Con el paso de los libros y la sostenida práctica de esa imprecisa ciencia que, a falta de otro mejor, responde al nombre de Literatura, he comprendido, no sin algo de esfuerzo y bastante sorpresa, que en el fondo y en la superficie de todas las historias existen tan sólo dos categorías de escritores y, por lo tanto, dos categorías de lectores.
Están aquellos que al final de un cuento suspiran ¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí? y están los que optan por sonreír ¡Qué suerte que se le ocurrió a alguien!
Eso es todo, todos somos lectores de un modo o de otro.
El Bien y el Mal –las claves obvias de nuestra caída y los códigos secretos de nuestra salvación- descansan en paz, se revuelcan en las sábanas rojas de la guerra y se enferman de buena salud en el centro mismo de esa diferencia irreconciliable que, tarde o temprano, conducirá al final de nuestros días en el universo.
Algo los une sin embargo: para los hombres, para todos los escritores y los lectores, la Historia –vano mecanismo de defensa siempre es el pasado-. Sólo a medida que envejecemos comenzamos a comprender, gracias al tibio y casi inútil consuelo al que se accede con la perspectiva de los años, que hemos vivido la Historia casi sin darnos cuenta y que –¿primera y última cortesía de la muerte?– no demoraremos en encontrarnos ligados a Ella por toda la eternidad.
Así, nuestra humilde y hasta entonces fluvial historia desemboca, con un último aliento, en el inconmensurable océano donde van a dar todas las tramas. Así, el fin de los tiempos y el fin de la Historia; y, de vivir adentro de un volumen de cuentos, de ser uno de sus personajes, nada me molestaría menos que ubicar este embrión de relato –una breve introducción en realidad, apenas la incierta luz de una teoría, la sombra de un cuento– en las primeras páginas. La paradoja del fin del mundo en el principio de un libro. Una humilde trampa que funcionase no para desconcertar al lector sino para juguetear con la idea de un nuevo inicio concebido durante el último acto del inmenso e inalcanzable universo imposible de poner por escrito, ahí afuera.
Sí, el principio de un libro también puede ser el fin del mundo.
Me explico, intento explicarme: navego en un barco de bandera imprecisa y de nombre casi vergonzoso por su obviedad. S.S. Neptuno. Si esto fuera un cuento, claro, no vacilaría en cambiárselo. Doncella de Palestina, tal vez. Da igual. Lo que sí me interesa asentar a modo de preámbulo –bien lo saben aquellos que alguna vez hayan optado por el agua antes que por el aire– es que cuando se cabalgan los mares es cuando más lejos y más afuera de todo nos sentimos. Desconfíen, por favor, del discurso vertiginoso de astronautas en órbita. No en vano hay quien juró que el hombre no es más que un invento del agua para poder trasladarse de un sitio a otro. Estamos construidos con agua y no con aire. Es por eso que, cuando nos arriesgamos a ser uno con las olas, no podemos disimular la sensación de extravío y, al mismo tiempo, la sospecha de estar de regreso en el hogar ancestral después de tanto tiempo lejos de casa. De ahí la felicidad profunda que no demora en invadir a aquellos que se ahogan. Muchos años atrás, yo estuve a punto de morir ahogado en un par de oportunidades, y no creo estar faltando a la verdad si digo que recuerdo aquello como algo raramente placentero. Alcanza con flotar bajo la noche, los ojos cerrados, las estrellas reflejándose en una piscina generosa, para comprenderlo. En el agua, lo primero que se hunde es nuestro apellido y los tristes diplomas y honores que supimos conseguir. Lo último en desaparecer es el recuerdo de un rostro ovalado de mujer que nos sonríe desde las alturas donde esas madres flamantes y perfectas arrullan con la inconfundible canción en la que se cuenta que están dejando de ser lo que fueron hasta entonces para poder ser ellas de una buena vez por todas.
Lejos, muy lejos de los novedosos fulgores instantáneos Internet, aislado de la tecla fácil y con la sola ayuda de tinta densa y oscura, escribo todo esto no en la pequeña e infinita libreta de notas que me ha acompañado con la fidelidad de un perro de papel a lo largo de tantas travesías sino en otra. Una libreta que encontré hoy abandonada sobre una reposera. Sus páginas están casi llenas con la letra inconfundible de aquel que se ha acostumbrado a la electricidad de un teclado y ha perdido para siempre el fluido placer de la tinta. Este es el último viaje, no hay más después de esto, le digo a la libreta huérfana. Y le doy palmaditas en su lomo de cuero gastado y la abro y ya me he acostumbrado a leer respetando el balanceo de las aguas. La tensión primero en una pierna y después en la otra. Mis ojos sobre las páginas han ido adoptando una cadencia decididamente oceánica y pendular: las palabras primero se inclinan hacia un lado y después hacia otro. Ideas que caminan de proa a popa, oraciones que arrojo por babor o estribor para regocijo de albatros y tiburones. ¿Quién será el autor de todo esto? ¿Cuál de los pasajeros?, me pregunto sin demasiadas ganas de contestarme mientras experimento ese ambiguo sentimiento del que sostiene por primera vez un revólver cargado y leo líneas al azar, frases sueltas, fantasmas de vidas, intrigantes reincidencias, disparos a ciegas:
«Ajustes de antena. Interferencias. Súbitas aceleraciones. La velocidad de las cosas».
«La vida no tiene por qué obedecer al tempo y a las argucias de ciertas novelas del siglo XIX. La vida es diferente y la vida es, apenas, ese espacio que transcurre entre una fiesta y otra y que se recorre, siempre, una vez alcanzada la velocidad de las cosas».
«Hay un instante en que, sin saberlo, todo adquiere un mismo impulso y una misma armonía y un sonido inconfundible y preciso. El sonido de la velocidad de las cosas. El sonido de la velocidad de las cosas es el sonido que Dios hace al respirar. Algo de eso hay en el segundo en que cambian las mareas o en el chasquido del primer copo de nieve desprendiéndose de los cielos».
«Ya lo dije antes: al final, me gusta visualizar el trazo de mi existencia como una fuga de A a B en constante desarrollo, una escapada plenamente consciente de que, desplazándose siempre a la velocidad de las cosas, deberá pasar por Z antes del final».
«Es curioso, vivimos la vida en primera persona del singular pero llegado el final, se nos aparece la opción de un cambio en la composición del relato. Esta nueva velocidad de las cosas –me pregunto si la chica de la motocicleta se refería a algo más o menos parecido– es la que nos permite entonces vernos desde afuera, mirarnos mirar, sentirnos sentir, muriendo morir. Tal vez se trate del más primal de los mecanismos de defensa o del más convincente de los placebos: esto no me puede estar pasando a mí, volar lejos. Tal vez por eso todos aquellos desesperados que dicen haber estado muertos y vuelven para contarlo insisten en el paisaje de sí mismos cada vez más pequeño, allá abajo. La persona como personaje, un espejo de carne y hueso. El cuerpo como un plano, como un sinfín de gráficos y de cómputos. La escalera de caracol del DNA, la médula como una vía láctea, la marea oscura de la enfermedad erosionando los acantilados de las células. Sí, el cuerpo visto igual que esas fotos desde las alturas –marrones y verdes y azules– que luego se utilizan para la confección de los mapas».
«Yo era un periodista, de acuerdo. Pero yo era, antes, un escritor. Yo era un periodista y había publicado varios libros de ficción y obtenido ese mínimo prestigio que me permitía el desarrollo y la conservación de este "buen trabajo" donde yo hacía más o menos lo que quería sin que mis deseos aparentemente interfirieran demasiado con los deseos de mis jefes. Yo era, por lo tanto, más o menos feliz y poco y nada tengo para decir acerca de la virtual batalla entre la realidad y la ficción –entre la dicotomía Jekyll & Hyde que puede llegar a experimentarse dentro del ecosistema de un escritor/periodista o viceversa. ¿Tal vez decir que la mínima diferencia radica en que un escritor parece estar hablándole a una persona mientras que un periodista parece estar hablándole a todas las personas al mismo tiempo? Tal vez no. Tal vez la tan insignificante como insalvable diferencia radique en el modo en que tanto uno como otro perciban la velocidad de las cosas, el modo en que los diferentes movimientos del ojo y de la mano se acomodan para contar algo que bien puede ser el paisaje lírico de un cadáver o la imposible terrenalidad de la luz desprendiéndose desde los vitrales de una iglesia para posarse en el andar ebrio de un sacerdote que ya no cree en nada. No importa. No hace diferencia alguna aquí. Alcance con decir que yo escribía más o menos lo que me interesaba y, tal vez, fue la forma irresponsable de semejante felicidad lo que me impidió que viera venir lo que se acercaba desde el fondo del camino, desde esa curva cerrada que abole toda posibilidad de perspectiva y anticipación y cautela. Así, la oscuridad impenetrable y, un segundo más tarde, la luz magnética en los ojos obligándonos a estrellarnos contra ella, las manos más firmes que nunca en el volante para que nada altere el curso de nuestra feliz y última colisión».
«En cualquier caso, me parece que ya es demasiado tarde para alterar mi punto de fuga y cambiar la velocidad de las cosas para convertirme así en la persona que pude haber sido en lugar del personaje que soy».
Entonces suenan las sirenas que nos llaman al almuerzo y vestidos de blanco, con telas ligeras, caminamos como espectros de andar liquido y mirada seca rumbo al comedor de primera clase y yo escondo la libreta en un bolsillo por temor a que su dueño verdadero me la reclame o por miedo a que no me dejen entrar con ella, quién sabe.
Hace días que el cielo está lleno de prodigios. Nubes que se mueven con los imprevisibles y lánguidos movimientos de la tinta que se deja caer en el agua. Hay momentos en que –deformación profesional, supongo– me parece leer algo entre los resplandores rojos y verdes del atardecer, justo antes de que asomen las estrellas bordadas en el pesado manto de la noche. Hay momentos en que el cielo parece una página escrita en hebreo, de derecha a izquierda. ¿Y no será que la noche se levanta en lugar de caer? El lugar común de «la noche cae» siempre me sonó incómodo y mentiroso. En el campo o en el océano la noche se levanta sin atenuantes, como la muerte, como los finales, y la tenue tregua de las estrellas no hace más que subrayar la idea de lo impensable. Así, cuando uno cree comprenderlo todo, enseguida sobreviene el espanto de la más absoluta de las ignorancias. La noche nos pone, siempre, en nuestro lugar.
Ayer, mientras dormía al sol de las reposeras, mi ejemplar de Life of Johnson posado sobre el pecho, una tormenta de gaviotas nos atacó en altamar. Huimos de las cubiertas, nos refugiamos en el bar y sirvieron cocktails gratis para todos. El capitán no supo explicarme semejante aberración. Hoy, un ejército de ballenas, comandado por la supuesta imposibilidad de una ballena blanca y gris, acompañó al barco durante un trecho largo cantando lo que al menos a mí me pareció una versión más que aceptable del aria de Madame Butterfly. Hay rumores de que hemos perdido todo contacto con tierra, que la tierra se ha perdido, que el océano no es más que un espejismo y que nosotros somos ya parte indivisible de su escenografía de agua.
No es que a mí me preocupe demasiado. En realidad, nada me cuesta admitir que me complace lo que ocurre y que hace años que no experimento esta forma tan rara de la dicha. Nada muy diferente, tal vez, a esa definitiva excitación del que decide saltar desde un andén segundos antes del paso de la locomotora; pero yo prefiero relacionar este alegre virus con ciertos estadios a los que difícilmente se accede en mi métier. Recuerdo oportunidades en las que, al empezar a contar una historia, yo no podía evitar compararme con el clavadista de altura que respira hondo y se deja caer, sabiendo de antemano que la horizontal de esa ola fue pensada sólo para que él –a partir de la vertical de su cuerpo– la atravesase con el obsequio de una razón de ser. Del mismo modo, al ordenar las primeras palabras de una trama, el escritor se enfrenta a varias puertas cerradas con candado y, si tiene suerte, elige la que corresponde a la llave de su pluma fuente.
