en la cárcel. La vez siguiente la sentencia sería de por vida por reincidente. Trataba por todos los medios de no comprometerse en nada peligroso. Nada de traficar, nada de vender; de vez en cuando trabajaba en los muelles. Estaba rodeado por todos lados y no podía evitar ir hacia abajo. Cuando no podía conseguir droga —lo que ocurría la mitad de las veces— se emborrachaba o se pegaba lo que fuera.
Tenía dos hijos muy jóvenes que le causaban bastantes problemas. Su rostro tenía las señales de una batalla constante siempre perdida. La última vez que estuve en Nueva York no pude encontrar a George. La gente de la calle 103 con quien hablé ignoraba qué había sido de George el Griego.
Fritz el Portero era un hombre pálido y delgado que daba la impresión de ser paralítico. Estaba en libertad condicional tras cumplir cinco años por haber ido a comprarle a un soplón. El soplón necesitaba urgentemente delatar a alguien y entre él y un policía necesitado de méritos le montaron una historia de gran traficante e hicieron un arresto sonado. En el fondo, Fritz estaba orgulloso de haber sido tan importante y en Lexington contaba encantado su rollo de traficante famoso.
El Maricón era un ratero brillante. Se dedicaba a desvalijar borrachos y sus marcas eran realmente increíbles. Dentro de la jerarquía de los carteristas ocupaba el lugar más alto. Era el hombre que llega siempre el primero a su presa, nunca el que aparece cuando el borracho ya ha quedado tirado, con los forros de los bolsillos al aire. Siempre parecía guiado por un radar especial. Sólo quería dinero, anillos y relojes. Después de él, venían los que robaban el borracho el sombrero, los zapatos y el cinturón. Finalmente, llegaban los más miserables, que se llevaban el abrigo o la chaqueta.
El Maricón siempre se las arreglaba bien. En una ocasión robó mil dólares en la estación de la calle 103. Por lo general, sus golpes eran de unos cientos. Si el tipo al que robaba se daba cuenta, fingía que sus intenciones eran sexuales. Su mote se debía a esto.
Siempre iba bien vestido, por lo general con una chaqueta de twed y unos pantalones de franela. Unas maneras pretendidamente europeas y un ligero acento escandinavo completaban su aspecto. Imposible tener menos pinta de ratero. Trabajaba siempre solo. Tenía buena suerte y evitaba la compañía en su trabajo. El contacto con la gente suele traer mala suerte para los que la tienen buena. Los yonquis son envidiosos y la gente que pululaba por la calle 103 envidiaba al Maricón. Pero todos tenían que admitir que era un tío legal y dispuesto a echar una mano.
Las cápsulas de heroína cuestan tres dólares cada una y se necesitan tres al día para ir tirando. Me encontraba sin dinero, así que empecé a robar carteras en el metro, acompañado por Roy. íbamos en el vagón hasta que uno de nosotros descubría a un primo dormido en un banco del andén. Bajábamos. Yo me ponía delante de él con un periódico abierto y cubría a Roy mientras rebuscaba en los bolsillos del tipo. Roy solía darme instrucciones entre dientes —«un poco hacia la izquierda», «más atrás», «ahí», «no te muevas»—. Muchas veces llegábamos tarde y el borracho estaba ya con los bolsillos vueltos del revés.
También solíamos robar en los propios vagones. Yo me sentaba junto al tipo con mi periódico y Roy le limpiaba los bolsillos por detrás de mí. Si se despertaba me veía con ambas manos en el diario. Sacábamos una media de diez dólares por noche.
Una noche normal se desarrollaba más o menos así. Empezábamos a trabajar hacia las once. Un día en la estación de la calle 149 localicé a un primo. La estación de la calle 149 tiene varios niveles y resulta peligrosa para los carteristas porque hay muchos sitios donde puede esconderse un policía y resulta imposible cubrir todos los ángulos. En el nivel inferior, la única salida posible es el ascensor.
Nos acercamos al tipo haciendo la pared como si no le viéramos. Era de media edad, se apoyaba contra la pared y respiraba pesadamente. Roy se sentó a su lado y yo me paré delante de ellos con un periódico abierto. Roy dijo:
—Un poco hacia la derecha. Espera un poco. Ahí. Vale.
De pronto, la pesada respiración se detuvo. Recordé una escena de una película donde la respiración se detenía durante una operación. Pude sentir la tensa inmovilidad de Roy ante mí. El borracho masculló algo y cambió de postura. Lentamente la respiración se reanudó. Roy se levantó. Hizo un gesto afirmativo y caminó rápidamente hacia el otro extremo de la plataforma. Tenía un puñado de billetes y contó hasta ocho dólares. Me dio cuatro diciendo:
—Es lo que tenía en el bolsillo del pantalón. No pude dar con la cartera. Por un minuto pensé que iba a echarse sobre nosotros.
Empezamos otra vez, más abajo. En la estación de la calle 116 localizamos a otro borracho, pero el tipo se levantó y salió a la calle antes de que consiguiéramos acercarnos a él. Un tipo andrajoso con una boca enorme se acercó a Roy y comenzó a hablar. Era otro carterista.
—El Maricón triunfa una vez más —dijo—. Dos billetes y un reloj de pulsera en la calle
Roy murmuró algo y miró su periódico. El tipo siguió hablando en voz baja:
—Hace poco uno se me volvió y dijo: «¿Qué haces con la mano en mi bolsillo?»
—¡Por el amor de Dios, no digas esas cosas! —dijo Roy alejándose de él—. ¡ Hijoputa!
—No hay carteristas de verdad, el Maricón y el Sabueso sólo. Todos envidian al Maricón porque da buenos golpes. Si el primo se da cuenta, hace como si le estuviera acariciando la pierna. Esos mierdas de la calle 103 se meten con él porque es bueno, pero no es más maricón que yo —Roy hizo una pausa—. No tanto como yo, por cierto.
Seguimos hasta el final de la línea de Brooklyn sin localizar a nadie más. En el viaje de vuelta había un borracho dormido en uno de los coches. Me senté a su lado y abrí el periódico. Sentí el brazo de Roy por detrás de la espalda. El borracho se despertó y me miró inquieto. Pero mis dos manos eran perfectamente visibles sobre el periódico. Roy fingió leer el periódico conmigo. El borracho volvió a dormirse.
—Será mejor que nos larguemos —dijo Roy—. Salgamos un rato a la calle. No compensa estar demasiado tiempo.
Tomamos un café en un bar de la calle 34 y nos repartimos el dinero recién adquirido. Eran tres dólares.
—Cuando uno se trabaja a un tipo en el vagón —me explicaba Roy—, es preciso seguir el ritmo del balanceo. Antes fui demasiado de prisa. Por eso se despertó el tío. Sintió algo raro, aunque no supo determinar de qué se trataba.
En Times Square nos encontramos con Mike el Metros. Hizo un gesto con la cabeza pero no se detuvo. Mike siempre trabajaba solo.
—Vamos a darnos una vuelta por Queens Plaza —dijo Roy—. Pertenece a la Compañía Independiente. La Independiente tiene policías especiales contratados por la compañía, pero no llevan armas. Si te cogen, trata de escapar y corre.
Queens Plaza es otra estación peligrosa donde es imposible cubrir todos los ángulos. Hay que confiar en la puerta. Había un borracho dormido en un banco, pero no podíamos hacer nada porque había demasiada gente alrededor.
—Esperaremos un rato —dijo Roy—. Recuerda esto: nunca dejes pasar más de tres trenes. Si no ves una oportunidad clara entonces, lo mejor es que olvides el asunto aunque parezca clarísimo.
Un par de jovenzuelos, aprendices, se apearon llevando a un primo entre ellos. Se sentaron en un banco, después nos miraron.
—Vamos a llevarle al otro lado —dijo uno de los chavales.
—¿Por qué no le desplumáis aquí mismo? —preguntó Roy.
Los juveniles hicieron como que no entendían:
—¿Desplumarle, dices? No entiendo. ¿De qué va el marica este? —dijeron. Se levantaron y se marcharon con su tipo al otro lado del andén.
Roy se dirigió a ellos y sacó una cartera del bolsillo del nuestro.
—No es momento para finezas —dijo. La cartera estaba vacía. Roy la dejó en el banco.
—¡Deja las manos quietas! —gritó uno de los jóvenes desde el otro lado.
—¡ Cállate! —dijo Roy—. Como os vuelva a ver por aquí os tiro a la vía.
Uno de los juveniles vino y le pidió a Roy una parte. Roy le dijo que no tenía nada y el otro que le había sacado la cartera.
—Estaba vacía —dijo Roy.
Paró un tren y nos subimos, dejando al jovenzuelo dudando todavía si ponerse duro o no.
—Estos jóvenes creen que se trata de un juego. Ya aprenderán cuando se pasen una temporada en el talego... Me parece que estamos de mala suerte. La vida es así. Unas noches se hacen cien dólares. Otras no se hace nada.
CINCO
Una noche cogimos el metro en Times Square. Un hombre vestido llamativamente caminaba delante de nosotros, vacilando ligeramente. Roy le miró y dijo:
—Ahí tenemos un buen golpe. Vamos a ver dónde va.
El pájaro subió en el tren que iba a Brooklyn. Esperamos de pie en la plataforma hasta que pareció dormido. Entonces nos acercamos a él y yo me senté a su lado abriendo el New York Times. El Times era una idea de Roy. Decía que con él yo parecía un hombre de negocios. El coche estaba vacío y allí estábamos nosotros pegados al tipo con siete metros vacíos disponibles. Roy comenzó a funcionar por detrás de mi espalda. El hombre se despertó y me miró con aire de aburrimiento. Un negro que estaba sentado enfrente sonrió.
—Ese de ahí sabe de qué va la cosa. No hay que preocuparse —me dijo Roy al oído.
Roy tenía problemas para encontrarle la cartera.
—Cuando te diga, tropieza con él y moveré el abrigo al tiempo... ¡Ahora...! ¡Vaya por Dios! Un poco más fuerte...
—Dejémoslo —volví a decir. Sentía un nudo de miedo en el estómago—. ¡ Va a despertarse!
—No. Vamos a intentarlo... ¡Ahora...I ¿Qué cono pasa contigo? Sólo tienes que dejarte caer contra él —dijo Roy.
—Roy —dije—. Dejemos esto. Va a despertarse.
Intenté levantarme, pero Roy no me dejó hacerlo. De pronto, me dio un empujón y caí pesadamente contra el tipo.
—Ahora lo conseguí —dijo Roy.
—¿Tienes la cartera?
—No. He despejado el camino.
Ahora estábamos ya en el elevado. Sentí náuseas de miedo, todos los músculos estaban rígidos haciendo esfuerzos por controlarse. El hombre sólo estaba medio dormido. Estaba seguro de que en cualquier momento empezaría a aullar.
Por fin, oí a Roy que decía:
—Ya lo tengo.
—Entonces, larguémonos.
—No, lo que tengo es un puñado de billetes. Tiene que haber una cartera por algún lado y voy a encontrarla. Tiene que tener cartera, seguro que la tiene.
—Ya no puedo más.
—No. Espera —sentí que seguía funcionando por detrás de mi espalda de modo tan abierto que me parecía imposible que el hombre pudiera seguir dormido.
Era el final de la línea. Roy se puso de pie y dijo:
—Cúbreme.
Extendí el periódico lo más que pude para ocultar sus maniobras a Jos demás pasajeros. Sólo quedaban tres, pero estaban situados en diferentes extremos del vagón. Roy andaba en los bolsillos del hombre abiertamente. Al fin dijo:
—Salgamos.
Estábamos en la plataforma todavía cuando el tipo se despertó. Metió la mano en su bolsillo. Entonces se dirigió hacia Roy.
—Muy bien, amigo —dijo—, pero ahora devuélveme el dinero.
Roy pareció sorprendido al decir, enseñando las manos vacías:
—¿Qué dinero? ¿De qué está usted hablando?
—Sabes cojonudamente de lo que te estoy hablando. Me has quitado un montón dé billetes. Ya me los estás devolviendo.
Roy hizo un gesto de sorpresa y cansancio:
—¿De qué habla usted, señor? No sé nada de su dinero.
—Te veo todas las noches en esta línea. Es tu recorrido habitual. —Se volvió hacia mí y dijo—: Y éste es tu compinche. Bien, ¿vas a devolverme ahora mismo lo que me acabas de robar?
—Pero ¿qué coño dice de robar?
—De acuerdo. Debo estar equivocado —pero, de pronto, el hombre metió sus manos en los bolsillos de la chaqueta de Roy mientras gritaba—: ¡Hijoputa de la mierda! ¡Devuélveme el dinero!
Roy le pegó en la cara y le apartó diciendo:
—¡Quítame las manos de encima!
El conductor, viendo una pelea en marcha, tenía el tren parado para que nadie cayese a la vía.
—Larguémonos —dije yo, y saltamos al andén.
El hombre corrió en nuestra persecución. Alcanzó a Roy y le agarró con fuerza. No se podía soltar.
—¡ Quítame a este cabrón de encima! —gritó Roy.
Golpeé un par de veces al hombre en la cara y cayó de rodillas.
—¡ Rómpele la cabeza! —chilló Roy. Le golpeé y noté que una costilla cedía. Se llevó la mano al costado.
—¡ Socorro! —gritó. No intentó levantarse.
—Alejémonos en seguida —dije. Oí el silbato de un policía.
El hombre seguía de rodillas y gritaba:
—¡Auxilio! ¡Auxilio!
Cuando llegamos a la calle estaba lloviendo. Resbalé. Estábamos junto a una gasolinera cerrada, mirando al elevado.
—Vamonos —dije.
—Nos verán.
—No podemos quedarnos aquí.
Echamos a andar. Noté que tenía la boca completamente seca. Roy sacó un par de anfetaminas.
—Tengo la boca demasiado seca —dije—. No puedo tragarlas.
Seguimos andando.
—Seguro que nos buscarán —dijo Roy—. Ojo con los coches. Si viene alguno nos meteremos entre los árboles. Estarán esperando que volvamos al metro, de modo que lo mejor será seguir caminando.
La lluvia no daba muestras de parar. Ladraban perros a nuestro paso.
—Recuerda lo que debes contar si nos cogen —dijo Roy—. Nos dormimos y despertamos al final de la línea. El tipo ese nos acusó de que le habíamos robado el dinero. Nos asustamos, así que le golpeamos y corrimos. Nos van a dar con ganas, vete pensándolo.
—Ahí viene un coche de la policía —dije.
Nos ocultamos entre unos arbustos de la cuneta, nos agachamos bajo un indicador. Se alejó en seguida y volvimos a caminar. Me sentía muy mal y no sabía si llegaría a casa y a las morfinas que tenía guardadas.
—Cuando estemos más cerca, será mejor separarse —dijo Roy—. Aquí podemos ayudarnos. Si encontramos un guardia le diremos que estábamos con unas chicas y vamos hacia el metro. Esta lluvia es una suerte, los guardias estarán a cubierto, tomando café en algún tugurio. ¡ Y haz el favor de no mirar para atrás de esa forma!
A veces me volvía y miraba.
—Mirar hacia atrás es algo natural —dije.
—Sí, natural para los ladrones.
Por fin, llegamos a otra línea de metro y nos dirigimos a Manhattan.
Roy dijo:
—No creo que fuera yo solo el que pasaba miedo. Toma, ésta es tu parte. —Me entregó tres dólares.
Al día siguiente le dije que yo había terminado como ratero.
—No te lo reprocho —dijo—. Pero te equivocas. Si aguantaras suficiente tiempo te encontrarías con buenas cosas, tienes madera.
SEIS
Mi caso fue juzgado. Me condenaron a cuatro meses, pero me dieron la condicional. Después de haber dejado de robar en el metro, decidí traficar con droga. No se gana mucho dinero con ello. Casi todos los vendedores callejeros consiguen sólo lo suficiente para mantener su hábito. Pero, al menos, cuando uno trafica, tiene una buena provisión de droga y eso proporciona una sensación de seguridad. Por supuesto que hay gente que hace dinero traficando. Conocí a un traficante irlandés que empezó colocando H por la calle dos años después, cuando le cayeron encima tres años, tenía treinta mil dólares y un edificio de apartamentos en Brooklyn.
Si uno quiere traficar, lo primero que tiene que hacer es agenciarse un proveedor seguro. Yo carecía de proveedor, así que me asocié con Bill Gains, que tenía un buen contacto italiano por la parte baja del lado Este. Adquiríamos el material a noventa dólares el cuarto de onza, lo cortábamos con lactosa y lo preparábamos en cápsulas de un grano. Las cápsulas las apalancábamos a dos dólares cada una. Solían contener de un diez a un dieciséis por ciento de H, lo cual constituye un porcentaje bastante alto. De cada cuarto de onza de H solíamos obtener unas cien cápsulas.
Bill Gains era de «buena familia» —me parece que su padre había sido presidente de un banco en algún sitio de Maryland— y tenía clase. Gains tenía la costumbre de robar abrigos en los restaurantes, y realizaba perfectamente ese trabajo. Un individuo americano de la clase media alta está compuesto de valores negativos. Por lo general, puede definírsele por lo que no es. Gains iba más allá. No era solamente negativo. Era una cierta clase de fantasmas que sólo pueden materializarse con ayuda de una sábana o de cualquier otra ropa que les proporcione unos contornos definidos. Gains era de esa clase. Se materializaba gracias al abrigo de otra persona.
Gains tenía una sonrisa maliciosa e infantil que contrastaba de modo chocante con sus ojos, que eran azul pálido, carecían de vida y parecían los de un anciano. Sonreía para sus adentros como si hubiera algo allí que le divirtiera. A veces, después de un fije, sonreía y escuchaba y decía distraídamente:
—Este material es fuerte.
Con una sonrisa idéntica era capaz de referirse a las desgracias de los demás: •
—Hermán era un tipo agradable cuando llegó a Nueva York. El problema es que permitió que su imagen se deteriorara.
Gains era uno de los escasos yonquis que tenía especial placer viendo cómo adquiría un hábito un tipo que todavía no estaba colgado. Muchos traficantes se ponen contentos al ver un nuevo adicto, pero eso se debe a razones económicas. Si uno tiene un negocio es natural que desee tener clientes. Pero a Gains le gustaba invitar jovencitos a su habitación y darles un pinchazo, por lo general sacado de algodones viejos, y después observar los efectos mientras sonreía levemente.
Por lo general, los chicos decían que estaba bien, y eso era todo. Otro rollo como el nembutal, las anfetaminas o la yerba. Pero siempre había unos cuantos que seguían rondando por allí hasta quedar colgados, y Gains miraba con agrado a estos nuevos conversos: un sacerdote de la droga. Poco después, podía oírsele decir:
—Mira, chico, debes comprender que no puedo mantener tu cuelgue por más tiempo.
La relación quedaba rota. Había llegado el momento de que el chico se la buscase por sí solo. Y tenía que buscarse toda la vida, en las esquinas de la calle o en las cafeterías, un contacto, el mediador entre hombre y droga. Gains era un simple párroco en la jerarquía de la droga. Se refería a sus superiores con tono sepulcral:
—Los contactos dicen...
Sus venas habían desaparecido escondidas en el hueso para escapar de la aguja. Durante algún tiempo se picaba en las arterias, que son más profundas que las venas y más difíciles de pillar, y debido a ello tenía que utilizar unas agujas especiales muy largas. Solía rotar de las venas de sus brazos y manos, a las de sus pies. A veces encontraba una buena vena, pero, por lo general, la mayor parte de las veces, tenía que pincharse en la piel. Pero sólo se picaba en la piel después de pasar más de media hora intentando encontrar una vena, teniendo que limpiar la aguja varías veces puesto que se obturaba con la sangre coagulada.
Uno de mis primeros clientes fue un tipo del Village que se llamaba Nick. Cuando hacía algo, Nick pintaba. Sus telas eran muy pequeñas y parecía como si hubieran sido concentradas, comprimidas, pintadas en un mal momento debido a una tremenda presión.
—El producto de una mente depravada —había pronunciado solemnemente un agente de la brigada de estupefacientes después de ver uno de los cuadros de Nick.
Nick siempre estaba medio enfermo; sus grandes, suplicantes ojos pardos siempre estaban húmedos y su fina nariz moqueando. Solía dormir en casas de amigos, sobreviviendo gracias a la precaria indulgencia de individuos neuróticos, inestables, estúpidamente susceptibles que, de pronto, sin motivo y sin aviso, le echaban de sus casas. También les vendía yerba a estos tipos esperando conseguir lo suficiente para calmar su constante apetito de droga. A veces, sólo obtenía un agradecimiento distraído, pues el comprador suponía que Nick había obtenido de él por otros medios el precio de la yerba recibida. Debido a esto, Nick empezó a robar de verdad.
Toda la existencia de Nick se resumía en eso. Su constante, insatisfecho apetito de droga había destruido cualquier otro interés. Hablaba vagamente de ir a Lexington para curarse, o de embarcarse en la marina o comprar elixir paregórico en Connecticut y colocarlo en otra parte.
Nick me presentó a Tony, un camarero de un local del Village. Tony había sido traficante y estuvo a punto de terminar en la trena cuando los agentes federales irrumpieron en su apartamento.
Apenas tuvo tiempo de tirar la mitad de un cuarto de onza de H debajo del piano. Los federales no encontraron nada, excepto su instrumental, y le dejaron en paz. Tony se asustó mucho y dejó de trapichear. Era un italiano joven que obviamente sabía desenvolverse en la vida. Parecía capaz de mantener la boca cerrada. Un buen cliente, sin duda.
Yo iba todas las noches al bar de Tony y pedía una coca-cola. Tony me decía cuántas cápsulas quería y entonces yo iba al teléfono o el retrete y envolvía las cápsulas solicitadas en papel de plata. Cuando volvía a la barra, el precio de las cápsulas estaba junto al vaso como si se tratara de cambio. Yo dejaba las cápsulas en el cenicero y Tony lo limpiaba bajo la barra, cogiendo así las cápsulas. Estas operaciones eran necesarias porque el propietario sabía que Tony había sido adicto y le había dicho que, o se mantenía lejos de la droga, o se buscaba otro trabajo. De hecho, el hijo del dueño también era yonqui —en esta época estaba en un sanatorio curándose. Cuando salió se dirigió directamente a mí tratando de comprarme material. Decía que no podía descolgarse.
Un joven hipster italiano que se llamaba Ray acostumbraba a venir todas las noches a este bar. Parecía legal, así que también le vendí a él, dejando sus cápsulas en el cenicero junto a las de Tony. Este bar donde trabajaba Tony era un local muy pequeño unos cuantos escalones por debajo del nivel de la calle. Sólo tenía una puerta. Siempre me sentía encerrado cuando entraba. El sitio me producía tal depresión que tenía que hacer grandes esfuerzos para atravesar la puerta.
Después de atender a Tony y a Ray, por lo general me reunía con Nick en una cafetería de la Sexta Avenida. Siempre llevaba encima dinero para unas cuantas cápsulas. Yo sabía, naturalmente, que además de yerba vendía parte de lo que me compraba a otra gente, pero hacía como que no me daba cuenta. Lo sabía perfectamente porque Nick siempre estaba en carencia aunque tenía suficiente dinero para comprarme la droga necesaria para ponerse bien. Hay gente que necesita intermediarios que le adquieran su droga, bien porque acaban de llegar a la ciudad o porque lleven tiempo descolgados y no saben dónde conseguirla. Pero el traficante tiene motivos para desconfiar de la gente que manda a alguien a comprar para ellos. En general, la razón por la que un hombre no puede comprar es porque se le considera «poco legal». Por eso manda a otro que compre para él, y ese otro quizá no sea «poco legal», sino simplemente alguien que busca desesperadamente droga y no tiene dinero. Comprar para un confidente es decididamente poco ético. Por lo general, un hombre que compra para soplones termina convirtiéndose en un soplón.
Yo no estaba en situación de rechazar ningún dinero. Mis márgenes eran mínimos. Tenía que vender diariamente las cápsulas suficientes para comprar el próximo cuarto de onza, y nunca me quedaban más que unos pocos dólares. Así que cogía el dinero que Nick tenía y no hacía preguntas.
Empecé a trapichear con Bill Gains que manejaba el mercado de la parte alta de la ciudad. Me reunía con él en una cafetería de la Octava Avenida después de terminar en el Village. Bill tenía unos pocos clientes muy escogidos. El mejor era probablemente Izzy. Trabajaba de cocinero en un remolcador del puerto. Era uno de los tipos de la calle 103. Izzy había cumplido una condena por tráfico, era considerado un tipo legal y tenía una fuente de ingresos regular. El cliente perfecto.
A veces Izzy aparecía con su compinche, Goldie, que trabajaba en el mismo barco. Goldie era un hombre delgado, de nariz ganchuda, con la piel de la cara tersa y una mancha de color en cada mejilla. Otro de los amigos de Izzy era un joven ex paracaidista que se llamaba Matty, un joven fuerte y guapo que no tenía ninguna de las características propias del drogadicto. También había un par de putas a las que atendía Bill. Generalmente, las putas no son un buen negocio. Atraen a la pasma y la mayoría de ellas hablan. Pero Bill insistía en que estas putas concretas eran legales.
Otro de nuestros clientes era el viejo Bart. Cogía unas pocas cápsulas cada día y las vendía a comisión. Yo no sabía quiénes eran sus clientes, pero tampoco me preocupaba. Bart era legal. Si le detenían nunca hablaría. Además, llevaba treinta años en el rollo de la droga y sabía lo que estaba haciendo.
