Declaro que una hermosa mañana, ya no sé exactamente a qué hora, como me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus, y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle. Podría añadir que en la escalera me encontré a una mujer que parecía española, peruana o criolla. Mostraba cierta pálida y marchita majestad. Sin embargo, he de prohibirme del modo más estricto detenerme aunque no sean más que dos segundos con esta brasileña o lo que fuere; porque no puedo desperdiciar ni espacio ni tiempo. Hasta donde puedo acordarme hoy, cuando escribo todo esto, me encontraba, al salir a la calle abierta, luminosa y alegre, en un estado de ánimo romántico-extravagante, que me satisfacía profundamente. El mundo matinal que se extendía ante mis ojos me parecía tan bello como si lo viera por primera vez. Todo lo que veía me daba la agradable impresión de cordialidad, bondad y juventud. Olvidé con rapidez que arriba en mi cuarto había estado hacía un momento incubando, sombrío, sobre una hoja de papel en blanco. Toda la tristeza, todo el dolor y todos los graves pensamientos se habían esfumado, aunque aún sentía vivamente delante y detrás de mí el eco de una cierta seriedad. Esperaba con alegre emoción todo lo que pudiera encontrarme o salirme al paso durante el paseo. Mis pasos eran medidos y tranquilos, y, por lo que sé, mostraba al caminar un semblante bastante digno. Me gusta ocultar mis sentimientos a los ojos de mis congéneres, sin que, no obstante, me esfuerce aprensivamente en hacerlo, lo que consideraría un gran defecto y una gran tontería. Todavía no había recorrido veinte o treinta pasos de una amplia plaza poblada de gente, cuando me salió ligero al encuentro el profesor Meili, una inteligencia de primer orden. Como la autoridad inconmovible, el profesor Meili caminaba con paso grave, solemne y soberano; en la mano llevaba un inflexible y científico bastón de paseo, que me inspiró espanto, reverencia y respeto. La nariz del profesor Meili era una severa, imperiosa, rigurosa nariz de águila o de azor, y la boca estaba jurídicamente cerrada y apretada. El paso del famoso erudito asemejaba una férrea ley; la Historia Universal y el reflejo de actos heroicos largamente pasados brillaban en los duros ojos del profesor Meili, ocultos tras boscosas cejas. Su sombrero parecía un soberano inderrocable. Los soberanos secretos son los más orgullosos y más duros. Sin embargo, tomado en su conjunto el profesor Meili se comportaba con gran suavidad, como si no necesitara en modo alguno hacer notar la suma de poder e influencia que personificaba, y a pesar de su implacabilidad y dureza su figura me resultó simpática, porque pude decirme que los que no sonríen de forma dulce y bella son sinceros y dignos de confianza. Como se sabe, hay golfos que se hacen los amables y buenos y tienen el espantoso talento de sonreír cortés y gentilmente durante los delitos que cometen.
Venteo algo de un librero y una librería; asimismo, según intuyo y noto, pronto habrá de ser mencionada y valorada una panadería con jactanciosas letras de oro. Pero antes tengo que reseñar a un sacerdote o párroco. Un químico del Ayuntamiento, pedaleando o dando pedales, pasa con rostro amable y de importancia pegado al paseante, es decir, a mí, al igual que un médico de guarnición o de Estado Mayor. No se puede dejar de atender y reseñar a un modesto peatón, porque me ruega que tenga la amabilidad de mencionarle. Se trata de un anticuario y perista enriquecido. Chiquillos y chiquillas corretean al sol libres y sin freno. «Dejémoslos ir tranquilos y sin freno», pensé; «la edad se encargará de asustarlos y frenarlos. Demasiado pronto, por desgracia». Un perro se refresca en el agua de la fuente. Golondrinas, me parece, trisan en el cielo azul. Una o dos damas elegantes, con faldas asombrosamente cortas y botines altos de color sorprendentemente finos, se hacen notar espero que tanto como cualquier otra cosa. Llaman la atención dos sombreros de verano o de paja. La cosa con los dos sombreros de paja es la siguiente: de repente veo dos sombreros en el aire luminoso y delicado, y bajo los sombreros hay dos excelentes caballeros que parecen desearse buenos días mediante un bello y gentil levantar y agitar el sombrero. En este acto, los sombreros son visiblemente más importantes que sus portadores y poseedores. Por lo demás, se ruega humildemente al autor guardarse de burlas y sarcasmos, en realidad superfinos. Se le insta a mantenerse serio, y ojalá lo haya entendido de una vez por todas.
Como una librería en extremo airosa y bien surtida se mostrara agradablemente ante mis ojos, y sintiera el instinto y el deseo de hacerle una breve y fugaz visita, no dudé en entrar a la tienda con visiblemente buenos modales, permitiéndome pensar en todo caso que quizá estuviera mejor como inspector y revisor de libros, como recopilador de informaciones y fino conocedor, que como querido y bien visto rico comprador y buen cliente. Con voz cortés, en extremo cautelosa, y las expresiones, comprensiblemente, más escogidas, me informé acerca de lo último y lo mejor en el campo de las bellas letras.
-¿Podría —pregunté con timidez— ver y apreciar al instante lo más esmerado y serio, y por tanto naturalmente también lo más leído y más rápidamente reconocido y vendido? Me obligará en alto grado a inusual agradecimiento si me hace el enorme favor y tiene la bondad de mostrarme ese libro, que, como sin duda nadie sabe con tanta exactitud como precisamente usted, ha encontrado el máximo favor tanto en el público lector como en la temida y, por tanto sin duda también, halagada crítica, y lo seguirá encontrando. No sabe cuánto me interesa saber enseguida cuál de todos los libros u obras de la pluma aquí apilados y expuestos es ese libro favorito en cuestión, cuya visión con toda probabilidad, como he de sospechar del modo más vivo, me convertirá en inmediato, alegre, entusiasta comprador. El deseo de ver al escritor favorito del mundo instruido y su obra maestra admirada, entusiásticamente aplaudida, y como he dicho probablemente de comprarla, me hormiguea y cosquillea por todos los miembros. ¿Puedo rogarle que me muestre ese libro exitosísimo para que el ansia que se ha apoderado de todo mi ser se satisfaga y deje de inquietarme?
Venteo algo de un librero y una librería; asimismo, según intuyo y noto, pronto habrá de ser mencionada y valorada una panadería con jactanciosas letras de oro. Pero antes tengo que reseñar a un sacerdote o párroco. Un químico del Ayuntamiento, pedaleando o dando pedales, pasa con rostro amable y de importancia pegado al paseante, es decir, a mí, al igual que un médico de guarnición o de Estado Mayor. No se puede dejar de atender y reseñar a un modesto peatón, porque me ruega que tenga la amabilidad de mencionarle. Se trata de un anticuario y perista enriquecido. Chiquillos y chiquillas corretean al sol libres y sin freno. «Dejémoslos ir tranquilos y sin freno», pensé; «la edad se encargará de asustarlos y frenarlos. Demasiado pronto, por desgracia». Un perro se refresca en el agua de la fuente. Golondrinas, me parece, trisan en el cielo azul. Una o dos damas elegantes, con faldas asombrosamente cortas y botines altos de color sorprendentemente finos, se hacen notar espero que tanto como cualquier otra cosa. Llaman la atención dos sombreros de verano o de paja. La cosa con los dos sombreros de paja es la siguiente: de repente veo dos sombreros en el aire luminoso y delicado, y bajo los sombreros hay dos excelentes caballeros que parecen desearse buenos días mediante un bello y gentil levantar y agitar el sombrero. En este acto, los sombreros son visiblemente más importantes que sus portadores y poseedores. Por lo demás, se ruega humildemente al autor guardarse de burlas y sarcasmos, en realidad superfinos. Se le insta a mantenerse serio, y ojalá lo haya entendido de una vez por todas.
Como una librería en extremo airosa y bien surtida se mostrara agradablemente ante mis ojos, y sintiera el instinto y el deseo de hacerle una breve y fugaz visita, no dudé en entrar a la tienda con visiblemente buenos modales, permitiéndome pensar en todo caso que quizá estuviera mejor como inspector y revisor de libros, como recopilador de informaciones y fino conocedor, que como querido y bien visto rico comprador y buen cliente. Con voz cortés, en extremo cautelosa, y las expresiones, comprensiblemente, más escogidas, me informé acerca de lo último y lo mejor en el campo de las bellas letras.
-¿Podría —pregunté con timidez— ver y apreciar al instante lo más esmerado y serio, y por tanto naturalmente también lo más leído y más rápidamente reconocido y vendido? Me obligará en alto grado a inusual agradecimiento si me hace el enorme favor y tiene la bondad de mostrarme ese libro, que, como sin duda nadie sabe con tanta exactitud como precisamente usted, ha encontrado el máximo favor tanto en el público lector como en la temida y, por tanto sin duda también, halagada crítica, y lo seguirá encontrando. No sabe cuánto me interesa saber enseguida cuál de todos los libros u obras de la pluma aquí apilados y expuestos es ese libro favorito en cuestión, cuya visión con toda probabilidad, como he de sospechar del modo más vivo, me convertirá en inmediato, alegre, entusiasta comprador. El deseo de ver al escritor favorito del mundo instruido y su obra maestra admirada, entusiásticamente aplaudida, y como he dicho probablemente de comprarla, me hormiguea y cosquillea por todos los miembros. ¿Puedo rogarle que me muestre ese libro exitosísimo para que el ansia que se ha apoderado de todo mi ser se satisfaga y deje de inquietarme?