Cuando se trata de narrar el fin del mundo, toda esta sintomatología se intensifica y, ante lo limitado del tiempo, las posibilidades son paradójicamente infinitas. ¿Se me considerará soberbio, perjudicará mi tránsito hacia otro mundo, si confieso aquí que la primera puerta que empujé se abrió sin resistencia, que la primera puerta era la puerta correcta?
Supongo que no existe fantasía más egoísta que la de imaginar que el propio fin coincidirá con el final de todo y de todos y, sí, esta es otra historia sobre el fin del mundo. Nadie lo sabe con la excepción de mi persona y de la pasajera de primera clase, la mujer que me la cuenta con palabras lentas de alcohol, con pausas de hielo girando en el vaso.
Ahí viene, ahí me la va a contar aunque ella todavía no lo sepa.
Siempre ocurre, como un reflejo condicionado: las personas reconocen a un escritor y no vacilan en contarle una historia propia, una historia que siempre creen mejor que cualquier otra. Cada vez leen menos libros y más pantallas de computadoras y no pueden evitar la excusa de sentirse parte importante de algo por poseer uno de esos rincones limpios y bien iluminados en la Internet. La estúpida blasfemia de no leer pero querer escribir o que alguien los ponga por escrito.
Pero, antes de seguir adelante , algunas digresiones azarosas y seguro, gratuitas.
La inminencia del final suele despertar en los hombres el eco de memorias que se creían dormidas para siempre. Así, otra vez sobre la cubierta del S.S. Neptuno, vuelvo a recordar el día en que gané un perro en una rifa de kermesse y lo llevé a mi casa y, mientras yo dormía, mis padres decidieron regalarlo y a la mañana siguiente no dudaron un segundo en decirme que yo no había ganado ningún perro, que yo lo había soñado. Tal vez entonces haya comenzado todo. Mi fascinación por los fantasmas. Los fantasmas tímidos con los que nos cruzamos en los aeropuertos de África; los fantasmas nacidos de los celos; los fantasmas puntuales convocados por una máquina que funciona alimentada por el rigor salado de las mareas.
Mi indisimulado placer en lo fantástico y lo desaforado siempre descansó en la firme creencia de que una historia no es más que el fantasma de una vida. O viceversa. La literatura es una calle de doble mano. Y las vidas cuando mueren, si tienen suerte se convierten en historias. Y algunas ficciones, con el correr de los años, pueden confundirse en las rutas de lo verídico Se empieza de un lado o del otro. Yo me confieso alumno de la primera escuela y hay un instante sublime en que ambas posibilidades se funden en una y es ahí cuando se intuye, apenas, la grandeza y el horror de la literatura. No hay que pensar demasiado en todo esto, claro. Puede resultar soberbio y, por lo tanto, peligroso. La verdadera función del escritor –su sola razón de ser, su sencilla manera de serle útil a la sociedad– es entonces la paciente y placentera observación y el meticuloso registro de semejante fenómeno. Pararme en una curva del camino, escondido detrás de un cartel, cronómetro en mano, y determinar, sí, mi versión privada de lo que creo haber entendido se trata la velocidad de las cosas: el tiempo exacto que le lleva a una vida convertirse en historia y a una persona mutar en personaje. Seguirla y seguirlo en su viaje. Ponerla y ponerlo por escrito. Siempre pensé también que toda vida pasa por una suerte de filtro antes de convertirse en historia. Un santuario, una forma de limbo narrativo donde vagan todas las tramas y las frases se ordenan y las historias son siempre más livianas que las vidas, se descarta el exceso de equipaje que pueda arrastrar la posibilidad de un cuento.
Me gusta pensar en este sitio como en «El Extranjero», un mapa abierto donde es extremadamente fácil perderse por el solo placer de encontrarse. E1 Extranjero es entonces esa ruta por la que yo –pasajero de última llamada que sacude su pasaporte por sus muelles y aeropuertos– he perseguido tantas teorías a las que sólo me permití alcanzar cuando estuve seguro de poder convertirlas en práctica demostrable, en prueba incontestable de algo digno de ser contado. No por nada –me acuerdo ahora sin saber del todo por qué me acuerdo– L. P. Hartley escribe al principio de The Go-Between que «El pasado es un país extranjero. Allí hacen las cosas de otro modo». Creo que está en lo cierto.
Si las cosas raras que contamos tienen lugar en el extranjero –o en El Extranjero–, es as cosas raras se nos vuelven un tanto más creíbles. Por eso la mayoría de nosotros preferimos contarlas desde cierta distancia, lejos. Ubicarlas en falsos pretéritos, fingiendo que miramos hacia atrás desde el presente de nuestras plumas cuando en realidad lo que el lector cree que ya sucedió está sucediendo para nosotros. Siempre. Teoría de la relatividad aplicada a la respiración curva de un cuento. No hay pensamiento más absurdo y soberbio que la idea de que una historia concluye cuando se la ha terminado de contar. No, la historia sigue en movimiento alentada por la ambición secreta de volver a convertirse en una vida, de invertir la polaridad del rumbo recorrido con la velocidad de las cosas.
Estos días han sido un poco así. Yo al acecho, caminando sin brújula alguna por cubierta, cambiando el rumbo de mis pensamientos, consciente de que una idea no es más que otra manera de llamar al viento, y soportando estoicamente el asedio de sombras y de voces de ese ayer que reclama un sitio, una posibilidad. El sonido estival de los partidos de tenis y la risa turbia y teñida de las vedettes a la salida de un teatro. El eco preciso de esas conversaciones cuando escribíamos de a dos riéndonos a carcajadas.
El rumor de un automóvil nuevo conducido a toda marcha y camino abajo. El descubrimiento de que mis primeros libros –ahora los recuerdo como si los leyera, como si los tuviera frente a mis ojos– no eran tan malos después de todo, y el placer siempre distinto en la repetición constante de un helado de frambuesa en un viaje sin mapa y sin prisa a París. E1 prodigio que late en ciertas historias, el heroísmo de ciertos sueños. Todas estas imágenes y sabores y palabras vuelven a mí con tal precisión que no puedo sino pensar que aquel lugar común aunque imposible de comprobar la idea de que uno ve pasar toda la vida en cuestión de segundos cerca del final tal vez sea cierto y hasta razonable. Tal vez esto mismo le esté pasando a todos los pasajeros del S.S. Neptuno. Los rostros demacrados, las manos que tiemblan al sostener una copa, el afán en repetir meticulosamente y día a día la misma secuencia de movimientos pretendiendo así detener el tiempo y la conspiración de conversaciones siempre en voz baja parecen dar cierta sustancia a mis sospechas. Tal vez esto mismo –¿una enfermedad?, ¿una cura?– le esté pasando ahora a todos los habitantes del planeta.
Alguna vez declaré que nada me gustaría más que esperar el fin del mundo adentro de un cine. Tal vez –me apresuro a aclarar que esta es, a pesar de todo, una historia de deseos cumplidos– mi deseo se haya hecho realidad. Tal vez, sin que yo me dé cuenta, todo esto tenga lugar adentro de un cine. Tal vez este huracán del pasado que me alcanza y me sacude no sea más que una película a veces en blanco y negro, a veces en colores, nunca del todo comprensible pero aun así interesante.
Esto no es un cuento ni pretende serlo . Hecha la advertencia abro la libreta y leo al azar notas sueltas que yo no escribí:
«Si bien puedo comprender –con algo de esfuerzo– que una mujer pueda emitir ruiditos tiernos enfrentada a la súbita presencia de una ardilla y una ráfaga de alaridos ante un ratón, jamás podré entender la noción de esas damas tan dedicadas a la hora de ofrendarle todo su amor a un perro con cara de bobo para negárselo sistemáticamente al hombre que juran adorar y que también tiene cara de bobo.»
Sigo leyendo:
«El Argentino dejó de leer porque el avión comenzaba a llenarse de argentinos más que dispuestos a desaparecer en Miami. Oh, Miami, aberrante torta de colores pastel, pensó El Argentino. Y los vio subir despacio, sin apuros, como si el avión les perteneciera a todos y cada uno de ellos por separado. ¿Cómo reconocer a uno de sus compatriotas en el aire?, pensó. Fácil. Tan fácil. Los argentinos son aquellos que se ponen de pie y caminan por los pasillos del avión, impulsados por el mandato de un reflejo casi pavloviano, apenas se enciende el cartel de Fasten Seat Belts. Los argentinos son los que fuman en el área para no fumadores. Los argentinos son los que se sientan para conversar con un desconocido en el apoyabrazos de una butaca ajena y ocupada. Los argentinos son los que suben con paquetes más apropiados para una incursión al Congo. Los argentinos son los que no pueden parar de pensar en las bondades del free shop como si se tratara de una de las alas más impostergables del Louvre. Los argentinos son aquellos que se paran al frente de todo y de todos y ponen sus brazos en jarra como si estuvieran pasando revista a un ejército privado. Los argentinos son los que torturan a las azafatas. Los argentinos son los que nunca viajan en la aerolínea de su país pero no pueden evitar la crítica a las otras comparándolas, siempre, con las insuperables virtudes de los aviones patrios. Los argentinos son los que aplauden cuando el avión aterriza como si fueran emperadores romanos celebrando la victoria que les dedica un Espartaco volador.
«El Argentino los vio a todos ellos. Vio a los portadores de teléfonos celulares experimentando las primeras inquietudes del síndrome de abstinencia, gordos resignados a no sonar por el tiempo que estuvieran en las alturas. Vio a las mujeres flacas pensando en todo lo que iban a comprarse. Vio a varios exponentes de su raza favorita: El Argentino contempló el galopar de una tropilla de rubias esposas de polistas cabalgando hacia Miami después de haber cabalgado por Londres o Sydney. Imposibles de distinguir unas de otras –lo mismo les sucede, siempre, a los neófitos en las artes de lo equino– galopando felices en la pista pura sangre de un doble apellido sospechoso. Blue jeans nuevos y botas tejanas y anteojos oscuros y –yeguas fértiles y frígidas, mujeres que hacen el amor paso por paso, como si estuvieran en una iglesia– siempre rodeadas por trillizos, cuatrillizos y quintillizos y seguidas por sirvientas a quienes obligan a viajar con uniforme y cofia.
«Uno de los círculos menos frecuentados del infierno –por terrible, porque no muchos villanos merecen semejante castigo– es, seguro, un avión repleto de argentinos, decidió El Argentino. El Argentino pensó en sacar su cuaderno de notas y anotar todo esto para usarlo algunas vez en esa novela que jamás había escrito pero lo pensó mejor y prefirió no hacerlo. No hacía falta. Todos los argentinos iban a desaparecer en Miami. Esos argentinos que entre un avión y otro recuerdan en voz alta sin escucharse todo aquello que se compraron durante el viaje recitando artículo por artículo como si se trataran de gracias o virtudes.
«Después, enseguida, los aviones fueron haciéndose cada vez más pequeños, las turbinas mutaron a hélices, la tierra vista desde las nubes se pareció cada vez más a la ingenua mentira de uno de esos mapas en colores y las escalas se sucedieron unas a otras felices de multiplicar el perverso espejismo de los aeropuertos. Ya estaba en X pero todavía lejos de Z y –de verse apenas obligado– a El Argentino nada le hubiera costado confesar que lo que menos le importaba era acceder al final de todo el asunto, llegar. El Argentino corría en cámara lenta por pasillos siguiendo las órdenes de los carteles que lo llevaban de un vuelo a otro y deteniéndose, por contados minutos, en las librerías vía aérea para hojear páginas al azar en libros de autoayuda. Cómo decirle a su hijo que la mascota murió. Cómo recalentar lasagna. Cómo aprender a sonreír. El Argentino se pregunta sobre la súbita proliferación, en los últimos tiempos, de los libros de autoayuda en los aeropuertos y en los aviones. Los libros de autoayuda, piensa, han venido a suplantar a las Biblias y a los brevarios de oraciones que en algún momento ayudaron a soportar el sacrilegio de, previo pago de un pasaje, parecerse todavía más a Dios y poder volar y poder trasladarse de un país a otro en cuestión de horas.