Cuando llegué a la cafetería donde nos reuníamos, Bill estaba sentado en una mesa vestido con un traje robado. El viejo Bart, andrajoso e insignificante, mojaba un bollo en su café. Bill me dijo que ya se había ocupado de Izzy, así que le di a Bart diez cápsulas para que las vendiera, y Bill y yo cogimos un taxi hasta mi apartamento. Nos picamos e hicimos cuentas tratando de reunir noventa dólares para el próximo cuarto de onza.
Después de pincharse, Bill tenía el rostro algo rojo y casi parecía tímido. Era mala señal. Recordé una ocasión en que contó cómo había intentado ligárselo un marica ofreciéndole veinte dólares. Bill declinó la oferta diciendo:
—Creo que no quedarías satisfecho.
Ahora Bill decía contrayendo sus delgados labios:
—Deberías verme desnudo. Soy realmente atractivo.
Uno de los temas de conversación más desagradables de Bill consistía en los detallados partes que daba del estado de sus intestinos.
—Escucha —le dije—, nuestro contacto nos está dando material de menos. Sólo conseguí preparar dieciocho cápsulas a partir de la última entrega, aunque la corté en la proporción de siempre.
—Bueno, tampoco puedes esperar demasiado de tipos así. ¡ Si pudiera ir al hospital para que me dieran un buen enema! Pero no te lo ponen como no rellenes el boletín de inscripción, y yo no puedo hacer eso. Te tienen allí esperando durante veinticuatro horas por lo menos. Yo les dije: «Se supone que estoy en un hospital. Tengo dolores y necesito tratamiento. ¿Por qué no llaman a alguien que sepa de estas cosas y...?»
No había quien lo parase. Cuando la gente empieza a hablar del movimiento de sus tripas es tan inexorable como los procesos de los que hablan.
Las cosas siguieron así durante semanas. Uno por uno, los contactos de Nick me localizaron. Estaban cansados de comprar a través de Nick, que robaba más de la mitad de las dosis de las cápsulas. ¡Vaya basca! Rateros, maricones, jugadores de ventaja, soplones, vagabundos —incapaces de trabajar, demasiado inútiles para robar, siempre sin dinero, siempre comprando a crédito. En todo el grupo no había ni uno que no fuera a largarlo todo en cuanto un policía le preguntara:
—¿Dónde conseguiste esto?
El peor de todos era Gene Doolie, un irlandés huesudo, muy bajo, con aspecto entre maricón y chuloputas. Gene era soplón hasta los huesos. Lo más probable es que escribiera sucias listas de gente —sus manos siempre estaban asquerosas— y se las leyera a la policía. Te lo podías imaginar denunciando a los independentistas durante el levantamiento irlandés; dando información a la Gestapo; al servicio de la GPU; sentado en una cafetería hablando con uno de la estupa. Siempre con la misma cara delgada de rata, con un traje pasado de moda, con su voz penetrante tan desagradable.
Lo más inaguantable de Gene era su voz. Era algo que te atravesaba de parte a parte. Aquella voz constituyó mi primer conocimiento de su existencia. Nick acababa de llegar a mi apartamento con el dinero de las ventas del día cuando fui llamado al teléfono del vestíbulo.
—Soy Gene Doolie —dijo la voz—. Estoy esperando por Nick, y llevo esperando mucho tiempo. —Su voz alcanzó el nivel de chillido, casi de aullido cuando llegó a «mucho tiempo».
—Está aquí ahora —dije—. Supongo que lo verás directamente a él —y colgué.
Al día siguiente Doolie me volvió a llamar.
—Estoy cerca de tu casa. ¿Qué te parece si me acerco hasta ahí? Prefiero que estés solo.
Colgó antes de que pudiera decir nada, y diez minutos más tarde estaba llamando a la puerta.
Cuando una personalidad conoce a otra por primera vez hay un período de mutuo examen a nivel intuitivo, de empatia e identificación. Pero llegar hasta el yo de Doolie resultaba absolutamente imposible. En realidad, su yo se reducía a ser el punto focal de una fuerza hostil. Podía sentírsele moverse por la psique de uno y mirar a ver si en ella había algo de lo que pudiera hacer uso. Me retiré un poco de la puerta para evitar su contacto. Entró titubeando y en seguida se sentó en la cama y encendió un cigarrillo.
—Es mejor que nos veamos a solas —su sonrisa era ambiguamente sexual—. Nick era un tío demasiado nervioso —se puso de pie y me tendió cuatro dólares—. ¿Qué te parece si me desnudo aquí mismo? —dijo quitándose la chaqueta.
Nunca había oído a nadie usar aquella expresión para eso. Por un momento pensé que estaba haciéndome proposiciones. Se quitó la chaqueta y se arremangó la camisa. Le di dos cápsulas y un vaso de agua. Se lo hizo él todo, cosa que le agradecí. Observé cómo se picaba la vena, apretaba el cuentagotas y se volvía a bajar la manga.
Cuando uno está colgado, los efectos de un pinchazo no son dramáticos. Pero el observador que sabe mirar es capaz de ver la acción inmediata de la droga en la sangre y las células de otro adicto. Pero en Doolie no puede detectar ningún tipo de cambio. Se puso la chaqueta y cogió el cigarrillo que había dejado en un cenicero. Me miró con sus ojos azul pálido que parecían no tener profundidad. Eran como artificiales.
—Voy a decirte algo —dijo—. Estás cometiendo un error al confiar en Nick. Hace unas cuantas noches estaba en la cafetería Johnson y entró Rogers, el de la estupa. Me dijo: «Sé que Nick os anda vendiendo a todos los malditos yonquis del Village. Estáis consiguiendo un buen material —entre el dieciséis y el veinte por ciento—. Bien, puedes decirle a Nick esto: podemos atraparle en cuanto queramos, y cuando le cojamos va a trabajar para nosotros. Ya me hizo un trabajillo en otra ocasión. Volverá a hacerme unos cuantos. Vamos a averiguar de dónde viene ese material.»
Doolie me miró detenidamente y chupó el cigarrillo. Luego, como distraídamente, me largó:
—Cuando cojan a Nick, te cogerán a ti. Mejor será que le digas a Nick que si habla le meterás en un saco y le tirarás al río. Creo que con esto ya sabes bastante. Puedes hacerte cargo de la situación perfectamente.
Me miró tratando de descubrir el efecto de sus palabras. Era imposible de determinar cuánto me creía de toda esta historia. Quizá sólo era un modo de decirme:
—Nunca sabrás quién te ha jodido vivo. Nick sería el más sospechoso, pero si yo hablo nunca podrás estar seguro de quién lo hizo.
Lo cierto es que dijo de pronto:
—¿Puedes darme una cápsula a crédito? Lo que te acabo de contar creo que se merece algo.
Le di la cápsula y se la metió en el bolsillo sin decir nada.
—Bien, ya volveremos a vernos. Mañana te llamaré a la misma hora —dijo al marcharse.
Hice que siguieran a Doolie para ver lo que podía saber de él y para comprobar su historia. Nadie sabía nada concreto. Tony, el camarero, me dijo:
—Doolie te delatará si tiene que hacerlo.
Pero no pudo darme datos más concretos. Sí, se sabía que Nick había cantado en una ocasión.
Pero los datos del asunto, en el que Doolie también estaba implicado, indicaban que el soplo también podía proceder de Doolie.
Unos días después del episodio de Gene, salía del metro en Washington Square cuando se me acercó un muchacho delgado y rubio.
—Bill —me dijo—, supongo que no me conoces. He estado comprándole a Nick y estoy cansado de que me robe. ¿Puedes atenderme tú directamente?
Pensé: Qué importa. Después de Gene Doolie, ¿por qué voy a preocuparme?
—Vale, muchacho —le dije—. ¿Cuánto quieres?
Me dio cuatro dólares.
—Vamos a dar una vuelta —dije, y me dirigí hacia la Sexta Avenida. Tenía un par de cápsulas en la mano y buscaba un sitio tranquilo para pasárselas.
—Estáte preparado —dije, y le pasé las dos cápsulas. Nos citamos para el día siguiente en una cafetería de Washington Square.
Este chico rubio se llamaba Chris. Había oído decir a Nick que su familia tenía dinero y que vivía del dinero que le mandaban. Cuando me encontré con él al día siguiente en Felton, empezó a soltarme en seguida la historia del ten-cuidado-con-Nick.
—A Nick le están siguiendo. Si le cogen, seguro que les soltará tu nombre, dirección y teléfono.
—Eso ya lo sé —le dije.
—Bueno, supongo que sabrás lo que haces —dijo todo escocido—. Ahora escúchame. Esta tarde recibiré un cheque de mi tía. Mira esto. Sacó un telegrama del bolsillo. Le eché un ojo. Había una vaga referencia a un cheque. El siguió habiéndome del cheque.
Mientras hablaba me cogía por el brazo y me salpicaba de saliva la cara. Me resultaba imposible seguir aguantando a aquel ser pegajoso. Para cortar de una vez, le di una cápsula antes de que me pidiera dos o tres.
Al día siguiente apareció con dólar ochenta. No dijo nada del cheque. Y así continuó. Siempre venía con menos dinero del necesario, o sin nada. Seguía hablando continuamente de que iba a recibir dinero de su tía, o de su suegra, o de alguien. Estas historias las documentaba con cartas y telegramas. Debía de ser tan falso como Gene Doolie.
Otro cliente era Marvin, camarero de un club nocturno del Village. Siempre estaba sin afeitar y sucio. Sólo tenía una camisa, que lavaba cada semana o así y secaba en el radiador. El toque final era que no tenía calcetines. Solía llevarle el material a su habitación, una asquerosa habitación mal amueblada de una casa de ladrillo rojo de la calle Jane. Pensé que era mejor llegarme hasta allí que verlo en cualquier otro sitio.
Hay gente alérgica a la droga. Una vez le di una cápsula a Marvin y se la picó. Yo estaba mirando por la ventana —es una prueba espiritual observar a alguien cuando se busca la vena— y cuando me volví observé que su cuentagotas estaba lleno de sangre.
Se había desmayado y la sangre salía por el cuentagotas. Llamé a Nick, que sacó la aguja de la vena y envolvió a Marvin en una toalla mojada. Se recuperó parcialmente y murmuró algo.
—Parece que ya está bien —dije—. Vamonos.
Parecía un cadáver tendido en la cama sucia y revuelta y le salía del brazo un reguero de sangre que le llegaba al codo.
Cuando bajábamos las escaleras, Nick me dijo que Marvin le había pedido mi dirección.
—Óyeme —le dije—, si se la das, ya puedes ir buscándote otro nuevo contacto. No quiero que nadie se me muera en la habitación.
—Por supuesto, no le daré tu dirección —dijo Nick aparentemente dolido.
—¿Y qué pasó con Doolie?
—No sé cómo cono consiguió la dirección. Te aseguro que yo no se la di.
SIETE
Entre estos miserables me ligué un par de buenos clientes. Un día, me encontré con Bert, un tipo que conocía del bar Angle. Bert era considerado un hombre muy fuerte. Tenía aspecto ágil, cara redonda y pinta engañosa de jovenzuelo especializado en peleas y «llaves». Nunca había sabido que usara otra cosa que yerba y me sorprendió que me preguntara si tenía algo para picarse. Le dije que sí, que tenía heroína, y me compró diez cápsulas. Descubrí que llevaba unos seis meses colgado.
Por medio de Bert, conocí a otro cliente. Se trataba de Louis, un tipo agradable, de buena complexión, delicadas maneras y sedoso bigote negro. Parecía un retrato de 1890. Louis era un ladrón bastante habilidoso y generalmente estaba muy bien montado. Cuando me pedía algo a cuenta, lo que sucedía raramente, siempre me liquidaba al día siguiente. A veces me traía un reloj, o un traje, en lugar de dinero, lo que me parecía bien. Una vez me dio un reloj de cincuenta dólares por cinco cápsulas.
Traficar con droga supone una prueba constante para los nervios. Antes o después te vuelves paranoico y todo el mundo te parece policía. La gente que te rodea en el metro te mira como si te fueran a detener antes de tener la oportunidad de quitarte de encima la droga.
Doolie me veía todos los días, obsceno, chupón, insufrible. Por lo general, traía nuevos boletines de la situación Nick-Rogers. No le importaba que notara que se mantenía en estrecho contacto con Rogers.
—Rogers es astuto, pero poco hábil —me dijo Doolie—. Me contó además que no andaba detrás de los putos yonquis. Los que le interesaban eran los tipos que hacen dinero con la droga. «Cuando cojamos a Nick le utilizaremos de cebo —me dijo—. Ya me hizo un trabajillo en cierta ocasión. Volverá a hacerme otro.»
Chris siguió comprándome a crédito, siempre hablando del dinero que iba a recibir, y esta vez era totalmente seguro, dentro de unos días o unas horas. Nick parecía desesperado. Supongo que no tenía dinero para comer. Parecía como si estuviera en el estado terminal de alguna enfermedad devastadora. Cuando le llevaba algo a Marvin, me las daba antes de que se picara. Sabía que antes o después una inyección de droga le mataría y no quería estar delante cuando sucediera.
Y encima de todo eso, sólo conseguía ir tirando malamente. La constante sisa del que me vendía, las deudas, y los clientes viniendo con veinticinco, cincuenta centavos, e incluso un dólar de menos, además de mi propio hábito, no me permitían más que sobrevivir.
Cuando me quejé del que me vendía, Bill Gains chasqueó los dedos y dijo que había que cortar el material aún más.
—Estás repartiendo las mejores cápsulas de todo Nueva York. Nadie vende material al dieciséis por ciento en la calle. Si tus clientes se quejan, diles que vayan a comprar a una botica —me dijo.
Seguimos cambiando nuestras citas de una cafetería a otra. Tenía unos seis clientes regulares y eso suponía bastante movimiento. Así que nos seguíamos moviendo.
El bar de Tony seguía produciéndonos horror. Un día que llovía mucho me dirigía hacia el bar de Tony con una hora de retraso más o menos. Ray, al que acostumbraba a ver al tiempo que a Tony, sacó la cabeza por la puerta de un restaurante y me llamó. Nos sentamos en una mesa y yo pedí té.
—Hay un policía afuera. Lleva una gabardina blanca —me dijo Ray—. Me siguió basta aquí desde el bar de Tony y me da miedo salir.
La mesa era de tubo de metal y Ray me mostró, guiando mi mano bajo la mesa, dónde había un extremo abierto. Le vendí dos cápsulas. Las envolvió en una servilleta de papel y metió el envoltorio en el tubo.
—Quiero salir limpio por si me atrapan —dijo.
Bebí mi taza de té, le agradecí la información y salí delante de él. Tenía el material metido en un paquete de pitillos y estaba preparado para tirarlo en los arroyos de agua que corrían junto a la acera. Había un hombre corpulento de gabardina blanca resguardado bajo la marquesina de la entrada. En cuanto me vio salir empezó a caminar disimuladamente delante de mí. Entonces, dobló una esquina, esperando mi paso para echárseme encima. Di la vuelta y corrí en dirección opuesta. Cuando llegué a la Sexta Avenida lo tenía quince metros de mí. Entré en el metro y dejé el paquete de cigarrillos con el material en la rendija detrás de una máquina de chicle. Entonces cogí un tren que iba a Times Square.
Bill Gains estaba sentado en una de las mesas de la cafetería. Llevaba un abrigo robado y tenía otro en el regazo. Parecía tranquilo y satisfecho. El viejo Bart estaba allí. También estaba un taxista sin empleo llamado Kelly, que solía pasar por la calle 42 y que a veces conseguía unos cuantos dólares vendiendo condones o pidiendo cincuenta centavos a los oficinistas en el metro. Les hablé del policía y el viejo Bert fue a buscar el material.
Bill Gains y yo nos dirigimos hacia su casa para chutarnos.
—Voy a tener que decirle a Bart que no puedo seguir atendiéndole.
Gains vivía en una casa de habitaciones barata de la zona Oeste. Abrió la puerta y dijo:
—Espera aquí. Voy a buscar mis herramientas.
Como la mayor parte de los yonquis, guardaba sus instrumentos y cápsulas en algún lugar fuera de su habitación. Volvió con los instrumentos y nos picamos los dos.
Gains era consciente de su invisibilidad y a veces necesitaba materializarse para poder encontrar la carne suficiente donde meter la aguja. Ahora había empezado a moverse por la habitación. Sacó un sobre de un cajón. Me mostró una licencia de Annapolis «por el bien del servicio» y una carta, vieja y sucia, de «mi amigo el capitán», una tarjeta de los Masones y otra de los Caballeros de Colón.
—Todo puede servir de ayuda —dijo señalando estas credenciales. Se sentó durante unos cuantos minutos, silencioso y reflexivo. Después sonrió—. Soy una víctima de las circunstancias —dijo. Se sentó y guardó cuidadosamente sus documentos, añadiendo—: He recorrido ya todas las casas de empeños de Nueva York. ¿Te importaría empeñarme estos abrigos?
Después de esto las cosas fueron de mal en peor. Un día, el conserje del hotel me detuvo en el vestíbulo.
—En realidad, no sé cómo decírselo —me. dijo—, pero hay algo raro en la gente que sube a su habitación. Hace algunos años hice algunos negocios ilegales. Quería simplemente avisarle de que tenga cuidado. Ya sabe usted que todas las llamadas pasan por mi centralita. Esta mañana oí algo que resultaba demasiado obvio. Si hubiera estado escuchando otra persona... Tenga mucho cuidado y diga a sus amigos que cuando hablen por teléfono procuren no decir esas cosas.
La llamada a la que se refería era una de Doolie. Aquella mañana me había llamado.
—Quiero verte —aullaba—. Estoy enfermo. Necesito verte inmediatamente.
Tenía la sensación de que los federales se me estaban echando encima. Se trataba de una cuestión de tiempo. No me fiaba de ninguno de mis clientes del Village, y estaba convencido de que al menos uno era un asqueroso soplón. Doolie era mi sospechoso número uno, con Nick siguiéndole muy de cerca, y Chris en tercer lugar. Por supuesto que también estaba Marvin, que muy bien podía seguir el camino más fácil para conseguirse un par de calcetines. Nick también les vendía a algunas personas respetables del Village que tenían trabajos fijos.
Las personas de este tipo no son nada seguras debido a su timidez. Tienen miedo de la policía y temen también perder sus trabajos. No se les ocurre que no sea legal dar ocasionalmente información a la policía. Es claro que nunca serán soplones declarados por miedo a verse «implicados», pero cantan en cuanto la policía les presiona un poco.
Los agentes de la brigada de estupefacientes suelen trabajar con ayuda de informadores. Lo más corriente es que detengan a alguien con droga encima y le tengan detenido hasta que su período de carencia llega al punto álgido. Entonces empieza el discurso.
—Pueden caerte cinco años por posesión de droga. También puedes salir ahora mismo.
La decisión depende de ti. Si trabajas con nosotros harás un buen negocio. Tendrás droga y dinero. Tienes unos cuantos minutos para pensarlo.
El policía saca unas cuantas cápsulas y las pone encima de la mesa. Eso es algo semejante a poner un vaso de agua helada delante de un hombre que se muere de sed.
—¿Por qué no las coges? Ahora eres razonable. La primera persona a quien queremos detener es...
Hay algunos que ni siquiera necesitan ser presionados. Droga y dinero es todo lo que quieren y no les preocupa cómo conseguirlo. Finalmente, el nuevo soplón recibe unos cuantos billetes marcados y es enviado a comprar. En cuanto el soplón hace una compra con ese dinero, los policías, que se mantienen cerca, hacen la detención. Es fundamental que la detención tenga lugar antes de que el traficante haya podido cambiar el dinero. Los policías tienen el dinero marcado que consiguió la droga y la droga que consiguió el dinero marcado. Si el caso es bastante importante, el soplón es llamado a declarar. Por supuesto que una vez que apareció en el tribunal y declara, el soplón es conocido y nadie querrá venderle. A menos que la policía le mande a otra ciudad (algunos soplones especialmente hábiles hacen giras), su carrera como informador se ha terminado.
Antes o después, los traficantes descubren a los soplones y no quieren venderles. Cuando sucede esto, su utilidad para la policía se termina y entonces suelen ser detenidos. Por lo general, los soplones terminan en la cárcel cumpliendo condenas superiores a las de cualquiera de los que han denunciado.
Cuando se trata de chicos jóvenes que no pueden ser utilizados permanentemente como soplones, el procedimiento es distinto. El policía puede jugar a ser comprensivo y dice algo así:
—Me fastidia tener que mandar a la cárcel a alguien tan joven. Estoy seguro de que ha sido un mal momento. Eso le puede suceder a cualquiera, no te preocupes. Voy a darte una oportunidad, pero tienes que cooperar con nosotros. En caso contrario, no podré ayudarte.
Podría encontrar ejemplos de cada una de las clases de informadores que existen entre mis clientes.
Después de que el conserje del hotel me hablara, me cambié a otro hotel y me inscribí con otro nombre. Dejé de ir al Village y me cité con todos los clientes en lugares que cambiaba continuamente.
Cuando le conté a Gains lo que el conserje me había dicho y la suerte que había tenido de que fuera un tipo legal, me dijo:
—Creo que vamos a tener que largarnos. No podemos seguir atendiendo a nuestra clientela. Nos la estamos jugando.
—Bueno —dije—, pero nos están esperando ahora mismo. ¿Acudimos a la cita?
—Sí. Me voy a Lexington a curarme y necesito dinero para el autobús. Quiero marcharme esta misma noche.
En cuanto llegamos cerca del lugar donde nos habíamos citado, Doolie se separó de los demás y corrió hacia nosotros a toda velocidad. Calzaba sandalias o zapatillas.
—Dame cuatro cápsulas por esto —me dijo tendiéndome una chaqueta sport de dos tonos—. He estado detenido veinticuatro horas.
Doolie, enfermo, era algo terrible. La envoltura de su personalidad había desaparecido, se había disuelto por sus células hambrientas de droga. Vísceras y células, galvanizadas en una repugnante actividad de insecto, parecían a punto de salir a la superficie. Su cara estaba borrosa. Era realmente irreconocible.
Gains le dio dos cápsulas a Doolie y cogió la chaqueta.
—Esta noche te daré otras dos —dijo—. Nos veremos aquí a las nueve en punto.
Izzy, que estaba cerca, silencioso, miraba a Doolie con desagrado.
—i Santo Dios! —dijo—. Sandalias.
Los otros se movían alrededor extendiendo las manos como una multitud de mendigos asiáticos. Ninguno de ellos tenía dinero.
—No hay crédito —dije y comenzamos a alejarnos calle abajo. Ellos nos seguían lamentándose y suplicando, tirándonos de la manga.
—Sólo una cápsula.
Volví a repetir que no y seguí caminando. Uno tras otro se fueron esfumando. Nos dirigimos al metro y le dijimos a Izzy que nos largábamos.
—Dios —dijo—, no me extraña. ¡Sandalias!
Izzy compró seis cápsulas y le dimos dos al viejo Bart, que se largaba a Riker para realizar una cura de treinta días.
Bill Gains examinaba la chaqueta de sport con ojo experto.
—Esto puede valer unos diez dólares fácil —dijo—. Conozco a un sastre que me podrá coser esto —un bolsillo estaba algo descosido—. ¿Dónde la habrá robado?
—Dice que en Brooks Brothers, pero es de esa clase de tipos que dicen que todo lo que roban procede de Brooks Brothers o de Abercrombie & Fitch.
—Lo siento —dijo Gains, sonriendo—. Mi autobús sale a las seis. No voy a poder darle las otras dos cápsulas prometidas.
—No te preocupes por eso. Nos debe él a nosotros. Creo que está haciendo doble juego.
—¿Ah, sí? Bueno, entonces me quedo más tranquilo.
OCHO
Bill Gains se fue a Lexington y yo salí hacia Texas en mi coche. Llevaba 1/16 de onza de droga. Pensaba que con eso tendría bastante para ir tirando mientras seguía un sistema de reducción de dosis. Suponía que esa reducción progresiva iba a durar doce días. Tenía la droga disuelta y en otra botella llevaba agua destilada. Cada vez que cogía un cuentagotas lleno para picarme, ponía la misma cantidad de agua destilada en la botella de droga. Terminaría inyectándome sólo agua. Este método todos los yonquis lo conocen perfectamente. Una variante de tal método es conocida como la cura china, que se realiza con opio y Tónico Wampole. A las pocas semanas uno se encuentra bebiendo Tónico Wampole.
Cuatro días después, en Cincinnati, estaba sin droga e inmovilizado. Yo nunca he conocido a nadie a quien le haya funcionado una de esas curas de reducción. Siempre se encuentran razones para hacer de cada pinchazo una excepción que exige un poco más de droga. Finalmente, la droga se ha ido y uno sigue con su hábito encima.
Dejé el coche en un garaje y cogí el tren hacia Lexington. Carecía de los papeles necesarios para ser admitido, pero con mi licencia del Ejército fui aceptado. Cuando llegué a Lexington tomé un taxi para que me llevara al hospital que se encuentra a unas cuantas millas de la ciudad. Llegamos al Hospital y a la entrada un viejo vigilante irlandés, tras mirar mi licencia, dijo:
—¿Es usted adicto a las drogas que forman hábito? Dije que sí.
—Bien, siéntese —señaló un banco. Telefoneó al edificio principal.
—No, no tiene documentación, tiene una licencia del Ejército. —Sin soltar el teléfono, me preguntó—: ¿Ha estado aquí ya? Dije que no.