—Con mucho gusto —dijo el librero. Desapareció como una flecha, para volver al instante siguiente con el ansioso comprador e interesado, y llevando en la mano el libro más comprado y más leído, de valor en verdad perdurable. Llevaba el valioso producto intelectual tan cuidadosa y solemnemente como si portara una milagrosa reliquia. Su rostro mostraba arrobo; su gesto irradiaba el máximo respeto, y con una sonrisa en los labios como sólo pueden tener los creyentes e íntimamente convencidos, me enseñó del modo más favorable lo que traía consigo. Yo contemplé el libro y pregunté:
—¿Podría usted jurar que este es el libro más difundido del año?
—Sin duda.
—¿Podría afirmar que este es el libro que hay que haber leído?
—A toda costa.
—¿Y es realmente bueno?
—¡Qué pregunta tan superfina e inadmisible!
—Se lo agradezco mucho —dije con sangre fría; preferí dejar tranquilamente donde estaba el libro que había tenido la más absoluta difusión, porque había que haberlo leído a toda costa, y me alejé sin ruido, sin perder una sola palabra más.
—¡Hombre maleducado e ignorante! —me gritó, naturalmente, el vendedor, en su justificado y profundo disgusto. Pero yo le dejé hablar y seguí mi camino con lentitud, y además, como enseguida explicaré y haré comprensible, directo al imponente instituto bancario situado en inmediata proximidad.
Adonde creía tener que dirigirme para obtener información fiable sobre ciertos valores. «Hacer de paso una rápida visita a un instituto monetario», pensé o me dije para mis adentros, «para tratar de asuntos financieros y hacer esas preguntas que sólo se hacen en un susurro es bello y de muy buen efecto».
—Está bien y es magníficamente adecuado que haya venido a vernos en persona —me dijo en el mostrador el funcionario responsable, en tono muy amistoso, y añadió, mientras sonreía casi con picardía, pero en todo caso alegre y agradablemente, lo siguiente—:
»Como he dicho, está bien que haya venido. Ahora mismo íbamos a dirigirnos a usted por carta para darle, lo que ahora podemos hacer de palabra, la para usted sin duda satisfactoria noticia de que por mandato de una asociación o círculo de bondadosas y filantrópicas señoras, que a todas luces le tienen a usted estima, hemos no cargado, sino más bien, lo que sin duda le será mucho más bienvenido, abonado mil francos en su cuenta, lo que le confirmamos por la presente y de lo que, si es tan amable, puede usted tomar nota en la cabeza o donde le parezca. Suponemos que le agradará tal revelación; porque, sinceramente, nos da una impresión que, nos permitiremos decir, nos dice casi con gran claridad que necesita de manera grave cuidados de naturaleza delicada y bella. El dinero está desde hoy a su disposición. Se ve que un fuerte alborozo se extiende en este instante por sus rasgos. Sus ojos brillan; su boca tiene en este momento un algo sonriente con lo que quizá hacía mucho que no había reído, porque apremiantes preocupaciones cotidianas de carácter odioso le prohibían hacerlo, y porque desde hacía largo tiempo quizá se encontraba la mayoría de las veces de apesadumbrado humor, ya que toda clase de malos y tristes pensamientos ensombrecían su frente. Frótese las manos de placer y alégrese de que algunas nobles y amables benefactoras, movidas por el sublime pensamiento de que es bello amortiguar el sufrimiento y bueno suavizar la necesidad, pensaran que un pobre poeta sin éxito (porque eso es lo que es usted, ¿no?) necesitaba apoyo. Le felicitamos por el hecho de que se encuentren algunas personas que quieran rebajarse a acordarse de usted, y por la circunstancia de que no todo el mundo sea indiferente a la tan despreciada existencia de un poeta.
—La suma insospechadamente recibida, que me ha sido donada por suaves y bondadosas manos de hada o de mujer —dije—, quisiera dejarla tranquilamente en manos de ustedes, donde por el momento estará mejor guardada, ya que disponen de las necesarias cajas a prueba de fuego y de ladrones, destinadas a proteger los tesoros de toda aniquilación y de toda decadencia. Además, incluso pagan intereses. ¿Puedo rogarle que me extienda un recibo? Supongo que tendré la libertad de sustraer en todo momento pequeñas sumas a la gran suma, según mi voluntad y necesidad. Quisiera observar que soy ahorrador. Sabré tratar la donación como un hombre sólido y consciente de sus objetivos, es decir, con extremada cautela, y expresaré mi agradecimiento a las amables donantes en un discreto y gentil escrito, lo que pienso hacer mañana temprano para que el aplazamiento no me haga olvidarlo. La suposición, que tan abiertamente manifestaba usted antes, de que soy pobre, puede basarse en una inteligente y correcta observación. Pero basta por completo con que yo mismo sepa lo que soy, y con que sea yo mismo el que mejor informado esté sobre mi persona. A menudo las apariencias engañan, señor mío, y lo mejor es dejar el juicio sobre una persona a esa misma persona. Nadie puede conocer tan bien como él mismo a un hombre que ha visto y vivido tanto. A veces ando errante en la niebla y en mil vacilaciones y confusiones, y a menudo me siento miserablemente abandonado. Pero pienso que es bello luchar. Un hombre no se siente orgulloso de las alegrías y del placer. En el fondo lo único que da orgullo y alegría al espíritu son los esfuerzos superados con bravura y los sufrimientos soportados con paciencia. Pero no gusta derrochar palabras a este respecto. ¿Qué hombre honrado no ha estado desvalido nunca en su vida, y qué ser humano ha mantenido por completo intactos a lo largo de los años sus esperanzas, planes, sueños? ¿Dónde está el alma cuyos anhelos, osados deseos, dulces y elevadas concepciones de la felicidad se cumplieron, sin tener que hacer descuentos en ellas?
Se me extendió y entregó recibo por mil francos, con lo que el sólido depositante y cuentacorrentista, es decir, no otro que yo, pudo despedirse y retirarse. Con el corazón alegre por el capital que tan mágicamente, como del cielo, me había caído, salí del alto y hermoso local de cobro al aire libre para proseguir el paseo.
Quiero y puedo, y espero que se me permita (ya que en este momento no se me ocurre nada nuevo e inteligente), añadir que llevaba en el bolsillo una cortés y estimulante invitación de la señora Aebi. La tarjeta me requería afectuosamente y me animaba a comparecer a las doce y media en punto para tomar una modesta comida. Me propuse con firmeza obedecer al requerimiento y presentarme puntualmente a la hora indicada en casa de la estimable persona en cuestión.
Si tú, querido, ponderado lector, te tomas la molestia de avanzar minuciosamente con el escritor e inventor de estas líneas por el luminoso y amable mundo matinal, no con apresuramiento, sino más bien cómoda, objetiva, llana, prudente y tranquilamente, ambos llegaremos ante la ya citada panadería con rótulo dorado, donde nos sentiremos movidos a detenernos con horror para asombrarnos de manera dolorosa de la burda jactancia y de la triste deformación a ella íntimamente vinculada de la dulce rusticidad.
Espontáneamente exclamé:
—Bastante desanimado, por Dios, puede quedarse un hombre recto en vista de tan bárbaras muestras doradas, que imprimen al paisaje en el que nos encontramos un sello de interés, avaricia, mísero y desnudo embrutecimiento del espíritu. ¿Necesita en verdad un sencillo y honrado panadero presentarse de modo tan grandilocuente, brillar y relampaguear al sol con su torpe anuncio de oro y plata, como un príncipe o una dudosa dama coqueta? ¡Que hornee y amase su pan con honor y razonable modestia! En qué clase de mundo de engaño empezamos o hemos empezado ya a vivir cuando el municipio, la vecindad y la opinión pública no sólo tolera, sino que al parecer desdichadamente incluso ensalza aquello que ofende a todo buen sentido, a todo sentido de la razón y del agrado, a todo sentido de la belleza y de la probidad, aquello que se jacta de manera enfermiza, que se otorga un ridículo prestigio de barrio bajo, aquello que a cien y más metros de distancia grita al buen y honrado aire: «Soy esto y lo otro. Tengo tanto y cuanto dinero, y puedo permitirme llamar desagradablemente la atención. Sin duda soy un bruto y un majadero y un tipo sin gusto, con mi fea pompa; pero nadie me puede impedir ser bruto y majadero». ¿Guardan estas letras doradas, que se ven relucir desde lejos, estas letras espantosamente brillantes, cualquier relación aceptable, honradamente justificada, cualquier relación de sano parentesco con el... pan? ¡De ninguna manera! Pero las espantosas jactancia y bravuconería han empezado en alguna esquina, en algún rincón del mundo, a alguna hora, como una lamentable y penosa inundación, han hecho progreso tras progreso, arrastrando consigo basura, suciedad y necedad, extendiéndolas por el mundo y han arrastrado también a mi honrado panadero para echar a perder su hasta ahora buen gusto, para socavar su innato decoro. Daría mucho, daría el brazo izquierdo o la pierna izquierda, si con semejante sacrificio pudiera devolver al país y a sus gentes el viejo y buen sentido de la integridad, de la antigua sobriedad, aquella rectitud y modestia que sin duda se han perdido de muchas maneras y para desgracia de todos los hombres honrados. Al diablo con el ansia miserable de parecer más de lo que se es. Es una verdadera catástrofe, que extiende por el mundo el peligro de guerra, la muerte, la miseria, el odio y las heridas y le pone a todo lo que existe una indeseable máscara de maldad y fealdad. Para mí un artesano no es un Monsieur y una mujer sencilla no es una Madame. Pero hoy todo quiere deslumbrar y brillar, ser nuevo y fino y bello, ser Monsieur y Madame, que es un horror. Quizá con el tiempo las cosas vuelvan a cambiar. Yo así lo espero.