«¿Será esta pequeña libreta donde anota ideas sueltas un libro de autoayuda?, se pregunta El Argentino. Buena pregunta y es posible, se responde. La libreta como involuntario manual para escritores bloqueados, para escritores que se la pasan carreteando por la pista sin recibir autorización de la torre de control para despegar su historia.
«De pie, junto a El Argentino, un hombre de negocios japonés se enoja con un libro titulado Cómo escribir cartas familiares. El japonés le explica –como si El Argentino fuera el editor responsable, como si El Argentino tuviera la culpa de todo– que "cuando los japoneses escribimos cartas personales, escribimos en líneas verticales, de arriba a abajo y de derecha a izquierda. Seguimos un modelo preciso e inmemorial y nunca nos apartamos del mismo. Primero, para empezar, un breve comentario acerca del clima y a continuación siempre preguntamos acerca de la salud del destinatario. Pero en los Estados Unidos, en Occidente en realidad, donde, claro, las cartas se escriben con líneas horizontales y de derecha a izquierda, la gente cuenta lo que se le antoja y sin ningún tipo de orden. No hay orden en Occidente".
«El Argentino recuerda todas esas películas japonesas que a él siempre le parecieron ligeramente extraterrestres por los bruscos giros argumentales y las por momentos incomprensibles reacciones de los personajes en los que nunca podía dejar de pensar como en actores o, tal vez, como miembros de alguna secta misteriosa. El Argentino se excusa con El Japonés y le da las gracias por la explicación y, antes de seguir corriendo, le dice a El Japonés que él no tiene familia, que no va a escribirle a nadie, que puede quedarse tranquilo, que el fin del mundo está cerca, más cerca de lo que todos piensan y que...».
Interrumpo mi lectura y aquí viene ella y ella no tiene mucho que ver con la mujer de un polista pero no importa. Ya encontraré la manera de hacerla encajar, no hay tiempo para corregirla a piacere. El presente cuento no es más que la teoría de un cuento. La sombra de un cuento del que yo soy lector. Una hipótesis desordenada y febril, páginas que se leen en veloz diagonal, una película sin compaginar en la que esta persona acelera sin darse cuenta, hasta alcanzar la velocidad de las cosas que la convierte en uno de mis personajes.
Aquí viene ella y el inconfundible andar sinuoso y el intimidante aire rapaz de ciertas hembras patrias. Puedo reconocerlas por encima de la estética variable, de los dictados de la moda y –hay tiempos en que tienen que casarse con polistas, hay años en que tienen que trabajar como modelo por un año antes de atrapar un empresario– el rigor protocolar de los recambios generacionales. Son, en el fondo, todas iguales y no creo que haya mujeres como ellas en otra parte del mundo. Las veo sentadas todos los domingos en las mesas de La Biela. ¿Tendré que explicar el concepto de un bar llamado «La Biela»? ¿La tiranía geográfica cuando se trata de sentarse a juzgar a los que caminan bajo las radiaciones mortales del sol? ¿El despotismo de sus camareros comportándose como aristócratas rusos degradados por el exilio de la revolución? En cualquier caso, allí están todas ellas pensando en lo que son y siempre disconformes cuando se comparan con lo que podrían haber llegado a ser.
La mujer puede tener casi cuarenta años o un poco más de veinte. Hace años que la edad –tal vez por ser más viejo que casi todos los que me rodean– ha dejado de parecerme decisiva o imprescindible como elemento descriptivo. Los avances en el arte de la cosmética y las intervenciones quirúrgicas cuya función es preservar la juventud son, seguramente, uno de los logros más sólidos que nos ha deparado el siglo xx, junto a otra mentira más útil, menos onerosa y tal vez más eficiente a la hora de escaparse por un tiempo de la realidad: el cinematógrafo. Por eso, no tiene sentido arriesgarse en la descripción de una ilusión óptica.
La mujer me pregunta quién soy. Le digo mi nombre y, por supuesto, la mujer me dice que mi nombre le suena de algún lado. La mujer me pregunta cuál es mi oficio y cuando le digo que soy escritor sonríe satisfecha, no porque me conozca sino por su capacidad de haberme reconocido. Ahora si sabe quién soy, me anuncia como si el hecho de que ella se hubiera dignado ubicarme en su caprichosa cosmogonía me convirtiera, por fin, en alguien verdadero y, por lo tanto, digno de cierto interés. Enseguida, la mujer me pide que le cuente un cuento. Le digo que no entiendo y se irrita y enciende otro cigarrillo: «¿Pero no me dijo que usted es escritor?», me pregunta satisfecha y decidida a comprobar si no le estoy mintiendo. Nada le gustaría más que desenmascararme y después ir por las cubiertas del barco eligiendo pasajeros a quienes revelar mi torpe farsa.
No me toma por sorpresa en realidad. Hay mucha gente así, muchos lectores que funcionan de este modo. Demasiados. Sutil variante sobre una de las categorías que anuncié al principio de este viaje. Verán un lector poco entrenado es, cuando menos, una persona prejuiciosa, un turista que siempre pregunta si el agua corriente es potable o los taxistas son honestos. Alguien que en su inexperiencia sólo espera que los trajes de la ficción se ajusten lo mejor posible a las medidas de su cuerpo real. Para ellos el libro es un objeto incómodo, algo que necesita sostenerse y que carece del mérito de poder ser enchufado a alguna pared. Los lectores consecuentes, por lo contrario, prefieren comparar lo que están leyendo con lo que han leído, con una forma alternativa y válida de la realidad en la que el libro –no es casual que, en su aspecto formal, se mueva con el mismo mecanismo– es siempre una puerta.
Pero esta mujer pertenece al primer grupo. Una de esas personas que, cuando van a un concierto, necesitan sentarse en una butaca que les permita observar bien las manos del pianista para asegurarse que no están siendo estafadas. Hombres y mujeres que luego de un truco de magia se preocupan más por averiguar cómo lo habrá hecho el mago que en disfrutar la ilusión. Para mi propio beneficio y la profunda insatisfacción de todos ellos, he tenido la precaución de memorizar un breve texto –otro cuento sobre el fin del mundo– que no aparece ni aparecerá en ninguno de mis libros. Finjo que me concentro, respiro profundo, cierro los ojos y empiezo:
Había una vez un hombre que vivía cinco minutos en el futuro.
Cinco minutos y nada más que cinco minutos adelantado en relación al resto de los vientos y de las mareas, de las personas y de los animales de este planeta.
No es que semejante don le sirviera demasiado. No podía, por ejemplo, ganar fortunas en las carreras de caballos ni en la lotería. Tampoco hacerse rico iluminando profecías importantes. Cinco minutos era muy poco tiempo.
Apenas saber que en cinco minutos iba a empezar a llover; que su insoportable primo golpearía a la puerta y el tiempo justo para apagar todas las luces; que el asesino era este y no aquél en esa novela policial o en esa película; que ella iba a llamar por teléfono para regalarle o mentirle aquello que esperaba desde hacía mucho más que cinco minutos.
Contar cinco veces hasta sesenta. Contar hasta trescientos. Contar despacio como si se contaran postes de electricidad en el camino, autos, latidos de corazón, golpes.
El día en que el hombre que vivía cinco minutos en el futuro salió a la calle gritando que el mundo había llegado a su fin nadie le creyó, claro; pero tampoco tuvieron demasiado tiempo para reírse del hombre que vivía cinco minutos en el futuro.
Nada demasiado grandioso –me interesa que suene como algo inmediato– pero bastante eficaz. Me sorprende descubrir que, cuando alcanzo la palabra futuro y agrego un punto final y sonrío satisfecho, la mujer está llorando.
–A usted lo mandó Ella –me dice temblando y me sorprende la E mayúscula en su voz y el terror gigantesco en sus ojos. La Argentina mira para todos lados y repite que a mí me mandó Ella. Le pregunto quién es Ella y La Argentina me contesta que Ella es la Diosa. Le pregunto qué Diosa (¿griega, egipcia, africana?) y La Argentina hace un gesto exasperado. No sabe, no importa, no le parece necesario, qué importa, cuál es la diferencia. La Argentina no sabe contar su propia historia. La Argentina es el tipo de mujer que necesita que su historia la cuenten otros. En las revistas de actualidad y, de ser posible, con fotos grandes y poco texto. Yo la miro. Yo ahora estoy en El Extranjero decidiendo si tiene algún sentido seguir escuchándola. «Buenas noches» digo, y ella me agarra del brazo y me clava las uñas pintadas y me pide que no la deje sola, que necesita contarme lo que pasó, que todo esto es culpa suya. Le pregunto a qué se refiere con «todo esto» y entonces se seca las lágrimas con el dorso de la mano y sonríe casi orgullosa. Esto, insiste y señala el cielo rojo y las estrellas al mediodía, el agua que vira del verde al violeta pasando por el blanco, el viento intermitente, el espejismo sólido de una embarcación que a veces es un antiguo galeón pirata que nos viene siguiendo desde hace varios días y a veces es una de esas piraguas hawaianas donde hombres y mujeres floridas cantan «Ha'ina 'ia mai ana ka puana... Ha'ina 'ia mai ka puana. . .» y siempre el grito de un pasajero, diario y puntual, que se arroja desde la torre donde gira, mareado, el mas inútil de los radares.
Todo esto, insiste ella con un movimiento de su brazo que lo abarca todo. El fin del mundo, sonríe La Argentina y yo vuelvo a abrir la libreta.
Otro cuento –otro cuento más– sobre el fin del mundo. Breve preámbulo acerca de la necesidad apenas confesable de todo escritor, la casi obligación de contar el final de todas las cosas. Un cuento sobre el principio del fin del mundo, en realidad. Un cuento que tenga algo que ver con la isla de Santorini. La estupidez mítica de la Atlántida, la gigantesca broma que nos jugó Platón a partir de un acontecimiento verdadero. R. –un arqueólogo italiano, de Milán– me cuenta la historia de la isla de Santorini como posible estallido primal en el fondo del eco de tantas leyendas apocalípticas. La gigantesca explosión y el hundimiento del volcán de la isla de Santorini y la devastación cataclísmica sufrida por los palacios de Creta como consecuencia de la ola gigante generada por la erupción mil quinientos años antes de Cristo. Una conjetura adentro de otra conjetura. Un cuento, claro. Lawrence Durrell escribió sobre Santorini. Buscar también Santorini, por Christos G. Doumos y Santorini, por Artemios M. Mitropias. Cuento con turista argentina en Santorini, entonces. Turista argentina que, de algún modo, despierta la cólera de los dioses. Viajar a Santorini. No viajar a Santorini. Inventar Santorini.
La Argentina se seca las lágrimas, llora un poco más y dice que no sabe cómo empezar. Lo dice con un suspiro caprichoso. Yo le digo que lo mejor es que empiece por el principio, consejo que casi siempre es errado cuando la persona que lo recibe lee poco y escribe nada. Pasan algunos minutos que parecen años alrededor de la figura de su padre y ella era su favorita y un colegio con nombre ridículamente inglés y una madre alcohólica y un par de abortos y el novio de su hija y una boutique en un shopping center y un preparador físico y un auto importado y un poco de cocaína y el miedo a las cirugías plásticas después de lo que le pasó a la modelo esa.