—Dice que no ha estado aquí antes —el vigilante colgó—. Dentro de unos minutos vendrá un coche a buscarle. ¿Lleva usted drogas, agujas o jeringas encima? Puede dejar todo eso aquí, pero si lo lleva hasta el edificio principal pueden acusarle de introducir artículos de contrabando en un edificio del Gobierno.
—No llevo nada de eso encima —dije.
Tras una corta espera, llegó un coche que me condujo hasta el edificio principal. Una pesada puerta de barrotes de metal se abrió automáticamente para permitir que el coche entrara, cerrándose inmediatamente después. Un guardia bastante educado escuchó la historia de mi adicción.
—Ha hecho bien dirigiéndose a nosotros. Tenemos aquí ahora a un hombre que ha pasado las Navidades de los últimos veinticinco años encerrado en algún sitio.
Puse mi ropa en una cesta y tomé una ducha. El paso siguiente era un examen médico. Tuve que esperar unos quince minutos por el médico.
El médico se disculpó por haberme hecho esperar, me examinó físicamente y escuchó mi historia. Sus gestos eran educados y eficientes. Escuchó la historia de mi adicción interrumpiéndome con algún comentario ocasional o alguna pregunta. Cuando le dije que solía comprar la droga en cuartos de onza, sonrió y dijo:
—Y vendía algo para poder alimentar el hábito, ¿verdad?
Por fin se repantigó en su butaca y dijo:
—Como usted debe de saber, puede abandonar este lugar con sólo avisarnos veinticuatro horas antes. Hay personas que nos dejan a los diez días y no vuelven jamás. Otras personas están seis meses con nosotros y vuelven a los dos días de salir. Pero, estadísticamente hablando, cuanto más tiempo permanezca aquí, mayores probabilidades tiene de no volver nunca más. Nuestro sistema es más o menos impersonal. La cura dura unos ocho o diez días, según la intensidad de la adicción.
Ahora tiene que ponerse esa bata. Señaló unos pijamas y zapatillas que estaban allí cerca. El médico habló rápidamente por un dictáfono. Hizo una breve relación de mis condiciones físicas y de mi adicción.
—El paciente parece tranquilo y fundamenta los motivos de su deseo de cura en razones familiares —dijo finalmente.
Un guardia me llevó a mi sala.
—Si quiere mantenerse lejos de las drogas, ha elegido el lugar preciso —dijo.
El vigilante de la sala me preguntó si realmente quería dejar las drogas. Le dije que sí. Me asignó una habitación privada. Unos quince minutos después el vigilante anunció:
—¡La hora del pinchazo!
Todos los de la sala nos alineamos. Cuando decían nuestro nombre pasábamos el brazo a través de la ventanilla que había en la puerta del dispensario de la sala y el vigilante nos pinchaba. Enfermo como yo estaba, el fije me dejó en perfecto estado. Poco después empecé a sentir hambre.
Me dirigí hacia el centro de la sala, donde había bancos, butacas y una radio, y entablé conversación con un joven italiano con pinta de asesino. Me preguntó si había estado allí antes. Le dije que no.
—Debías de estar con los «Bien dispuestos» —dijo—. Allí la cura es más larga y las habitaciones mejores.
Los «Bien dispuestos» eran los que estaban en Lexington por primera vez y se les consideraba especialmente bien dispuestos para curarse de un modo permanente. Evidentemente, el médico de la recepción no se había creído demasiado mis buenos propósitos.
Se acercaron otros y se unieron a nuestra conversación. El pinchazo les había hecho sociables. Primero llegó un negro de Ohio.
—¿Cuánto tiempo te han echado encima? —le preguntó el italiano.
—Tres años —dijo el negro.
Le habían cazado por falsificador y vender recetas. Empezó a contar una historia acerca de una condena que había cumplido en Ohio.
—Es un lugar jodido. Está lleno de hijoputas. Cuando le das tu material al policía, suele acercarse otro que dice: «Dámelo a mí.» Si no se lo das, te pega en toda la jeta. Después te pegan todos al tiempo. No vas a darles a todos.
Un jugador de ventaja y traficante de San Luis estaba describiendo un método para eliminar el ácido carbónico de un preparado de fenol, tintura de opio y aceite de oliva.
—Le dije al matasanos que mi madre era vieja y que utilizaba el preparado para el pelo. Una vez que has filtrado el aceite de oliva, pones el material en una cuchara que calientas a la llama del gas. De ese modo el fenol se quema. La operación viene a durar unas veinticuatro horas.
Un tipo de unos cuarenta años, de complexión fuerte y cabello gris, contaba cómo su novia le había pasado material dentro de una naranja:
—Estábamos en la prisión del condado. Nos cagábamos sin parar. De pronto, noté que la naranja sabía demasiado amarga. Por lo menos contenía quince o veinte granos inyectados con una jeringa. No sabía que la chica fuera tan lista.
—El guardián me dijo: «¡Drogadicto! ¿Qué cojones quieres decir con que eres drogadicto, so hijoputa? Aquí no tenemos más medicina que el jarabe de palo.»
—Aceite de oliva y tintura. El aceite flota por arriba y puedes quitarlo con un cuentagotas. Luego calientas lo que queda hasta que parece alquitrán.
—Entonces me encontré con Philly, que estaba totalmente jodido.
—Bueno, entonces el matasanos dice: «De acuerdo, ¿cuánta cantidad suele usar usted?»
—¿Que nunca usasteis láudano? Si hay miles de tíos que se pasan con eso...
—Lo calientas y después te lo picas.
—Dando cabezadas.
—Cargado.
—Eso era en el año treinta y tres. Veintiocho dólares la onza.
—Solíamos hacer una pipa con una botella y un tubo de goma.
—Lo calientas y después te lo picas.
—Dando cabezadas.
—¡Claro que puedes picarte cocaína! Te pega directamente en el estómago...
—Hay coca. Lo hueles al entrar.
Eran como seres hambrientos que sólo hablan de comida. Al cabo de un rato los efectos del pinchazo empezaron a ceder. La conversación languideció. La gente empezó a separarse. Unos se tumbaron en sus camas, otros leían, otros jugaban a las cartas. La comida se servía en la sala y era excelente. Nos pinchaban tres veces al día. Una a las siete de la mañana, cuando nos levantábamos, otra a la una de la tarde y otra a las nueve de la noche. Durante la tarde habían llegado dos nuevos conocidos: Matty y Louis. Corrí hacia Louis cuando estábamos alineados para el pinchazo de la noche.
—¿Te han echado el guante? —me preguntó.
—No. He venido a descolgarme. ¿Y tú?
—Lo mismo —respondió.
Con el pinchazo de la noche me dieron hidrato de cloral en un vaso. Cinco nuevos llegaron durante la noche. El vigilante estaba nervioso:
—No sé dónde voy a meterlos. Ya tengo treinta y un drogadictos aquí.
Entre los recién llegados estaba un hombre de cabello blanco llamado Bob Riordan. Tenía setenta años y era un antiguo traficante y carterista. Parecía un banquero de 1910. Había llegado con dos amigos en un coche. Camino de Lexington habían llamado al jefe de Sanidad, en Washington, y le rogaron que telefoneara al hospital para anunciar su llegada. Llamaban Félix al jefe de Sanidad y parecían conocerle mucho. Pero el único que llegó aquella misma noche fue Riordan. Los otros dos se dirigieron a un pueblo próximo a Lexington donde conocían a un médico que podía fijarles antes de que quedaran inmovilizados por falta de droga.
Llegaron hacia el mediodía del día siguiente. Sol Bloom era un tipo gordo con cara de judío. Apestaba a estafador. Con él llegaba un tipo delgado que se llamaba Bunky. Bunky podía haber sido un viejo granjero, a no ser por sus ojos grises, serenos y fríos detrás de sus gafas. Estos eran los dos amigos de Riordan. Todos ellos habían cumplido varias condenas, por lo general por tráfico. Eran afables, pero mantenían cierta reserva. Contaban que querían dejar la droga porque los agentes federales los tenían muy fichados.
Como decía Sol:
—Demonio, me gusta la droga y quiero tener una habitación llena de ella. Pero si no puedo usarla sin que la policía me siga los pasos sin cesar, prefiero dejar de picarme.
Siguió hablando de algunos antiguos amigos suyos que habían empezado a picarse con él y ahora eran hombres respetables.
—Sí, ahora cogen y dicen que no tienen nada que ver con Sol. Es un drogado, dicen.
No creo que esperaran que nadie se tragara que querían dejar la droga. Sólo se trataba de un modo de decir que estaban aquí y que las razones por las que estaban no le importaban a nadie.
Otro recién llegado fue Abe Green, un judío cojo de nariz muy larga. Casi parecía el doble de Jimmy Durante. Sus ojos eran azul pálido, parecían los de un pájaro. Incluso sin droga irradiaba una fiera vitalidad. En su primera noche en la sala se encontró tan mal que hasta acudió un médico para atenderle y tuvo que darle medio grano de morfina extra. A los pocos días ya estaba saltando por la sala, hablando y jugando a las cartas. Green era un traficante conocido de Brooklyn, uno de los pocos traficantes independientes. La mayor parte de los traficantes tienen que trabajar para el sindicato o dejar de hacerlo, pero Green tenía tantos contactos que podía seguir en el negocio por su cuenta. Estaba en libertad bajo fianza, pero esperaba salir libre basándose en que le habían detenido de modo ilegal.
—El agente me despertó en plena noche y empezó a pegarme en la cabeza con su pistola. Quería que le dijera quién era mi contacto. Le dije: «Tengo cincuenta y cuatro años y nunca he vendido a nadie. Antes de hacerlo, prefiero morirme.»
Hablando de una vez que le detuvieron en Atlanta y tuvo que quitarse el mono a pavo frío, contaba:
—Durante catorce días me golpeaba la cabeza contra la pared y la sangre me salía por ojos y nariz. Cuando llegó el guardia le escupí en la cara. —Contado por él, este tipo de relatos tenía cierta calidad épica.
Benny era otro tipo judío de Nueva York. Ya había estado en Lexington otras once veces y en esta ocasión su estancia se debía a que le habían aplicado la siguiente ley de Kentucky: «Cualquier persona que use narcóticos puede ser condenada a un año de cárcel, con la alternativa de seguir una cura en Lexington.» Era un judío pequeño, bajo y gordo, de cara redonda. Jamás hubiera sospechado de él que fuera yonqui. Tenía una voz bastante agradable y cantaba con fuerza; su número mejor era Lluvias de abril.
Un día Benny entró en la sala de reunión muy excitado.
—Moishe acaba de registrarse —dijo—. Es un mendigo y un maricón. Una auténtica desgracia para la raza judía.
—Pero, Benny —dijo alguien—, tiene mujer e hijos.
—No importa, aunque tenga diez hijos —dijo Benny—, sigue siendo un gran maricón.
Moishe apareció una hora después. Obviamente, era afeminado. Tenía unos sesenta años, la piel rosa y el pelo blanco.
Matty siempre andaba por la sala, hablando con todo el mundo, haciendo preguntas directas, describiendo sus síntomas de carencia con todo detalle. Nunca se quejaba. Creo que era incapaz de sentir autocompasión. Bob Riordan le preguntó por qué le habían atrapado y Matty replicó:
—Sólo soy un ladrón cojo y estúpido.
Contó una historia sobre un borracho dormido en el banco de un andén del metro:
—Sabía que tenía un montón de pasta en el bolsillo, pero cada vez que me llegaba a tres metros de él, se despertaba y me decía: «¿Qué quiere usted?»
Era fácil imaginar cómo podían despertar a cualquiera las emanaciones de Matty.
—Entonces me largué y encontré a un tío al que conocía. Se sentó junto al borracho y a los veinte segundos le había dejado limpio. Cortó el bolsillo con una navaja.
—¿Por qué no le empujaste contra la pared y le quitaste el dinero? —dijo Riordan con su habitual tono amable.
Matty tenía un aguante ilimitado y no parecía en absoluto un drogadicto. Si en una botica se negaban a venderle una aguja, era capaz de decir:
—¿Por qué no quieren vendérmela? ¿Es que parezco un drogadicto?
La cura en Lexington no está destinada a que los adictos se sientan cómodos. Empieza con un cuarto de grano de M tres veces al día y dura ocho días —la preparación usada ahora es una morfina sintética llamada dolofina. A los ocho días se recibe un pinchazo de despedida y te mandan a otra zona donde te dan barbitúricos durante tres noches, y eso es el final de la medicación.
Para un hombre con un hábito muy fuerte, es un sistema demasiado rudo. Yo tuve suerte de haber llegado en carencia, porque de ese modo la cantidad que me dieron me resultó suficiente. Cuanto más tiempo se lleve sin droga, menor cantidad se necesita para fijarse.
Cuando me llegó el momento de recibir el último fije, fui enviado a la Sala B, que llamaban «el barrio chino». No tenía nada que oponer a las comodidades del lugar, pero los internos eran bastante desagradables. En mi sección había un grupo de viejos vagabundos con la saliva saliéndoles por la boca.
Una vez que la medicación cesa, uno puede permanecer sin hacer nada durante siete días. Después es preciso elegir un trabajo. Lexington tiene una granja y una vaquería. Hay una planta conservadora para enlatar la fruta y los vegetales cultivados en la granja. Los internos llevan un laboratorio dental donde hacen dientes postizos. También hay un servicio de reparación de radios y una biblioteca. Trabajan como porteros, cocinan y sirven la comida, y también trabajan de ayudantes de los vigilantes. Hay, pues, una gran variedad de trabajos donde elegir.
Yo no iba a estar el tiempo suficiente como para trabajar. En cuanto dejaron de picarme empecé a encontrarme mal. Incluso con sedantes no conseguí dormir aquella noche. Al día siguiente la cosa fue peor. Era incapaz de tragar nada y para moverme tenía que hacer grandes esfuerzos. La dolofina evita el malestar, pero cuando la medicación cesa, uno empieza a sentirse mal. Cuando la medicación nocturna se detuvo, decidí despedirme. Una fría tarde, cinco de nosotros cogimos un taxi en Lexington.
—Lo primero que hay que hacer es largarse de Lexington —me dijeron mis compañeros—. Vete directamente a la estación de autobuses y espera hasta que salga el primero. En caso contrario, pueden detenerte.
En efecto, podían aplicarme la misma ley que a Benny. Se trata de una ley destinada, entre otras cosas, a proteger a los boticarios y médicos de Kentucky de las molestias que les causarían los adictos camino hacia o desde, la granja para drogadictos de Lexington. También está destinada a evitar que los adictos se instalen en la ciudad de Lexington.
En Cincinnati, tras entrar en varias boticas, conseguí unos cuantos frascos de una onza de elixir paregórico. Dos onzas de paregórico pueden fijar a un adicto cuando su hábito es reducido, como el mío en aquella época. Me bebí tres onzas de paregórico, seguidas de un poquito de agua tibia. A los diez minutos noté la acción de la droga, y cómo desaparecía el malestar. Sentí hambre inmediatamente y salí del hotel a comer algo.
NUEVE
Al final fui a Texas y estuve unos cuatro meses sin tocar la droga. Luego me fui a Nueva Orleans. Nueva Orleans ofrece una serie de ruinas estratificadas. Ruinas de los años veinte en Bourbon Street. De allí se pasa a otras ruinas de mayor antigüedad, en la conjunción del barrio francés con el barrio chino, un estrato anterior: puestos de chile, hoteles arruinados, salones de otros tiempos con barras de caoba, escupideras y candelabros de cristal. Ruinas del 1900.
En Nueva Orleans hay gente que no ha salido de los límites de la ciudad. El acento de Nueva Orleans es terriblemente parecido al de Brooklyn. El barrio francés siempre está lleno de gente. Turistas, soldados, marineros, jugadores, degenerados, vagos y maleantes de todos los estados de la Unión. La gente vagabundea, sin conocer a nadie, sin nada que hacer, y la mayoría tiene aspecto hosco y hostil. Es un sitio donde uno puede pasarlo bien de verdad. Hasta los delincuentes vienen aquí para sentirse tranquilos y en calma.
Pero una estructura compleja de tensiones, semejantes a los laberintos eléctricos empleados por los psicólogos para desequilibrar el sistema nervioso de los ratones blancos y las cobayas de laboratorio, mantiene a los infelices buscadores de placeres en un estado de alerta indeclinable. En primer lugar, Nueva Orleans es extraordinariamente ruidosa. Los automovilistas se guían sobre todo mediante el uso de los claxons, como los murciélagos. Los residentes son antipáticos. Los transeúntes resultan un conglomerado sin cohesión interna, de manera que nunca puede saberse qué comportamiento se puede esperar de ninguno.
Nueva Orleans me resultaba una ciudad extraña y no había forma de conseguir un contacto para la droga. Descubrí varias zonas de yonquis paseando por la ciudad: St. Charles y Poydras, el área alrededor y sobre Lee Circle. Canal y Exchange Place. Las zonas de droga no se reconocen por su aspecto, sino por cómo se sienten, por un proceso semejante al del zahori que busca y descubre agua subterránea. Va uno paseando y de pronto la droga contenida en las células se mueve y se retuerce como la horquilla del zahori: «¡Aquí hay droga!» No vi a nadie a quien dirigirme, y además quería seguir limpio, o por lo menos creía que quería seguir limpio.
Una noche estaba yo en el bar de Frank, junto a Exchange Place, tomando un cuba libre. Era un sitio equívoco: marineros y estibadores, maricas, tahúres del garito de poker nocturno de al lado, y algunos otros personajes inclasificables. Al lado mío había un hombre de mediana edad, de cara delgada y larga y pelo gris. Le pregunté si quería tomar una cerveza conmigo.
—Me gustaría —dijo—, pero desgraciadamente... desgraciadamente no estoy en situación de poder corresponderle.
Estaba claro que se trataba de un hombre que hacía algún trabajo manual para vivir, autodidacta y un pelmazo absoluto como te clasifique en la categoría de «hombre instruido».
Pedí dos cervezas y empezó a contarme que él estaba acostumbrado a corresponder a las invitaciones. En cuanto nos dieron las cervezas, dijo:
—¿Nos vamos a una mesa tranquila para poder discutir de cosas importantes sobre el mundo y el sentido de la vida sin que nos molesten?
Nos llevamos los vasos a una mesa. Yo estaba ya preparando una excusa para irme. De repente, el hombre dijo:
—Por ejemplo, sé que está usted interesado en cuestiones de estupefacientes.
—¿Cómo puede usted saber eso? —le pregunté.
—Lo sé —dijo, con una sonrisa—. Sé que está usted aquí para investigar sobre el tema. Yo he trabajado mucho en el asunto. He ido al FBI de aquí al menos cincuenta veces a decirle lo que sé. Estoy seguro de que usted conoce perfectamente los estrechos lazos entre el comunismo y los estupefacientes. El año pasado estuve embarcado en la C&A. Es una compañía controlada por los comunistas. El primer maquinista era uno, seguro. Me di cuenta inmediatamente. Fumaba en pipa y la encendía con un encendedor de cigarrillos. En realidad usaba el encendedor para hacer señales. —Me demostró prácticamente cómo hacía el maquinista para encender su pipa con un mechero de cigarrillos y cómo tapaba y destapaba la luz para hacer señales—. Era muy astuto, desde luego.
—¿Y a quién le hacía las señales? —le pregunté.
—No lo sé con exactitud. Durante un tiempo fuimos seguidos por un avión. Cada vez que salía a encender la pipa se oía el motor. Voy a contarle una cosa que le ahorrará mucho tiempo. El sitio donde puede encontrar la información que usted busca es el hotel Frontier. Es de la misma gente que controla el Standish de Filadelfia. Todos andan metidos en drogas y todos están conectados con los comunistas.
—¿No es peligroso para usted contar todas estas cosas? No sabe quién soy. Suponga que yo estuviera de la otra parte.
—Sé con quién hablo —dijo—. Si no lo supiera no estaría aquí. Estaría muerto. Entre tanta gente como hay en este bar le he elegido a usted, ¿no es cierto?
—Sí, pero ¿por qué?
—Hay algo que me dice lo que tengo que hacer —me enseñó una medalla con un santo que llevaba colgada al cuello—. Si no llevase esto me hubiera encontrado con un cuchillo o una bala hace ya tiempo.
—¿Y por qué se interesa usted por las drogas?
—Porque no me gusta lo que hacen con la gente. Tuve un compañero en un barco que las usaba.
—Cuénteme —le dije— cuál es exactamente la conexión entre los estupefacientes y el comunismo.
—Eso lo sabe usted mejor que yo. La gente que anda metida en drogas y los comunistas son los mismos de siempre. En estos momentos controlan la mayor parte de los Estados Unidos de América. Soy un hombre de mar. Llevo veinte años navegando. ¿Quiénes consiguen los trabajos buenos en el sindicato? ¿Blancos norteamericanos como usted y como yo? No. Italianos, hispanos y negros. ¿Y por qué? Porque el sindicato controla los fletes y los comunistas controlan el sindicato. Estaré por aquí, si me necesita —dijo mientras yo me levantaba para irme.
En el barrio francés hay unos cuantos bares de maricas que por las noches están tan atiborrados que las locas desbordan por las aceras. Un local lleno de maricones es algo que me horroriza. Bailan de un lado para otro como marionetas que colgasen de cuerdas invisibles, en una galvánica actividad postiza que es la negación de lo vivo y lo espontáneo. El ser humano vivo ha abandonado sus cuerpos desde hace eternidades. Pero algo penetró en ellos cuando los abandonó el inquilino originario. Los maricones son muñecos de ventrílocuo. El maniquí se sienta en un bar de locas con su cerveza en la mano y parlotea incansablemente moviendo únicamente la boca en medio de una cara rígida, de muñeco.
De vez en cuando pueden encontrarse personalidades intactas en esos bares, pero los que imponen su estilo son los maricones, y entrar en uno siempre acaba por deprimirme. La depresión se acumula. Después de estar una semana en una ciudad nueva estoy hasta arriba de tugurios de ésos, y tengo que cambiar a otro tipo de bares, generalmente me voy a uno de o cerca del Barrio Chino.
Pero vuelvo por allí de vez en cuando. Una noche me había lobotomizado, de tan borracho, en Frank's y me fui a un bar de maricas. Sin duda seguí bebiendo en el sitio aquel, porque hubo un lapso de tiempo que no recuerdo bien. Estaba amaneciendo en el exterior cuando se produjo uno de esos extraños momentos de silencio en el local. El silencio es algo extraordinariamente raro en un bar de maricas. Imagino que la mayoría de ellos se habrían ido. Yo estaba apoyado contra la barra con una cerveza que no quería delante de mí. El ruido se disipó como el humo y vi a un chico pelirrojo que me miraba descaradamente, como a un metro de distancia. No parecía muy maricón, y le dije:
—¿Cómo van las cosas? —o algo parecido. —¿Te vienes a la cama conmigo? —me dijo. Y yo le dije: —Bien, vamos.
Al irnos agarró mi botella de cerveza y se la metió bajo el abrigo. Fuera ya había amanecido, el sol empezaba a subir. Fuimos dando tumbos por todo el barrio francés, pasándonos la botella de cerveza. El dirigía la marcha hacia su hotel, según dijo. Sentía cómo se anudaba mi estómago como si estuviera a punto de meterme un picotazo después de mucho tiempo sin droga. Debería tener más cuidado, desde luego, pero nunca he podido mezclar vigilancia y sexo. Durante todo este rato el chico hablaba en tono sensual con una voz sureña que no era una voz de Nueva Orleans, y a la luz del día seguía teniendo buena pinta. Llegamos a un hotel y me colocó el rollo de siempre de que tenía que entrar primero él solo. Saqué unos cuantos billetes del bolsillo. Los miró y dijo: —Vale con diez dólares.
Se los di. Entró en el hotel y salió inmediatamente.
—No hay habitaciones. Miraremos a ver en el Savoy.
El Savoy estaba justo en la acera de enfrente.
—Espera aquí —dijo.
Esperé como una hora hasta que me di cuenta de qué era lo que había fallado en el primer hotel: no tenía puerta trasera ni lateral para poder escapar. Volví a mi apartamento y cogí la pistola. Estuve esperando cerca del Savoy y busqué al muchacho por todo el barrio francés. A mediodía tuve hambre y me comí un plato de ostras con una cerveza y, de repente, me sentí tan cansado que al salir del restaurante se me doblaban las piernas como si alguien me estuviera golpeando detrás de las corvas.
Tomé un taxi y volví a casa y me dejé caer en la cama sin quitarme ni los zapatos. Desperté sobre las seis de la tarde y me fui al Frank's. Después de tres cervezas me sentí mejor.
Junto a la máquina de discos había un individuo con el que crucé la mirada unas cuantas veces. Me miraba con un algo especial, como un homosexual mira a otro, reconociéndose. Parecía una de esas cabezas de terracota en las que se plantan yerbas. Una cara de campesino, con intuición, estupidez, maldad y picardía de campesino.
El aparato de música estaba apagado. Me acerqué a él y le pregunté si algo no iba bien. Me dijo que no lo sabía. Le invité a tomar una copa. Pidió un chocolate y me dijo que se llamaba Pat. Yo le dije que había llegado hacía poco de la frontera mexicana.
—Me gustaría ir por allí abajo. Pasar algo de material de México —dijo.
—La frontera es poco segura —dije.
—Espero que no le parezca a usted mal —empezó— si le digo que parece que usted también le pega al caballo.
—Claro que le pego.
—¿Quiere conseguir algo? —preguntó—. Yo tengo que ir dentro de unos minutos. Tengo que agenciarme la pasta. Si me paga un fije, puedo conseguirle algo a usted.
—Bien —dije.