Por lo demás, en lo que respecta al aspecto señorial y el gesto soberano enseguida me daré a mí mismo un repaso, como pronto se apreciará. Ya se verá de qué modo. No estaría bien criticar a otros sin compasión y querer tratarme a mí mismo con delicadeza y tan cuidadosamente como sea posible. Un crítico que tal hace no es auténtico, y los escritores no deben abusar de la escritura. Espero que esta frase guste en general, despierte satisfacción y halle cálido aplauso.
Una fundición llena de trabajadores y de trabajo produce aquí a la izquierda del camino llamativo estrépito. Con ocasión de ello, me avergüenzo sinceramente de no hacer más que pasear mientras tantos otros se desloman y trabajan. Naturalmente, yo me deslomaré y trabajaré quizá a una hora en la que todos estos trabajadores libren y descansen.
Un montador en bicicleta, compañero del batallón de milicias 134/III, me grita al pasar:
—Me parece que vuelves a pasear en día laborable.
Yo le saludo riendo y admito con alegría que tiene razón si piensa que paseo.
«Así que me ven pasear», pensé para mis adentros, y seguí paseando pacíficamente sin molestarme lo más mínimo por haber sido atrapado, lo que habría sido una tontería.
Con mi traje inglés regalado amarillo claro, me veía, he de confesarlo abiertamente, como un gran lord, grandseigneur, un marqués paseando arriba y abajo por el parque, a pesar de que donde me encontraba era sólo una zona pobre y carretera, medio rural, medio suburbial, sencilla, amable, modesta y de pocas aspiraciones, y no un distinguido parque, como me he atrevido a indicar, lo que retiro sigilosamente, porque todo lo que tenía de parque es inventado y no pega en absoluto aquí. Pequeñas y mayores fábricas y talleres mecánicos se alzaban dispersos al azar entre la vegetación. Una agricultura robusta y cálida se daba aquí la mano amistosamente con una industria, por así decir, de martillo y batán que siempre tiene algo de deslavazado y flaco. Nogales, cerezos y ciruelos daban al camino suave y curvilíneo un toque atrayente, distraído y decorativo. Un perro yacía en mitad de la calle, que en sí misma yo encontraba bella y amaba. Amaba en realidad la mayoría de lo que iba viendo, de manera fogosa e instantánea. Otra pequeña y bonita escena de perros y de niños fue la siguiente: un perro grande, pero gracioso, con sentido del humor, inofensivo, contemplaba en silencio a un retaco de muchacho, en cuclillas en la escalera de una casa, y que, debido a la atención que el bondadoso, aunque un poco imponente animal, tuvo a bien dedicarle, se puso a llorar lamentablemente de miedo y organizó un fuerte griterío infantil. Yo encontré la escena encantadora; pero casi más bonita y encantadora me pareció otra escena infantil en el teatro del camino rural. Dos niños muy pequeños estaban, en el camino bastante polvoriento, como en un jardín. Uno le dijo al otro: «Dame un besito». El otro niño le dio lo que con tanto énfasis se le pedía. Entonces el primero dijo: «¡Bueno! Ahora puedes levantarte del suelo». Muy probablemente, sin el dulce besito no le habría permitido lo que ahora le concedía. «¡Cuan adecuada es esta ingenua y pequeña escena al hermoso cielo azul, que tan divinamente sonríe a la alegre, ligera y luminosa tierra!», me dije. «Los niños son celestiales porque siempre están como en una especie de cielo. Cuando se hacen mayores y crecen se les escapa el cielo, y caen desde la infancia a la seca y calculadora esencia y a las aburridas concepciones de los adultos. Para los niños de la gente pobre, el veraniego camino rural es como un cuarto de juegos. ¿Dónde habrían de estar si no, cuando los jardines les están cerrados con egoísmo? Ay de esos automóviles que pasan, que atraviesan fría y malvadamente el juego de niños, el cielo infantil, de tal modo que esos pequeños seres humanos inocentes corren peligro de ser aplastados. No quiero tener el horrible pensamiento de que un niño sea realmente arrollado por uno de esos toscos carros triunfales, porque si no la ira me induciría a expresiones groseras con las que, como es sabido, nunca se consigue gran cosa».
A la gente que va levantando polvo en un rugiente automóvil les muestro siempre mi rostro malo y duro, y no merecen otro mejor. Piensan entonces que soy un vigilante y policía de paisano, encargado por elevadas autoridades y organismos de vigilar a los conductores, tomar el número de los vehículos y denunciarlos después. Siempre miro sombrío a las ruedas, al conjunto, y nunca a los ocupantes, a los que desprecio, en modo alguno de forma personal, sino por puro principio; porque no comprendo ni comprenderé nunca que pueda ser un placer pasar así corriendo ante todas las creaciones y objetos que muestra nuestra hermosa Tierra, como si uno se hubiera vuelto loco y tuviera que correr para no desesperarse miserablemente. De hecho, amo el reposo y todo lo que reposa. Amo el ahorro y la moderación y soy contrario en el nombre de Dios en lo más hondo de mi ser a toda prisa y atosigamiento. No tengo que decir más que lo que es verdad. Y seguro que por estas palabras no dejará de haber automóviles, con ese mal olor que echa a perder el aire, y que sin duda nadie estima y quiere especialmente. Sería antinatural que la nariz de alguien amara y aspirase con alegría lo que para cualquier nariz humana como es debido es a veces, según quizá el humor de que se esté, irritante y aborrecible. Basta, y no lo tome usted a mal. Y ahora a seguir paseando. Es divinamente hermoso y bueno, sencillo y antiquísimo, ir a pie. Suponiendo que zapatos y botas estén en condiciones.
¿Tendrán la bondad de permitirme ahora, muy estimados señores, benefactores y lectores, aceptando con benevolencia este estilo quizá un tanto demasiado solemne y arrogante, que llame como merecen su atención sobre dos personas, figuras o personajes especialmente importantes, en primer término o mejor en primer lugar sobre una supuesta ex actriz y en segundo lugar sobre la más joven presunta futura cantante? Considero a estas dos personas tan importantes como suponerse puede, y por eso he creído tener que anunciarlas y proclamarlas debidamente de antemano, antes de que aparecieran y figuraran en realidad, para que un perfume de importancia y fama preceda a las dos delicadas criaturas y cuando aparezcan se les pueda recibir y contemplar con toda la atención y minucioso amor con los que, en mi ínfima opinión, hay que distinguir casi necesariamente a tales seres. Hacia las doce y media, como es sabido, el señor autor comerá, se regalará y alimentará en el palazzo o casa de la señora Aebi, en recompensa a sus múltiples fatigas. Hasta entonces aún dejará atrás un tramo considerable de camino, y tendrá que escribir algunas líneas más. Pero ya se sabe de sobra que pasea tan a gusto como escribe; esto último en todo caso quizá un punto menos a gusto que lo primero.
Ante una casa limpísima y bella vi, cerca de la hermosa carretera, a una mujer sentada en un banco, y apenas la había visto cuando me atreví ya a dirigirme a ella, diciéndole, con los giros más gentiles y corteses posibles, lo siguiente:
—Discúlpeme si a mí, un hombre totalmente desconocido para usted, se me agolpa en los labios al verla la vehemente y sin duda osada pregunta: ¿no habrá sido quizá actriz antaño? Pues tiene usted el entero aspecto de una gran actriz y artista de la escena, antaño consentida y celebrada. Sin duda se asombrará, con la mayor razón, ante tan asombrosamente atrevida e impertinente alocución y pregunta; pero tiene usted un rostro tan bello, un aspecto tan agraciado, encantador y, tengo que añadir, interesante, muestra una tan hermosa, noble y buena figura, mira tan directa y clara y tranquilamente, a mí y al mundo entero, que me era imposible forzarme a pasar ante usted sin arriesgarme a decirle algo gentil y halagador, lo que ojalá no me tome a mal, aunque he de temer que merezco castigo y desaprobación por mi ligereza. Cuando la vi, se me ocurrió al instante la idea de que tenía que haber sido actriz, y hoy, pensé entre mí, se sienta usted en esta calle sencilla, aunque hermosa, ante esa tiendecita cuya propietaria se me antoja que es. Quizá hasta hoy aquí nadie se haya dirigido a usted así, sin ceremonia alguna. Su aspecto cordial y al tiempo encantador, su presencia amable y bella, su calma, su fina figura y su noble y despejado aspecto a su madura edad, que me permitirá observar, me han animado a entablar con usted una familiar conversación en plena calle. También el hermoso día, cuya alegría y serenidad me satisfacen, ha encendido en mí una jovialidad con la que quizá haya ido demasiado lejos frente a la dama desconocida. ¡Sonríe! Entonces no le enfada el lenguaje desenvuelto que utilizo. Me parece, si se me permite decirlo así, hermoso y bueno que de vez en cuando dos desconocidos puedan hablar libre y tranquilamente, para lo que al fin y al cabo los habitantes de este errante, extraño planeta, que es para nosotros un enigma, tenemos boca y lengua y la capacidad de hablar, que en sí misma es tan bella y extraña. En todo caso usted, cuando la vi, me gustó de inmediato; pero tengo ahora que disculparme respetuosamente, y quisiera rogarle que esté convencida de que me inspira el más caluroso respeto. ¿Puede hacer que se irrite conmigo la abierta confesión de que fui muy feliz cuando la vi?