La Argentina llegó a Santorini una mañana temprano. No llegó sola. Ella y una amiga. Le pregunto si su amiga está a bordo del S.S. Neptuno y La Argentina cambia de tema, se pasa la mano por el cabello, frunce las cejas, se humedece los labios con la punta de la lengua. La Argentina esconde algo. Un agujero negro en la historia. No tengo modo de explicarlo, una suerte de don que se desarrolla con el tiempo: los escritores poseen una suerte de clarividencia. No pueden adivinar el futuro pero sí están capacitados para presentir el desarrollo y hasta el final de una determinada historia.
La Argentina me cuenta que conoció a su amiga en el gimnasio, que descubrieron que iban al mismo psicoanalista y que, juntas, decidieron abandonarlo para pasarse a una de esas terapias alternativas. Algo que ver con revelaciones y con vestirse de blanco y con quemar incienso y tirar runas. Típicas maniobras fin de milenio. Subterfugios para esconder el terror de lo que vendrá al otro lado del almanaque y siempre pensé que el miedo convertía a cierto tipo de personas –esas que prefieren que les cuenten un libro antes de leerlo– en personas raramente articuladas, casi involuntariamente literarias en su discurso. Es una lástima que este no sea el caso. La Argentina habla como si avanzara por los desfiladeros de una fiesta fantasma y aburrida, como un telegrama inútil: pocas palabras y todas ellas equivocadas cuando se trata de hacer llegar un mensaje. De ahí que reproducir aquí nuestra conversación no sólo sería inútil e imposible –ya lo dije, no hay tiempo– sino también un eficiente ejercicio en el más exquisito de los sadismos.
La Argentina me cuenta que llegaron a una isla enviadas por su gurú personal. Un ex psicoanalista lacaniano que juraba haber Visto la luz y que ahora se hacía llamar –me pregunto si la alusión gardeliana será adrede– Rayo Misterioso. El hombre las había equipado caro con una serie de diagramas, esencias perfumadas, pases mágicos y una pirámide de aluminio desarmable. Aquí la historia se complica y La Argentina se vuelve más complicada como personaje. Está claro que ha bebido, que ha tragado pastillas y que no deja de llevarse a la nariz un coqueto y pequeño salero del que aspira profundo y seguido. Algo pasó o algo salió mal o salió demasiado bien. No bien llegaron a la isla, La Argentina y su amiga fueron abordadas por un guía local. La Argentina se ríe con la risa del guía cuando éste vio la «pirámide energética mística de poder» y se ofreció a llevarlas a la cueva donde vivía la Diosa a cambio de algo que no llego a entender del todo. La Argentina no me explica a cambio de qué pero algo rompe la superficie de su historia, como si una mano hubiera arrancado demasiadas páginas. La amiga desaparece y el guía desaparece –nada me cuesta pensar que están muertos, que fueron ofrendados– y de improviso. La Argentina enfrenta el rostro inmortal de la Diosa iluminado por la luz antigua de velas que nunca se consumen.
Le pregunto a La Argentina si la Diosa era una mujer bella y La Argentina me contesta que «sí, qué sé yo, más o menos, psé.. » y entonces –aburrida de sí misma, aburrida de mí, como si quisiera convencerme de que alguien la espera en algún lugar del barco, como si disparara las últimas balas en el último revólver– me cuenta el final de su historia con dos o tres oraciones más y se aleja demasiado erguida para ser alguien que camina por la cubierta de un barco donde todos son náufragos aunque todavía no lo sepan.
Ahora ya no pienso –como piensan los lectores, como pensaba yo durante mi juventud inédita– que los escritores son esos seres implacables capaces de captar con una mirada la esencia secreta de un ser humano para recién entonces ponerlos por escrito. Ahora comprendo que, en realidad, la maniobra es opuesta y es inversa: un escritor siempre se equivoca al juzgar a una persona y es este sagrado error el que permite la creación del personaje correcto. Nuestro oficio no es más que el constante y cada vez más perfecto ejercicio del error. Así, mi versión –mi visión– de La Argentina no es La Argentina.
Ahora escribo cuentos cortos. Muy cortos. Como mis viajes. Las razones son muchas, demasiadas, y ninguna al mismo tiempo. Con los avances tecnológicos, las distancias se han acortado y los desplazamientos por el mapa han perdido buena parte de su encanto, pienso. Yo vengo de una familia de viajeros, una familia en la que la idea de viajar, de alejarse, era una de las pocas formas posibles del afecto. La lejanía impuesta por océanos y continentes posibilitaba el milagro de las cartas como señales de humo o la estática de las conversaciones telefónicas en las que, de improviso, poco y nada costaba decir desde lejos lo que parecía imposible decir cara a cara. En cambio, he recibido la idea de imaginar miniaturas como la más inesperada de las bendiciones. Me gusta la idea de escribir una idea; el desafío de que una idea pueda ser un cuento, que la simple teoría de un cuento pueda ser leída como un cuento en sí mismo. Así, fantasmas de esposas muertas que vuelven todas las noches a dormir con sus maridos vivos; así hombres a quienes el agua les habla y les cuenta cuentos. Historias que se puedan recordar como se recuerda el vestíbulo de un hotel o la caída de un vestido de mujer o el golpe distintivo de la pelota contra el encordado de una raqueta de tenis, historias que no abulten demasiado las valijas porque, sí, la práctica de la memoria es ese viaje del que en realidad nunca se regresa.
Abro otra vez la libreta. Ahora escribo en ella mi breve ofrenda y no puedo evitar pensar en esta libreta como si se tratara del canto de las sirenas: otra pequeña isla donde naufragan escritores que se ven obligados a poner algo ahí adentro antes de continuar viaje. Busco una página en blanco y empiezo.
«Una mujer temerosa del paso de los años y aterrorizada por el asedio de las arrugas convoca a la figura de un diosa antigua y la atrapa mediante palabras mágicas y pentagramas arcanos en una cueva secreta de una isla antigua como el tiempo. La mujer le exige a la diosa que le conceda un deseo a cambio de su libertad. La diosa accede. La mujer no lo piensa demasiado. La mujer le pide a la diosa la juventud que, siente, comienza a escapársele por entre las manos, las piernas, el rostro. La mujer le dice a la diosa que quiere ser joven eternamente, joven hasta el fin del mundo. La diosa sonríe y le concede el deseo a la mujer. "Joven hasta el fin del mundo" sonríe la diosa al mismo tiempo que, vengativa e invencible, orquesta los primeros compases del último apocalipsis».
Leo lo escrito y no me gusta demasiado. Espero tener tiempo suficiente para corregirlo, pienso, sabiendo que no me alcanzaría todo el tiempo del mundo porque es muy poco todo el tiempo que le queda al mundo y que en realidad el destino de todos nosotros, los escritores que obedecemos al llamado de la vocación y no al afán de lucro, es una continua busca de pretextos para diferir el momento de tomar la pluma.
El mundo se va al Extranjero y yo vuelvo a la reposera donde encontré la libreta y la dejo ahí para que alguien la encuentre, para que otro continúe el cuento.
Alguna vez escribí que «lo que entendemos como realidad (algo similar ha sucedido con el plano de las grandes metrópolis) se ha expandido y ramificado en los últimos tiempos».
Alguna vez imaginé un cuento sobre el fin del mundo en los acantilados de un balneario argentino.
Alguna vez inicié un relato con «En algún sitio leí que un ceñido tapiz bordado de hechos desafortunados narra los días de los seres humanos desde su amanecer iniciático, pero a mí me gusta pensar que hubo tiempos de calma y reflexión y que por un certero mandoble de la suerte me ha tocado vivir ese instante caótico y grandioso del final».
Alguna vez –ya lo repetí demasiadas veces; ya lo dije, sin ir más lejos, en estas páginas, de acuerdo, pero siempre pensé que se trataba de una de mis ocurrencias más felices porque se trata, también, de una de las más sinceras– aseguré que me gustaría esperar el fin del mundo dentro de la penumbra plateada de un cine.
Sigo pensando lo mismo que entonces y no es común que uno pueda jurar, tanto tiempo después o apenas transcurridos cinco minutos, sobre sus propias frases ingeniosas. La vida –nada es perfecto, ha sido una buena vida de cualquier manera– rara vez imita a la literatura que uno practica y demasiadas veces a la literatura que uno desprecia. Podría ser peor. Un barco no está tan mal después de todo y si la noche ayuda, me dicen, quizá levanten una pantalla para proyectar una película que –como las películas de los aviones– nunca puede ser demasiado inteligente una película que flote. Adentro, bajo cubierta, baila el baile de disfraces y el cruce del Ecuador y comienza a sonar una orquesta de músicos que esconden su insalvable falta de talento detrás del supuesto refinamiento de máscaras venecianas. Una orquesta pequeña pero aun así demoledora al atreverse a una versión profana y swing de Bach. El aria que postula y organiza las Goldberg Variationen, creo, y trato de no oír. Después, enseguida, «La Mer» , de Charles Trennet. Un niño antiguo vestido de marinerito corre por cubierta pateando el cadáver de una gaviota mientras grita en perfecto latín «Forsam et haec olim meminisse juvabit». Un hombre solitario –sus vestiduras recamadas con hilos de oro, el báculo, la mitra me hacen pensar que se trata de un obispo– se detiene junto a mí y me dice algo en un idioma que no conozco pero que, sin embargo, nada me cuesta poner por escrito. «Porpozec ciebie nie prosze dorzanin zyolpocz ciwego», me explica con una sonrisa y el viento del agua agita su capa. Intento no oírlo y concentrarme en el océano que suena como un viejo disco de pasta, verosímil y lejano. Y yo miro al cielo y busco y encuentro el consuelo de una estrella reconocible entre el caos de las constelaciones que desde hace noches no dejan de moverse y reordenarse proponiendo nuevas figuras. A mi lado, una mujer llora sin siquiera presentirse culpable de todo esto pero sí asumiendo su mortalidad después de tantos años de soñarse eterna. No es la primera vez que escucho a una mujer llorar junto a mí, claro, y ahora el capitán anuncia en voz alta y por los altoparlantes que está nevando en Buenos Aires. Lo repite varias veces, como si necesitara de la incredulidad y sorpresa de los pasajeros para poder empezar a concebirlo. A mí no me sorprende demasiado. La gente forma pequeños grupos en cubierta y se inquietan porque es diciembre, porque es verano. Me dan ganas de decirles, de gritarles, que diciembre no es ni nunca fue; que incluso verano o hasta Buenos Aires no son más que una de las tantas convenciones propuestas por el hombre al intentar la organización de todo aquello que nunca comprendió ni jamás comprenderá; que tan sólo la efímera idea de nieve tiene alguna solidez, algún peso específico y trascendente. No tendría ningún sentido, claro. Entonces, a lo sumo, la falsa preocupación de una sonrisa verdadera. Decir apenas pero qué barbaridad... y seguir caminando, las manos entrelazadas detrás de la espalda, respirar hondo el aire de mar cargado de bestias.
Es en estas situaciones que resulta verdaderamente práctico ser lector: ubicarse un poco afuera de todas las cosas, como si se las leyera. El privilegio de, por una vez, saberse más testigo que protagonista y no tener que decidir entre el por qué no se me ocurrió a mí o el qué suerte que se le ocurrió a alguien.
Nada me cuesta imaginar que cerca del final de sus existencias –a modo de coartada invencible del crimen perfecto o de providencial salvavidas que sólo se le ofrece a quien nada tiene que ver con la presión en las calderas, el curso trazado y la punta del iceberg–, los escritores vuelven a ser personas inocentes. Los escritores retornan a su condición original, recuperan para sí la piel del feliz lector que alguna vez fueron y vuelven a enfrentarse con la irresponsable valentía de quien se sabe invulnerable a una trama sobre la que no tiene poder alguno salvo el de arrojarla por la borda para verla hundirse o nadar.
Están aquellos que al final de un cuento suspiran ¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí? y están los que optan por sonreír ¡Qué suerte que se le ocurrió a alguien!