Fuimos andando hasta pasar la esquina del sindicato de marinos.
—Espere aquí un minuto —dijo, y entró en un bar.
Yo estaba casi seguro de ver volar mis cuatro dólares, pero a los pocos minutos había vuelto:
—Bueno —dijo—. Ya lo tengo.
Le pedí que viniera conmigo a mi apartamento S para darnos un toque. Fuimos a mi habitación y; saqué el instrumental, que no había usado desde hacía cinco meses.
—Si no está colgado es mejor que ande con tiento con este material —me previno—. Es muy fuerte.
Metí como unos dos tercios de cápsula.
—Sobra la mitad —me dijo—. De verdad que es muy fuerte.
—Así está bien —dije yo. Pero en cuanto saqué la aguja de la vena supe que no estaba bien. Noté un golpe suave en el corazón. La cara de Pat comenzó a ponerse negra por los bordes, y el negro se extendía hasta cubrirle todo el rostro. Sentí que los ojos se me daban vuelta en las órbitas.
Recobré el conocimiento varias horas más tarde. Pat se había ido. Estaba tumbado en la cama, con el cuello desabrochado. Me puse de pie y caí de rodillas. Me sentía mareado, me dolía la cabeza. Del bolsillo interior me faltaban diez dólares. Supongo que debió pensar que ya no los necesitaría.
A los pocos días me encontré a Pat de nuevo en el mismo bar.
—¡Dios bendito! —dijo—. ¡Creí que se habría muerto! Le aflojé el cuello y le froté la nuca con hielo y se puso completamente azul y pensé: «¡Dios bendito, este hombre se muere!, ¡ tengo que largarme de aquí!»
Una semana después ya estaba colgado. Pregunté a Pat qué posibilidades había de vender en Nueva Orleans.
—Esto está lleno de soplones —me dijo—. Realmente difícil.
De modo que me dejé ir, comprando por medie de Pat. Dejé de beber, dejé de salir por las noches, me vi metido en un esquema rutinario: una cápsula de droga tres veces al día y el tiempo entre una y otra, a llenarlo de cualquier manera. En general me pasaba el día pintando o haciendo trabajillos caseros. El trabajo manual hace pasar las horas de prisa. Claro que, desde luego, algunas veces me llevaba horas conseguir material.
La primera vez que había estado en Nueva Orleans, el mayor traficante —el «Hombre», como dicen allí— era un tipo llamado el Amarillo. El nombre le venía de su piel amarillenta, de enfermo del hígado. Era un individuo pequeño y delgado, que arrastraba una cojera. Operaba en un bar cerca del edificio del sindicato de marinos y de vez en cuando se atizaba una cerveza para justificar la cantidad de horas que se pasaba allí sentado. Estaba en libertad bajo fianza, y cuando se juzgó el asunto, le cayeron dos años.
Siguió un período de confusión durante el que era difícil encontrar algo. Alguna vez me pasé hasta seis y siete horas dando vueltas en coche con Pat, esperando y buscando a gentes diversas que a lo mejor tenían. Por fin Pat dio con un buen contacto, a un dólar cincuenta la cápsula, compra mínima de veinte. El contacto era Joe Brandon, uno de los pocos vendedores que he conocido en mi vida que no usase también el material.
Pat y yo empezamos a vender en pequeña escala, lo justo para mantenernos. Nos ocupábamos únicamente de gente que Pat conocía bien y de la que estaba seguro. Nuestro mejor cliente era Dupré. Trabajaba en un garito de juego y siempre tenía dinero. Pero era un drogado insaciable y no podía evitar que se le fuera la mano a la caja más de la cuenta. Acabó por perder el trabajo.
Don, un viejo amigo del barrio de Pat, trabajaba en el centro. Era inspector de algo, pero se pasaba la vida de baja por enfermedad. Nunca tenía dinero para más de una cápsula, y casi todo lo que tenía se lo daba su hermana. Pat me dijo que Don tenía cáncer.
—Bueno —dije—, me imagino que se morirá pronto.
Y se murió. Se metió en la cama, se pasó una semana vomitando, y se murió.
Willy el Sifones tenía un camión de gaseosas que repartía por una ruta fija. El negocio le daba para dos cápsulas al día, pero no era un vendedor de gaseosas muy decidido. Correspondía al tipo que se puede denominar inofensivo; era delgado, pelirrijo, de carácter suave.
—Es un tímido —decía Pat—. Tímido y estúpido.
Otro cliente ocasional era Lonny el Chulo, que había sido educado en la casa de putas de su madre. Lonny intentaba espaciar sus pinchazos para no adicionarse. Siempre andaba lamentándose de que no le quedaba nada limpio, que tenía que apartar tanto y cuanto para cuartos de hotel, que la ley andaba pegada a sus talones.
—¿Tú me entiendes? —decía—. No hay porcentaje.
Lonny era un rufián puro. Flaco y nervioso. No podía permanecer sentado, no podía tener la boca cerrada. Mientras hablaba movía sus manos finas y cubiertas de pelos largos y negros, grasientos. Pero no dudaba un instante en pedirnos una cápsula de dos dólares fiada.
Una vez que se había picado, y mientras se bajaba la manga de una de aquellas camisas de seda a rayas y se ponía los gemelos, decía:
—Oíd, muchachos, ando un poco mal. No os importará ponerme ésta en la cuenta, ¿verdad? Ya sabéis que soy de fiar.
Pat le miraba con sus ojillos llenos de sangre. Una desabrida mirada de campesino.
—Por Dios te lo pido, Lonny, nosotros tenemos que pagar el material. ¿Qué dirías tú si la gente viniera, se zumbara a tus chicas y luego quisieran dejarlo a deber? —Pat meneaba la cabeza—. Eres como todos. Lo único que os importa es metéroslo por la vena. Uno tiene un sitio tranquilo a donde se puede venir y chutarse, y ¿qué le dan a cambio de dejarles? En cuanto se lo han metido, todo les importa un rábano.
—Hombre, Pat, tampoco quiero que te fastidies. Toma un dólar ahora y esta tarde traigo el resto, ¿de acuerdo?
Pat tomaba el dólar y se lo metía en el bolsillo sin decir palabra. Fruncía los labios con desaprobación.
Willy el Sifones se dejaba caer sobre las diez, en medio del reparto, se atizaba una cápsula y compraba otra para la noche. Dupré aparecía sobre las doce, al salir del trabajo. Estaba en el turno de noche. Los otros venían cuando se sentían con ganas.
Bob Brandon, nuestro contacto, estaba bajo fianza. Tenía un juicio en el Tribunal del Estado por posesión de droga, que es delito según las leyes de Louisiana. La acusación se basaba en huellas, esto es, se había deshecho de la mierda antes de que la bofia pusiese su cuarto patas arriba. Pero no lavó la jarra en la que guardaba la mierda. Los federales no hubieran aceptado una acusación basada sólo en «huellas», y se hizo a nivel de Estado. Esto, en Louisiana, es un procedimiento habitual. Cualquier caso demasiado endeble para un Tribunal Federal pasa a los del Estado, que están dispuestos a cualquier cosa. Brandon confiaba en ganar el juicio. Tenía buenas relaciones en la maquinaria política y, en cualquier caso, el Estado tenía unas pruebas muy débiles.
Pero el fiscal hizo aparecer los antecedentes de Brandon, que incluían una condena por homicidio, y le cayeron de dos a cinco años.
Pat encontró en seguida otro contacto y seguimos vendiendo. Un trafica llamado Yonkers empezó a vender en la esquina de Exchange y Canal. Pat perdió unos cuantos clientes que se pasaron a Yonkers. La verdad es que el material de Yonkers era mejor y algunas veces yo mismo le compraba a él, o a su socio, un viejo personaje tuerto llamado Richter. Pat siempre se daba cuenta de algún modo —era intuitivo como una madre posesiva— y se pasaba dos o tres días cabreado.
Yonkers y Richter no duraron mucho. Canal y Exchange es uno de los sitios menos seguros de Nueva Orleans en cuestión de drogas. Un día desaparecieron, y Pat dijo:
—Ya verás como ahora muchos de esos tíos vuelven por aquí. Le dije a Lonny que si quería comprarle a Yonkers que lo hiciera, pero que no volviese a mí después creyendo que le daría. Ya verás lo que le digo cuando vuelva —y Pat me dirigió una mirada torva.
Un día la encargada del hotel de Pat me paró en el hall y me dijo:
—Tenga usted mucho cuidado. La policía estuvo aquí ayer y registraron la habitación de Pat de arriba abajo. Y se llevaron detenido al chico del camión de gaseosas. Ahora está en la cárcel.
Le di las gracias. Al poco rato llegó Pat. Me dijo que la pasma había enganchado a Willy el Sifones cuando salía del hotel. No le encontraron droga encima y se lo llevaron al distrito tres para «una investigación a fondo». Lo tuvieron allí setenta y dos horas, que es el tiempo máximo que pueden retener a alguien sin hacer una acusación en regla.
Los polis registraron la habitación de Pat, pero la droga estaba escondida en el hall y no la encontraron. Pat dijo:
—Me han dicho que tienen información de que aquí hay un salón de pinchetas y que será mejor que me vaya porque la próxima vez vendrán y me llevarán con ellos y nada más.
—Bien —dije—, será mejor dejarlo todo, menos a Dupré. Con él no hay peligro.
—A Dupré le acaban de echar del trabajo —dijo Pat—. Ya tiene un pufo de veinte dólares.
Tuvimos que volver a dedicarnos a conseguir la ración de cada día. Descubrimos que ahora Lonny era «el Hombre». Así eran las cosas en Nueva Orleans. Nunca se sabía quién iba a ser el próximo «Hombre».
Por aquella época se extendió por la ciudad una fiebre antiestupefacientes. El jefe de policía dijo:
—Estas medidas continuarán mientras quede un solo contraventor de la ley en esta ciudad.
Los legisladores del Estado sacaron una ley que declaraba delito ser adicto a las drogas. No se especificaba qué, cuándo, cómo o dónde, querían decir con adicto a las drogas.
La pasma empezó a parar adictos por la calle y a examinarles los brazos para ver si tenían marcas de aguja. Si encontraban alguna marca presionaban al adicto para que firmase una declaración en la que admitía su condición y así podían inculparlo bajo la «ley de adictos a las drogas». A esos adictos se les prometía que saldrían en libertad condicional si se declaraban culpables y ayudaban a poner en marcha la nueva ley. Los adictos rastreaban sus cuerpos hasta el último rincón en busca de venas para pincharse fuera de los brazos y su área. Si la bofia no encontraba marcas, solía dejarlos marchar sin más. Si les encontraban marcas los detenían durante setenta y dos horas e intentaban hacerles firmar una declaración.
El contacto mayorista de Lonny lo dejó y el nuevo «Hombre» era un personaje llamado el Viejo Dick. El Viejo Dick venía de cumplir doce años en Angola. Operaba en un territorio alrededor de Lee Circle, que era otra de las zonas más quemadas de Nueva Orleans, para droga o para cualquier otra cosa.
DIEZ
Un día que estaba sin un chavo cogí una pistola, la envolví y me la llevé a la ciudad para empeñarla. Cuando llegué al cuarto de Pat había allí dos personas. Uno era Red McKinney, un yonqui consumido y paralítico; el otro un marinero joven llamado Colé. Colé no era todavía un adicto y quería conseguir un pogo de yerba. Era un fumeta. Me dijo que no podía pasarlo bien sin yerba. He conocido más gente así. Para ellos la mandanga sustituye el alcohol de los otros. No tienen necesidad absoluta de fumar en sentido físico, pero les resulta imposible divertirse sin ello.
Yo tenía por casualidad unas cuantas onzas de yerba en casa. Colé aceptó comprar cuatro cápsulas a cambio de una onza de yerba. Nos fuimos a mi casa. Colé probó la yerba y dijo que era buena. Y salimos a buscar lo mío.
Red dijo que tenía un contacto en la calle Julia:
—Seguramente le encontraremos allí ahora.
Pat conducía mi coche, en plena cabezada. Subimos al ferry para cruzar desde Algiers, donde yo vivía, a Nueva Orleans. De repente Pat alzó la mirada y abrió sus ojos sanguinolentos.
—Este barrio está muy quemado —dijo en voz alta.
—¿Y en qué otro sitio vamos a conseguir? —dijo McKinney—. El Viejo Dick también anda por esta zona.
—Te digo que este barrio está demasiado quemado —repitió Pat. Se le notaba de muy mal humor, como si lo que veía le molestase.
La verdad es que no había otro sitio donde buscar. Pat dirigió el coche, sin decir palabra, hacia Lee Circle. Al llegar a Julia, McKinney dijo a Colé:
—Dame el dinero porque le veremos aparecer de un momento a otro. Siempre da vueltas a esta manzana. Es un contacto ambulante.
Colé dio a McKinney quince dólares. Dimos tres vueltas a la manzana, despacio, pero McKinney no vio al «Hombre».
—Bueno, pues me parece que habrá que buscar al Viejo Dick —dijo McKinney.
Nos pusimos a buscar al Viejo Dick más arriba de Lee Circle. No estaba en la pensión en que vivía, vieja y destartalada. Dimos unas vueltas lentamente. De cuando en cuando Pat veía a algún conocido y se paraba. Nadie había visto al viejo. Algunos de los tipos a los que Pat preguntaba se limitaban a encogerse de hombros con poca amabilidad y a seguir su camino.
—Esta gente no nos dirá ni palabra —dijo Pat—. Les duele hacer un favor a alguien.
Aparcamos cerca de la pensión de Dick, y McKinney se bajó a comprar un paquete de cigarrillos en la esquina. Volvió a toda prisa y se metió en el coche.
—La pasma —dijo—. Hay que largarse de aquí.
Arrancamos y en seguida nos adelantó un coche patrulla. Vi al poli que iba al volante mirarnos y echar una segunda mirada al ver a Pat.
—Nos han cazado, Pat —dije—. ¡Sigue!
No hacía falta que se lo dijese. Aceleró y torció por la primera calle, en dirección a Corondolet. Yo me volví a Colé, que iba en el asiento de atrás.
—Tira la yerba —le ordené.
—Un momento —replicó Colé—, podemos despistarles.
—¿Estás loco? —dije.
Pat, McKinney y yo gritamos a coro:
—¡ Tírala ahora mismo!
Ya estábamos en Corondolet, yendo hacia el centro. Colé tiró la yerba, que cayó debajo de un coche aparcado. Pat giró por la primera calle a la derecha, una de dirección única. El coche patrulla bajaba por aquella misma calle, en dirección contraria y prohibida. Estábamos atrapados. Oí que Colé gritaba:
—¡ Dios, tengo otro porro encima!
Los polis se bajaron con las manos en la pistola, pero sin sacarla. Se acercaron a nuestro coche. Uno de ellos, el que conducía, que había visto a Pat, sonreía ampliamente.
—¿Dónde te has encontrado el coche, Pat? —preguntó.
Le dije que era mío.
El otro poli abrió la puerta de atrás:
—¡ Fuera todos! —dijo.
En el asiento trasero iban McKinney y Colé. Salieron y los polis empezaron a cachearlos. El guardia que había visto a Pat encontró en seguida el porro en el bolsillo de la camisa de Colé.
—Aquí tengo lo suficiente para trincarlos a todos —dijo. Tenía la cara roja y blanda y no dejaba de sonreír ni un instante. Encontró la pistola en la guantera—. Una pistola de importación —dijo—. ¿Está registrada?
—Creía que eso sólo rezaba con armas automáticas completas —dije.
—No —dijo el poli sonriente—, va con todas las automáticas importadas.
Yo sabía que se equivocaba, pero no ganaba nada con decirlo. Me miró los brazos:
—Has estado hurgando en este agujero tanto que está a punto de infectarse —dijo señalando una picadura de aguja.
Llegó el furgón y nos metieron a todos. Nos llevaron al distrito dos. Los polis miraron los papeles de mi coche. No podían creerse que fuera mío. Fui registrado lo menos seis veces por distintas personas. Por fin nos encerraron a todos en una celda de unos dos metros por dos y medio. Pat sonreía y se frotaba las manos.
—Va a haber unos cuantos drogadictos muy malitos en este antro —dijo.
Poco después llegó el guardia y me llamó. Me llevaron a una habitación pequeña que daba a la sala de recepción del distrito. En el cuarto había dos detectives sentados ante una mesa. Uno era alto y gordo, con una gran cara de rana típicamente sureña. El otro era un irlandés cuadrado, de mediana edad. Le faltaba un diente de delante, lo que le daba aspecto leporino. Era un tipo que lo mismo podía haber sido un antiguo vagabundo perdido. En él no había ni rastro de burócrata.
Era evidente que el de cara de rana llevaba la voz cantante. Me dijo que me sentase frente a él, al otro lado de la mesa. Empujó un paquete de cigarrillos y una caja de cerillas a través de la mesa; me dijo:
—Tome un pitillo.
El poli irlandés se sentaba al final de la mesa, a mi izquierda. Estaba lo bastante cerca como para poder sujetarme sin necesidad de levantarse. El que dirigía la cosa estudiaba los papeles de mi coche. Todo lo que me habían sacado de los bolsillos estaba extendido por encima de la mesa, delante de él: un estuche de gafas, documentos de identidad, cartera, llaves, una carta de un amigo de Nueva York; todo excepto mi navaja, que el de la cara blanda se había guardado en el bolsillo.
De pronto recordé aquella carta. El amigo de Nueva York era un fumeta que vendía yerba de vez en cuando. Me había escrito para preguntarme el precio de Nueva Orleans, de la de buena calidad. Yo pregunté a Pat, que me dio un precio aproximado de noventa dólares el kilo. En la carta de mi amigo se refería al precio de noventa dólares y decía que quería comprar algo sobre esa base.
Al principio creí que no se fijarían en la carta. Eran de la brigada de coches robados y querían un coche robado. Miraban y miraban los papeles y me hacían preguntas. Cuando no podía recordar alguna fecha exacta sobre el coche, se disparaban. Parecía que estaban a punto de ponerse duros.
Finalmente dije:
—Miren, sólo es cuestión de comprobar. En cuanto comprueben verán que les estoy diciendo la verdad y que el coche es mío. Hablando no va a haber manera de convencerles. Desde luego, si lo que quieren es que diga que as un coche robado, me lo harán decir. Pero luego, cuando hagan las comprobaciones, descubrirán que es mío.
—Muy bien, comprobáremos.
El de cara de rana dobló cuidadosamente los papeles del coche y los puso a un lado. Tomó el sobre y miró la dirección y el matasellos. Luego sacó la carta. La leyó en voz baja. Luego leyó en voz alta, saltándose los párrafos en los que no se hablaba de yerba. Dejó la carta sobre la mesa y me miró.
—Así que no sólo usas yerba, sino que la vendes —dijo—, y tienes un buen paquete escondido en alguna parte —miró la carta—. Como noventa kilos nada más —me miró—. Será mejor que me lo cuentes.
El poli viejo, el irlandés, dijo:
—Es como todos los tipos. No quiere hablar. Hasta que se les machacan las costillas. Entonces hablan, y están encantados de hablar.
—Vamos a ir a echar una ojeada a tu casa —dijo el de cara de rana—. Si encontramos algo metemos a tu mujer en la cárcel también.
—¿Por qué no le haces una proposición? —dijo el viejo poli, el irlandés.
Sabía que si registraban mi casa encontrarían la mandanga.
—Llame usted a los federales y le diré dónde está guardada —dije—, pero quiero que me dé su palabra de que el caso será juzgado por un tribunal federal y que mi mujer no será molestada.
El poli de cara de rana asintió.
—Muy bien —dijo—, acepto tu propuesta.
Se volvió a su compañero.
—Vete a buscar a Rogers —dijo.
A los pocos minutos volvió el poli viejo.
—Rogers está de viaje y no volverá hasta mañana, y Williams está enfermo.
—Bien, pues llama a Houser.
Salimos y nos metimos en un coche. El poli viejo conducía, el jefe iba detrás conmigo.
—Aquí es —dijo el jefe.
El poli viejo tocó la bocina y paró el coche. De la casa salió un individuo con una pipa y se sentó en el asiento de atrás. Me miró y luego miró hacia adelante, dando chupadas a la pipa. Parecía joven, en la oscuridad, pero al pasar bajo una farola vi que tenía la cara arrugada, y grandes orejas. Llevaba el pelo muy corto, cara de chico americano, una cara que había envejecido pero no madurado. Supuse que sería un agente federal.
Después de varias manzanas en silencio, el agente se volvió hacia mí y se quitó la pipa de la boca.
—¿A quién le compras ahora? —preguntó.
—Está muy difícil encontrar algo —dije—. La mayoría ha desaparecido del mapa.
Empezó a hacerme preguntas sobre qué gente conocía, y mencioné a unos cuantos que ya se habían quitado de en medio. Pareció satisfecho con tan inútil información. Si andas jugando con los polis, acaban por darte. Quieren que les cuentes siempre algo, aunque no les sirva para nada de nada.
Me preguntó si tenía antecedentes, y le conté lo de la receta de Nueva York.
—¿Cuánto te echaron por ese asunto? —preguntó.
—Nada. En Nueva York sólo es falta, no delito. Ley de Salud Pública. Ley de Salud Pública número 334. creo recordar.
—Está de lo más puesto —dijo el poli viejo.
El jefe explicaba al agente que yo parecía tener especial temor a los tribunales del Estado, y que había llegado a un acuerdo conmigo para pasar el caso a los federales.
—Bueno —dijo el agente—, el capitán es así. Si le tratas bien, él también te trata bien.
Fumó durante un rato. Estábamos ya en el ferry de Algiers.
—Hay dos maneras de hacer las cosas: fáciles y difíciles —dijo al fin.
Cuando llegamos a la casa, el capitán me cogió por detrás del cinturón.
—¿Quién hay ahí aparte de tu mujer? —preguntó.
—Nadie —le dije.
Llegamos a la puerta y el tío de la pipa le enseñó a mi mujer la chapa y le abrió la puerta. Les enseñé medio kilo de yerba que tenía en casa, y unas pocas dosis de droga. Pero el capitán no quedó satisfecho. Quería noventa kilos de yerba.
—No nos lo estás enseñando todo, Bill —decía—. Venga, venga, nosotros nos hemos portado bien contigo.
Les dije que no tenía nada más.
El de la pipa me miró:
—Lo queremos todo —dijo.
Sus ojos no querían nada con mucho interés. Estaba de pie bajo la lámpara. Su cara no había envejecido solamente, se había desgastado. Tenía la mirada de alguien que sufre una enfermedad incurable.
Les dije:
—Ya lo tienen todo.
Miró hacia el fondo vagamente y comenzó a revolver cajones y armarios. Encontró algunas cartas viejas y las leyó agachado en cuclillas. Me pregunté por qué no se sentaría en una silla. Era evidente que no quería estar cómodo mientras leía el correo de otra persona. Los dos polis de coches robados empezaban a aburrirse. Finalmente recogieron la yerba, las cápsulas y un revólver del 38 que había en la casa, y nos preparamos para irnos.
-—Ahora es propiedad del Tío —dijo el capitán a mi mujer al irnos.
Volvimos al distrito y allí me encerraron. Esta vez me pusieron en una celda diferente. Pat y McKinney estaban en la celda de al lado. Pat me llamó y me preguntó qué había pasado.
—Está jodido —dije cuando se lo conté.
Pat había dado diez dólares a un abogaducho de fortuna para que le sacase por la mañana.
En mi celda había cuatro desconocidos, tres de ellos adictos. Sólo teníamos un camastro, que estaba ocupado, de manera que los demás teníamos que estar de pie o tumbados en el suelo. Yo me tumbé en el suelo junto a un tipo llamado McCarthy. Le conocía de vista, de la ciudad. Llevaba dentro casi setenta y dos horas. Y de vez en cuando dejaba escapar un débil gruñido. Una vez dijo:
—¿Estamos en el infierno?
Un yonqui funciona con tiempo de droga. Cuando se corta el suministro de droga, el reloj se retrasa y se para. Lo único que puede hacer es esperar que comience el tiempo ajeno a la droga. Un yonqui enfermo no tiene posibilidad de escapar del tiempo exterior, no tiene ningún sitio donde ir. Lo único que le queda es esperar.
Colé hablaba de Yokohama.
—Todo el caballo y la coca que quieras. Cuando te metes caballo y perico juntos puedes hasta oler cómo entra.
McCarthy gimió desesperado desde el suelo.
—Por favor —dijo—, no hables de esas cosas.
A la mañana siguiente nos llevaron a declarar. Un chico epiléptico era el primero de la fila del despacho. Los polis estuvieron un buen rato tomándole el pelo con su anormalidad.
—¿Cuánto tiempo llevas en Nueva Orleans?
—Treinta y cinco días.
—¿Y qué has estado haciendo todo ese tiempo?
—He estado treinta y tres en la cárcel.
Aquello les pareció gracioso, y siguieron dándole cuerda otros cinco minutos.
Cuando nos llegó el turno, el guardia que atendía la cola leyó las circunstancias del arresto.
—¿Cuántas veces has estado aquí? —preguntó a Pat.
Otro poli se rió y dijo:
—Unas cuarenta.
Nos preguntaron a cada uno cuántas veces habíamos sido detenidos y cuánto tiempo nos habían puesto. Cuando me llegó el turno me preguntaron qué sentencia había cumplido con lo de la receta de Nueva York. Les dije que nada, que me habían puesto en libertad condicional.
—Muy bien —dijo el poli encargado del asunto—, ya te pondrán aquí también.