—Más bien tiene que alegrarme —dijo la hermosa mujer en tono cálido—; pero en lo que respecta a su suposición tengo que defraudarle. Nunca he sido actriz.
Con lo que me sentí movido a decir:
—Vine hace algún tiempo a esta región saliendo de frías, tristes y estrechas circunstancias, enfermo por dentro, por completo carente de fe, sin seguridad ni confianza, sin hermosa esperanza alguna, alejado y enemistado con el mundo y conmigo mismo. El temor y la desconfianza me tenían preso y me acompañaban en cada uno de mis pasos. Pero poco a poco perdí ese innoble y feo prejuicio. Volví a respirar más tranquilo y más libre... y volví a ser un hombre más hermoso, más cálido, más feliz. Poco a poco vi desaparecer los temores que llenaban mi alma; la tristeza y el vacío de mi corazón y la desesperanza se transformaron lentamente en alegre y serena satisfacción y en un agradable y vivo interés que aprendí a sentir de nuevo. Estaba muerto, y ahora es como si alguien me hubiera elevado y alentado. Donde creía tener que sufrir muchas cosas feas, duras e inquietantes, encuentro el encanto y la bondad, y lo hallo todo tranquilo, familiar y bueno.
—Tanto mejor —dijo la mujer con agradables gesto y voz.
Como me parecía llegado el momento de poner fin a esta conversación, iniciada de modo bastante travieso, y retirarme, saludé a la mujer que había tomado por una actriz —y que por desgracia ya no era una gran y famosa actriz porque ella misma había juzgado preciso rebatirlo con, debo decir, selecta, cuidadosa cortesía— inclinándome ante ella, y seguí caminando pacíficamente, como si no hubiera ocurrido nada.
Una humilde pregunta: ¿queda quizá un resto de destacado interés, y si es posible algún aplauso, para una elegante sastrería bajo verdes árboles?
Creo firmemente en ello, y así me arriesgo a hacer la humilde notificación de que, mientras caminaba y avanzaba por el más hermoso de los caminos, un grito de alegría bastante tonto, juvenil y sonoro salió de una garganta que no había creído posible tal y semejante cosa. ¿Qué veía y descubría yo de nuevo, inaudito y bello? Oh, dicho con toda sencillez, la más agradable sastrería y salón de moda. París y Petersburgo, Bucarest y Milán, Londres y Berlín, todo lo elegante, licencioso y metropolitano se me acercaba, surgía ante mí, para fascinarme y hechizarme. Pero en las capitales y metrópolis falta el verde y suave adorno de los árboles, el adorno y la acción benefactora de las amables praderas y de muchas hojas suaves y delicadas, y no por último del dulce aroma de las flores, y eso lo tenía yo aquí. «Todo esto», me propuse en silencio mientras me detenía, «lo escribiré después en una obra de teatro o en una especie de fantasía que titularé El paseo. Concretamente esta tienda de sombreros de señora no podrá faltar en modo alguno. De lo contrario la obra perdería un elevado estímulo pictórico, y sabré evitar esa falta, rehuirla y hacerla imposible». Las plumas, cintas, flores y frutas artificiales en los lindos y donosos sombreros me resultaban casi tan atrayentes y evocadoras como la Naturaleza misma, que con su verde natural, con sus colores naturales, enmarcaba y encerraba con delicadeza los colores artificiales y las fantásticas formas de moda, como si la tienda no fuera más que un amable cuadro. Cuento, como he dicho, con la más refinada comprensión por parte del lector, al que temo con sinceridad. Esta mísera confesión de cobardía es comprensible. Así les ha ocurrido incluso a los autores más osados.
¡Dios!, también entre hojas, qué encantadora, linda, cautivadora carnicería con rosados productos del cerdo, la ternera y el cordero. El carnicero hacía su trabajo en el interior, donde también había compradores. Esta carnicería merece tanto un grito como la tienda de los sombreros. En tercer lugar, hay que mencionar con suavidad una tienda de especias. A todos estos comercios vendré después, me parece, con tiempo suficiente. Sin duda a las tabernas nunca se va lo bastante tarde, porque se producen las sabidas consecuencias, y cada cual las sufre lo suficiente. Ni el más virtuoso negará que nunca es del todo dueño de ciertos vicios. Pero felizmente se es humano, y como tal fácil de disculpar. Simplemente se invoca la debilidad de la organización.
Aquí tengo que volver a orientarme una vez más. Presupongo que la nueva disposición y reagrupamiento me saldrán tan bien como a cualquier mariscal de campo, que contempla todas las circunstancias y mete todos los imprevistos y contratiempos en la red de su, se me permitirá decir, genial cálculo. Hoy en día un hombre trabajador lee diariamente en los periódicos cosas semejantes, y toma nota de expresiones como: golpe por el flanco. En los últimos tiempos, he llegado a la convicción de que el arte y la dirección de la guerra son casi tan pesados y necesitados de paciencia como el arte poético, y viceversa. También los escritores efectúan a menudo, como los generales, los más prolongados preparativos antes de avanzar para el ataque y atreverse a librar una batalla o, en otras palabras, lanzar un artilugio o libro al mercado, lo que suena desafiante y excita por tanto con fuerza potentes contraataques. ¡Los libros atraen las recensiones, y a veces estas son tan enconadas que el libro ha de morir y el autor tiene que desesperarse!
No podrá extrañar que diga que escribo todas estas, espero, elegantes y pulidas líneas con pluma de Tribunal Supremo. De ahí la brevedad, precisión y agudeza lingüísticas que pueden percibirse en algunos pasajes, de lo que ahora ya nadie se asombrará.
Pero ¿cuándo llegaré al fin al bien merecido convite de mi señora Aebi? Temo que aún tarde bastante, porque hay que despejar cuantiosos impedimentos. Apetito hace mucho que habría en abundancia.
Mientras seguía así mi camino como un buen haragán, fino vagabundo y holgazán o derrochador de tiempo y trotamundos, pasando ante toda clase de huertos sembrados y repletos de satisfechas y placenteras verduras, ante flores y aroma de flores, ante árboles frutales y ante estacas con arbustos llenos de judías, ante espigados cereales, como centeno, avena y trigo, ante un aserradero con muchas maderas y virutas, ante jugoso césped y ante un riachuelo, río o arroyo que chapoteaba gentilmente, pasando gallardo ante toda clase de gentes, como amables y activas verduleras, ante la casa de una sociedad, adornada con banderines y estandartes, así como ante algunas otras cosas benévolas y útiles, ante un manzano enano especialmente hermoso y encantador y sabe Dios ante qué otras cosas más, como por ejemplo cortésmente ante freseras en sazón, o mejor dicho ya ante las maduras y rojas fresas, mientras me ocupaban toda clase de pensamientos más o menos bellos y agradables, porque, al pasear, muchas ocurrencias, relámpagos y luces de magnesio se mezclan y se encuentran con naturalidad para ser cuidadosamente elaboradas, vino a mi encuentro un hombre, un monstruo, un armatoste, que casi oscurecía por entero la luminosa calle, un tipo espantoso, largo y espigado, al que por desgracia conocía demasiado bien, un personaje en extremo peculiar, a saber, el gigante Tomzack.
Lo hubiera creído en todos los demás lugares y en todos los demás caminos antes que en este dulce y apacible camino rural. Su fúnebre y horripilante presencia, su carácter trágico y monstruoso, me insufló terror y apartó de mí toda expectativa buena, bella y luminosa y toda jovialidad y alegría. ¡Tomzack! Acaso no es cierto, querido lector, que el nombre solo suena ya a cosas horribles y tristes.
—¿A qué me persigues, qué precisas para salirme al paso en mitad del camino, oh, desdichado? —le grité; pero Tomzack no me dio respuesta alguna. Me miró alto, es decir, me miró bajando la vista desde arriba, porque me superaba sensiblemente en longitud y estatura. A su lado, me sentía un enano o un pobre y débil niño pequeño. El gigante hubiera podido pisotearme o aplastarme con la mayor facilidad. Ah, yo sabía quién era. Para él no había descanso. Vagaba por el mundo sin reposo. No dormía en ninguna dulce cama, ni podía habitar ninguna casa acogedora. Habitaba en todas partes y en ninguna. No tenía patria, ni poseía derecho alguno. Sin patria y sin suerte; sin amor alguno y sin alegría tenía que vivir. No tenía interés por nadie, y tampoco nadie se interesaba por él ni por sus actos ni por su vida. Pasado, presente y futuro eran para él un desierto sin entidad, y la vida era demasiado escasa, demasiado pequeña, demasiado estrecha para él. No había ningún sentido para él, y a su vez él no significaba nada para nadie. De sus grandes ojos salía un torrente de pesadumbre ultramundana o inframundana. Un dolor infinito hablaba en sus cansados y laxos movimientos. No estaba vivo ni muerto, no era joven ni viejo. Me parecía tener cien mil años, y me parecía como si tuviera que vivir eternamente para no estar eternamente vivo. Moría a cada instante, y sin embargo no podía morir. No había para él una tumba con flores. Me aparté de su camino y murmuré para mis adentros: «Adiós, y de todas formas que te vaya bien, amigo Tomzack».