Eso es todo, todos somos lectores de un modo o de otro.
El Bien y el Mal –las claves obvias de nuestra caída y los códigos secretos de nuestra salvación- descansan en paz, se revuelcan en las sábanas rojas de la guerra y se enferman de buena salud en el centro mismo de esa diferencia irreconciliable que, tarde o temprano, conducirá al final de nuestros días en el universo.
Algo los une sin embargo: para los hombres, para todos los escritores y los lectores, la Historia –vano mecanismo de defensa siempre es el pasado-. Sólo a medida que envejecemos comenzamos a comprender, gracias al tibio y casi inútil consuelo al que se accede con la perspectiva de los años, que hemos vivido la Historia casi sin darnos cuenta y que –¿primera y última cortesía de la muerte?– no demoraremos en encontrarnos ligados a Ella por toda la eternidad.
Así, nuestra humilde y hasta entonces fluvial historia desemboca, con un último aliento, en el inconmensurable océano donde van a dar todas las tramas. Así, el fin de los tiempos y el fin de la Historia; y, de vivir adentro de un volumen de cuentos, de ser uno de sus personajes, nada me molestaría menos que ubicar este embrión de relato –una breve introducción en realidad, apenas la incierta luz de una teoría, la sombra de un cuento– en las primeras páginas. La paradoja del fin del mundo en el principio de un libro. Una humilde trampa que funcionase no para desconcertar al lector sino para juguetear con la idea de un nuevo inicio concebido durante el último acto del inmenso e inalcanzable universo imposible de poner por escrito, ahí afuera.
Sí, el principio de un libro también puede ser el fin del mundo.
Me explico, intento explicarme: navego en un barco de bandera imprecisa y de nombre casi vergonzoso por su obviedad. S.S. Neptuno. Si esto fuera un cuento, claro, no vacilaría en cambiárselo. Doncella de Palestina, tal vez. Da igual. Lo que sí me interesa asentar a modo de preámbulo –bien lo saben aquellos que alguna vez hayan optado por el agua antes que por el aire– es que cuando se cabalgan los mares es cuando más lejos y más afuera de todo nos sentimos. Desconfíen, por favor, del discurso vertiginoso de astronautas en órbita. No en vano hay quien juró que el hombre no es más que un invento del agua para poder trasladarse de un sitio a otro. Estamos construidos con agua y no con aire. Es por eso que, cuando nos arriesgamos a ser uno con las olas, no podemos disimular la sensación de extravío y, al mismo tiempo, la sospecha de estar de regreso en el hogar ancestral después de tanto tiempo lejos de casa. De ahí la felicidad profunda que no demora en invadir a aquellos que se ahogan. Muchos años atrás, yo estuve a punto de morir ahogado en un par de oportunidades, y no creo estar faltando a la verdad si digo que recuerdo aquello como algo raramente placentero. Alcanza con flotar bajo la noche, los ojos cerrados, las estrellas reflejándose en una piscina generosa, para comprenderlo. En el agua, lo primero que se hunde es nuestro apellido y los tristes diplomas y honores que supimos conseguir. Lo último en desaparecer es el recuerdo de un rostro ovalado de mujer que nos sonríe desde las alturas donde esas madres flamantes y perfectas arrullan con la inconfundible canción en la que se cuenta que están dejando de ser lo que fueron hasta entonces para poder ser ellas de una buena vez por todas.
Lejos, muy lejos de los novedosos fulgores instantáneos Internet, aislado de la tecla fácil y con la sola ayuda de tinta densa y oscura, escribo todo esto no en la pequeña e infinita libreta de notas que me ha acompañado con la fidelidad de un perro de papel a lo largo de tantas travesías sino en otra. Una libreta que encontré hoy abandonada sobre una reposera. Sus páginas están casi llenas con la letra inconfundible de aquel que se ha acostumbrado a la electricidad de un teclado y ha perdido para siempre el fluido placer de la tinta. Este es el último viaje, no hay más después de esto, le digo a la libreta huérfana. Y le doy palmaditas en su lomo de cuero gastado y la abro y ya me he acostumbrado a leer respetando el balanceo de las aguas. La tensión primero en una pierna y después en la otra. Mis ojos sobre las páginas han ido adoptando una cadencia decididamente oceánica y pendular: las palabras primero se inclinan hacia un lado y después hacia otro. Ideas que caminan de proa a popa, oraciones que arrojo por babor o estribor para regocijo de albatros y tiburones. ¿Quién será el autor de todo esto? ¿Cuál de los pasajeros?, me pregunto sin demasiadas ganas de contestarme mientras experimento ese ambiguo sentimiento del que sostiene por primera vez un revólver cargado y leo líneas al azar, frases sueltas, fantasmas de vidas, intrigantes reincidencias, disparos a ciegas:
«Ajustes de antena. Interferencias. Súbitas aceleraciones. La velocidad de las cosas».
«La vida no tiene por qué obedecer al tempo y a las argucias de ciertas novelas del siglo XIX. La vida es diferente y la vida es, apenas, ese espacio que transcurre entre una fiesta y otra y que se recorre, siempre, una vez alcanzada la velocidad de las cosas».
«Hay un instante en que, sin saberlo, todo adquiere un mismo impulso y una misma armonía y un sonido inconfundible y preciso. El sonido de la velocidad de las cosas. El sonido de la velocidad de las cosas es el sonido que Dios hace al respirar. Algo de eso hay en el segundo en que cambian las mareas o en el chasquido del primer copo de nieve desprendiéndose de los cielos».
«Ya lo dije antes: al final, me gusta visualizar el trazo de mi existencia como una fuga de A a B en constante desarrollo, una escapada plenamente consciente de que, desplazándose siempre a la velocidad de las cosas, deberá pasar por Z antes del final».
«Es curioso, vivimos la vida en primera persona del singular pero llegado el final, se nos aparece la opción de un cambio en la composición del relato. Esta nueva velocidad de las cosas –me pregunto si la chica de la motocicleta se refería a algo más o menos parecido– es la que nos permite entonces vernos desde afuera, mirarnos mirar, sentirnos sentir, muriendo morir. Tal vez se trate del más primal de los mecanismos de defensa o del más convincente de los placebos: esto no me puede estar pasando a mí, volar lejos. Tal vez por eso todos aquellos desesperados que dicen haber estado muertos y vuelven para contarlo insisten en el paisaje de sí mismos cada vez más pequeño, allá abajo. La persona como personaje, un espejo de carne y hueso. El cuerpo como un plano, como un sinfín de gráficos y de cómputos. La escalera de caracol del DNA, la médula como una vía láctea, la marea oscura de la enfermedad erosionando los acantilados de las células. Sí, el cuerpo visto igual que esas fotos desde las alturas –marrones y verdes y azules– que luego se utilizan para la confección de los mapas».
«Yo era un periodista, de acuerdo. Pero yo era, antes, un escritor. Yo era un periodista y había publicado varios libros de ficción y obtenido ese mínimo prestigio que me permitía el desarrollo y la conservación de este "buen trabajo" donde yo hacía más o menos lo que quería sin que mis deseos aparentemente interfirieran demasiado con los deseos de mis jefes. Yo era, por lo tanto, más o menos feliz y poco y nada tengo para decir acerca de la virtual batalla entre la realidad y la ficción –entre la dicotomía Jekyll & Hyde que puede llegar a experimentarse dentro del ecosistema de un escritor/periodista o viceversa. ¿Tal vez decir que la mínima diferencia radica en que un escritor parece estar hablándole a una persona mientras que un periodista parece estar hablándole a todas las personas al mismo tiempo? Tal vez no. Tal vez la tan insignificante como insalvable diferencia radique en el modo en que tanto uno como otro perciban la velocidad de las cosas, el modo en que los diferentes movimientos del ojo y de la mano se acomodan para contar algo que bien puede ser el paisaje lírico de un cadáver o la imposible terrenalidad de la luz desprendiéndose desde los vitrales de una iglesia para posarse en el andar ebrio de un sacerdote que ya no cree en nada. No importa. No hace diferencia alguna aquí. Alcance con decir que yo escribía más o menos lo que me interesaba y, tal vez, fue la forma irresponsable de semejante felicidad lo que me impidió que viera venir lo que se acercaba desde el fondo del camino, desde esa curva cerrada que abole toda posibilidad de perspectiva y anticipación y cautela. Así, la oscuridad impenetrable y, un segundo más tarde, la luz magnética en los ojos obligándonos a estrellarnos contra ella, las manos más firmes que nunca en el volante para que nada altere el curso de nuestra feliz y última colisión».
«En cualquier caso, me parece que ya es demasiado tarde para alterar mi punto de fuga y cambiar la velocidad de las cosas para convertirme así en la persona que pude haber sido en lugar del personaje que soy».
Entonces suenan las sirenas que nos llaman al almuerzo y vestidos de blanco, con telas ligeras, caminamos como espectros de andar liquido y mirada seca rumbo al comedor de primera clase y yo escondo la libreta en un bolsillo por temor a que su dueño verdadero me la reclame o por miedo a que no me dejen entrar con ella, quién sabe.
Hace días que el cielo está lleno de prodigios. Nubes que se mueven con los imprevisibles y lánguidos movimientos de la tinta que se deja caer en el agua. Hay momentos en que –deformación profesional, supongo– me parece leer algo entre los resplandores rojos y verdes del atardecer, justo antes de que asomen las estrellas bordadas en el pesado manto de la noche. Hay momentos en que el cielo parece una página escrita en hebreo, de derecha a izquierda. ¿Y no será que la noche se levanta en lugar de caer? El lugar común de «la noche cae» siempre me sonó incómodo y mentiroso. En el campo o en el océano la noche se levanta sin atenuantes, como la muerte, como los finales, y la tenue tregua de las estrellas no hace más que subrayar la idea de lo impensable. Así, cuando uno cree comprenderlo todo, enseguida sobreviene el espanto de la más absoluta de las ignorancias. La noche nos pone, siempre, en nuestro lugar.
Ayer, mientras dormía al sol de las reposeras, mi ejemplar de Life of Johnson posado sobre el pecho, una tormenta de gaviotas nos atacó en altamar. Huimos de las cubiertas, nos refugiamos en el bar y sirvieron cocktails gratis para todos. El capitán no supo explicarme semejante aberración. Hoy, un ejército de ballenas, comandado por la supuesta imposibilidad de una ballena blanca y gris, acompañó al barco durante un trecho largo cantando lo que al menos a mí me pareció una versión más que aceptable del aria de Madame Butterfly. Hay rumores de que hemos perdido todo contacto con tierra, que la tierra se ha perdido, que el océano no es más que un espejismo y que nosotros somos ya parte indivisible de su escenografía de agua.
No es que a mí me preocupe demasiado. En realidad, nada me cuesta admitir que me complace lo que ocurre y que hace años que no experimento esta forma tan rara de la dicha. Nada muy diferente, tal vez, a esa definitiva excitación del que decide saltar desde un andén segundos antes del paso de la locomotora; pero yo prefiero relacionar este alegre virus con ciertos estadios a los que difícilmente se accede en mi métier. Recuerdo oportunidades en las que, al empezar a contar una historia, yo no podía evitar compararme con el clavadista de altura que respira hondo y se deja caer, sabiendo de antemano que la horizontal de esa ola fue pensada sólo para que él –a partir de la vertical de su cuerpo– la atravesase con el obsequio de una razón de ser. Del mismo modo, al ordenar las primeras palabras de una trama, el escritor se enfrenta a varias puertas cerradas con candado y, si tiene suerte, elige la que corresponde a la llave de su pluma fuente.
Cuando se trata de narrar el fin del mundo, toda esta sintomatología se intensifica y, ante lo limitado del tiempo, las posibilidades son paradójicamente infinitas. ¿Se me considerará soberbio, perjudicará mi tránsito hacia otro mundo, si confieso aquí que la primera puerta que empujé se abrió sin resistencia, que la primera puerta era la puerta correcta?