De pronto se organizó un jaleo tremendo fuera del despacho, gritos y ruidos, y pensé que le estaban dando madera al epiléptico. Pero cuando salí vi que estaba tirado en el suelo con un ataque y dos detectives trataban de sujetarlo y hablar con él. Otro salió a buscar un médico.
Nos tenían encerrados en una celda. Un detective gordo que parecía conocer a Pat llegó y se quedó delante de la puerta.
—Ese tío es un psicópata —dijo—. Ahora quiere que le lleven con su capitán. Un psicópata. He mandado por un médico.
Después de dos horas, más o menos, nos volvieron a llevar al distrito, y allí volvimos a esperar otro par de horas. Hacia mediodía apareció el policía de la pipa con otro individuo y se llevaron a un grupo a las oficinas federales. El poli nuevo era joven y gordito. Mascaba un cigarro. Colé, McCarthy, dos negros y yo nos apretujamos en el asiento de atrás. El tipo del cigarro era el que conducía. Se sacó el cigarro y dijo, volviéndose hacia mí:
—¿A qué se dedica usted, señor Lee? —me preguntó cortésmente, con tono de hombre educado.
—Granjero —contesté.
El hombre de la pipa se rió.
—Maíz con yerba entre los surcos, ¿eh? —dijo.
El del puro meneó la cabeza.
—No —dijo—. Entre el maíz no crece bien. Tiene que plantarse sola. —Se volvió hacia McCarthy, hablando por encima del hombro—. Te voy a mandar a Angola, al penal —dijo.
—¿Por qué, señor Morton? —preguntó McCarthy.
—Porque eres un jodido drogadicto.
—Yo no, señor Morton.
—¿Y todas esas señales de aguja?
—Es que tengo sífilis, señor Morton.
—Todos los yonquis tenéis sífilis —dijo Morton. Su tono era frío, condescendiente y divertido a la vez.
El de la pipa estaba intentando sin el menor éxito bromear con uno de los negros. El negro era conocido por Embrague, y tenía una mano deforme.
—Qué, ¿el monito se te sube a la espalda? —preguntaba el policía de la pipa.
—No sé de qué está usted hablando —dijo Embrague. Fue una frase sin expresión. Sin insolencia. No era adicto a la droga y se limitaba a decirlo.
Aparcaron delante de las oficinas federales y nos llevaron al cuarto piso. Allí esperamos en una oficina exterior hasta que nos llamaron a otra interior, de uno en uno, para interrogarnos. Cuando me llegó el turno y entré, el tipo del cigarro puro estaba sentado ante una mesa. Me indicó una silla.
—Me llamo Morton —dijo—. Agente federal de la de estupefacientes. ¿Quiere usted hacer una declaración? Como ya sabe, tiene derecho constitucional a rehusar. Naturalmente, acusarle sin esa declaración lleva más tiempo.
Dije que haría la declaración.
El hombre de la pipa estaba allí también.
—Bill no se siente muy bien hoy —dijo—. A lo mejor un pinchacito de heroína le sentaría bien.
—A lo mejor —dije. Empezó a hacerme preguntas, algunas tan sin sentido que no podía creer lo que estaba oyendo. Era evidente que no tenía intuición policíaca. No sabía distinguir lo que era importante y lo que no lo era.
—¿Quiénes son sus contactos en Texas?
—No tengo ninguno.
Era la verdad.
—¿Quieres que metamos también a tu mujer en la cárcel?
Me sequé el sudor de la cara con un pañuelo y dije:
—No.
—Bueno, de todas maneras, va a ir a la cárcel. Usa bencedrina de ésa. Peor que la droga. ¿Estáis casados por la ley?
—Derecho común.
—Te he preguntado si estás casado con tu mujer legalmente.
—No.
—¿Has estudiado psiquiatría?
—¿Qué?
—Pregunto si has estudiado psiquiatría.
Había leído una carta de un amigo mío psiquiatra. En realidad se había llevado todas las cartas viejas que encontró por casa cuando estuvieron registrando.
—No, no he estudiado psiquiatría. Es una afición, nada más.
—Tienes unas aficiones muy raras.
Morton se tumbó hacia atrás en su silla y bostezó.
El de la pipa cerró el puño de pronto y se dio un golpe en el pecho.
—Soy un policía, ¿te enteras? —dijo—. Vaya donde vaya me relaciono con otros policías. Tu negocio son las drogas, así que lo lógico es que conozcas otra gente que ande en tus mismos negocios. No nos encontramos con gente como tú una vez al mes, los tenemos delante todos los días. Tú no estabas solo en este asunto. Tienes contactos en Nueva York, en Texas y aquí, en Nueva Orleans. Y ahora tenías algún negocio a punto de salir, alguna cosa que estaba al caer.
—Me parece que será mejor que mandemos al granjero este a cultivar la tierra a Angola, a no ser que nos pueda dar alguna información —dijo Morton.
—¿Y qué hay de ese negocio de coches robados? —dijo el de la pipa dándome la espalda y paseando por la habitación.
—¿Qué negocio de coches robados? —pregunté verdaderamente sorprendido. Sólo después de un tiempo recordé que había una carta de hacía cinco años que contenía una referencia a coches robados. El poli siguió y siguió. Se enjugaba la frente y recorría la habitación. Al fin, Morton le interrumpió.
—Por lo que veo, señor Lee —dijo—, está usted dispuesto a admitir su culpabilidad, pero no a involucrar a nadie más, ¿correcto?
—Correcto —dije.
Se cambió el cigarro de lado.
—Bien —dijo—, eso es todo por el momento. ¿Cuántos nos quedan ahí fuera? —gritó.
Un guardia asomó la cabeza:
—Unos cinco.
Morton hizo un gesto de exasperación.
—No tenemos tiempo. Tengo que estar en la Audiencia a la una en punto. Tráigamelos a todos.
Todos los demás entraron y se quedaron de pie frente a la mesa. Morton ojeó un mazo de papeles. Miró a McCarthy y se volvió hacia un agente joven, de pelo al cepillo.
—¿Hay algo contra él? —preguntó.
El agente meneó la cabeza y sonrió. Levantó un pie y le dijo a McCarthy:
—¿Ves este pie? Pues te lo voy a meter por el gaznate.
—Yo no ando con material, señor Morton —dijo McCarthy—, porque no quiero ir al penal.
—¿Y qué hacías en aquella esquina con todos estos otros yonquis?
—Pasaba por allí. Estaba dándole al Regal, señor Morton. —Se refería a la cerveza Regal, un producto de Nueva Orleans—. Le pego al Regal siempre que puedo. Mire —sacó unas cuantas tarjetas de la cartera y las enseñó como si fuera un prestidigitador preparando un número de cartas; nadie las miró—, trabajo de camarero, aquí tengo el carnet del sindicato. Puedo entrar en el Roosevelt este fin de semana. Hay una convención. Es un buen asunto si me dejan ir ustedes.
Se acercó a Morton con la mano tendida.
—Déme diez centavos para el autobús, señor Morton.
Morton le puso una moneda en la mano con una palmada.
—Lárgate de aquí de una puñetera vez —dijo.
—Te cazaremos la próxima vez —dijeron a coro los polis.
El agente joven de pelo al cepillo se rió.
—Apostaría a que bajó por las escaleras.
Morton recogió sus papeles y los metió en un portafolios.
—Lo siento —dijo—, pero no puedo seguir tomando declaraciones hasta esta tarde.
—Ya he llamado al furgón —dijo el individuo de la pipa—. Los llevaremos al distrito tres y los pondremos a enfriar.
En el distrito tres Colé y yo teníamos celda para nosotros solos. Yo me tumbé en el camastro. Sentía un dolor crudo en los pulmones. La carencia de droga afecta a la gente de maneras distintas. La mayor parte sufren sobre todo vómitos y diarrea. Los del tipo asmático, de pecho estrecho y hundido, suelen tener accesos violentos de estornudos, flujo de nariz y ojos, y en algunos casos espasmos de los tubos bronquiales que les impiden respirar. En mi caso, lo peor es la baja de tensión arterial y la consiguiente pérdida de líquido en el cuerpo, con una debilidad extrema, como tras un shock. Se siente como si la energía vital hubiese dejado de fluir y entonces todas las células del cuerpo se ahogan en una pila de hueso.
Estuvimos en el distrito tercero como tres horas y luego los polis nos metieron en el canguro y nos llevaron a la cárcel de Parish, no sé por qué razón. El hombre de la pipa se reunió con nosotros en Parish y nos llevó a la oficina federal.
Un burócrata de edad indefinida, sin rostro, me dijo que era el jefe de la oficina de Nueva Orleans. ¿Quería hacer una declaración?
—Sí —dije—. Escríbala usted y yo la firmaré.
No es que su cara fuera vacía o sin expresión, sino que sencillamente no existía. Lo único que recuerdo de su cara son las gafas. Llamó a un taquígrafo y se dispuso a dictar la declaración. Se volvió hacia el tipo de la pipa, que estaba sentado en otro escritorio, y le preguntó si había algo especia] que quisiera hacer constar en la declaración.
El de la pipa dijo:
—Bueno, no, eso es lo que hay.
La cabeza del burócrata parecía pensar en algo.
—Un minuto —dijo.
Se llevó al de la pipa a otro despacho. Volvieron después de unos minutos y el burócrata siguió con la declaración. En la declaración admitía la posesión de la yerba y la heroína que se habían encontrado en mi casa.
Me preguntó cómo había adquirido la heroína.
Dije que había ido al cruce de Exchange y Canal y contactado a un vendedor callejero.
—¿Y qué hizo luego?
—Volví a casa.
—¿En su propio coche?
Me di cuenta de lo que pretendía, pero no tuve energía suficiente para decirle: «He cambiado de idea, no quiero hacer ninguna declaración.» Además, tenía miedo a tener que pasar otro día enfermo en el distrito. Así que respondí:
—Sí.
Por fin firmé también una declaración aparte en la que reconocía que tenía la intención de declararme culpable de los cargos imputados ante el Tribunal Federal. Me volvieron a llevar al distrito dos. Los agentes me aseguraron que sería llevado ante el juez a primera hora del día siguiente.
Colé dijo:
—Te encontrarás mejor dentro de cinco días. Lo único que te puede hacer sentir mejor es el tiempo, o un pinchazo.
Eso ya lo sabía yo, naturalmente. Nadie está dispuesto a estar enfermo por falta de droga, a menos que le metan en la cárcel, o le corten el suministro de alguna otra manera. La razón de que sea prácticamente imposible cortar el uso y curarse uno solo estriba en que la enfermedad dura de cinco a ocho días. Doce horas podrían resistirse con facilidad, veinticuatro sería posible, pero de cinco a ocho días, es demasiado tiempo.
Permanecí tumbado en la estrecha cama de madera, retorciéndome a un lado y otro. Tenía el cuerpo duro, contraído, tumefacto, la carne helada en droga descongelándose en agonía. Me puse boca abajo y una pierna se me escurrió fuera del camastro. Me eché hacia adelante y el borde redondeado de la madera, pulido y suavizado por el roce de la tela, se deslizó a lo largo de la entrepierna. Hubo un repentino fluir de sangre a los genitales bajo ese ínfimo contacto. En mi cabeza, tras los ojos, explotaban chispas, las piernas se dispararon: el orgasmo del ahorcado cuando se parte el cuello.
El guardia abrió la puerta de mi celda.
—Tu abogado viene a verte, Lee —dijo.
El abogado me miró durante un rato antes de presentarse. Se lo habían recomendado a mi mujer, y yo no lo había visto nunca antes. El guardia nos guió hacia un cuarto grande, en el piso de arriba, en el que había bancos.
—Ya veo que no tiene usted muchas ganas de hablar en este momento —empezó el abogado—. Ya entraremos en detalles más adelante. ¿Ha firmado usted algo?
Le conté lo de la declaración.
—Eso ha sido para coger el coche —dijo—. Es cosa del Estado. He estado hablando con el fiscal hace una hora, por teléfono, y le pregunté si se encargaría él del caso. Dijo: «Ni por lo más remoto. Hay involucrado en esto una posesión ilegal y mi oficina no perseguirá ese caso bajo ninguna circunstancia.» Creo que podré sacarle a usted y llevarlo al hospital para que le pongan una inyección —dijo después de una pausa—. El encargado de la oficina que está ahora es un buen amigo mío. Bajaré a hablar con él.
El guardia me llevó de vuelta a mi celda. A los pocos minutos abrió la puerta de nuevo y dijo:
—Lee, ¿quieres ir al hospital?
Dos polis me llevaron al hospital de la Caridad, en el canguro. La enfermera de recepción quiso saber qué enfermedad tenía.
—Caso de emergencia —dijo uno de los polis—. Se cayó por una ventana.
El guardia se fue hacia adentro y volvió con un médico joven, macizo, de pelo canoso y gafas con montura de oro. Hizo unas cuantas preguntas y me miró los brazos. Otro médico de nariz grande y brazos velludos se acercó a poner su granito de arena.
—Después de todo, doctor —dijo a su colega—, es una cuestión moral. Este nombre debía haber sabido todo esto antes de usar drogas.
—Sí, es una cuestión moral, pero también es una cuestión médica. Este hombre está enfermo.
Se volvió a una enfermera y le pidió una dosis de morfina.
De vuelta al distrito, en el furgón traqueteante, sentía la morfina extenderse por mis células. Mi estómago se movía y gruñía. Un pinchazo cuando uno está muy enfermo siempre empieza por hacer moverse el estómago. La fuerza normal regresaba a todos mis músculos. Tenía hambre y sueño.
Hacia las once de la mañana siguiente, apareció un fiador para que firmara la fianza. Tenía el mismo aspecto embalsamado de todos los fiadores, como si le hubiesen inyectado parafina debajo de la piel. Tige, mi abogado, apareció a las doce, para sacarme. Había arreglado las cosas para que fuese directamente a un sanatorio a hacer una cura. Me dijo que la cura era imprescindible desde un punto de vista legal. Fuimos hasta el sanatorio en un coche de la policía, con dos detectives. Esto formaba parte del plan del abogado, en el que los detectives tenían el papel de testigos eventuales.
Al detenernos delante del sanatorio, el abogado se sacó unos cuantos billetes del bolsillo y se dirigió a uno de los polis.
—Juégamelo a ese caballo, ¿quieres? —dijo.
Los ojos de sapo del detective reventaban de indignación. No hizo ademán alguno de tomar el dinero.
—No voy a jugar ningún dinero a ningún caballo —dijo.
El abogado se rió y dejó el dinero sobre el asiento del coche.
—Mac lo hará —dijo.
Esta aparente falta de tacto para sobornar a los polis delante de mí era deliberada. Cuando le preguntasen luego por qué lo había hecho les diría. «Pero, hombre, si ese chico estaba demasiado enfermo para enterarse de nada.» Y así si los detectives eran convocados como testigos, dirían que yo parecía estar en muy malas condiciones. El abogado quería testigos que firmasen que yo estaba en muy malas condiciones cuando firmé mi declaración.
Un recepcionista recogió mi ropa y me senté sobre la cama esperando que me dieran un pinchazo. Mi mujer vino a verme y me contó que los de la clínica no tenían ni idea de drogas ni de drogados.
—Cuando les dije que estabas enfermo, me dijeron: «¿Qué le pasa?», y les dije que estabas enfermo y necesitabas una inyección de morfina y me dijeron que habían creído que se trataba de un caso de adicción a la marijuana.
—¡Adicción a la marijuana! —dije—. ¿Y eso qué coño es? Averigua qué piensan darme —le dije—. Necesito una cura de reducción. Si no piensan hacerme eso, sácame de aquí inmediatamente.
Volvió al poco rato y me contó que por fin había encontrado un médico, por teléfono, que parecía saber de qué iba la cosa. Era el médico del abogado, que no pertenecía al sanatorio.
—Pareció sorprendido cuando le dije que no te habían dado nada. Dijo que llamaría en seguida al hospital para procurar que se ocupasen de ti como debe ser.
Pocos minutos después llegó una enfermera con una jeringa. Era demerol. El demerol ayuda algo, pero no es ni remotamente tan efectivo como la codeína para aliviar la carencia de droga. Por la noche vino un doctor a hacerme un examen físico. Mi sangre estaba espesa y concentrada debido a la pérdida de fluido corporal. En las cuarenta y ocho horas que había estado sin droga había adelgazado cinco kilos. El doctor tardó veinte minutos en poder sacarme un tubo de sangre para hacer un análisis, porque la sangre estaba tan espesa que tupía la aguja constantemente.
A las nueve de la noche me pusieron otra dosis de demerol. No me hizo ningún efecto. Generalmente el tercer día y la tercera noche de carencia son los peores. Después del tercer día, la enfermedad empieza a remitir. Sentía una quemadura fría por toda la superficie del cuerpo, como si la piel fuera una colmena compacta. Parecía que millares de hormigas se arrastrasen bajo mi piel.
Es posible distanciarse uno mismo de la mayoría de los dolores —muelas, ojos y genitales presentan las mayores dificultades— de forma que el dolor sea experimentado como una excitación neutra. Pero de la carencia de droga no parece haber escapatoria alguna. La carencia de droga es el opuesto al impulso de la droga. El impuesto de droga es que es preciso tenerla. Los yonquis funcionan en tiempo de droga y con metabolismo de droga. Están sujetos al clima de la droga. Son calentados y enfriados por la droga. El impulso de la droga es vivir bajo condiciones de droga. No se puede escapar de la enfermedad de la droga igual que no se puede escapar al efecto de la droga después de un pinchazo.
Me encontraba demasiado enfermo para levantarme de la cama. No podía permanecer en calma. Bajo la enfermedad de la droga, cualquier línea de acción o inacción concebibles, parecen intolerables. Un hombre puede morir simplemente porque no puede resistir la idea de permanecer dentro de su cuerpo.
A las seis de la mañana me dieron otro pinchazo, que pareció hacerme un poco de efecto. Luego me enteré de que no era de demerol. Incluso fui capaz de tomar un poco de café y una tostada.
Cuando más tarde llegó a verme mi mujer, me contó que estaban ensayando un nuevo tratamiento conmigo. Este tratamiento había comenzado con la inyección de la mañana.
—Noté la diferencia. Creí que lo de esta mañana era M.
—Hablé con el doctor Moore por teléfono. Me dijo que es la medicina maravillosa que buscaban para el tratamiento de la adicción. Elimina los síntomas de carencia sin formar de nuevo hábito. No es estupefaciente, es un antihistamínico. Creo que la llamó Theforin.
—Es decir, que los síntomas de carencia serían una reacción de tipo alérgico.
—Eso dice el doctor Moore. El médico que recomendó el tratamiento era el de mi abogado. No pertenecía al sanatorio ni era psiquiatra. A los dos días pude hacer una comida completa. Las inyecciones del antihistamínico duraban de tres a cinco horas, y entonces volvía el malestar. Los pinchazos eran como si fuera droga.
Cuando me levanté y empezaba a pasear, vino a hablar conmigo un psiquiatra. Era muy alto. Tenía las piernas largas y un cuerpo pesado en forma de pera con el lado estrecho hacia arriba. Sonreía al hablar y tenía voz de plañidera. No era afeminado. Sencillamente no tenía nada de lo que, sea lo que sea, hace de un hombre un hombre. Era el doctor Fredericks, jefe psiquiátrico del hospital.
Me hizo la pregunta que hacen todos:
—¿Por qué siente usted necesidad de tomar drogas, señor Lee?
Cuando se oye esta pregunta se puede estar completamente seguro de que quien la hace no sabe absolutamente nada de drogas.
—Las necesito para salir de la cama por las mañanas, para afeitarme y para tomar el desayuno.
—Quiero decir físicamente.
Me encogí de hombros. Lo mejor sería darle el diagnóstico que quería, para que se fuera:
—Me causa placer.
La droga no causa placer. La cuestión para un adicto es que la droga causa adicción. Nadie sabe lo que es la droga hasta que se siente enfermo por falta de ella.
El doctor asintió. Personalidad psicótica. Se levantó. Sin transición cambió de cara y arboló una sonrisa obviamente dirigida a mostrar su comprensión y diluir mi reticencia. La sonrisa se borró y se transformó en una mueca lúbrica y demente. Se inclinó hacia adelante y colocó su sonrisa junto a mi cara.
—¿Su vida sexual es satisfactoria? —preguntó—. ¿Sus relaciones sexuales con su mujer son satisfactorias?
—Oh, sí .—respondí—. Cuando no estoy drogado.
Se enderezó. No le había gustado mi respuesta en absoluto.
—Muy bien, ya volveré a visitarle.
Enrojeció y se fue hacia la puerta. Me había parecido un farsante cuando entró en la habitación —era evidente que montaba su número de seguridad en sí mismo para él y para los demás—, pero esperaba que hubiera sido más duro y profundo.
El doctor explicó a mi mujer que mis perspectivas eran muy malas. Mi actitud ante la droga era «bueno, ¿y qué?». Podía preverse una recaída a causa de mis determinantes psíquicas, que continuaban siendo operativas. No podía hacer nada por mí si yo no cooperaba con él voluntariamente. Si tenía mi cooperación, podría, al parecer, desarmar mi psique y volver a armarla en ocho días.
Los demás pacientes eran de lo más estrecho y triste. No había ningún otro yonqui. El único paciente de mi pabellón que sabía de qué iba era un borracho que llegó con la mandíbula rota y varias heridas más en la cara. Me dijo que los hospitales públicos le habían rechazado. En el de Caridad le dijeron:
—Largo de aquí, está usted manchándolo todo de sangre.
De modo que se vino al sanatorio, donde ya había estado antes y sabían que era un buen pagador.
Los demás eran un puñado de gente sin interés, hundidos. Del tipo que les gusta a los psiquiatras. Del tipo al que el doctor Fredericks puede impresionar. Había un hombre pálido, delgado, de carne sin sangre, casi transparente. Parecía un lagarto frío y debilitado. Se quejaba de los nervios y se pasaba la mayor parte del día vagabundeando por los pasillos, arriba y abajo, diciendo:
—Dios mío, Dios mío, ni siquiera me siento humano.
Era un personaje que no tenía siquiera la concentración necesaria para mantenerse entero y su organismo estaba siempre a punto de desintegrarse, de quedarse en piezas separadas.
La mayoría de los pacientes eran viejos. Miraban a uno con la mirada de vaca moribunda, confundidos, resentidos, estúpidos. Había unos pocos que nunca salían de su habitación. Un joven esquizofrénico llevaba las manos atadas delante con una venda, para que no molestara a los demás pacientes. Un sitio deprimente para gente deprimente.
Empezaba a notar cada vez menos las inyecciones y a los ocho días empecé a pasar sin ellas. Cuando pude estar veinticuatro horas sin pinchazo, decidí que era hora de marcharse.
Mi mujer fue a ver al doctor Fredericks y lo encontró en el pasillo, delante de su despacho. Le dijo que debía quedarme otros cuatro o cinco días.
—El todavía no lo sabe —dijo el doctor—, pero de ahora en adelante se le quitarán las inyecciones.
—Ya lleva veinticuatro horas sin inyecciones —le dijo mi mujer.
El doctor enrojeció vivamente. Cuando pudo hablar, dijo:
—De todas formas, puede tener síntomas de carencia todavía.
—No parece muy probable después de diez días, ¿no?
—Pero pudiera ser —dijo el doctor. Y se alejó antes de que ella le pudiera responder algo.
—¡Que se vaya al cuerno! —le dije—. No necesitamos su testimonio. Tige quiere que este doctor testifique sobre mi estado de salud. No quiero ni pensar lo que este payaso podría decir ante el tribunal.
El doctor Fredericks tuvo que firmar mi alta de la clínica. Permaneció en su despacho y una enfermera le llevó el papel para que lo firmase allí. Naturalmente, puso: «Alta voluntaria contra prescripción facultativa».
ONCE
Eran las cinco de la tarde cuando salimos del hospital y tomamos un taxi hacia la calle Canal. Me metí en un bar y me tomé cuatro whiskies con soda y me pegaron un buen coloque, agradable. Estaba curado.
Cuando atravesé el porche de mi casa y abrí la puerta, tuve la sensación de que regresaba de una larga ausencia. Regresaba al mismo punto del tiempo que había dejado, un año atrás, cuando me pegué el primer «chute de homenaje» con Pat.
Cuando una cura de droga es completa, se encuentra uno bien, por lo general, unos pocos días. Se puede beber, se puede tener hambre auténtica y experimentar placer comiendo, y el deseo sexual vuelve a uno. Todo parece distinto, más nítido. Después, se pega con el primer obstáculo. Todo es un esfuerzo: vestirse, levantarse de una silla, levantar un tenedor. No quiere uno hacer nada ni ir a ningún sitio. No se quiere ni siquiera droga. El ansia de droga ha desaparecido, pero no hay nada en lugar de ella. Es preciso sentarse y esperar que pase ese período. U olvidarse de ello trabajando. El trabajo del campo es la mejor cura.
Pat apareció por allí en cuanto se enteró de que había salido. ¿Qué, un toquecito? Uno sólo no hace daño a nadie. Podía obtener un buen precio por diez o más. Dije que no. No hace falta fuerza de voluntad para decir que no a la droga cuando se está limpio. No apetece.
Además me iban a juzgar en el Estado, y en el Estado las condenas de droga se acumulan como las de cualquier otro delito. Dos condenas por droga te pueden poner fácil en los siete años, o te pueden juzgar por una en el Estado y por la otra en el Federal y así cuando sales de la trena del Estado tienes a los federales esperándote a la puerta. Y si cumples primero la federal, pues los del Estado son los que te están esperando al salir del talego federal.