Sin volverme a mirar al fantasma, al coloso y superhombre digno de lástima, de lo que en verdad no tenía la menor gana, seguí adelante y llegué poco después, caminando tranquilo bajo el suave y cálido aire y sobreponiéndome a la triste impresión que esa extraña figura de hombre o más bien de gigante me había hecho, a un bosque de abetos por el que serpenteaba un por así decirlo sonriente camino, de pícaro encanto, que seguí con placer. El suelo del bosque y el del camino eran como una alfombra, y en el interior del bosque reinaba el silencio como en un alma humana feliz, como en el interior de un templo, como en un palacio y en castillos de cuento hechizados y soñados, como en el castillo de la Bella Durmiente, donde todo duerme y calla desde hace cientos de largos años. Me adentré más en él, y quizá me adorne demasiado si digo que me sentía como un príncipe de dorados cabellos, con el cuerpo recubierto de guerrera armadura. Había tal solemnidad en el bosque que imaginaciones grandiosas y bellas se apoderaban por sí solas del sensible paseante. ¡Qué feliz me hacían el dulce silencio y la tranquilidad del bosque! De vez en cuando, algún débil ruido del exterior penetraba en la amable soledad y atractiva oscuridad, por ejemplo un golpe, un silbido o un rumor cuyo lejano eco aumentaba aún más la falta de rumores remante, que yo respiraba a placer y cuyo efecto bebía y sorbía en toda regla. Aquí y allá, en medio de toda esa quietud y toda esa calma, un pájaro dejaba oír su alegre voz desde su atractivo y sagrado escondite. Yo me detenía y escuchaba, y de repente se apoderó de mí un inefable sentimiento del mundo y una sensación de gratitud, unida a él, que brotaba del alma con violencia. Los abetos se alzaban rectos como columnas, y nada se movía lo más mínimo en el amplio y delicado bosque, por el que toda clase de inaudibles voces parecían cruzar y resonar. Los sonidos del mundo primitivo llegaron, no sé de dónde, hasta mi oído. «Oh, con gusto, si ha de ser, quiero acabar y morir. Un recuerdo me hará feliz aun en la tumba, y una gratitud me animará en la Muerte; una acción de gracias por los goces, por la alegría, por el éxtasis; una acción de gracias por la vida y una alegría por la alegría.» Se oyó un ligero susurro que bajaba siseando desde las copas de los abetos. «Amar y besar tendría que ser divino aquí», me dije. Los pasos descalzos en el suelo agradable se volvieron placer, y el silencio encendía oraciones en el alma sintiente. «Estar muerto aquí, y ser enterrado sin llamar la atención en la fresca tierra del bosque, tendría que ser dulce. ¡Ah, si se pudiera sentir y gozar de la Muerte en la Muerte! Quizá es así. Sería hermoso tener en el bosque una tumba pequeña y tranquila. Quizá oyera el canto de los pájaros y el susurrar del bosque sobre mí. Lo desearía». Espléndida, una columna de rayos de sol cayó en el bosque entre troncos de encina, pareciéndome una verde y amable sepultura. Pronto volví a salir al aire luminoso y a la vida.
Vendría ahora y aparecería una posada, y muy elegante, atractiva, halagadora, una posada cerca del borde del bosque del que acababa de salir, una posada con precioso jardín lleno de refrescante sombra. El jardín estaría sobre una linda colina con vistas, y justo al lado habría o se alzaría una colina extra artificial o plataforma donde uno podría subir y gozar bastante tiempo de la espléndida vista. Sin duda un vaso de cerveza o vino tampoco estaría mal; pero el hombre que aquí pasea se acuerda a tiempo de que no se encuentra en tan agotadora marcha. La trabajosa montaña está a lo lejos, en la lejanía de azulado resplandor, envuelta en nubes blancas. Tiene que confesarse honradamente que su sed no es ni enorme ni abundante, ya que hasta ahora sólo ha tenido que cubrir tramos relativamente pequeños. Al fin y al cabo, se trata más de un suave y delicado pasear que de un viaje y caminata, y más de un fino vagar que de un fuerte paso y marcha, y por eso renuncia justa y razonablemente a entrar a la quinta y casa de recreo y se aparta de allí. Sin duda todas las personas serias que esto lean tributarán aplauso a su hermosa decisión y su buena voluntad. ¿No tenía yo ocasión hace una hora de anunciar a una joven cantante? Ahora aparece.
Y en una ventana de un piso bajo.
Yo vuelvo ahora del desvío por el bosque al camino principal, y entonces oigo...
¡Pero alto!, y hagamos una pequeña y distinguida pausa. Los escritores que conocen su oficio se lo toman con la mayor tranquilidad posible. Con gusto sueltan un poco la pluma de vez en cuando. El continuo escribir cansa como el trabajo de la tierra.
Lo que oí proveniente de la ventana del piso bajo fue la más encantadora, la más fresca canción popular y de ópera, que llegaba de modo totalmente gratuito a mis sorprendidos oídos, como matinal convite auditivo y mañanero concierto. Una muchacha joven, casi una colegiala y sin embargo ya esbelta y alta, estaba con claro vestido en pobre ventana suburbial, y esa muchacha cantaba al cielo azul y, sencillamente, extasiaba. Conmovido del modo más placentero y hechizado por el inesperado canto, me detuve a un lado para no perturbar a la cantante y privarme así tanto de la condición de oyente como del goce. La canción que cantaba la pequeña parecía feliz y placentera; sus acentos eran como la propia joven e inocente alegría de vivir y de amar; volaban, como figuras angelicales con blanquísimas plumas de alegría, hacia el cielo, del que volvían a caer y parecían morir con una sonrisa. Era como morir de pena, morir quizá de extrema alegría, de un amar y vivir feliz en exceso y un no poder vivir por una idea demasiado rica y bella de la vida, como si en cierto modo el delicado pensamiento, desbordante de amor y felicidad, penetrando arrogante en la existencia, pareciera atropellarse y quebrarse sobre sí mismo. Cuando la muchacha terminó su canto tan sencillo como rico y atractivo, su melodiosa canción mozartiana o pastoril, me acerqué a ella, la saludé, le pedí permiso para felicitarla por su hermosa voz y le di mi enhorabuena por la inusualmente rica interpretación. La pequeña artista del canto, parecida a un corzo o a una especie de antílope en forma de muchacha, me miró sorprendida e inquisitiva con sus hermosos ojos pardos. Tenía un rostro muy fino y delicado y sonreía con gracia y simpatía.
—Le espera —le dije—, si sabe cuidar y educar con precaución su hermosa, joven y rica voz, lo que requiere tanto su propia comprensión como la de otros, un brillante futuro y una gran carrera; porque, dicho sea abierta y sinceramente, ¡me parece la futura gran cantante de ópera en persona! Su carácter es a todas luces despierto, usted misma es suave y dúctil, y posee, si mis sospechas no me engañan por entero, una muy determinada osadía de espíritu. El fuego y la evidente nobleza de corazón son suyos; esto lo oí enseguida en la canción que cantó tan bellamente y en verdad tan bien. Usted tiene talento, más aún: ¡usted tiene indudablemente genio!, y no le estoy diciendo nada vacuo ni incierto. Por eso, debo rogarle que preste cuidadosa atención a sus nobles dotes, que las proteja de la desfiguración, de la mutilación, del prematuro e inmeditado desgaste. Por el momento sólo puedo decirle, con sinceridad, que su canto es en extremo hermoso y que esto es algo muy serio, porque significa mucho; significa ante todo que hay que invitarla a usted a cantar, aplicada, cada día un poco más. ¡Practique y cante con inteligente y hermosa mesura! Sin duda usted misma desconoce la extensión y el alcance del tesoro que posee. En su canto resuena ya un grado superior de naturaleza, una rica suma de ignorante y viva esencia y vida y una plenitud de poesía y humanidad. Uno cree poder decirle y tener que darle la seguridad de que promete convertirse en una cantante en todos los sentidos, porque uno cree que es usted una persona a la que en verdad le sale del alma cantar, y que sólo parece vivir, poder alegrarse de vivir, en cuanto empieza a cantar, llevando de tal modo toda su alegría de vivir al arte del canto que todo lo humana y personalmente importante, todo lo espiritual, todo lo comprensivo se eleva a un algo superior, a un ideal. En un hermoso canto siempre hay una experiencia, un sentimiento y una sensación por así decirlo comprimidos y apretados, una voz capaz de explotar de vida constreñida y de alma agitada, y con semejante especie de canto una mujer, si aprovecha las buenas circunstancias y llega a la escalera que forman las casualidades, puede conmover a muchos ánimos como estrella en el cielo de la música, ganar grandes riquezas, arrastrar a un público a tempestuosas y entusiastas manifestaciones de aplauso y ganarse el amor sincero y la admiración de reyes y reinas.
Seria y asombrada escuchó la muchacha las palabras que yo decía, que entre tanto decía más para mi propio placer que para ser apreciado y entendido por la pequeña, para lo que le faltaba la necesaria madurez.
Veo ya de lejos un paso a nivel que tendré que cruzar; pero por el momento no he llegado hasta allí, porque antes, es preciso saberlo, tengo que hacer dos o tres importantes gestiones y alcanzar algunos imprescindibles acuerdos. De estas gestiones se dará o rendirá informe tan minucioso y exacto como sea posible. Se me permitirá magnánimamente observar que al pasar he de entrar si es factible a un elegante comercio de prendas a medida o sastrería, debido a un traje nuevo que tengo que probarme o hacerme arreglar. En segundo lugar, tengo que abonar gravosos impuestos en el Ayuntamiento o dependencia oficial, y en tercer lugar he de llevar una notable carta al correo y echarla al buzón. Se ve cuánto tengo que hacer y cómo este en apariencia tan holgazán y agradable paseo está lleno de ocupaciones prácticas profesionales, y por eso se tendrá sin duda la bondad de disculpar las demoras, aceptar los retrasos y dar por buenas las interminables discusiones con profesionales y burócratas, saludándolas incluso como bienvenidas añadiduras y aportaciones al entretenimiento. Por todas las prolongaciones, amplitudes y latitudes que de aquí surjan, pido de antemano como es debido bondadosas disculpas. ¿Ha sido jamás un autor de provincias o de la capital más tímido y cortés para con el círculo de sus lectores? Creo que no, y por eso, con la conciencia tranquila en extremo, prosigo mi relato y mi conversación y anuncio lo siguiente:
Por todos los cielos, es hora ya de ir a casa de la señora Aebi, a almorzar o a comer. Acaban de dar las doce y media. Felizmente, la dama vive cerquísima de mí. Sólo tengo que escurrirme como una anguila en la casa como en un escondrijo y como en un albergue para pobres hambrientos y lamentables venidos a menos.