Supongo que no existe fantasía más egoísta que la de imaginar que el propio fin coincidirá con el final de todo y de todos y, sí, esta es otra historia sobre el fin del mundo. Nadie lo sabe con la excepción de mi persona y de la pasajera de primera clase, la mujer que me la cuenta con palabras lentas de alcohol, con pausas de hielo girando en el vaso.
Ahí viene, ahí me la va a contar aunque ella todavía no lo sepa.
Siempre ocurre, como un reflejo condicionado: las personas reconocen a un escritor y no vacilan en contarle una historia propia, una historia que siempre creen mejor que cualquier otra. Cada vez leen menos libros y más pantallas de computadoras y no pueden evitar la excusa de sentirse parte importante de algo por poseer uno de esos rincones limpios y bien iluminados en la Internet. La estúpida blasfemia de no leer pero querer escribir o que alguien los ponga por escrito.
Pero, antes de seguir adelante , algunas digresiones azarosas y seguro, gratuitas.
La inminencia del final suele despertar en los hombres el eco de memorias que se creían dormidas para siempre. Así, otra vez sobre la cubierta del S.S. Neptuno, vuelvo a recordar el día en que gané un perro en una rifa de kermesse y lo llevé a mi casa y, mientras yo dormía, mis padres decidieron regalarlo y a la mañana siguiente no dudaron un segundo en decirme que yo no había ganado ningún perro, que yo lo había soñado. Tal vez entonces haya comenzado todo. Mi fascinación por los fantasmas. Los fantasmas tímidos con los que nos cruzamos en los aeropuertos de África; los fantasmas nacidos de los celos; los fantasmas puntuales convocados por una máquina que funciona alimentada por el rigor salado de las mareas.
Mi indisimulado placer en lo fantástico y lo desaforado siempre descansó en la firme creencia de que una historia no es más que el fantasma de una vida. O viceversa. La literatura es una calle de doble mano. Y las vidas cuando mueren, si tienen suerte se convierten en historias. Y algunas ficciones, con el correr de los años, pueden confundirse en las rutas de lo verídico Se empieza de un lado o del otro. Yo me confieso alumno de la primera escuela y hay un instante sublime en que ambas posibilidades se funden en una y es ahí cuando se intuye, apenas, la grandeza y el horror de la literatura. No hay que pensar demasiado en todo esto, claro. Puede resultar soberbio y, por lo tanto, peligroso. La verdadera función del escritor –su sola razón de ser, su sencilla manera de serle útil a la sociedad– es entonces la paciente y placentera observación y el meticuloso registro de semejante fenómeno. Pararme en una curva del camino, escondido detrás de un cartel, cronómetro en mano, y determinar, sí, mi versión privada de lo que creo haber entendido se trata la velocidad de las cosas: el tiempo exacto que le lleva a una vida convertirse en historia y a una persona mutar en personaje. Seguirla y seguirlo en su viaje. Ponerla y ponerlo por escrito. Siempre pensé también que toda vida pasa por una suerte de filtro antes de convertirse en historia. Un santuario, una forma de limbo narrativo donde vagan todas las tramas y las frases se ordenan y las historias son siempre más livianas que las vidas, se descarta el exceso de equipaje que pueda arrastrar la posibilidad de un cuento.
Me gusta pensar en este sitio como en «El Extranjero», un mapa abierto donde es extremadamente fácil perderse por el solo placer de encontrarse. E1 Extranjero es entonces esa ruta por la que yo –pasajero de última llamada que sacude su pasaporte por sus muelles y aeropuertos– he perseguido tantas teorías a las que sólo me permití alcanzar cuando estuve seguro de poder convertirlas en práctica demostrable, en prueba incontestable de algo digno de ser contado. No por nada –me acuerdo ahora sin saber del todo por qué me acuerdo– L. P. Hartley escribe al principio de The Go-Between que «El pasado es un país extranjero. Allí hacen las cosas de otro modo». Creo que está en lo cierto.
Si las cosas raras que contamos tienen lugar en el extranjero –o en El Extranjero–, es as cosas raras se nos vuelven un tanto más creíbles. Por eso la mayoría de nosotros preferimos contarlas desde cierta distancia, lejos. Ubicarlas en falsos pretéritos, fingiendo que miramos hacia atrás desde el presente de nuestras plumas cuando en realidad lo que el lector cree que ya sucedió está sucediendo para nosotros. Siempre. Teoría de la relatividad aplicada a la respiración curva de un cuento. No hay pensamiento más absurdo y soberbio que la idea de que una historia concluye cuando se la ha terminado de contar. No, la historia sigue en movimiento alentada por la ambición secreta de volver a convertirse en una vida, de invertir la polaridad del rumbo recorrido con la velocidad de las cosas.
Estos días han sido un poco así. Yo al acecho, caminando sin brújula alguna por cubierta, cambiando el rumbo de mis pensamientos, consciente de que una idea no es más que otra manera de llamar al viento, y soportando estoicamente el asedio de sombras y de voces de ese ayer que reclama un sitio, una posibilidad. El sonido estival de los partidos de tenis y la risa turbia y teñida de las vedettes a la salida de un teatro. El eco preciso de esas conversaciones cuando escribíamos de a dos riéndonos a carcajadas.
El rumor de un automóvil nuevo conducido a toda marcha y camino abajo. El descubrimiento de que mis primeros libros –ahora los recuerdo como si los leyera, como si los tuviera frente a mis ojos– no eran tan malos después de todo, y el placer siempre distinto en la repetición constante de un helado de frambuesa en un viaje sin mapa y sin prisa a París. E1 prodigio que late en ciertas historias, el heroísmo de ciertos sueños. Todas estas imágenes y sabores y palabras vuelven a mí con tal precisión que no puedo sino pensar que aquel lugar común aunque imposible de comprobar la idea de que uno ve pasar toda la vida en cuestión de segundos cerca del final tal vez sea cierto y hasta razonable. Tal vez esto mismo le esté pasando a todos los pasajeros del S.S. Neptuno. Los rostros demacrados, las manos que tiemblan al sostener una copa, el afán en repetir meticulosamente y día a día la misma secuencia de movimientos pretendiendo así detener el tiempo y la conspiración de conversaciones siempre en voz baja parecen dar cierta sustancia a mis sospechas. Tal vez esto mismo –¿una enfermedad?, ¿una cura?– le esté pasando ahora a todos los habitantes del planeta.
Alguna vez declaré que nada me gustaría más que esperar el fin del mundo adentro de un cine. Tal vez –me apresuro a aclarar que esta es, a pesar de todo, una historia de deseos cumplidos– mi deseo se haya hecho realidad. Tal vez, sin que yo me dé cuenta, todo esto tenga lugar adentro de un cine. Tal vez este huracán del pasado que me alcanza y me sacude no sea más que una película a veces en blanco y negro, a veces en colores, nunca del todo comprensible pero aun así interesante.
Esto no es un cuento ni pretende serlo . Hecha la advertencia abro la libreta y leo al azar notas sueltas que yo no escribí:
«Si bien puedo comprender –con algo de esfuerzo– que una mujer pueda emitir ruiditos tiernos enfrentada a la súbita presencia de una ardilla y una ráfaga de alaridos ante un ratón, jamás podré entender la noción de esas damas tan dedicadas a la hora de ofrendarle todo su amor a un perro con cara de bobo para negárselo sistemáticamente al hombre que juran adorar y que también tiene cara de bobo.»
Sigo leyendo:
«El Argentino dejó de leer porque el avión comenzaba a llenarse de argentinos más que dispuestos a desaparecer en Miami. Oh, Miami, aberrante torta de colores pastel, pensó El Argentino. Y los vio subir despacio, sin apuros, como si el avión les perteneciera a todos y cada uno de ellos por separado. ¿Cómo reconocer a uno de sus compatriotas en el aire?, pensó. Fácil. Tan fácil. Los argentinos son aquellos que se ponen de pie y caminan por los pasillos del avión, impulsados por el mandato de un reflejo casi pavloviano, apenas se enciende el cartel de Fasten Seat Belts. Los argentinos son los que fuman en el área para no fumadores. Los argentinos son los que se sientan para conversar con un desconocido en el apoyabrazos de una butaca ajena y ocupada. Los argentinos son los que suben con paquetes más apropiados para una incursión al Congo. Los argentinos son los que no pueden parar de pensar en las bondades del free shop como si se tratara de una de las alas más impostergables del Louvre. Los argentinos son aquellos que se paran al frente de todo y de todos y ponen sus brazos en jarra como si estuvieran pasando revista a un ejército privado. Los argentinos son los que torturan a las azafatas. Los argentinos son los que nunca viajan en la aerolínea de su país pero no pueden evitar la crítica a las otras comparándolas, siempre, con las insuperables virtudes de los aviones patrios. Los argentinos son los que aplauden cuando el avión aterriza como si fueran emperadores romanos celebrando la victoria que les dedica un Espartaco volador.
«El Argentino los vio a todos ellos. Vio a los portadores de teléfonos celulares experimentando las primeras inquietudes del síndrome de abstinencia, gordos resignados a no sonar por el tiempo que estuvieran en las alturas. Vio a las mujeres flacas pensando en todo lo que iban a comprarse. Vio a varios exponentes de su raza favorita: El Argentino contempló el galopar de una tropilla de rubias esposas de polistas cabalgando hacia Miami después de haber cabalgado por Londres o Sydney. Imposibles de distinguir unas de otras –lo mismo les sucede, siempre, a los neófitos en las artes de lo equino– galopando felices en la pista pura sangre de un doble apellido sospechoso. Blue jeans nuevos y botas tejanas y anteojos oscuros y –yeguas fértiles y frígidas, mujeres que hacen el amor paso por paso, como si estuvieran en una iglesia– siempre rodeadas por trillizos, cuatrillizos y quintillizos y seguidas por sirvientas a quienes obligan a viajar con uniforme y cofia.
«Uno de los círculos menos frecuentados del infierno –por terrible, porque no muchos villanos merecen semejante castigo– es, seguro, un avión repleto de argentinos, decidió El Argentino. El Argentino pensó en sacar su cuaderno de notas y anotar todo esto para usarlo algunas vez en esa novela que jamás había escrito pero lo pensó mejor y prefirió no hacerlo. No hacía falta. Todos los argentinos iban a desaparecer en Miami. Esos argentinos que entre un avión y otro recuerdan en voz alta sin escucharse todo aquello que se compraron durante el viaje recitando artículo por artículo como si se trataran de gracias o virtudes.
«Después, enseguida, los aviones fueron haciéndose cada vez más pequeños, las turbinas mutaron a hélices, la tierra vista desde las nubes se pareció cada vez más a la ingenua mentira de uno de esos mapas en colores y las escalas se sucedieron unas a otras felices de multiplicar el perverso espejismo de los aeropuertos. Ya estaba en X pero todavía lejos de Z y –de verse apenas obligado– a El Argentino nada le hubiera costado confesar que lo que menos le importaba era acceder al final de todo el asunto, llegar. El Argentino corría en cámara lenta por pasillos siguiendo las órdenes de los carteles que lo llevaban de un vuelo a otro y deteniéndose, por contados minutos, en las librerías vía aérea para hojear páginas al azar en libros de autoayuda. Cómo decirle a su hijo que la mascota murió. Cómo recalentar lasagna. Cómo aprender a sonreír. El Argentino se pregunta sobre la súbita proliferación, en los últimos tiempos, de los libros de autoayuda en los aeropuertos y en los aviones. Los libros de autoayuda, piensa, han venido a suplantar a las Biblias y a los brevarios de oraciones que en algún momento ayudaron a soportar el sacrilegio de, previo pago de un pasaje, parecerse todavía más a Dios y poder volar y poder trasladarse de un país a otro en cuestión de horas.