Yo estaba seguro de tener a la bofia detrás de mí por el follón que habían organizado haciéndose pasar por federales y yendo a registrar mi casa sin mandato judicial. Tenía manos libres para montar mi historia de lo que había pasado, puesto que no había ninguna declaración mía firmada que me obligase. Los del Estado no podían presentar la declaración que me habían hecho firmar para los federales sin sacar a la luz el arreglo que había hecho conmigo aquel artista del juego limpio que había resultado el capitán gordo. Pero como pudieran conseguir algo nuevo contra mí, irían sobre seguro.
Generalmente un yonqui va directamente en busca de un contacto en cuanto sale del lugar de confinamiento que sea. La bofia estaría esperando que yo hiciera eso y seguro que vigilaban a Pat. De manera que le dije a Pat que iba a quedarme tranquilo hasta que se resolviera del todo el asunto. Se llevó dos dólares prestados y se fue.
Unos días después estaba tomándome una copa en los bares de la zona de Canal. Cuando un yonqui se emborracha, hay un cierto punto en el que su pensamiento se vuelve hacia la droga. Me fui al lavabo de uno de los bares y vi una cartera sobre el soporte del papel higiénico. Es una sensación de sueño encontrar dinero. Abrí la cartera y cogí uno de veinte, otro de diez y otro de cinco. Decidí ir a otro bar para utilizar el lavabo de verdad y me marché dejando un martini entero.
Subí a la habitación de Pat.
Pat abrió la puerta y dijo:
—Hola, muchacho, me alegro de verte.
Había otro hombre sentado en la cama que se volvió hacia la puerta cuando entré.
—Hola, Bill —dijo.
Le estuve mirando más de tres segundos hasta que reconocí a Dupré. Parecía más viejo y más joven. Sus ojos ya no estaban mortecinos y había adelgazado diez kilos. Se le retorcía la cara a intervalos regulares como una materia muerta que estuviese volviendo a la vida, todavía brusca y mecánica. Cuando se estaba llenando de droga, Dupré parecía muerto y anónimo, tanto que no se le podría distinguir entre un grupo de gente, o reconocerlo de lejos. Ahora su imagen resultaba limpia y precisa. Si alguien que fuera andando de prisa por una calle repleta de gente se cruzase ahora con Dupré, su cara se le quedaría grabada en la memoria, como en el juego de manos en que el prestidigitador pasa las cartas rápidamente diciendo «elija una carta, cualquier carta», y hace qué sea una precisamente la que te queda en las manos.
Cuando se estaba llenando de droga, Dupré era muy callado. Ahora exultaba. Me dijo que había llegado a meter tanto la mano en el cajón que le echaron. Y ahora no tenía dinero para drogas. No podía reunir ni siquiera lo suficiente para pagarse un poco de jarabe o unas pastillas para ir tirando. Hablaba y hablaba y hablaba.
—Antes era así. Antes de la guerra todos los polis me conocían. Estuve no sé cuántas setenta y dos horas en el tres. Entonces era en el uno. Bueno, vosotros ya sabéis lo que es cuando se empieza a estar sin material. —Se señaló los genitales apuntando con el dedo y después la mano palma arriba—. Te corres en los pantalones directamente. Me acuerdo de una vez que estábamos dentro Larry y yo. Tú le conoces, ese chico, Larry. Hace no mucho andaba vendiendo. Le dije: «Oye, Larry, tienes que hacerme un favor.» Se bajó los pantalones. Sabes que tenía que hacerlo por mí.
Pat se estaba buscando una vena. Frunció los labios desaprobando.
—Habláis como unos degenerados.
—¿Qué pasa, Pat? —le dije—. ¿No puedes pinchar?
—No —dijo.
Puso el torniquete más abajo, en la muñeca, para pinchar una vena de la mano.
Más tarde fui hasta el despacho de mi abogado para hablar de mi caso y preguntarle si podía irme del Estado, al valle de Río Grande, en Texas, donde tenía una granja de mi propiedad.
—En esta ciudad estás más quemado que un tizón —me dijo Tige—. Tengo permiso del juez para que salgas del Estado. Puedes irte a Texas cuando quieras.
—Es posible que haga un viaje a México —dije—. ¿Puedo ir?
—Mientras estés aquí de vuelta para el juicio, no hay nada que te lo impida. Otro cliente mío se fue a Venezuela y, que yo sepa, todavía sigue allí. No volvió.
Tige era un tipo difícil de entender. ¿Quería decirme que no volviera? Cuando parecía que se comportaba despreocupadamente o sin hacer nada importante, siempre estaba siguiendo un plan. Algunos de sus planes eran muy a largo plazo. Muchas veces elaboraba un plan, veía que no iba a ninguna parte y lo abandonaba. A pesar de ser un hombre inteligente, tenía algunas ideas increíblemente tontas. Por ejemplo, cuando le dije que había estudiado medicina en Viena (seis meses) contestó:
—Estupendo. Entonces vamos a decir eso. Que tú, como has estudiado medicina, confiabas en que tus conocimientos médicos te permitirían curarte a ti mismo, y que precisamente con intención de curarte compraste las drogas que encontraron en tu poder.
Pensé que eso era demasiado gordo para que nadie se lo tragase.
—No me parece buena idea ir de demasiado culto. A los jurados no les gusta la gente que estudia en Europa.
—Bueno, podrías salir con la corbata floja y poner un fuerte acento del sur.
Podía verme ya como un campesino de pega con acento del sur sonando a falso. Renuncié a tratar de ser un personaje de hacía veinte años. Le dije que ese tipo de números no iban conmigo, y nunca volvió a mencionar esa idea.
El derecho penal es una de las pocas profesiones en las que el cliente trata de adquirir la suerte de otra persona. La suerte de la mayoría es estrictamente intransferible. Pero un buen abogado criminalista puede vender suerte a un cliente, y cuanta más venda más tiene para vender.
Dejé Nueva Orleans unos días más tarde y fui al valle de Río Grande. El Río Grande baja hacia el Golfo de México, en Bronswsville. A 70 millas río arriba de Bronswsville está Misión. El valle que va desde Bronswsville a Misión es una franja de tierra de 100 kilómetros de largo por 35 de ancho, regada por el Río Grande. Antes de que pusieran regadío, allí.no crecía nada más que mescal y cactus. Ahora es uno de los terrenos de cultivo más ricos de los Estados Unidos.
Todas las peores cosas de América se han ido depositando en el valle, se han concentrado allí. No hay un solo buen restaurante en toda la zona. La situación alimenticia sólo puede ser tolerada por gente que no paladea lo que come. En el valle los restaurantes no los llevan cocineros ni restauradores. Los abre alguien que decide que «la gente siempre tiene que comer» y que un restaurante es «buen negocio». Y pone un local con una gran fachada de cristal para que la gente vea el interior, y muchas molduras cromadas. La comida es comida mala de restaurante malo. Así que el nuevo se sienta en su restaurante y contempla a sus clientes con ojos de sorpresa y resentimiento. De todas maneras no tenía mucha intención de llevar un restaurante ahora, ni siquiera para ganar dinero.
Cuando llegué al valle estaba todavía en la etapa de postcura. No tenía apetito ni energía. Lo único que quería era dormir y dormir, de doce a catorce horas al día. De vez en cuando compraba un frasco de jarabe, me lo bebía con dos pastillas y me encontraba bien unas cuantas horas. Para comprar ese jarabe, el elixir paregórico, hay que firmar, y yo no quería quemarme demasiado en las boticas. Sólo se puede comprar jarabe con una frecuencia determinada, para que el boticario no se avive. Si no, te cierra la puerta o te sube el precio.
A principios de octubre recibí una carta de la agencia de fianzas en la que me decían que mi juicio saldría dentro de cuatro días. Llamé a Tiger y me dijo: «No hagas caso. Pediré un aplazamiento.» A los pocos días recibí una carta de Tige diciendo que había conseguido un aplazamiento de tres semanas, pero que no creía que pudiera retrasar el juicio otra vez más.
Le llamé por teléfono y le dije que iba a hacer un viaje a México. Me dijo:
—Estupendo, magnífico. Diviértete lo más que puedas tres semanas y estáte aquí de vuelta para el juicio.
Le pregunté qué posibilidades había de obtener otro aplazamiento. Me dijo:
—La verdad, no muchas. No hay nada que hacer con este juez. Tiene una úlcera que le da la lata. Decidí hacer lo necesario para quedarme en México en cuanto llegase allí.
DOCE
Tan pronto como estuve en México, empecé a buscar drogas. O por lo menos tuve siempre inten ción de hacerlo. Como ya dije antes, huelo los barrios donde hay droga. La primera noche iba paseando por la calle Dolores y vi un grupo de yonquis delante de un tugurio chino, el Exquisito Chop Suey. Los chinos son difíciles de calar. Sólo hacen negocios con otro chino. De manera que pensé que tratar de conseguir algo de aquellos individuos era perder el tiempo.
Un día iba yo por San Juan de Letrán y pasé junto a una cafetería que tenía una fila de azulejos de colores alrededor de la puerta de entrada, y el suelo de los mismos azulejos. La cafetería era de un inconfundible estilo Próximo Oriente. Al pasar alguien salió de la cafetería. Era un tipo de los que sólo existen dentro de los límites de un ambiente de droga.
Lo mismo que un geólogo que busca petróleo se guía por ciertas apariencias de las rocas, hay algunos signos especiales que indican la proximidad de la droga. La droga se encuentra a menudo junto a los barrios ambiguos o de transición: en el 14 Este cerca de la Tercera en Nueva York; Poydras y St. Charles en Nueva Orleans; San Juan de Letrán en México. Tiendas que venden piernas ortopédicas, pelucas, mecánicos dentales, fabricantes al por menor de perfumes, pomadas, novedades, esencias, aceites. Un punto en el que los negocios dudosos se cruzan con los barrios chinos.
Hay un tipo determinado de personas que se ve ocasionalmente por estos vecindarios que tiene conexión con la droga aunque no es ni un adicto, ni un vendedor. Pero en cuanto se le ve, la aguja del indicador se mueve, la horquilla se dobla. La droga está cerca. Su lugar de origen es el Próximo Oriente, probablemente Egipto. Tiene nariz recta y ancha. Los labios finos y amoratados. La piel de la cara tirante y suave. Es básicamente obsceno más allá de cualquier acto o práctica viles. Lleva la señal de un cierto comercio u ocupación que ya no existe. Si la droga desapareciese de la tierra, seguiría habiendo yonquis vagando por los barrios de la droga, sintiendo el fantasma pálido, vago, persistente de la carencia, de la enfermedad de la droga.
Esta clase de individuos andan por los lugares en los que en otro tiempo ejercieron su anticuado e innombrable comercio. Inmutables. Sus ojos negros tienen la calma de un insecto ciego. Parece como si se alimentase de la miel y los jarabes del Levante que va absorbiendo a través de su trompa.
¿Cuál es esa actividad ya perdida? Sin duda alguna cualquier tipo de servidumbre que tuviera que ver con la muerte, aunque no un embalsamador. Quizá almacene en su cuerpo algo —una sustancia para prolongar la vida— que sus amos puedan extraerle periódicamente, ordeñar. Está especializado en realizar, como un insecto, alguna función de inconcebible vileza.
Visto desde fuera, el bar Chimu se parece a cualquier otra cantina, pero nada más entrar sabes que estás en un bar de maricas.
Pedí una copa en la barra y miré alrededor. Tres maricas mexicanos hacían posturas delante de la máquina de discos. Uno de ellos se deslizó hacia donde yo estaba, con gestos estilizados como una bailarina de un templo y me pidió un cigarrillo. Había algo arcaico en aquellos movimientos estilizados, una gracia de animal depravado, bello y repulsivo a la vez. Le veía moverse a la luz de fuegos de campamento, gestos ambiguos que se difuminaban en la oscuridad. La homosexualidad es tan antigua como la especie humana. Uno de los maricones estaba sentado ante una mesa junto al tocadiscos, absolutamente inmóvil y con la serenidad de un animal estúpido.
Me volví para ver más de cerca al chico que se había aproximado. No estaba mal. Le pregunté:
—¿Por qué triste?
No era una gran frase, pero no estaba allí para charlar. El chico sonrió dejando ver unas encías muy rojas y unos dientes agudos y muy separados. Se encogió de hombros y dijo algo de que no estaba triste o no lo estaba especialmente. Eché una mirada al salón.
—Vámonos a otro lugar —dije.
El chico asintió. Bajamos por la calle hasta un restaurante abierto toda la noche, y nos sentamos en una mesa. El muchacho puso su mano sobre mi pierna bajo la mesa. Sentí que el estómago se me anudaba con la excitación. Me tomé el café de un trago y esperé impaciente a que el chico se terminase la cerveza y fumase un cigarrillo.
El chico conocía un hotel. Pasé cinco pesos a través de la reja. Un viejo abrió la puerta de una habitación y dejó caer una toalla andrajosa sobre la silla.
—¿Llevas pistola? —preguntó el muchacho.
Estaba seguro de que me la había visto. Dije que sí.
Doblé los pantalones y los coloqué sobre una silla. Puse encima de ellos la pistola. Y puse la camisa y los calzoncillos encima. El chico doblaba su traje azul ya gastado con mucho cuidado. Se quitó la camisa y la colocó sobre la chaqueta en el respaldo de una silla. Tenía la piel suave y del color del cobre. Se acercó y se sentó junto a mí en la cama.
Más tarde nos fumamos un cigarrillo, nuestros hombros se tocaban bajo la manta. El chico dijo que tenía que irse. Nos vestimos los dos. Me pregunté si esperaría que le diera dinero. Decidí que no. Ya fuera, nos separamos en una esquina, nos dimos la mano.
En México no hay más que un vendedor: Lupita. Lleva veinte años en el negocio. Empezó con un grano de droga y sobre ese grano levantó el monopolio del negocio de la droga en Ciudad de México. Lupita pesa ciento treinta kilos y decidió empezar a usar droga, para adelgazar, pero sólo le adelgazó la cara y el resultado no es demasiado positivo. Cada mes, poco más o menos, contrata un nuevo amante, le regala camisas, trajes y relojes de pulsera y luego, en cuanto tiene bastante, le da pasaporte.
Lupita paga para operar abiertamente, como si tuviese una tienda de ultramarinos. No tiene que preocuparse de los chivatos porque hasta el último pasmarote del Distrito Federal sabe que vende droga. Tiene preparados utensilios guardados en frascos con alcohol para que los yonquis lleguen a su tugurio, se pinchen allí mismo y salgan limpios de polvo y paja. Cuando un poli necesita dinero para tomarse una cerveza, va hasta el negocio de Lupita y espera que salga alguno, con la esperanza de que lleve encima una papelina. Por diez pesos, el guardia le deja marcharse. Por veinte, hasta le devuelve la droga. De vez en cuando un ciudadano mal aconsejado empieza a vender papelinas de mejor calidad a mejor precio, pero no dura mucho. Lupita tiene una oferta permanente: diez pápelas gratis a cualquiera que le avise de cualquier otro vendedor en el Distrito Federal. Entonces, Lupita llama a uno de sus amigos de la Brigada de Estupefacientes y se llevan detenido al vendedor.
Lupita también hace de perista. Si alguno da un buen golpe, lanza sus tentáculos para saber quién o quiénes están en el asunto. Los ladrones le venden al precio que ella marca porque si no se chiva a la bofia. Se sabe todo lo que pasa en los bajos fondos hampones de la Ciudad de México. Allí sentada, repartiendo sobrecitos como una diosa azteca.
Lupita vende su material por papelinas. Se supone que es heroína. En realidad es pantopón cortado con azúcar, leche en polvo o cualquier otra porquería que al final parece arena y se queda en la cuchara sin disolver después de cocerla.
Empecé a comprar las pápelas de Lupita por medio de Ike, un antiguo yonqui que me encontré. Ya llevaba tres meses sin nada entonces, y en sólo tres días volví a estar colgado.
Cuando mi mujer se dio cuenta de que estaba volviendo a adiccionarme, hizo algo que nunca había hecho antes. Estaba yo cociendo un pinchazo a los dos días de haberme conectado con el viejo Ike, cuando mi mujer agarró la cuchara y tiró la droga al suelo. Le crucé la cara dos veces y se tiró sobre la cama, sollozando. Luego se volvió y me dijo:
—¿Es que no quieres hacer nada de nada? En cuanto estás colgado sabes lo aburrido que eres. Es como si se fuera la luz. Oh, bueno, haz lo que te dé la gana. Estoy segura de que de todas maneras tienes más escondida. Tenía más escondida.
Las papelinas de Lupita costaban quince pesos cada una. Eran como la mitad de fuertes de una cápsula de dos dólares, el mismo precio, en los Estados Unidos. Si se está colgado se necesitan como mínimo dos pápelas de ésas para fijarse, justo para fijarse y nada más. Para colocarse de verdad harían falta cuatro. Me pareció un precio abusivo, teniendo en cuenta que en México todo era más barato y yo creía que me iba a encontrar la droga a precio de saldo. Y aquí estaba, pagando el doble por un material de peor calidad que en casa. Ike me dijo:
—Tiene que cobrar muy caro porque tiene que comprar a la bofia.
Así que pregunté a Ike:
—¿Y cómo anda la cosa de recetas?
Me dijo que los matasanos solamente podían recetar morfina en solución. La cantidad más alta que podían poner en una receta eran quince centigramos, más o menos dos granos y medio. Decidí que saldría mucho más barato que lo de Lupita, y empezamos a atacar a los matasanos. Localizamos a unos cuantos que estaban dispuestos a hacer una receta por cinco pesos, y con cinco más nos la despacharían.
Los matasanos mexicanos no son como los de Estados Unidos. Nunca te montan el número del profesional. El que está dispuesto a firmarte, te firma sin que le tengas que colocar ningún rollo. En Ciudad de México hay tantos médicos que cantidad de ellos no sacan ni para comer. Conozco unos cuantos que se morirían de hambre si no vendieran recetas de morfina.
Yo pagaba la droga de Ike y la mía, y eso era mucho dinero.
Pregunté a Ike qué tal estaba lo de vender en Ciudad de México. Dijo que era imposible.
—No durarías ni una semana. Seguro que conseguirías un montón de clientes dispuestos a pagarte quince pesos por un pinchazo de morfa de la buena, como la que nos dan con las recetas. Pero en cuanto estén sin dinero y se despierten enfermos se irán corriendo a Lupita y se lo contarán a cambio de unas cuantas pápelas. O si los trinca la bofia hablarán como cotorras. A algunos no tendrán ni que preguntarles. Dirán inmediatamente: «Suélteme y le cuento quién anda vendiendo droga.» Y la bofia te lo manda a comprarte un chute con dinero marcado y ya está. Te jodes sobre la marcha. Son ocho años por vender material, y no se admite fianza. Ya han venido a verme algunos: «Ike, sabemos que estás sacando recetas. Toma cincuenta pesos y consígueme una a mí.» A veces traen relojes buenos o trajes. Yo les digo que lo he dejado. Claro que se pueden sacar doscientos pesos al día, pero no duraría ni una semana.
—¿Y no se podrían encontrar cinco o seis buenos clientes?
—Me conozco hasta el último pasado de México. Y no me fiaría de ninguno de ellos. De ninguno.
Al principio nos despachaban las recetas sin demasiados problemas. Pero a las pocas semanas las recetas se acumulaban en las farmacias en las que despachaban M y empezaron a no querer darnos más. Parecía que no iba a haber más remedio que volver a Lupita. Una o dos veces nos quedamos secos y tuvimos que comprarle a ella. La morfina de las farmacias era buena y había subido nuestra dosis, y necesitábamos dos papelinas de quince pesos de los de Lupita para estar bien. Y treinta pesos por pinchazo era bastante más de lo que yo podía pagar. Tuve que dejarlo, reducir la cantidad hasta poder pasar con dos sobres de Lupita al día. Y si no, encontrar otra fuente de aprovisionamiento.
Uno de los médicos que hacía las recetas sugirió a Ike que solicitara un permiso del gobierno. Ike me explicó que el gobierno mexicano daba permisos a los drogadictos para suministrarles una cantidad determinada de morfina a precio de coste. El doctor hacía una solicitud para Ike por cien pesos. Le dije: «Adelante. Apúntate», y le di el dinero. No tenía muchas esperanzas de que el asunto funcionase, pero funcionó. Diez días más tarde tenía un permiso del gobierno para comprar quince gramos de morfina al mes. El permiso tenía que ir firmado por el médico particular y por el jefe del Consejo de Sanidad. Luego se iba con él a una botica y te lo servían.
El precio andaba por los dos dólares el grano. Me acuerdo de la primera vez que le despacharon el permiso. Una caja entera de tacos de morfina. El sueño de un yonqui. Nunca había visto tanta morfina junta en mi vida. Puse el dinero, y nos repartimos la mercancía. Siete gramos al mes me permitían ponerme unos tres granos al día, más de lo que nunca había tenido en los Estados Unidos. Y así me vi provisto de droga abundante por treinta dólares al mes, cuando en los Estados Unidos pagaba trescientos al mes.
En todo ese tiempo no entré en contacto con ninguno de los otros yonquis de México. La mayoría de ellos conseguía el dinero para su droga robando. Resultaban peligrosos. Eran todos soplones. Ni uno sólo de ellos resultaba seguro, ni para fiarle el precio de una papelina. Nada bueno puede sacarse andando con personajes así.
Ike no robaba. Se las arreglaba vendiendo pulseras y medallas que parecían plata. Tenía que ganarles por la mano a sus clientes porque su plata falsa se ponía negra en cuestión de horas. Una o dos veces le detuvieron, acusado de fraude, pero yo lo sacaba pagando. Le dije que se buscara otro cuento que fuese absolutamente legal, y empezó a vender crucifijos.
Ike había sido mechero en los Estados Unidos y decía que había llegado a sacarse más de cien dólares al día en Chicago, con una maleta de muelle en la que iba metiendo los trajes. Uno de los laterales de la maleta se cerraba y abría con un muelle. Todo lo que sacaba se lo gastaba en coca y M.
Pero en México Ike no quería robar. Decía que hasta los mejores ladrones se pasaban la mayor parte del tiempo a la sombra. En México los delincuentes conocidos pueden ser enviados a la prisión de las Tres Marías sin juicio. No existen los ladrones de clase media, de camisa y corbata que se las apañan bien, como en los Estados Unidos. Hay grandes negocios con influencias entre los políticos, y desharrapados que se pasan media vida en la cárcel. Los de los grandes negocios suelen ser jefes de policía y altos funcionarios. Ese es el panorama de México, e Ike no tenía influencias para trabajárselo.
Un yonqui al que yo veía de vez en cuando era un yucateca de piel oscura al que Ike llamaba «el hijoputa negro». El Hijoputa Negro se trabajaba el negocio de los crucifijos. En realidad era muy religioso, y todos los años iba de peregrinación a Chalma, andando de rodillas el último cuarto de camino, sobre guijarros, con dos personas que le ayudaban y sujetaban. Después de eso, estaba puesto para un año. Nuestra Señora de Chalma es, a lo que parece, la santa patrona de los yonquis y de los delincuentes de poca monta porque todos los clientes de Lupita iban de peregrinación una vez al año. El Hijoputa Negro tiene alquilado un cuchitril en la iglesia y vende papelinas de droga cortada abusivamente con azúcar glaseada.
Yo veía al Hijoputa Negro de vez en cuando, y sabía muchas historias suyas por Ike. Ike odiaba al Hijoputa Negro como solamente un yonqui puede odiar a otro yonqui.
—Ese Hijoputa Negro nos quemó esa botica.
Se fue allí diciendo que le mandaba yo. Y ahora el boticario no quiere servirme más recetas.
Así se me iban pasando los meses. A finales de cada uno siempre he tenido una gran sensación de inseguridad cuando ando sin material, y una agradable sensación de seguridad cuando tenía aquellos siete granos bien reservados y guardados.
Una vez a Ike le cayeron quince días en la cárcel municipal —que llaman el Carmen— por vagancia. Yo estaba sin pasta y no pude pagar la multa, y no pude verle hasta después de tres días. Su cuerpo se había encogido y todos los huesos de la cara se le salían. Los ojos le brillaban de dolor. Yo llevaba un trozo de opio envuelto en celofán metido debajo de la lengua. Lo metí dentro de una naranja cortada y se lo pasé. A los veinte minutos, estaba colocado.
Miré alrededor y me di cuenta de que los drogadictos formaban un grupo claramente definido, igual que los maricones que se exhibían en una esquina del patio. Los yonquis estaban juntos, agrupados, hablando y repitiendo una y otra vez su condición de yonquis.
Todos los yonquis de México llevan sombrero, si lo tienen. Todos se parecen, como si llevasen todos el mismo traje, de alguna manera extraña que escapa a una clasificación exacta. La droga les ha marcado con su sello indeleble.
Ike me contó que los presos suelen robarles los pantalones a los novatos.
—Aquí hay una gente imposible.
Vi varios individuos que andaban en ropa interior. El comandante detenía a las mujeres y parientes que traían droga a los presos y les sacaba todo lo que tenían.
Cazó a una mujer que le traía una pápela a su marido, pero no tenía más que cinco pesos. Le quitó el traje y lo vendió por quince pesos y la mujer se volvió a su casa envuelta en una sábana vieja.
El penal estaba atestado de soplones. Ike tenía miedo de guardar un poquito del opio que le había traído yo por si alguno de los otros presos se lo quitaba o le denunciaba al comandante.
Empecé a quedarme en casa metiéndome tres o cuatro picos al día. Para hacer algo, me matriculé en la Universidad de México. Los estudiantes me parecieron un montón de infelices, pero, en realidad, no me fijaba demasiado en ellos.