La señora Aebi
me recibió del modo más cariñoso. Mi puntualidad fue una obra maestra. Ya se sabe lo raras que son las obras maestras. La señora Aebi sonrió gentilísimamente al verme aparecer. Me ofreció, de un modo cordial y atractivo que por así decirlo me hechizó, su linda manecita, y me llevó enseguida al comedor, donde me invitó a sentarme a la mesa, lo que naturalmente yo hice con el mayor placer que se pueda imaginar y con entera desenvoltura. Sin los más mínimos y ridículos reparos, empecé a comer tranquilo y a mis anchas y a servirme con valentía, sin sospechar ni de lejos lo que me esperaba. Empecé pues a servirme con valentía y a comer con denuedo. Tal denuedo, como se sabe, me costaba poco esfuerzo. Con algún asombro noté entre tanto que la señora Aebi me miraba casi con devoción. En alguna medida resultaba llamativo. Al parecer, era conmovedor para ella ver cómo me servía y comía. Me sorprendió esta extraña manifestación, a la que sin embargo no di gran importancia. Cuando quise charlar y dar conversación, la señora Aebi me disuadió diciendo que renunciaba a toda conversación con la mayor alegría. La extraña frase me dejó perplejo, y comencé a inquietarme. Muy en secreto, empezaba a temer a la señora Aebi. Cuando quise dejar de pinchar y cortar, porque sentía claramente que estaba lleno, me dijo con gesto y voz casi delicados, a los que un maternal reproche hacía temblar ligeramente:
—No come usted. Espere, yo le cortaré un trozo bien grande y jugoso.
Me recorrió un escalofrío, y me atreví a objetar, con cortesía y gentileza, que principalmente yo había venido para desplegar algo de inteligencia, a lo que la señora Aebi, con una encantadora sonrisa, dijo que no lo consideraba en absoluto necesario.
—Me es imposible comer más —dije sordamente y con esfuerzo. Estaba a punto de ahogarme, y sudaba ya de miedo. La señora Aebi dijo:
—No puedo aceptar que pretenda dejar ya de pinchar y cortar, y jamás creeré que está realmente lleno. Seguro que no dice la verdad cuando dice que está a punto de ahogarse. Estoy obligada a creer que no se trata más que de cortesías. Renuncio a toda conversación inteligente, como ya le he dicho, con placer. Sin duda que usted ha venido a verme principalmente para demostrar y atestiguar que tiene apetito y es buen comedor. En modo alguno quiero abandonar esa idea. Quiero pedirle de corazón que se someta de buen grado a lo inevitable; porque puedo asegurarle que no le queda otra posibilidad de levantarse de la mesa más que la que consiste en pinchar y comer limpiamente todo lo que le he cortado y lo que le cortaré. Temo que está perdido sin salvación; porque ha de saber que hay amas de casa que obligan a servirse y a comer a sus invitados hasta que se rompen en pedazos. Le espera un destino mísero y lamentable; pero sabrá soportarlo con valentía. Todos tenemos que hacer algún gran sacrificio un día. Obedezca y coma. Al fin y al cabo, la obediencia es tan dulce. ¿Qué tiene de malo perecer en el empeño? Seguro que aún dará cuenta de este trozo grande, delicadísimo y tierno, lo sé. ¡Valor, querido amigo! A todos nos hace falta osadía. Qué valemos si siempre hemos de insistir en nuestra propia voluntad. Reúna todas sus fuerzas y oblíguese al supremo esfuerzo, a soportar lo más pesado y a superar lo más duro. No creerá cuánto me gusta verlo comer hasta perder el sentido. No se imagina cómo me irritaría que quisiera evitarlo; pero ¿no es verdad que no lo hará?; ¿no es verdad que morderá y se servirá aunque esté ya hasta el cuello?
—Espantosa mujer, ¿qué me exige? —grité yo, levantándome de la mesa con precipitación y haciendo gesto de ir a salir corriendo de allí. Pero la señora Aebi me retuvo, rió cordialmente a carcajadas y me confesó que se había permitido gastarme una broma, que yo tendría la bondad de no tomarle a mal.
—Sólo he querido darle un ejemplo de cómo se comportan ciertas amas de casa que casi desbordan de amabilidad a sus invitados.
También yo me eché, naturalmente, a reír, y he de confesar que la señora Aebi me gustó mucho en su insolencia. Quiso tenerme toda la tarde en su compañía, y casi se mostró algo despechada cuando le dije que por desgracia me era imposible seguir acompañándola, porque tenía ciertas cosas importantes que hacer que no podía aplazar. Me resultó en extremo halagador oír a la señora Aebi lamentar vivamente que quisiera y tuviera que marcharme tan pronto. Me preguntó si de verdad me era tan imprescindible partir y escapar, a lo que yo respondí con la sagrada garantía de que sólo los máximos apremios estarían en condiciones y tendrían la fuerza de hacerme dejar tan rápido tan agradable lugar y tan atractiva y respetable persona, con cuyas palabras me despedí de ella.
Se trata ahora de vencer, dominar, arrollar e impresionar a un terco, obstinado, convencido al parecer en todos los sentidos de su incuestionable magisterio, penetrado por entero de su valor y su capacidad, inconmovible en estas sus convicciones de sastre o marchand tailleur. Derribar la sastresa firmeza ha de ser contemplado como una de las tareas más difíciles y esforzadas que la osadía pueda emprender y la arriesgada decisión de seguir adelante pueda acometer. Tengo un fuerte y constante miedo a los sastres y sus planteamientos; no me avergüenzo en modo alguno de esta triste confesión, porque el miedo es aquí explicable y comprensible. Por eso ahora me preparaba para lo malo, si no incluso quizá para lo peor y lo más perverso, y me armaba para esta en extremo peligrosa ofensiva con cualidades como valor, perseverancia, ira, indignación, desprecio o incluso desprecio de la vida, con cuyas sin duda muy estimables armas esperaba poder salir al paso victorioso y con éxito de la mordiente ironía y la burla oculta tras la hipócrita inocencia. Resultó de otro modo; pero quiero de momento guardar silencio al respecto, tanto más cuanto que primero he de echar una carta. Acabo de decidir ir primero a Correos, luego al sastre y sólo después a pagar los impuestos. Correos, un apetitoso edificio, estaba por otra parte delante de mis narices; entré alegremente y pedí al funcionario competente un sello, que pegué en la carta. Al deslizaría con cuidado en el buzón, sopesé y revisé reflexivamente lo que había escrito. Como sabía muy bien, el contenido de la carta era el siguiente:
Muy señor mío:
Este peculiar tratamiento podrá darle la certeza de que el remitente le muestra absoluta frialdad. Sé que no es de esperar respeto por mí de usted y de los que son como usted; porque usted, y los que son como usted, tienen una desmedida opinión de sí mismos, que les impide comportarse con inteligencia y consideración. Sé con certeza que usted forma parte de esas gentes que se creen grandes por ser irrespetuosas y descorteses, que se creen poderosas porque disfrutan de protección, y que se creen sabias porque se les ocurre la palabrita «sabio». La gente como usted se atreve a ser dura, descarada, grosera y violenta frente a la pobreza y frente a la desprotección. La gente como usted posee la extraordinaria sabiduría de creer que es necesario estar en lo más alto en todo, poseer un gran peso en todas partes y triunfar a todas las horas del día. La gente como usted no se da cuenta de que eso es necio, de que ni entra dentro de lo posible ni puede ser deseable. La gente como usted es jactanciosa y está dispuesta en todo momento a servir celosamente a la brutalidad. La gente como usted es muy valiente para evitar con cuidado todo verdadero valor, porque sabe que todo verdadero valor promete perjuicios, y es muy valiente para presentarse siempre como buena y hermosa, testimoniando enorme placer y enorme celo. La gente como usted no respeta ni la edad ni el mérito, ni sin duda el trabajo. La gente como usted respeta el dinero, y el respeto al dinero le impide respetar cualquier otra cosa. Quien trabaja honradamente y se esfuerza afanoso es, a los ojos de gente como usted, un completo asno. No me equivoco; porque mi dedo meñique me dice que tengo razón. Me atrevo a decirle a la cara que abusa de su cargo, porque sabe muy bien qué complicaciones e incomodidades traería darle un correctivo; pero con todo el favor y benevolencia de que goza, y los favorables presupuestos de que se rodea, aun así se sabe atacado; porque siente sin duda cuánto vacila. Traiciona la confianza, no mantiene su palabra, daña sin pensar el valor y el prestigio de aquellos que con usted tratan, los explota sin compasión cuando dice hacerles bien, traiciona al servicio y calumnia al amable servidor, es extremadamente voluble e inseguro y muestra cualidades que se pueden disculpar en una muchacha, pero no en un hombre. Disculpe que me permita tenerlo por muy débil, y permítame, junto con la sincera afirmación de que considero aconsejable mantenerme en el futuro profesionalmente a distancia de usted, la aun así necesaria medida y el absolutamente dado grado de respeto por parte de un hombre que tuvo la distinción y el desde luego moderado placer de conocerle.