«¿Será esta pequeña libreta donde anota ideas sueltas un libro de autoayuda?, se pregunta El Argentino. Buena pregunta y es posible, se responde. La libreta como involuntario manual para escritores bloqueados, para escritores que se la pasan carreteando por la pista sin recibir autorización de la torre de control para despegar su historia.
«De pie, junto a El Argentino, un hombre de negocios japonés se enoja con un libro titulado Cómo escribir cartas familiares. El japonés le explica –como si El Argentino fuera el editor responsable, como si El Argentino tuviera la culpa de todo– que "cuando los japoneses escribimos cartas personales, escribimos en líneas verticales, de arriba a abajo y de derecha a izquierda. Seguimos un modelo preciso e inmemorial y nunca nos apartamos del mismo. Primero, para empezar, un breve comentario acerca del clima y a continuación siempre preguntamos acerca de la salud del destinatario. Pero en los Estados Unidos, en Occidente en realidad, donde, claro, las cartas se escriben con líneas horizontales y de derecha a izquierda, la gente cuenta lo que se le antoja y sin ningún tipo de orden. No hay orden en Occidente".
«El Argentino recuerda todas esas películas japonesas que a él siempre le parecieron ligeramente extraterrestres por los bruscos giros argumentales y las por momentos incomprensibles reacciones de los personajes en los que nunca podía dejar de pensar como en actores o, tal vez, como miembros de alguna secta misteriosa. El Argentino se excusa con El Japonés y le da las gracias por la explicación y, antes de seguir corriendo, le dice a El Japonés que él no tiene familia, que no va a escribirle a nadie, que puede quedarse tranquilo, que el fin del mundo está cerca, más cerca de lo que todos piensan y que...».
Interrumpo mi lectura y aquí viene ella y ella no tiene mucho que ver con la mujer de un polista pero no importa. Ya encontraré la manera de hacerla encajar, no hay tiempo para corregirla a piacere. El presente cuento no es más que la teoría de un cuento. La sombra de un cuento del que yo soy lector. Una hipótesis desordenada y febril, páginas que se leen en veloz diagonal, una película sin compaginar en la que esta persona acelera sin darse cuenta, hasta alcanzar la velocidad de las cosas que la convierte en uno de mis personajes.
Aquí viene ella y el inconfundible andar sinuoso y el intimidante aire rapaz de ciertas hembras patrias. Puedo reconocerlas por encima de la estética variable, de los dictados de la moda y –hay tiempos en que tienen que casarse con polistas, hay años en que tienen que trabajar como modelo por un año antes de atrapar un empresario– el rigor protocolar de los recambios generacionales. Son, en el fondo, todas iguales y no creo que haya mujeres como ellas en otra parte del mundo. Las veo sentadas todos los domingos en las mesas de La Biela. ¿Tendré que explicar el concepto de un bar llamado «La Biela»? ¿La tiranía geográfica cuando se trata de sentarse a juzgar a los que caminan bajo las radiaciones mortales del sol? ¿El despotismo de sus camareros comportándose como aristócratas rusos degradados por el exilio de la revolución? En cualquier caso, allí están todas ellas pensando en lo que son y siempre disconformes cuando se comparan con lo que podrían haber llegado a ser.
La mujer puede tener casi cuarenta años o un poco más de veinte. Hace años que la edad –tal vez por ser más viejo que casi todos los que me rodean– ha dejado de parecerme decisiva o imprescindible como elemento descriptivo. Los avances en el arte de la cosmética y las intervenciones quirúrgicas cuya función es preservar la juventud son, seguramente, uno de los logros más sólidos que nos ha deparado el siglo xx, junto a otra mentira más útil, menos onerosa y tal vez más eficiente a la hora de escaparse por un tiempo de la realidad: el cinematógrafo. Por eso, no tiene sentido arriesgarse en la descripción de una ilusión óptica.
La mujer me pregunta quién soy. Le digo mi nombre y, por supuesto, la mujer me dice que mi nombre le suena de algún lado. La mujer me pregunta cuál es mi oficio y cuando le digo que soy escritor sonríe satisfecha, no porque me conozca sino por su capacidad de haberme reconocido. Ahora si sabe quién soy, me anuncia como si el hecho de que ella se hubiera dignado ubicarme en su caprichosa cosmogonía me convirtiera, por fin, en alguien verdadero y, por lo tanto, digno de cierto interés. Enseguida, la mujer me pide que le cuente un cuento. Le digo que no entiendo y se irrita y enciende otro cigarrillo: «¿Pero no me dijo que usted es escritor?», me pregunta satisfecha y decidida a comprobar si no le estoy mintiendo. Nada le gustaría más que desenmascararme y después ir por las cubiertas del barco eligiendo pasajeros a quienes revelar mi torpe farsa.
No me toma por sorpresa en realidad. Hay mucha gente así, muchos lectores que funcionan de este modo. Demasiados. Sutil variante sobre una de las categorías que anuncié al principio de este viaje. Verán un lector poco entrenado es, cuando menos, una persona prejuiciosa, un turista que siempre pregunta si el agua corriente es potable o los taxistas son honestos. Alguien que en su inexperiencia sólo espera que los trajes de la ficción se ajusten lo mejor posible a las medidas de su cuerpo real. Para ellos el libro es un objeto incómodo, algo que necesita sostenerse y que carece del mérito de poder ser enchufado a alguna pared. Los lectores consecuentes, por lo contrario, prefieren comparar lo que están leyendo con lo que han leído, con una forma alternativa y válida de la realidad en la que el libro –no es casual que, en su aspecto formal, se mueva con el mismo mecanismo– es siempre una puerta.
Pero esta mujer pertenece al primer grupo. Una de esas personas que, cuando van a un concierto, necesitan sentarse en una butaca que les permita observar bien las manos del pianista para asegurarse que no están siendo estafadas. Hombres y mujeres que luego de un truco de magia se preocupan más por averiguar cómo lo habrá hecho el mago que en disfrutar la ilusión. Para mi propio beneficio y la profunda insatisfacción de todos ellos, he tenido la precaución de memorizar un breve texto –otro cuento sobre el fin del mundo– que no aparece ni aparecerá en ninguno de mis libros. Finjo que me concentro, respiro profundo, cierro los ojos y empiezo:
Había una vez un hombre que vivía cinco minutos en el futuro.
Cinco minutos y nada más que cinco minutos adelantado en relación al resto de los vientos y de las mareas, de las personas y de los animales de este planeta.
No es que semejante don le sirviera demasiado. No podía, por ejemplo, ganar fortunas en las carreras de caballos ni en la lotería. Tampoco hacerse rico iluminando profecías importantes. Cinco minutos era muy poco tiempo.
Apenas saber que en cinco minutos iba a empezar a llover; que su insoportable primo golpearía a la puerta y el tiempo justo para apagar todas las luces; que el asesino era este y no aquél en esa novela policial o en esa película; que ella iba a llamar por teléfono para regalarle o mentirle aquello que esperaba desde hacía mucho más que cinco minutos.
Contar cinco veces hasta sesenta. Contar hasta trescientos. Contar despacio como si se contaran postes de electricidad en el camino, autos, latidos de corazón, golpes.
El día en que el hombre que vivía cinco minutos en el futuro salió a la calle gritando que el mundo había llegado a su fin nadie le creyó, claro; pero tampoco tuvieron demasiado tiempo para reírse del hombre que vivía cinco minutos en el futuro.
Nada demasiado grandioso –me interesa que suene como algo inmediato– pero bastante eficaz. Me sorprende descubrir que, cuando alcanzo la palabra futuro y agrego un punto final y sonrío satisfecho, la mujer está llorando.
–A usted lo mandó Ella –me dice temblando y me sorprende la E mayúscula en su voz y el terror gigantesco en sus ojos. La Argentina mira para todos lados y repite que a mí me mandó Ella. Le pregunto quién es Ella y La Argentina me contesta que Ella es la Diosa. Le pregunto qué Diosa (¿griega, egipcia, africana?) y La Argentina hace un gesto exasperado. No sabe, no importa, no le parece necesario, qué importa, cuál es la diferencia. La Argentina no sabe contar su propia historia. La Argentina es el tipo de mujer que necesita que su historia la cuenten otros. En las revistas de actualidad y, de ser posible, con fotos grandes y poco texto. Yo la miro. Yo ahora estoy en El Extranjero decidiendo si tiene algún sentido seguir escuchándola. «Buenas noches» digo, y ella me agarra del brazo y me clava las uñas pintadas y me pide que no la deje sola, que necesita contarme lo que pasó, que todo esto es culpa suya. Le pregunto a qué se refiere con «todo esto» y entonces se seca las lágrimas con el dorso de la mano y sonríe casi orgullosa. Esto, insiste y señala el cielo rojo y las estrellas al mediodía, el agua que vira del verde al violeta pasando por el blanco, el viento intermitente, el espejismo sólido de una embarcación que a veces es un antiguo galeón pirata que nos viene siguiendo desde hace varios días y a veces es una de esas piraguas hawaianas donde hombres y mujeres floridas cantan «Ha'ina 'ia mai ana ka puana... Ha'ina 'ia mai ka puana. . .» y siempre el grito de un pasajero, diario y puntual, que se arroja desde la torre donde gira, mareado, el mas inútil de los radares.
Todo esto, insiste ella con un movimiento de su brazo que lo abarca todo. El fin del mundo, sonríe La Argentina y yo vuelvo a abrir la libreta.
Otro cuento –otro cuento más– sobre el fin del mundo. Breve preámbulo acerca de la necesidad apenas confesable de todo escritor, la casi obligación de contar el final de todas las cosas. Un cuento sobre el principio del fin del mundo, en realidad. Un cuento que tenga algo que ver con la isla de Santorini. La estupidez mítica de la Atlántida, la gigantesca broma que nos jugó Platón a partir de un acontecimiento verdadero. R. –un arqueólogo italiano, de Milán– me cuenta la historia de la isla de Santorini como posible estallido primal en el fondo del eco de tantas leyendas apocalípticas. La gigantesca explosión y el hundimiento del volcán de la isla de Santorini y la devastación cataclísmica sufrida por los palacios de Creta como consecuencia de la ola gigante generada por la erupción mil quinientos años antes de Cristo. Una conjetura adentro de otra conjetura. Un cuento, claro. Lawrence Durrell escribió sobre Santorini. Buscar también Santorini, por Christos G. Doumos y Santorini, por Artemios M. Mitropias. Cuento con turista argentina en Santorini, entonces. Turista argentina que, de algún modo, despierta la cólera de los dioses. Viajar a Santorini. No viajar a Santorini. Inventar Santorini.
La Argentina se seca las lágrimas, llora un poco más y dice que no sabe cómo empezar. Lo dice con un suspiro caprichoso. Yo le digo que lo mejor es que empiece por el principio, consejo que casi siempre es errado cuando la persona que lo recibe lee poco y escribe nada. Pasan algunos minutos que parecen años alrededor de la figura de su padre y ella era su favorita y un colegio con nombre ridículamente inglés y una madre alcohólica y un par de abortos y el novio de su hija y una boutique en un shopping center y un preparador físico y un auto importado y un poco de cocaína y el miedo a las cirugías plásticas después de lo que le pasó a la modelo esa.
La Argentina llegó a Santorini una mañana temprano. No llegó sola. Ella y una amiga. Le pregunto si su amiga está a bordo del S.S. Neptuno y La Argentina cambia de tema, se pasa la mano por el cabello, frunce las cejas, se humedece los labios con la punta de la lengua. La Argentina esconde algo. Un agujero negro en la historia. No tengo modo de explicarlo, una suerte de don que se desarrolla con el tiempo: los escritores poseen una suerte de clarividencia. No pueden adivinar el futuro pero sí están capacitados para presentir el desarrollo y hasta el final de una determinada historia.