Cuando se pasa revista a un año de droga, parece que no haya sido nada. Solamente se destacan los períodos de carencia. Se recuerdan unos pocos pinchazos de los primeros, antes del hábito, y los de cuando se ha estado verdaderamente enfermo.
(Hasta en México hay días en los que todo sale mal. En que la farmacia está cerrada o el dependiente tuyo tiene libre, el matasanos está de viaje en alguna fiesta y no hay manera de conseguir nada.)
La droga cortacircuita el sexo. El impulso de sociabilidad no-sexual procede del mismo lugar que el del sexo, y así, cuando estoy colgado de la H o de la M, no soy sociable. Si alguien quiere hablar conmigo, muy bien. Pero no siento necesidad de conocer a nadie. Cuando me descuelgo de la droga, entro muy a menudo en un período de sociabilidad incontrolada y me enrollo con el primero que esté dispuesto a escucharme.
La droga lo chupa todo, y no da a cambio más que la seguridad contra la carencia de droga. De vez en cuando reflexionaba sobre el negocio en el que estaba metido, y decidía hacer una cura. Cuando uno está atiborrado de droga, parece fácil dejarlo. Se dice uno: «Ya no le saco ningún gusto al pico. Para eso es mejor dejarlo.» Pero en cuanto te empiezas a sentir enfermo, la cosa cambia.
Durante el año o así que estuve drogado en México, empecé unas cinco curas. Probé a reducir los pinchazos, probé la cura china, pero no funcionó ninguna.
Después del fracaso chino, hice unas cuantas papelinas y se las di a mi mujer para que las escondiera y me las fuera dando según un plan previsto. Ike me ayudó a preparar las pápelas, pero su cabeza no calculaba bien, y el plan de reducción empezaba con dosis fuertes y luego terminaba de repente, sin reducción progresiva. Así que me fabriqué mi propio plan. Aguanté un cierto.tiempo siguiéndolo, pero no tenía motivación suficiente. Ike me pasaba material bajo cuerda y me proporcionaba excusas para los pinchazos extras.
Sabía que no quería seguir tomando droga. Si hubiera podido tomar una decisión única, hubiera decidido no volver a probar la droga. Pero al llegar el proceso efectivo de dejarla, no tenía fuerzas suficientes. Eso me producía un sentimiento de desesperación terrible, veía como fracasaban todos los planes que me imponía, como si no tuviera control verdadero de mis actos.
TRECE
Una mañana de abril me desperté un poco enfermo. Me quedé tumbado mirando las sombras que se formaban en el techo blanco. Recordaba otra vez hacía muchos años en que estaba tumbado en la cama junto a mi madre contemplando las luces de la calle correr por el techo y las paredes. Sentí una aguda nostalgia de silbidos de tren, pianos que suenan calle abajo, hojas quemadas.
La carencia de droga en grado leve siempre me trae los recuerdos mágicos de la infancia. «Nunca falla —pensé—. Es como un pinchazo. Me pregunto si todos los yonquis consiguen un material tan maravilloso.»
Me fui al cuarto de baño a ponerme una inyección. Tardé mucho rato en pinchar una vena. La aguja se me resbaló tres veces. Y la sangre se me escurría por el brazo. La droga se extendió por mi cuerpo, una inyección de muerte. El sueño desapareció. Miré para abajo, la sangre que corría desde el codo a la muñeca. Sentí una súbita compasión por la carne y las venas violadas. Enjugué con ternura la sangre del brazo.
—Voy a dejarlo —me dije en voz alta.
Me preparé una solución de opio y dije a Ike que estuviese unos cuantos días sin aparecer. Me dijo:
—Espero que puedas, muchacho. A ver si lo consigues. Que me muera o me quede paralítico si no digo la verdad.
A las cuarenta y ocho horas los residuos de morfina que había en mi cuerpo desaparecieron. La solución apenas podía con la enfermedad. Me la bebí toda con dos nembutales y dormí varias horas. Cuando desperté tenía la ropa empapada en sudor. Los ojos me lloraban y escocían. Sentía todo el cuerpo irritado y con picores. Me retorcí en la cama, combando la espalda para estirar brazos y piernas. Levanté las rodillas, sujetando los muslos con las manos cruzadas. La presión de mis manos disparó el gatillo del orgasmo de la carencia de droga. Me levanté y me cambié de ropa.
Quedaba un poquito de opio en la botella. Me lo bebí, salí a la calle y compré cuatro tubos de tabletas de codeína. Me tomé la codeína con té caliente y me sentí mejor.
Ike me dijo:
—Te lo estás haciendo demasiado de prisa. Déjame que te prepare yo una solución —le oía mientras estaba en la cocina recitando los componentes de la mezcla—. Un poco de canela por si acaso empiezan los vómitos... un poco de salvia para el cagar... unos clavos para limpiar la sangre...
Nunca en mi vida había probado nada tan espantoso, pero aquella mezcla calmó mi malestar dejándolo a un nivel tolerable, me sentía un poco alto todo el rato. No estaba alto por el opio, sino por el tónico para la carencia. La droga es una inyección de muerte que mantiene al cuerpo en situación de emergencia. Cuando el suministro se corta, esas reacciones de emergencia continúan.
Las sensaciones se agudizan, el adicto tiene conciencia del funcionamiento de sus visceras hasta un punto incómodo, el peristaltismo y las secreciones son incontrolables. Independientemente de su edad, el adicto que lo está dejando queda sometido a los excesos emotivos de un niño o un adolescente.
Hacia el tercer día de usar el preparado de Ike, empecé a beber. Nunca había sido capaz de beber cuando estaba drogado, o enfermo por falta de droga. Pero ahora ingería opio, y comer opio es distinto a inyectarse heroína. Es posible mezclar opio y bebida.
Al principio comenzaba a beber a las cinco de la tarde; después de una semana, comenzaba a las ocho de la mañana, estaba borracho todo el día y toda la noche y me despertaba borracho a la mañana siguiente.
Al despertarme me tragaba un poco de bencedrina, sanicin y un trozo de opio con un café solo y un lingotazo de tequila. Luego me tumbaba, cerraba los ojos y trataba de reconstruir la noche y el día anteriores. La mayor parte de las veces tenía en blanco a partir del mediodía. Algunas veces se despierta uno de un sueño y piensa: «Gracias a Dios que eso no era verdad.» Al construir un período olvidado, se piensa: «Dios mío, ¿he hecho todo eso?»
Las líneas entre lo que se dice y lo que se piensa están difusas. ¿Dije aquello o solamente lo pensé?
Después de diez días de cura mi aspecto se había deteriorado sorprendentemente. Tenia la ropa manchada y ridícula a causa de las bebidas que me había derramado por encima. Nunca me lavaba. Había perdido peso, me temblaban las manos, estaba siempre tirando cosas, tropezando con las sillas, y cayéndome. Pero parecía que tenía energías sin límites y una capacidad para ingerir alcohol que nunca había tenido antes. Mis emociones se desbordaban por todas partes. Me sentía incontrolablemente sociable y hablaba con el primero que pillaba. Coloqué confidencias íntimas del peor gusto a perfectos desconocidos. Varias veces hice las más crudas proposiciones sexuales a personas que no me habían dado el menor pie para ello.
Ike aparecía cada pocos días:
—Estás bebiendo, Bill, estás bebiendo y volviéndote loco. Tienes un aspecto terrible. Tienes una cara terrible. Mejor sería que volvieras a pincharte, de seguir bebiendo así.
Estaba en una cantina barata junto a la calle Dolores, en Ciudad de México. Llevaba bebiendo unas dos semanas. Y estaba en una mesa con tres mexicanos, tomando tequila. Los mexicanos iban muy bien vestidos.
Uno de ellos hablaba inglés. Un individuo de edad madura, corpulento, de cara triste y dulce, cantaba y tocaba la guitarra. Estaba sentado al final de la barra. Yo me alegraba de que sus canciones hicieran imposible la conversación.
En esto entraron cinco policías. Pensé que igual me registraban, de modo que me quité la pistola y la funda del cinturón y la dejé caer debajo de la mesa, junto con un trozo de opio que llevaba guardado en un paquete de cigarrillos. Los guardias se tomaron una cerveza en la barra y se largaron.
Cuando metí la mano bajo la mesa la funda estaba allí, pero la pistola había desaparecido.
Ahora estaba en otro bar con el mexicano que hablaba inglés. El cantante y los otros dos mexicanos se habían ido. El local estaba iluminado con una tenue luz amarillenta. Una cabeza de toro de mirada agresiva montada sobre una placa presidía el local, sobre la barra de caoba. Las paredes estaban decoradas con fotos de toreros, algunas dedicadas. Sobre la puerta batiente de cristal esmerilado, habían grabado la palabra «Saloon». Me descubrí leyendo una y otra vez aquella palabra: «Saloon.» Tenía la sensación de llegar a mitad de una conversación.
De la expresión del otro hombre deduje que me había quedado a mitad de frase, pero no pude recordar qué estaba diciendo, qué iba a decir ni sobre qué estábamos hablando. Supuse que hablábamos de la pistola, «creo que intentaré comprarla de nuevo». Me di cuenta de que el hombre tenía el trozo de opio en la mano y le daba vueltas.
—¿Cree usted que tengo aspecto de yonqui, eh? —dijo.
Le miré. Tenía la cara delgada, los pómulos altos. Sus ojos eran de ese color gris castaño tan corriente en las gentes de sangre mezclada de europeo y de indio. Llevaba traje gris claro y corbata. Su boca era fina, con expresión amarga; sin duda era una boca de yonqui. Hay gente que tiene aspecto de yonqui sin serlo, lo mismo que hay gente que parece marica y no lo es. Son tipos embarazosos.
—Voy a llamar a un guardia —dijo, dirigiéndose hacia el teléfono que estaba colgado de una columna.
Arrebaté el teléfono de su mano y le empujé contra la barra tan fuerte que la hizo tambalearse. Me dirigió una sonrisa. Tenía los dientes cubiertos de una película marrón. Se dio vuelta, llamó al camarero y le enseñó el trozo de opio. Yo salí y llamé un taxi.
Recuerdo que volví a mi apartamento a buscar otra pistola, un revólver de gran calibre. Estaba en un estado de rabia histérica, aunque ahora no puedo recordar exactamente por qué.
Me bajé de otro taxi y caminé calle abajo hasta el bar. El hombre estaba apoyado en la barra, con la chaqueta gris echada por encima de los hombros. Se volvió hacia mí con la cara sin expresión alguna.
Dije:
—Sal fuera delante de mí.
—¿Por qué, Bill? —preguntó.
—Venga, camina.
Saqué el pesado revólver del cinturón, montándolo mientras lo levantaba y apreté la boca contra el estómago del individuo. Con la mano izquierda agarré la solapa de su chaqueta y le empujé contra la barra. No me di cuenta hasta después de que el hombre había usado mi nombre de pila correctamente y de que probablemente también el camarero lo conocía.
El hombre estaba absolutamente tranquilo, tenía la cara sin expresión, el miedo controlado. Vi que alguien se aproximaba por mi derecha, por detrás, y giré levemente la cabeza. El camarero se acercaba con un guardia. Me di vuelta irritado por la interrupción. Hundí la pistola en el estómago del guardia.
—¿Quién le ha dado a usted vela en este entierro? —pregunté en inglés.
No estaba hablando a un guardia material, en tres dimensiones. Estaba hablando al guardia que va y viene en mis sueños, un hombre difuso, oscuro, irritante, que siempre aparece cuando estoy a punto de pegarme un picotazo o irme a la cama con un chico.
El camarero me cogió del brazo y me lo retorció, alejándolo del estómago del guardia, que sacó imperturbable su viejo 45 automático y me lo apoyó con firmeza contra el pecho. Sentí la frialdad del cañón a través de mi camisa de verano. El estómago del guardia seguía hinchado. No lo había contraído ni ocultado. Dejé relajarse mi mano con la pistola y noté que me la quitaba. Levanté los brazos a medias, con las palmas para fuera, en un gesto de rendición.
—Muy bien, muy bien —dije. Y luego añadí—: Bueno.
El guardia apartó su 45. El camarero examinaba mi revólver apoyado en la barra. El hombre del traje gris continuaba de pie sin expresión alguna.
—Está cargado —dijo el camarero, sin dejar de mirar el arma.
Yo quise decir: «Naturalmente, ¿para qué sirve una pistola descargada?», pero no dije nada. La escena era irreal, plana y sin referencias, como si me hubiera introducido en el sueño de otro, el borracho que se despierta a mitad de la escena.
También yo era algo irreal para los otros, un extraño de otro país. El camarero me miraba con curiosidad. Se encogió levemente de hombros con un cierto disgusto perplejo y se metió el revólver en el cinturón. No había odio en la sala. Tal vez me hubiesen odiado si me hubieran visto más cercano a ellos.
El guardia me cogió con fuerza por el brazo y dijo:
—Vamonos, gringo.
Salí de allí con el guardia. Me sentí fláccido y manejaba las piernas con dificultad. Una vez tropecé y el policía me levantó. Yo trataba de hacer plausible la idea de que aunque no tenía dinero encima podía pedirlo prestado a algún amigo. Mi cerebro estaba dormido. Mezclaba español e inglés y la palabra prestar se ocultaba en algún archivo secreto de la mente, al que no tenía acceso a causa de la barrera mecánica de alcohol allí instalada. El guardia movió la cabeza. Yo trataba de hacer un esfuerzo para mejorar su concepto. De pronto el guardia se detuvo.
—Ándale, gringo —dijo, y me dio un leve empujón en el hombro. Se quedó allí un minuto mirándome caminar calle abajo. Dije adiós con la mano. El guardia no me respondió. Se dio vuelta y volvió por donde habíamos venido.
Me quedaba un peso. Entré en una cantina y pedí cerveza. No había cerveza de barril y la botella costaba un peso. Había un grupo de jóvenes mexicanos al fondo de la barra, y me puse a hablar con ellos. Uno de ellos me enseñó una placa de policía secreta. Seguramente falsa, decidí. Hay un policía falso en cada bar de México. Me encontré bebiendo tequila. Lo último que recuerdo es el gusto punzante del limón que chupaba con el vaso de tequila. A la mañana siguiente me desperté en una habitación desconocida. Miré alrededor. Un cuchitril. Un cuchitril barato. Cinco pesos. Un armario, una silla, una mesa. Veía a la gente que pasaba por fuera, a través de las cortinas echadas. Planta baja. Mi ropa estaba apilada sobre la silla. La chaqueta y la camisa sobre la mesa.
Saqué las piernas de la cama y me senté tratando de recordar qué había sucedido después del último vaso de tequila. Estaba en blanco. Me levanté e hice inventario de mis efectos. Estilográfica desaparecida. De todas maneras se salía... nunca he tenido una que no se saliera... navaja desaparecida... tampoco importa... comencé a vestirme. Estaba tembloroso.
—Necesito un par de cervezas... con suerte puedo encontrar a Rollins en casa.
Era un largo paseo. Rollins estaba delante de su piso, paseando su pastor noruego. Era un individuo de mi edad, corpulento, de facciones duras, guapo, con pelo negro rizado, un poco canoso en las sienes; llevaba una chaqueta de sport, de las más caras, pantalones de tweed y chaleco de ante. Nos conocíamos desde hacía treinta años.
Rollins escuchó mi relato de la noche anterior.
—Vas a conseguir que te levanten la tapa de los sesos, llevando esa pistola —me dijo— ¿Para qué la llevas? No te enterarías ni de contra quién disparabas. Te has dado golpes contra los árboles de Insurgentes dos veces. Te metiste contra un coche. Te rescaté y me amenazaste. Te dejé allí para que llegases por ti mismo a casa y no sé si lo conseguiste. Estamos todos hasta arriba de tu comportamiento en estos últimos tiempos. Si hay algo que no me gusta tener a mi alrededor y que a nadie le gusta tener a su alrededor es un borracho con una pistola.
—Tienes razón, desde luego —dije.
—Bien. Estoy dispuesto a ayudarte en lo que quieras. Pero lo primero que tienes que hacer es dejar la bebida y recuperar la salud. Tienes un aspecto fatal. Y luego será mejor que procures ganar algo de dinero. Por cierto, supongo que estarás sin blanca, como siempre —Rollins sacó la cartera—. Toma cincuenta pesos, es lo más que te puedo dejar.
Me emborraché con los 50 pesos. A las nueve de la noche se me había acabado el dinero y volví a mi apartamento. Me tumbé e intenté dormir. Cuando cerré los ojos vi una cara oriental, con los labios y la nariz comidos por la enfermedad. La enfermedad se extendió, convirtiendo la cara en una masa ameboide en la que flotaban unos ojos blandos de crustáceo. Poco a poco se fue formando una cara nueva alrededor de aquellos ojos. Una serie de caras, jeroglíficos, distorsionadas camino del lugar terminal al que lleva la vida humana, en el que la forma humana ya no puede seguir conteniendo el horror que ha crecido dentro de ella.
Lo miraba con interés. «Me ha llegado el delirio», pensé ante la evidencia.
Me desperté con un principio de terror. Seguí tumbado, con el corazón latiendo de prisa, intentando descubrir qué me había asustado. Creí oír un leve ruido abajo.
—Hay alguien en la casa —dije en voz alta, y supe instantáneamente que era así.
Saqué mi carabina del 30 del armario. Me temblaban las manos. Apenas pude cargarla. Se me cayeron al suelo varios cartuchos antes de poder meter dos en la recámara. Las piernas se me doblaban constantemente. Bajé las escaleras y encendí las luces. Nadie. Nada.
Tenía un gran tembleque, y encima notaba la falta de droga.
—¿Cuánto hace que no me pincho? —me pregunté. No podía recordarlo. Empecé a revolver la casa entera en busca de droga. Hacía algún tiempo había guardado un trozo de opio en un agujero que había en una de las esquinas de la habitación. El opio se había deslizado bajo el tillado, fuera de mi alcance. Intenté recuperarlo inútilmente unas cuantas veces.
—Esta vez lo cogeré —dije irritado.
Con manos temblorosas me fabriqué un gancho con una percha y empecé a tratar de pescar el opio. El sudor me goteaba de la nariz. Me raspé las manos con los bordes astillados del agujero.
—Si no consigo cazarlo de una manera, lo haré de otra —dije enfadado, y me puse a buscar un serrucho.
No lo encontré. Corrí de una habitación a otra, tirando cosas y vaciando cajones por el suelo en un frenesí creciente. Sollozando de rabia traté de levantar las tablas con las manos. Finalmente tuve que rendirme y me quedé tumbado en el suelo pataleando y rabiando.
Recordé que había un poco de Dionin en el cajón de las medicinas. Me levanté para ir a mirar. Quedaba sólo una tableta. La tableta, al cocer, quedaba lechosa y tuve miedo de inyectármela en la vena. Un temblor involuntario y repentino de mi mano me sacó la aguja del brazo y la inyección se derramó sobre la piel. Me quedé sentado contemplando mi brazo.
Por fin dormí un poco y desperté al día siguiente con una tremenda resaca depresiva. La enfermedad de carencia, aplazada por la codeína y el opio, adormecida por semanas de constante beber, volvía con plena fuerza.
«Tengo que conseguir codeína», pensé.
Revisé mi ropa de arriba abajo. Nada. Ni un cigarrillo. Ni un centavo. Fui al cuarto de estar y revisé el sofá, en los intersticios entre el asiento y el respaldo. Metí la mano por allí. Un peine, un trozo de tiza, un lápiz roto, una moneda de diez centavos, otra de cinco. Sentí un choque doloroso que me mareó y saqué la mano. Sangraba por un corte profundo en el dedo. Una hoja de afeitar, sin duda. Arranqué un trozo de una toalla y me vendé el dedo. La sangre empapó en seguida y empezó a gotear en el suelo. Volví a la cama. No podía dormir. No podía leer. Permanecí tumbado mirando al techo, estoicamente.
Una caja de cerillas pasó navegando ante la puerta, camino del cuarto de baño. Me incorporé con el corazón palpitando. ¡El viejo Ike, el vendedor! Ike aparecía a menudo por la casa y manifestaba su presencia como un espíritu, tirando algo al suelo o golpeando en las paredes. Ike apareció en la puerta.
—¿Cómo van las cosas? —preguntó.
—No muy bien. Tengo el tembleque. Necesito un pinchazo.
Ike asintió. Dijo:
—Sí, para eso no hay como la M. Me acuerdo de una vez en Minneapolis...
—Déjate ahora de Minneapolis. ¿Tienes algo?
—Tengo, pero no aquí. Tardaré unos veinte minutos en traerlo. —El viejo Ike estaba sentado, hojeando una revista, levantó los ojos—. ¿Por qué? ¿Quieres un poco?
—Sí.
—Ahora mismo lo traigo.
Estuvo fuera dos horas.
—Tuve que esperar a que el tipo volviera de almorzar para abrirme la caja del hotel. Guardo mi material en la caja fuerte para que nadie me lo encuentre encima. En el hotel les digo que es oro en polvo que utilizo...
—Pero ¿lo tienes?
—Sí, lo tengo. ¿Dónde están tus trastos?
—En el cuarto de baño.
Ike volvió del cuarto de, baño con los utensilios y se puso a cocer una dosis. Continuaba hablando:
—Estás bebiendo y te estás volviendo loco. No resisto verte dejar este material y meterte en otro peor. Conozco muchísimos que dejan la droga. Muchos que no pueden pagarle a Lupita. Quince pesos la pápela y hacen falta tres para colocarte. Empiezan a beber inmediatamente y no duran más de dos o tres años.
—¿Qué pasa con ese pinchazo? —dije.
—Sí, un minuto. La aguja está obstruida —Ike se pasó los dedos por el borde de la solapa, buscando una crin para limpiar la aguja. Seguía hablando—: Me acuerdo de una vez en Mary Island. íbamos en barco y el coronel se emborrachó y se cayó al agua y casi se ahoga a causa de sus dos pistolas. Nos costó Dios y ayuda sacarle de allí —Ike sopló a través de la aguja—. Ya está libre. Había un tipo que andaba por lo de Lupita, que iba de listo. Le llamaban el Sombreros porque se lo hace robándole el sombrero a la gente y echando a correr. Llega junto a un autobús cuando va a arrancar. Alarga la mano y engancha un sombrero y ¡zas!, desapareció. Tendrías que verle ahora. Las piernas despellejadas y llenas de heridas y suciedad. ¡Dios mío! La gente pasa junto a él y ni le mira.
Ike estaba con el cuentagotas en una mano y la aguja en la otra.
Dije:
—¿Qué pasa con ese pinchazo?
—¿Quieres mucho? ¿Vale con 50 miligramos? Creo que valdrá con 50.
El pinchazo tardó un buen rato en surtir efecto. Al principio pegaba despacio, luego iba creciendo con fiereza. Me quedé tumbado en la cama como si estuviese metido en un baño caliente.
Seguí bebiendo. Unos días más tarde perdí el conocimiento en el Ship Ahoy, después de estar bebiendo tequila sin parar durante ocho horas. Unos amigos me llevaron hasta casa. A la mañana siguiente tenía la peor resaca de mi vida. Empecé a vomitar a intervalos de diez minutos hasta que eché bilis verde.
Entonces apareció el viejo Ike:
—Tienes que dejar de beber, Bill. Te estás volviendo loco.
Nunca había estado tan malo. Las náuseas me agitaban el cuerpo convulsivamente. Ike me sujetó mientras soltaba unas cuantas cucharadas de bilis en el retrete. Me puso un brazo por los hombros, me apretó y me ayudó a volver a la cama. Hacia las cinco de la tarde dejé de vomitar y conseguí mantener en el estómago un poco de mosto y un vaso de leche.
—Aquí apesta como a meados. Uno de los gatos debe haberse meado debajo de la cama —dije.
Ike olisqueó alrededor de la cama.
—No, aquí no hay nada —siguió olfateando por la cabecera donde yo estaba tumbado envuelto en almohadas—. Bill, eres tú el que huele a meados.
—¿Qué? —empecé a olerme las manos horrorizándome como si descubriera que estaba leproso—. ¡ Dios mío! —dije sintiendo el estómago frío de miedo—. ¡Tengo uremia! Ike, tienes que salir a buscar un matasanos.
—Muy bien, Bill. Te traeré uno inmediatamente.
—¡ Y no vuelvas con uno de esos mangantes de recetas de cinco pesos!
—De acuerdo, Bill.
Me quedé allí intentando controlar el pánico. No sabía mucho sobre envenenamiento por uremia. Una mujer a la que había conocido ligeramente en Texas había muerto de eso después de beberse una botella de cerveza por hora, día y noche, durante dos semanas. Me lo había contado Rollins. Se hinchó entera y se puso como negra, le dieron unas convulsiones y se murió. La casa entera olía a orines.
Me relajé procurando sintonizar mis vísceras y descubrir qué era lo que les pasaba. No notaba ninguna enfermedad grave ni signos de muerte. Me sentía cansado, machacado, melancólico. Y allí me quedé, en el cuarto oscuro, con los ojos cerrados.
Llegó Ike con un médico y encendió la luz. Un médico chico, uno de los vendedores de recetas de Ike; dijo que no era uremia, puesto que podía mear y no me dolía la cabeza.
Pregunté:
—¿Y por qué huelo tan mal?
El doctor se encogió de hombros. Ike dijo:
—Dice que no es nada importante. Que tienes que dejar de beber, que es mejor que vuelvas a lo otro a que bebas así.