Ahora que la había confiado al correo para su transporte y entrega, casi me arrepentía de esta carta de bandolero, que casi quería parecerme perjudicial; porque nada menos que a una persona de influencia y mando le había anunciado de modo tan ideal, provocando encarnizado estado de guerra, la ruptura de relaciones diplomáticas; o mejor: económicas. Aun así, dejé libre curso a la carta de desafío, consolándome al decirme que el hombre o muy respetable señor quizá ni siquiera leyera el mensaje, porque al leer y probar la segunda o tercera palabra probablemente se hartaría de la lectura, y es posible que, sin perder tiempo y energías, tirase la inflamada efusión a la papelera que engulle y alberga todo lo que no es bienvenido. «Además, una cosa así se olvida en dos o tres semestres», concluí y filosofé, y marché valeroso hacia el sastre.
Éste estaba sentado, jovial y al parecer con la más tranquila de las conciencias, en su elegante salón de moda o taller, abarrotado y atiborrado de aromáticas telas y retales. En un cajetín o jaula trinaba, para completar el bucólico ambiente, un pájaro, y un celoso y taimado aprendiz se ocupaba bravamente en darle a las tijeras. El señor sastre Dünn se levantó cortésmente al verme del asiento en el que luchaba afanoso con la aguja de coser, para dar gentilmente la bienvenida al recién llegado.
—Viene usted por el traje que mi firma va a entregarle luego listo para poner, y que sin duda le sentará impecablemente —dijo tendiéndome, con un poco demasiado de camaradería, la mano; que, por lo demás, yo no rehusé estrechar con fuerza.
—Vengo —repliqué— a probarme, sin temor y esperanzado, aunque me temo algunas cosas.
El señor Dünn dijo que consideraba superfinos todos mis temores y que garantizaba el asiento y el corte del traje, y mientras lo decía me llevó hasta una habitación anexa de la que enseguida se retiró. Garantizaba y afirmaba repetidamente, lo que a mí no me acababa de gustar. En poco tiempo, la prueba y la decepción íntimamente unida a ella estuvieron servidas. Grité, enérgico y fuerte, intentando contener un desbordante enojo, al señor Dünn, que encajó la demoledora exclamación con la mayor flema y distinguida insatisfacción:
—¡Me lo imaginaba!
—¡Mi estimado caballero, no se excite inútilmente!
Dije con esfuerzo:
—Hay aquí abundante motivo para excitarse y carecer de consuelo. Reserve para usted sus inadecuadísimos paños calientes, y tenga la bondad de dejar de querer tranquilizarme; porque lo que ha hecho usted para confeccionar un traje impecable es en extremo inquietante. Todos los temores (suaves o no) albergados se han hecho realidad, y los peores presentimientos se han confirmado. ¿Cómo puede atreverse a salir garante de un impecable asiento y corte, y cómo es posible que tenga valor de asegurarme que es usted maestro en su oficio, cuando aunque sólo fuera con algo de tenue honradez y un mínimo de sinceridad y respeto tendría que confesar sin ambages que tengo una suerte negra y que el traje impecable que su estimada y destacada firma me iba a entregar es una entera chapuza?
—Tendrá usted la bondad de evitar la expresión «chapuza».
—Trato de contenerme, señor Dünn.
—Se lo agradezco, y me alegro de corazón de tan agradable propósito.
—Me permitirá exigir de usted que lleve a cabo importantes modificaciones en este traje, que, conforme a la cuidadosa prueba que acaba de tener lugar, presenta montones de errores, defectos y taras.
—Se puede hacer.
—La insatisfacción, el enojo y la tristeza que siento me obligan a decirle que me ha dado un disgusto.
—Le juro que lo siento.
—El celo que muestra en jurar que siente haberme irritado y haberme puesto del peor humor no cambia lo más mínimo en el defectuoso traje, al que me niego a tributar ni el más pequeño grado de reconocimiento y cuya aceptación rechazo enérgicamente, ya que no cabe hablar de aplauso y asentimiento. Respecto a la chaqueta, siento claramente que me hace jorobado y por tanto feo, desfiguración con la que en modo alguno puedo declararme de acuerdo. Más bien me siento movido a protestar ante tan maligna dotación y decoración de mi cuerpo. Las mangas padecen un considerable exceso de longitud, y el chaleco se distingue de forma destacada por provocar la impresión y despertar la incómoda apariencia de que su portador tuviera una gruesa panza. El pantalón o calzón es sencillamente repugnante. El dibujo y diseño del pantalón me insufla sincero espanto. Allá donde este mísero, necio y ridículo artilugio de calzón debía poseer una cierta anchura, muestra una estranguladora estrechez, y donde debía ser estrecho es más que ancho. Su trabajo, señor Dünn, carece en resumen de fantasía, y su obra demuestra falta de inteligencia. Este traje tiene algo de lamentable, algo de pequeño, algo de necio, algo de casero, algo de ridículo y algo de temeroso. Sin duda el que lo ha hecho no puede contarse entre las naturalezas sublimes. Es lamentable tan total ausencia de todo talento.
El señor Dünn tuvo la desfachatez de decirme:
—No comprendo su enfado, ni habrá forma de moverme a entenderlo. Los numerosos y fuertes reproches que usted me hace y cree tener que hacerme me resultan incomprensibles, y muy probablemente siempre me resultarán incomprensibles. El traje sienta muy bien. Nadie me hará creer otra cosa. Declaro inconmovible la convicción que tengo de que con él tiene un aspecto enormemente ventajoso. En poco tiempo se habrá acostumbrado a ciertas peculiaridades y especificidades que lo distinguen. Los máximos funcionarios del Estado me encargan sus estimadísimas necesidades; también los señores presidentes de los tribunales se dignan trabajar conmigo. Esta sin duda convincente prueba de mi capacidad debe bastarle. No voy a entrar en exageradas expectativas e ideas, el maestro sastre Dünn en modo alguno se deja llevar por arrogantes exigencias. Gente mejor situada y caballeros más distinguidos que usted han estado de todo punto satisfechos con mi destreza y habilidad. Esta alusión debería desarmarle.
Como me daba cuenta de que era imposible hacer nada, y no podía por menos de decirme que mi quizá demasiado fogoso e impetuoso ataque se había transformado en una dolorosa y ultrajante derrota, retiré mis tropas del desdichado combate, me marché silencioso y huí avergonzado. De tal modo terminó la osada aventura con el sastre. Sin prestar atención a ninguna otra cosa, corrí a la caja municipal u oficina de Hacienda debido a los impuestos; pero en este punto tengo que corregir un burdo error.
Y es que, se me ocurre ahora, no se trata de pago alguno, sino por el momento tan sólo de una conversación con el señor presidente de la muy digna comisión de impuestos, y de la presentación o emisión de una declaración solemne. No se me tome a mal el error, y escúchese amablemente lo que tengo que decir al respecto. Igual que el firme e inconmovible maestro sastre Dünn prometía y garantizaba impecabilidad, prometo y garantizo yo en relación con la declaración de impuestos a emitir exactitud y minuciosidad, así como brevedad y concisión.
Salto enseguida al centro de la respectiva y encantadora situación:
—Permítame decirle —dije abierta y sinceramente al impositor o alto funcionario impositivo que me prestó su autorizado oído para seguir con la debida atención el informe que le presentaba— que como pobre escritor y plumífero u homme de lettres disfruto de unos muy cuestionables ingresos. Naturalmente, en mí no se puede apreciar ni hallar rastro de cualquier acumulación patrimonial. Constato esto muy a pesar mío, sin por otra parte desesperarme ni llorar ante el lamentable hecho. Me las voy arreglando, como suele decirse. No practico lujo alguno; eso puede usted verlo con sólo mirarme. La comida que como puede calificarse de suficiente y escasa. Se le habrá ocurrido creer que soy dueño y administrador de múltiples ingresos; pero me veo obligado a salir cortés, pero decididamente al paso de esta creencia y de todas estas sospechas y decir la sencilla y desnuda verdad, y esta es en todo caso que estoy libre de riquezas, pero en cambio cargado de toda clase de pobreza, de lo que tendrá la bondad de tomar nota. Los domingos no me puedo dejar ver en la calle, porque no tengo ropa de domingo. En lo que respecta a vida sólida y ahorrativa, recuerdo a un ratón de campo. Un gorrión tiene más expectativas de convertirse en acomodado que el presente informante y contribuyente. He escrito libros que por desgracia no han gustado al público, y las consecuencias de ello son angustiosas. No dudo ni por un momento de que usted lo apreciará y en consecuencia entenderá mi situación financiera. No poseo posición ni prestigio social; esto es claro como el sol. Obligaciones para con un hombre como yo no parece haber ninguna. El vivo interés por las bellas letras se da de manera en extremo escasa, y la crítica implacable que todo el mundo cree poder ejercer y cultivar sobre nuestra obra constituye otra fuerte causa de daño y frena como una zapata la realización de cualquier modesto bienestar. Sin duda hay bondadosos benefactores y amables benefactoras que me apoyan del modo más noble de vez en cuando; pero un donativo no es un ingreso, y un apoyo no es un patrimonio. Por todas estas razones, elocuentes y sin duda convincentes, mi estimado señor, quisiera solicitarle que prescinda de todo aumento de impuestos como el que me ha anunciado, y tengo que rogarle, cuando no conminarle a ello, que estime mi capacidad de pago tan bajo como sea posible.