La Argentina me cuenta que conoció a su amiga en el gimnasio, que descubrieron que iban al mismo psicoanalista y que, juntas, decidieron abandonarlo para pasarse a una de esas terapias alternativas. Algo que ver con revelaciones y con vestirse de blanco y con quemar incienso y tirar runas. Típicas maniobras fin de milenio. Subterfugios para esconder el terror de lo que vendrá al otro lado del almanaque y siempre pensé que el miedo convertía a cierto tipo de personas –esas que prefieren que les cuenten un libro antes de leerlo– en personas raramente articuladas, casi involuntariamente literarias en su discurso. Es una lástima que este no sea el caso. La Argentina habla como si avanzara por los desfiladeros de una fiesta fantasma y aburrida, como un telegrama inútil: pocas palabras y todas ellas equivocadas cuando se trata de hacer llegar un mensaje. De ahí que reproducir aquí nuestra conversación no sólo sería inútil e imposible –ya lo dije, no hay tiempo– sino también un eficiente ejercicio en el más exquisito de los sadismos.
La Argentina me cuenta que llegaron a una isla enviadas por su gurú personal. Un ex psicoanalista lacaniano que juraba haber Visto la luz y que ahora se hacía llamar –me pregunto si la alusión gardeliana será adrede– Rayo Misterioso. El hombre las había equipado caro con una serie de diagramas, esencias perfumadas, pases mágicos y una pirámide de aluminio desarmable. Aquí la historia se complica y La Argentina se vuelve más complicada como personaje. Está claro que ha bebido, que ha tragado pastillas y que no deja de llevarse a la nariz un coqueto y pequeño salero del que aspira profundo y seguido. Algo pasó o algo salió mal o salió demasiado bien. No bien llegaron a la isla, La Argentina y su amiga fueron abordadas por un guía local. La Argentina se ríe con la risa del guía cuando éste vio la «pirámide energética mística de poder» y se ofreció a llevarlas a la cueva donde vivía la Diosa a cambio de algo que no llego a entender del todo. La Argentina no me explica a cambio de qué pero algo rompe la superficie de su historia, como si una mano hubiera arrancado demasiadas páginas. La amiga desaparece y el guía desaparece –nada me cuesta pensar que están muertos, que fueron ofrendados– y de improviso. La Argentina enfrenta el rostro inmortal de la Diosa iluminado por la luz antigua de velas que nunca se consumen.
Le pregunto a La Argentina si la Diosa era una mujer bella y La Argentina me contesta que «sí, qué sé yo, más o menos, psé.. » y entonces –aburrida de sí misma, aburrida de mí, como si quisiera convencerme de que alguien la espera en algún lugar del barco, como si disparara las últimas balas en el último revólver– me cuenta el final de su historia con dos o tres oraciones más y se aleja demasiado erguida para ser alguien que camina por la cubierta de un barco donde todos son náufragos aunque todavía no lo sepan.
Ahora ya no pienso –como piensan los lectores, como pensaba yo durante mi juventud inédita– que los escritores son esos seres implacables capaces de captar con una mirada la esencia secreta de un ser humano para recién entonces ponerlos por escrito. Ahora comprendo que, en realidad, la maniobra es opuesta y es inversa: un escritor siempre se equivoca al juzgar a una persona y es este sagrado error el que permite la creación del personaje correcto. Nuestro oficio no es más que el constante y cada vez más perfecto ejercicio del error. Así, mi versión –mi visión– de La Argentina no es La Argentina.
Ahora escribo cuentos cortos. Muy cortos. Como mis viajes. Las razones son muchas, demasiadas, y ninguna al mismo tiempo. Con los avances tecnológicos, las distancias se han acortado y los desplazamientos por el mapa han perdido buena parte de su encanto, pienso. Yo vengo de una familia de viajeros, una familia en la que la idea de viajar, de alejarse, era una de las pocas formas posibles del afecto. La lejanía impuesta por océanos y continentes posibilitaba el milagro de las cartas como señales de humo o la estática de las conversaciones telefónicas en las que, de improviso, poco y nada costaba decir desde lejos lo que parecía imposible decir cara a cara. En cambio, he recibido la idea de imaginar miniaturas como la más inesperada de las bendiciones. Me gusta la idea de escribir una idea; el desafío de que una idea pueda ser un cuento, que la simple teoría de un cuento pueda ser leída como un cuento en sí mismo. Así, fantasmas de esposas muertas que vuelven todas las noches a dormir con sus maridos vivos; así hombres a quienes el agua les habla y les cuenta cuentos. Historias que se puedan recordar como se recuerda el vestíbulo de un hotel o la caída de un vestido de mujer o el golpe distintivo de la pelota contra el encordado de una raqueta de tenis, historias que no abulten demasiado las valijas porque, sí, la práctica de la memoria es ese viaje del que en realidad nunca se regresa.
Abro otra vez la libreta. Ahora escribo en ella mi breve ofrenda y no puedo evitar pensar en esta libreta como si se tratara del canto de las sirenas: otra pequeña isla donde naufragan escritores que se ven obligados a poner algo ahí adentro antes de continuar viaje. Busco una página en blanco y empiezo.
«Una mujer temerosa del paso de los años y aterrorizada por el asedio de las arrugas convoca a la figura de un diosa antigua y la atrapa mediante palabras mágicas y pentagramas arcanos en una cueva secreta de una isla antigua como el tiempo. La mujer le exige a la diosa que le conceda un deseo a cambio de su libertad. La diosa accede. La mujer no lo piensa demasiado. La mujer le pide a la diosa la juventud que, siente, comienza a escapársele por entre las manos, las piernas, el rostro. La mujer le dice a la diosa que quiere ser joven eternamente, joven hasta el fin del mundo. La diosa sonríe y le concede el deseo a la mujer. "Joven hasta el fin del mundo" sonríe la diosa al mismo tiempo que, vengativa e invencible, orquesta los primeros compases del último apocalipsis».
Leo lo escrito y no me gusta demasiado. Espero tener tiempo suficiente para corregirlo, pienso, sabiendo que no me alcanzaría todo el tiempo del mundo porque es muy poco todo el tiempo que le queda al mundo y que en realidad el destino de todos nosotros, los escritores que obedecemos al llamado de la vocación y no al afán de lucro, es una continua busca de pretextos para diferir el momento de tomar la pluma.
El mundo se va al Extranjero y yo vuelvo a la reposera donde encontré la libreta y la dejo ahí para que alguien la encuentre, para que otro continúe el cuento.
Alguna vez escribí que «lo que entendemos como realidad (algo similar ha sucedido con el plano de las grandes metrópolis) se ha expandido y ramificado en los últimos tiempos».
Alguna vez imaginé un cuento sobre el fin del mundo en los acantilados de un balneario argentino.
Alguna vez inicié un relato con «En algún sitio leí que un ceñido tapiz bordado de hechos desafortunados narra los días de los seres humanos desde su amanecer iniciático, pero a mí me gusta pensar que hubo tiempos de calma y reflexión y que por un certero mandoble de la suerte me ha tocado vivir ese instante caótico y grandioso del final».
Alguna vez –ya lo repetí demasiadas veces; ya lo dije, sin ir más lejos, en estas páginas, de acuerdo, pero siempre pensé que se trataba de una de mis ocurrencias más felices porque se trata, también, de una de las más sinceras– aseguré que me gustaría esperar el fin del mundo dentro de la penumbra plateada de un cine.
Sigo pensando lo mismo que entonces y no es común que uno pueda jurar, tanto tiempo después o apenas transcurridos cinco minutos, sobre sus propias frases ingeniosas. La vida –nada es perfecto, ha sido una buena vida de cualquier manera– rara vez imita a la literatura que uno practica y demasiadas veces a la literatura que uno desprecia. Podría ser peor. Un barco no está tan mal después de todo y si la noche ayuda, me dicen, quizá levanten una pantalla para proyectar una película que –como las películas de los aviones– nunca puede ser demasiado inteligente una película que flote. Adentro, bajo cubierta, baila el baile de disfraces y el cruce del Ecuador y comienza a sonar una orquesta de músicos que esconden su insalvable falta de talento detrás del supuesto refinamiento de máscaras venecianas. Una orquesta pequeña pero aun así demoledora al atreverse a una versión profana y swing de Bach. El aria que postula y organiza las Goldberg Variationen, creo, y trato de no oír. Después, enseguida, «La Mer» , de Charles Trennet. Un niño antiguo vestido de marinerito corre por cubierta pateando el cadáver de una gaviota mientras grita en perfecto latín «Forsam et haec olim meminisse juvabit». Un hombre solitario –sus vestiduras recamadas con hilos de oro, el báculo, la mitra me hacen pensar que se trata de un obispo– se detiene junto a mí y me dice algo en un idioma que no conozco pero que, sin embargo, nada me cuesta poner por escrito. «Porpozec ciebie nie prosze dorzanin zyolpocz ciwego», me explica con una sonrisa y el viento del agua agita su capa. Intento no oírlo y concentrarme en el océano que suena como un viejo disco de pasta, verosímil y lejano. Y yo miro al cielo y busco y encuentro el consuelo de una estrella reconocible entre el caos de las constelaciones que desde hace noches no dejan de moverse y reordenarse proponiendo nuevas figuras. A mi lado, una mujer llora sin siquiera presentirse culpable de todo esto pero sí asumiendo su mortalidad después de tantos años de soñarse eterna. No es la primera vez que escucho a una mujer llorar junto a mí, claro, y ahora el capitán anuncia en voz alta y por los altoparlantes que está nevando en Buenos Aires. Lo repite varias veces, como si necesitara de la incredulidad y sorpresa de los pasajeros para poder empezar a concebirlo. A mí no me sorprende demasiado. La gente forma pequeños grupos en cubierta y se inquietan porque es diciembre, porque es verano. Me dan ganas de decirles, de gritarles, que diciembre no es ni nunca fue; que incluso verano o hasta Buenos Aires no son más que una de las tantas convenciones propuestas por el hombre al intentar la organización de todo aquello que nunca comprendió ni jamás comprenderá; que tan sólo la efímera idea de nieve tiene alguna solidez, algún peso específico y trascendente. No tendría ningún sentido, claro. Entonces, a lo sumo, la falsa preocupación de una sonrisa verdadera. Decir apenas pero qué barbaridad... y seguir caminando, las manos entrelazadas detrás de la espalda, respirar hondo el aire de mar cargado de bestias.
Es en estas situaciones que resulta verdaderamente práctico ser lector: ubicarse un poco afuera de todas las cosas, como si se las leyera. El privilegio de, por una vez, saberse más testigo que protagonista y no tener que decidir entre el por qué no se me ocurrió a mí o el qué suerte que se le ocurrió a alguien.
Nada me cuesta imaginar que cerca del final de sus existencias –a modo de coartada invencible del crimen perfecto o de providencial salvavidas que sólo se le ofrece a quien nada tiene que ver con la presión en las calderas, el curso trazado y la punta del iceberg–, los escritores vuelven a ser personas inocentes. Los escritores retornan a su condición original, recuperan para sí la piel del feliz lector que alguna vez fueron y vuelven a enfrentarse con la irresponsable valentía de quien se sabe invulnerable a una trama sobre la que no tiene poder alguno salvo el de arrojarla por la borda para verla hundirse o nadar.
Así, ahora, cierro la libreta y prefiero seguir mirando hacia arriba, hacia la noche sin fondo, mientras me pregunto acerca de lo que tantas veces teoricé llegado este punto de la travesía sin esperar certeza alguna salvo el renovado prodigio de que algo va a ocurrir, de que algo se me va a ocurrir. ¿Cómo termina esta historia? ¿Cómo empieza la próxima vida?, me pregunto mientras el barco continúa su curso inclinándose ligeramente a babor o a estribor, como si diera lo mismo, como si todas las aguas condujeran a ese único e inevitable destino.
en La velocidad de las cosas, 1998
1 comentario:
Ya no teníamos qué leer
trix
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