El médico asintió. Oí que Ike, ya en el vestíbulo, le pedía al matasanos una receta de morfina.
—Ike, no creo que ese médico sepa nada. Hazme el favor. Vete a ver a mi amigo Rollins, te apuntaré la dirección, y dile que me mande un buen médico. Tiene que conocer alguno porque su mujer ha estado enferma.
—Muy bien, de acuerdo, pero creo que estás tirando el dinero —dijo Ike—. Este médico es muy bueno.
—Sí, tiene muy buena letra.
Ike se rió y se encogió de hombros:
—Muy bien —dijo.
Al cabo de una hora volvió con Rollins y otro médico. Cuando entraron en el apartamento, el doctor olfateó y sonrió y, volviéndose hacia Rollins, asintió con la cabeza. Tenía una cara redonda y sonriente, oriental. Me hizo un reconocimiento rápido y me preguntó si podía orinar. Luego se volvió hacia Ike y le preguntó si tenía ataques.
Ike me dijo:
—Pregunta si has estado loco alguna vez. Le he dicho que no, que sólo algunas veces haces cosas raras.
Rollins hablaba en su español titubeante, buscando cada palabra:
—Esto señor huele muy malo, y quiere saber por qué.
El doctor explicó que tenía uremia incipiente, pero que el peligro ya había pasado. Tendría que dejar de beber durante un mes. Cogió una botella vacía de tequila que había por allí:
—Una más de éstas y estará usted muerto —dijo.
Recogió su instrumental. Hizo una receta de antiácido que tenía que tomar cada pocas horas, me estrechó la mano, se la estrechó a Ike y se fue.
Al día siguiente me entró un hambre voraz y comí todo lo que pude encontrar. Estuve tres días en la cama. El metabolismo alcohólico había dejado de operar. Cuando empecé a beber de nuevo, bebí con normalidad, y nunca antes de media tarde. No probé la droga.
CATORCE
Por aquella época los estudiantes acudían al Lola durante el día y al Ship Ahoy por la noche. El Lola no era exactamente un bar. Era una cervecería o taberna pequeña. Había un gran cajón de cerveza, de soda y de hielo a la izquierda de la puerta, según se entraba. Un mostrador con un tubo de metal encima, cubierto de cuero amarillo, se extendía por uno de los laterales de la habitación hasta una máquina de discos. A lo largo de la pared opuesta al mostrador se alineaban las mesas. Los taburetes habían perdido hacía tiempo los tacos de goma que iban bajo las patas y cada vez que la criada los empujaba para barrer hacían un chirrido insoportable. En la parte trasera había una cocina en la que un cocinero andrajoso chamuscaba cosas en grasa rancia. En el Lola no había pasado ni futuro. Era una sala de espera.
Una vez estaba sentado en el Lola leyendo los periódicos. Después de un rato dejé el periódico y miré alrededor. En la mesa de al lado estaban hablando de lobotomía. «Seccionan los nervios.» En otra mesa dos hombres jóvenes intentaban ligar con unas chicas mexicanas. «Mi amigo es muy, muy...» Buscaba la palabra. Las chicas reían tontamente. Las conversaciones tenían una falta de relieve de pesadilla, hablando de dados trepados sobre las sillas metálicas, agregados humanos desintegrándose en la locura cósmica, sucesos dispersos en un universo moribundo.
Llevaba ya dos meses sin drogarme. Cuando se deja la droga, todo parece plano, pero se recuerda la organización del tiempo en pinchazos, el horror estático de la droga, la vida escurriéndose por el brazo tres veces al día.
Cogí una página de historietas que había en la mesa de al lado. Era de hacía dos días. La volví a dejar. Nada que hacer. Ningún sitio a donde ir. Mi mujer en Acapulco. Volví a mi apartamento y divisé al viejo Ike cuando estaba llegando.
Hay alguna gente a la que se reconoce a cualquier distancia; de otros, no se puede estar seguro hasta estar tan cerca como para tocarlos. Los yonquis son en general fácilmente detectables. Hubo un tiempo en el que mi tensión arterial se elevaba de placer a la vista del viejo Ike. Cuando se está enganchado, el vendedor es como la amada para el amado. Se espera su especial manera de caminar por el pasillo, su llamada especial, se busca su cara entre las que nos cruzamos por la calle. A veces se produce una alucinación en la que el más mínimo detalle de su exterior aparece como si estuviera delante de uno, en la puerta, haciendo la eterna broma del vendedor: «Siento tener que disgustarle, pero no he conseguido nada.» Contemplando el juego de la esperanza y la ansiedad en la cara del otro, saboreando la sensación de poder benevolente, el poder de dar y quitar. En Nueva Orleans, Pat montaba siempre ese número. Y en Nueva York, Bill Gains. El viejo Ike juraba siempre que no tenía nada, y luego me deslizaba un sobrecito en el bolsillo y decía:
—Mira, en realidad te quedaba un poco a ti.
Pero ahora yo estaba descolgado. Claro que un pinchazo de morfina podría ser agradable más tarde, cuando me fuera a dormir, o mejor un spidbol, mitad cocaína y mitad morfina. Alcancé a Ike a la puerta del apartamento. Le puse una mano sobre el hombro y se volvió hacia mí, sonriendo con una cara de yonqui desdentado, como una vieja, al reconocerme.
—Hola —me dijo.
—No te he visto desde hace siglos —le dije—. ¿Dónde has estado?
Se rió. Dijo:
—He estado en el bote. De todas maneras, no quería aparecer por aquí porque sabía que te habías descolgado. ¿Lo has dejado del todo?
—Sí, lo he dejado.
—Entonces no querrás un pico, ¿verdad? —Ike sonreía.
—Hombre... —noté un atisbo de la antigua excitación, como cuando se encuentra a alguien con quien se acostaba uno antes y de pronto se nota otra vez la misma excitación y los dos saben que volverán a acostarse juntos.
Ike hizo un gesto de quitarle importancia:
—Tengo aquí cien miligramos. Para mí no son suficientes. Y tengo un poco de coca también.
—Vamos adentro —dije.
Abrí la puerta. El apartamento estaba oscuro y mohoso; ropas, libros, periódicos, vasos y platos sucios, desperdigados por sillas, mesas, el suelo sucio. Quité un montón de revistas de un sofá desvencijado.
—Siéntate —dije—. ¿Tienes el material contigo?
—Sí, lo llevo encima.
Se abrió la bragueta y extrajo un paquetito rectangular de papel, la envoltura del yonqui, con una esquina encajada en la otra. Dentro de ese paquete había otros dos más pequeños, doblados de forma semejante. Los colocó sobre la mesa. Me miró con sus ojos castaños brillantes. Su boca, desdentada y de labios apretados, daba la impresión de estar cosida.
Fui al cuarto de baño a buscar mis utensilios. Aguja, cuentagotas, un trozo de algodón. Pesqué una cucharilla entre un montón de platos sucios en el fregadero de la cocina. El viejo Ike rasgó una larga tira de papel, la mojó con la boca y la enrolló alrededor del extremo del cuentagotas. Colocó la aguja en medio del anillo del papel mojado. Abrió uno de los sobrecitos, cuidando de no derramar el contenido, y lo echó con un movimiento de muelle sobre el papel brillante.
—Este es de coca —dijo—, ten cuidado, es muy fuerte.
Vació el sobre de morfina en la cucharilla, y añadí un poquito de agua. Más o menos medio grano, calculé. Más cerca de cuarenta miligramos que de cien. Puse una cerilla encendida bajo la cuchara hasta que la morfina estuvo disuelta. La cosa no se calienta nunca. Añadí un poco de coca con la punta de la hoja de un cuchillo y se disolvió instantáneamente, como la nieve que cae sobre el agua. Me enrollé una corbata arrugada en el brazo, y lo até fuerte. Sentía la respiración entrecortada por la excitación y me temblaban las manos.
—¿Querrás pincharme tú, Ike?
El. viejo Ike deslizó un dedo suavemente a lo largo de la vena sujetando el cuentagotas entre el pulgar y el índice. Ike era bueno. A pesar de ello sentí la aguja deslizarse en la vena. Sangre roja, oscura, brotó dentro del cuentagotas.
—Bien —dijo—. Suéltalo.
Aflojé el lazo, y el cuentagotas se vació dentro de la vena. La coca me golpeó la cabeza; un agradable entumecimiento y tensión, mientras la morfina se extendía por el cuerpo en ondas relajantes.
—¿Ha estado bien? —preguntó Ike sonriendo.
—Si Dios ha hecho algo mejor se lo ha guardado para El —contesté.
Ike estaba limpiando la aguja, haciendo pasar agua a través de ella.
—Bueno —dijo Ike como sin darle importancia—, cuando pasen lista allá arriba estaremos presentes, sin duda.
Me senté sobre el diván y encendí un cigarrillo. Ike fue a la cocina para hacer una taza de té. Comenzó una nueva entrega de la interminable saga del Hijoputa Negro:
—El Hijoputa Negro está surtiendo ahora. a tres tipos. Carteristas los tres, y bastante bien cotizados en el oficio. Pagan a la policía. Les da como cuarenta miligramos en cada pinchazo a quince pesos y ahora que se las arregla bien, el muy hijoputa, ni me habla. Pero no durará ni un mes, ya lo verás. En cuanto cacen a uno cualquiera de sus tres tipos le cazarán a él.
Se acercó hasta la puerta de la cocina y chascó los dedos:
—No durará ni un mes. —Tenía la boca sin dientes, torcida por el odio.
Cuando rompí la fianza y me fui de los Estados Unidos, la cosa de la droga parecía todavía algo nuevo y muy especial. Había síntomas iniciales claros de una histeria nacional. Louisiana aprobó una ley que consideraba delito ser adicto. Como no se especifica lugar ni tiempo, ni se define con claridad el término «adicto», no se necesitan pruebas especiales ni siquiera importantes para detener a uno bajo semejante ley. No hacen falta pruebas y, por tanto, no hace falta juicio. Esta es legislación de estado-policía: penar una forma de ser. Otros estados estaban emulando a Louisiana. Vi que mis posibilidades de escapar a una condena disminuían de día en día mientras el sentimiento de oposición a las drogas crecía hasta convertirse en una obsesión paranoide, como el antisemitismo bajo los nazis. Y decidí romper la fianza y vivir permanentemente fuera de los Estados Unidos.
Desde México, a salvo, contemplaba la campaña antidroga. Leía cosas sobre niños drogados, y senadores que pedían la pena de muerte para los traficantes. Algo no me sonaba bien. ¿Quién quiere niños como clientes? Nunca tienen suficiente dinero y siempre se les va la lengua en los interrogatorios. Los padres descubren que el chico se droga y van a la bofia. Deduje que o bien los vendedores de los Estados Unidos se habían vuelto tontos o que toda la historia de los niños drogados era un camelo para mover y elevar el sentimiento antidroga y hacer aprobar algunas leyes nuevas.
Fugitivos del rollo iban apareciendo por México.
—Seis meses por señales de aguja con la ley de vagos y adictos en California.
—Ocho años por tener una jeringa en Washington.
—De dos a diez por vender en Nueva York.
Un grupo de jóvenes caía todos los días por mi casa a fumar yerba. Había un tal Cash, un músico que tocaba la trompeta. Pete, un rubio corpulento que hubiera podido servir de modelo a un cartel de «el perfecto muchacho norteamericano». Johnny White que tenía mujer y tres hijos y era igual que cualquier joven americano medio. Martin, un chico moreno y guapo de origen italiano. Nada de extravagancias. Todo el mundo hipster ha pasado a la clandestinidad.
Aprendí el nuevo vocabulario del rollo: «mierda» por yerba, «bosteo» por arresto, «legal» una palabra polivalente que indica cualquier cosa o cualquier situación agradable o sin problemas con la policía. E inversamente, todo lo que a uno no le gusta, no es «legal». Oyendo a estos personajes me formé una imagen de la situación en los Estados Unidos. Un caos absoluto en el que no puede saberse quién ni dónde se está. Los yonquis de toda la vida me decían:
—Si ves a un hombre pincharse en el brazo, puedes estar seguro de que no es un agente federal.
Eso ya no es verdad. Martin me dijo:
—Llega un tío y dice que está enfermo. Tenia los nombres de unos cuantos amigos nuestros de San Francisco. De modo que los otros dos tíos le ponen bien con caballo y se estuvo con ellos picándose más de una semana y entonces se los llevan. Yo no estaba por allí cuando sucedió porque no me caía bien aquel tío y además en aquellos momentos yo no estaba con caballo. Y el abogado de los dos tíos que cayeron en la trampa descubrió que el tío era un agente federal de la de estupefacientes. Un agente, no un soplón. Consiguió hasta su nombre.
Y Cash me contó algunos casos en que dos tíos se pegan un pinchazo juntos y entonces uno va y saca la placa.
—¿Cómo se puede salir de eso? —dijo Cash—. Esos tíos están también en el rollo, son tíos como tú y como yo, sólo hay una pequeña diferencia: trabajan para el Tío Sam.
Ahora que la brigada de estupefacientes se ha propuesto encarcelar hasta el último adicto de los Estados Unidos, necesitan más agentes para hacer el trabajo. Y no sólo más agentes, sino agentes de una clase muy distinta. Igual que durante la prohibición, cuando los mendigos y vagabundos inundaban el departamento correspondiente, en la actualidad los adictos-agentes se enrolan en la brigada para tener droga gratis e inmunidad. La adición no se puede fingir. Un adicto conoce a otro adicto. Los adictos-agentes se las arreglan para ocultar su adicción o, quizá, son tolerados porque resultan eficaces. Un agente que tiene que buscar un contacto o ponerse enfermo pondrá especial celo en su trabajo.
Cash, el trompetista, cumplió seis meses por la ley de vagos y adictos. Era un joven alto y delgado con una perilla deshilachada y gafas oscuras. Llevaba zapatos con gruesas suelas de crepé, camisas carísimas de pelo de camello y una chaqueta de cuero que se abrochaba delante con un cinturón.
Se notaba que llevaba por lo menos cien dólares encima de camisería. El dinero era de su mujer y Cash se lo gastaba. Cuando lo encontré ya le quedaba muy poco. Me dijo:
—Las mujeres vienen a mí. Yo no me preocupo de ellas. Lo único que me gusta de verdad es tocar la trompeta.
Cash era un verdadero gorrón para la droga. Resultaba difícil decirle que no. Me prestaba pequeñas cantidades de dinero, pero siempre menos de la droga que gastaba y luego decía que me había dado tanto dinero que ya no le quedaba nada para comprarse pastillas de codeína. Me contó que estaba dejando la droga. De la que llegó a México, le di medio grano de M y se quedó dando cabezadas. Supongo que el material que venden ahora en los Estados Unidos está rebajado completamente, es como papel.
Después de aquello se dejaba caer por allí todos los días y me pedía «medio fije». O si no se lo gorroneaba al viejo Ike, que era incapaz de negarle algo a un yonqui enfermo. Le dije a Ike que lo echara, y le expliqué a Cash que yo no me dedicaba al negocio. Siempre tenía un poco a mano para alguna emergencia, un amigo que llegaba de viaje enfermo o así, y que el viejo Ike tampoco estaba realmente metido en el negocio. Desde luego no estaba en el negocio para no hacer negocio. En resumen, que no éramos la sociedad de beneficencia para yonquis. A partir de entonces no volví a ver a Cash muy a menudo.
QUINCE
El peyote es la nueva moda en los Estados Unidos. No está incluido en la ley Harrison, y puede comprarse por correo a los herboristas. Yo no había probado nunca el peyote y pregunté a Johnny White si se podría conseguir peyote en México.
Me dijo:
—Sí, hay un herborista que lo vende. Nos ha invitado a todos a que vayamos a su casa y tomemos peyote con él. Puedes venir si quieres. Quiero ver si tiene algo que pueda llevarme a Estados Unidos para vender allí.
—¿Y por qué no te llevas peyote?
—No aguanta. Se pudre o se seca en unos pocos días y pierde la fuerza.
Nos fuimos a casa del herborista y sacó un tazón de peyote, un rallador y una tetera llena.
El peyote es un pequeño cactus y sólo se come la parte de arriba que queda sobre el nivel del suelo, a la que se llama botón. Los botones se preparan rascándoles la corteza y la pelusa y rallándolo luego hasta que parezca ensalada de aguacate. La dosis media para un principiante es de cuatro botones.
Nos tomamos el peyote con el té, para bajarlo. Yo tuve arcadas varias veces. Finalmente conseguí tragarlo y me quedé sentado esperando a que sucediera algo. El herborista sacó también una corteza que dijo que era como opio. Johnny lió un cigarrillo de aquello y lo hizo circular. Pete y Johnny decían:
—¡Terrible! ¡Esto es lo más grande!
Fumé un poco y noté un cierto mareo y dolor de garganta. Pero Johnny compró un poco de aquella corteza maloliente con intención de vendérselo a los desesperados drogadictos de los Estados Unidos.
A los diez minutos empecé a encontrarme mal a causa del peyote. Todos me dijeron:
—Aguántate, hombre.
Me aguanté otros diez minutos, y luego me fui hacia el retrete dispuesto a arrojar la toalla, pero no pude vomitar. Todo mi cuerpo se contraía en un espasmo convulsivo, pero el peyote se negaba a salir y también se negaba a quedarse abajo.
Por fin el peyote subió como una pelota maciza de pelos, totalmente sólida, atascándome la garganta. La sensación más horrorosa que he soportado en mi vida. Después, comencé a subir lentamente.
El peyote te coloca de una forma parecida a la bencedrina. Es imposible dormir, las pupilas se dilatan. Todo parece una planta de peyote. Iba en el coche con los White, Cash y Pete. íbamos a casa de Cash, en las Lomas. Johnny dijo:
—Fíjate en la orilla, junto a la carretera. Parece una planta de peyote.
Me di vuelta para mirar, pensando: «Qué idea tan estúpida. La gente es capaz de decir cualquier cosa», pero parecía de verdad una planta de peyote. Todo lo que veía parecía una planta de peyote.
Las caras se nos hinchaban bajo los ojos y los labios engordaban a causa de alguna acción de la droga sobre las glándulas. Parecíamos indios auténticos. Los otros decían que se sentían primitivos y andaban tirados por la hierba haciendo las cosas que imaginaban que hacían los indios. Yo no sentí nada muy distinto de lo ordinario, excepto que estaba alto como con anfetaminas.
Nos pasamos la noche hablando y escuchando los discos de Cash. Cash me contó que unos cuantos amigos de San Francisco se habían descolgado de la droga con peyote.
—Parece ser que en cuanto empezaron a tomar peyote no quisieron más.
Uno de esos yonquis se vino a México y empezó a tomar peyote con los indios. Lo tomaba incesantemente y en grandes cantidades: hasta doce botones en una dosis. Murió de una enfermedad que se diagnosticó como polio. Sin embargo, pienso que los síntomas de envenenamiento por peyote y de la polio son idénticos.
No pude dormir hasta el día siguiente al amanecer, y además tuve una pesadilla cada una de las veces que conseguí amodorrarme. En uno de los sueños me había entrado la rabia. Me miré en el espejo, se me había cambiado la cara, y empecé a aullar. En otro, me había adiccionado a la clorofila. Yo y otros cinco adictos a la clorofila estábamos en el vestíbulo de un hotel barato de México esperando para comprar. Nos volvíamos verdes y además una adicción a la clorofila es imposible de quitar. Un pinchazo y te has quedado colgado para toda la vida. Nos convertíamos en plantas.
Los jóvenes de ahora parecen estar faltos de energía e incapaces de disfrutar espontáneamente de la vida. La mera mención de la yerba o la droga les galvaniza como una inyección de coca. Dan saltos y dicen: «¡Demonios!» .«¡Terrible!», «Tío, ¡venga ya!», «¡Vamos a pegarle!» Pero si se pegan un pinchazo, se derrumban en una silla como un niño resignado que espera que la vida vuelva a traerle el biberón.
Descubrí que sus intereses eran muy limitados. Especialmente me di cuenta de que parecían menos interesados en el sexo que los de mi generación. Algunos de ellos decían que no experimentaban placer alguno con el sexo. Muchas veces he creído equivocadamente que un joven era homosexual observando su indiferencia hacia las mujeres, para descubrir luego que no lo era en absoluto, sino que simplemente era un tema que no le interesaba nada.
Bill Gains arrojó la toalla y se trasladó a México. Fui a buscarle al aeropuerto. Venía colocado con heroína y gufbols. Llevaba los pantalones salpicados de sangre de haberse fijado en el avión con un imperdible. Se hace un agujero con un imperdible, se coloca el cuentagotas sobre (no en) el agujero y la solución penetra. Con este método no se necesita aguja, pero hace falta ser un yonqui veterano para que funcione bien. Hay que emplear la presión exacta al introducir la solución. Yo lo intenté una vez y la droga se fue a un lado y lo perdí todo, pero cuando Gains hace un agujero en su carne, el agujero permanece abierto esperando la droga.
Bill era un veterano. Conocía a todo el mundo en el negocio. Tenía una reputación magnífica y podía conseguir droga mientras hubiera alguien que la vendiera. Me imaginé que si Bill había hecho las maletas y se había largado de los Estados Unidos la situación tenía que ser desesperada.
—Claro que puedo conseguir —me dijo—. Pero si me quedo allí terminaré con diez años encima por lo menos.
Nos pegamos un pinchazo juntos y nos pusimos a hablar de qué era de éste y aquél.
—El viejo Batt se murió en la Isla. Luis el Campanillas está acabado. Tony y Nick también. Hermán no consiguió la condicional. Al Bocadillo le cayeron de cinco a diez. Marvin el camarero se murió de una sobredosis.
Recordé la manera en que Marvin se desvanecía siempre que se pinchaba. Le veía tendido en la cama de algún hotelucho barato, el cuentagotas lleno de sangre colgado de la vena como una sanguijuela de vidrio, y la cara poniéndosele azul alrededor de los labios.
—¿Y qué es de Roy? —pregunté.
—¿No lo sabes? Estaba acabado y se colgó. En Tombs.
Al parecer la bofia tenía a Roy bajo tres acusaciones, dos de robo y una de droga. Le prometieron que retirarían los cargos si denunciaba a Eddie Crumm, un vendedor de siempre. Eddie solamente vendía a personas que conociese bien y conocía a Roy. La bofia hizo un careo con Roy después de que cogieron a Eddie. Le engañaron.
Retiraron la acusación de las drogas, pero no las dos por robo. Y Roy tendría que seguir a Eddie a Riker's Island, donde Eddie cumplía condena indefinida, que es la máxima en una prisión municipal. Tres años, cinco meses y seis días. Roy se colgó en Tombs, cuando esperaba ser transferido a Ricker's.
Roy siempre había tenido y manifestado una opinión puritana e intolerable sobre los soplones:
—No comprendo cómo un soplón puede vivir consigo mismo —me dijo una vez.
Pregunté a Bill sobre los niños adictos. Movió la cabeza y sonrió con una sonrisa secretamente feliz:
—Sí, ahora Lexington está lleno de jovencitos.
En esa época yo no estaba colgado, pero tampoco, ni mucho menos, limpio para el caso de un susto imprevisto. Siempre tenía por allí algo de yerba y la gente venía a mi habitación como a una barraca de inyecciones. Estaba tentando a la suerte sin sacar un centavo. Decidí que iba siendo hora de cambiar de aires y dirigirme hacia el sur.
Cuando se deja la droga, se deja una manera de vivir. He visto yonquis dejarlo, salirles bien, y terminar muriéndose a los pocos años. Entre los ex adictos es frecuente el suicidio. ¿Por qué un yonqui lo deja por propio deseo? Es una pregunta que nunca se sabe cómo responder. Ninguna exposición consciente de las desventajas y los horrores de la droga puede darte el impulso emocional de abandonarla. La decisión de dejar la droga es una decisión celular. Y una vez que has decidido dejarla no podrás volver a la droga permanentemente lo mismo que no podías alejarte de ella previamente. Las cosas se ven distintas cuando se regresa de la droga, como un hombre que ha estado ausente mucho tiempo.
Había leído sobre una droga llamada yagé utilizada por los indios de las fuentes del Amazonas. Se dice que incrementa la sensibilidad telepática. Un científico colombiano aisló un elemento del yagé o ayahuasca, al que llamó telepatina.
Sé por propia experiencia que la telepatía es un hecho. No tengo interés alguno en demostrar la telepatía ni ninguna otra cosa a nadie. Lo que quiero es conocimiento práctico, utilizable, de la telepatía. Lo bueno en cualquier relación es contacto al nivel no verbal de intuición y sentimiento, es decir, contacto telepático.
Al parecer no soy el único interesado por la ayahuasca. Los rusos están utilizando esta droga en experimentos sobre trabajo forzado. Pretenden inducir estados de obediencia automática y control de pensamiento, literal. El truco fundamental. Nada de aprendizaje, nada de rollos, tan sólo introducirse en el psiquismo de otro y dar órdenes. El asunto fracasará, sin duda alguna, porque la telepatía no es en sí misma una estructura unidireccional, ni una estructura de emisor y receptor.
Decidí ir a Colombia a buscar yagé. Bill Gains se ha enrollado con el viejo Ike. Mi mujer y yo separados. Me siento dispuesto a irme al Sur en busca del éxtasis ilimitado que se abre en vez de cerrarse como la droga.
El éxtasis es ver las cosas desde un ángulo especial. Es la libertad momentánea de las exigencias de la carne temerosa, asustada, envejecida, picajosa. Tal vez encuentre en la ayahuasca lo que he estado buscando en la heroína, la yerba y la coca. Tal vez encuentre el fije definitivo.
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