El señor director o señor tasador dijo:
—¡Pero siempre se le ve paseando!
—Pasear —respondí yo— me es imprescindible, para animarme y para mantener el contacto con el mundo vivo, sin cuyas sensaciones no podría escribir media letra más ni producir el más leve poema en verso o prosa. Sin pasear estaría muerto, y mi profesión, a la que amo apasionadamente, estaría aniquilada. Sin pasear y recibir informes no podría tampoco rendir informe alguno ni redactar el más mínimo artículo, y no digamos toda una novela corta. Sin pasear no podría hacer observaciones ni estudios. Un hombre tan inteligente y despierto como usted podrá entender y entenderá esto al instante. En un bello y dilatado paseo se me ocurren mil ideas aprovechables y útiles. Encerrado en casa, me arruinaría y secaría miserablemente. Para mí pasear no sólo es sano y bello, sino también conveniente y útil. Un paseo me estimula profesionalmente y a la vez me da gusto y alegría en el terreno personal; me recrea y consuela y alegra, es para mí un placer y al mismo tiempo tiene la cualidad de que me excita y acicatea a seguir creando, en tanto que me ofrece como material numerosos objetos pequeños y grandes que después, en casa, elaboro con celo y diligencia. Un paseo está siempre lleno de importantes manifestaciones dignas de ver y de sentir. De imágenes y vivas poesías, de hechizos y bellezas naturales bullen a menudo los lindos paseos, por cortos que sean. Naturaleza y costumbres se abren atractivas y encantadoras a los sentidos y ojos del paseante atento, que desde luego tiene que pasear no con los ojos bajos, sino abiertos y despejados, si ha de brotar en él el hermoso sentido y el sereno y noble pensamiento del paseo. Piense cómo el poeta ha de empobrecerse y fracasar de forma lamentable si la hermosa Naturaleza maternal y paternal e infantil no le refresca una y otra vez con la fuente de lo bueno y de lo hermoso. Piense cómo para el poeta la instrucción y la sagrada y dorada enseñanza que obtiene ahí fuera, al juguetón aire libre, son una y otra vez de la mayor importancia. Sin el paseo y sin la contemplación de la Naturaleza a él vinculada, sin esa indagación tan agradable como llena de advertencias, me siento como perdido y lo estoy de hecho. Con supremo cariño y atención ha de estudiar y contemplar el que pasea la más pequeña de las cosas vivas, ya sea un niño, un perro, un mosquito, una mariposa, un gorrión, un gusano, una flor, un hombre, una casa, un árbol, un arbusto, un caracol, un ratón, una nube, una montaña, una hoja o tan sólo un pobre y desechado trozo de papel de escribir, en el que quizá un buen escolar ha escrito sus primeras e inconexas letras. Las cosas más elevadas y las más bajas, las más serias y las más graciosas, le son por igual queridas y bellas y valiosas. No puede llevar consigo ninguna clase de sensible amor propio y sensibilidad. Su cuidadosa mirada tiene que vagar y deslizarse por doquier, desinteresada y carente de egoísmo; tiene que ser siempre capaz de disolverse en la observación y percepción de las cosas, y ha de postergarse, menospreciarse y olvidarse de sí mismo, sus quejas, necesidades, carencias, privaciones, como el bravo, servicial y dispuesto al sacrificio soldado en campaña. De otro modo, pasea tan sólo con media atención y medio espíritu, y eso no vale nada. Tiene que ser capaz en todo momento de compasión, de identificación y de entusiasmo, y ojalá que lo sea. Tiene que alzarse a elevado arrebato y hundirse y saber descender a la más profunda y mínima cotidianeidad, y probablemente sabe. Pero ese fiel y entregado disolverse y perderse en los objetos y ese celoso amor por todas las manifestaciones y cosas lo hacen feliz, como todo cumplimiento de obligación hace feliz y rico en lo más íntimo a quien tiene una obligación que cumplir. Espíritu, entrega y fidelidad lo satisfacen y elevan sobre su propia e insignificante persona de paseante, que con demasiada frecuencia tiene reputación y mala fama de vagabundeo e inútil pérdida de tiempo. Sus múltiples estudios lo enriquecen y entretienen, lo calman y refinan y rozan a veces, por improbable que pueda sonar, con la ciencia exacta, lo que nadie creería del en apariencia frívolo caminante. ¿Sabe usted que mi cabeza trabaja dura y tercamente, y a menudo estoy activo en el mejor de los sentidos, cuando parezco un archigandul y persona frívola sin responsabilidad, sin pensamiento ni trabajo, perdido en el azul o en el verde, lento, soñador y perezoso, que ofrece la peor de las impresiones? Secreta y misteriosamente, siguen al paseante toda clase de hermosos y sutiles pensamientos de paseo, de tal modo que en medio de su celoso y atento caminar tiene que parar, detenerse y escuchar, que está cada vez más arrebatado y confundido por extrañas impresiones y por la hechicera fuerza del espíritu, y tiene la sensación de ir a hundirse de pronto en la tierra o de que ante sus ojos deslumbrados y confusos de pensador y poeta se abre un abismo. La cabeza se le quiere caer, y los por lo demás tan vivos brazos y piernas están como petrificados. Paisaje y gente, sonidos y colores, rostros y figuras, nubes y sol giran como sombras a su alrededor, y ha de preguntarse: «¿Dónde estoy?». Tierra y cielo fluyen y se precipitan de golpe en una niebla relampagueante, brillante, apelotonada, imprecisa; el caos empieza, y los órdenes desaparecen. Trabajosamente, el conmocionado intenta mantener su sano conocimiento; lo consigue, y sigue paseando confiado. ¿Considera usted del todo imposible que en un suave y paciente paseo encuentre gigantes, tenga el honor de ver a profesores, trate al pasar con libreros y empleados de banca, hable con futuras jóvenes cantantes y antiguas actrices, coma con ingeniosas damas, pasee por los bosques, envíe peligrosas cartas y me bata violentamente con insidiosos e irónicos sastres? Todo esto puede suceder, y creo que de hecho ha sucedido. Al paseante le acompaña siempre algo curioso, reflexivo y fantástico, y sería tonto si no lo tuviera en cuenta o incluso lo apartara de sí; pero no lo hace; más bien da la bienvenida a toda clase de extrañas y peculiares manifestaciones, hace amistad y confraterniza con ellas, porque le encantan, las convierte en cuerpos con esencia y configuración, les da formación y ánima, mientras ellas por su parte lo animan y forman. En una palabra, me gano el pan de cada día pensando, cavilando, hurgando, excavando, meditando, inventando, analizando, investigando y paseando tan a disgusto como el que más. ¡Y aunque quizá ponga la cara más complacida del mundo soy serio y concienzudo en grado sumo, y aunque no parezca más que delicado y soñador soy un sólido experto! Espero que todas estas detalladas explicaciones le convenzan de mis sinceras aspiraciones y le satisfagan plenamente.
El funcionario dijo «¡Bien!», y añadió:
—Examinaremos con atención su solicitud de que se le aplique la tarifa más baja posible y le enviaremos al respecto pronta comunicación denegatoria o aprobatoria. Se le agradece la declaración amablemente presentada y los sinceros testimonios celosamente aportados. Por el momento puede marcharse y continuar su paseo.
Puesto que se me indultaba, eché a andar con alegría y pronto volví a estar al aire libre. El entusiasmo de la libertad me arrebataba y arrastraba. Ahora llego al fin, tras tantas aventuras bravamente superadas y tantos difíciles obstáculos más o menos victoriosamente salvados, al hace tiempo anunciado y predicho paso a nivel, donde tendré que detenerme un rato y esperar gentilmente hasta que poco a poco el tren haya tenido la extremada bondad de pasar limpiamente de largo. Toda clase de población masculina y femenina de toda edad y condición estaba en pie y esperaba como yo junto a la barrera. La corpulenta y amable esposa del guardabarrera estaba allí plantada, silenciosa como una estatua, examinando a conciencia a los que pasábamos y esperábamos. El tren que pasó silbando estaba lleno de militares, y todos los soldados asomados a las ventanillas, consagrados y dedicados a prestar servicios a la patria querida, toda esa escuela de soldados en marcha, por una parte, y el inútil público civil por otra, se saludaron e hicieron mutuas señas amable y patrióticamente, movimiento que difundió por doquier agradables estados de ánimo. Como el paso había quedado libre, tanto yo como todos los demás seguimos ruta tranquilos y pacíficos, y los alrededores me parecieron de pronto mil veces más bellos que antes. El paseo parecía querer ser cada vez más hermoso, rico y grande. Aquí en el paso a nivel me parecía estar el punto culminante o algo como el centro, desde el que volvería a bajar poco a poco. Intuía ya algo de comienzo de suave pendiente vespertina. Algo como un dorado goce nostálgico y dulce magia melancólica flotaba como un alto y silencioso dios. «Este paraje es celestialmente bello», me dije. Como una hechicera canción de despedida, que incitara a las lágrimas, el delicado paisaje se extendía con sus amables y modestas praderas, huertos y casas. De todas partes llegaba el resonar de leves y antiquísimos lamentos populares y padecimientos del pobre y buen pueblo. Espíritus de cautivadoras figuras y ropajes surgían altos y suaves, y el amable y buen camino reverberaba celeste, blanco y dorado. Emoción y entusiasmo volaban como ángeles caídos del cielo sobre las doradas casitas pobres, que el sol abrazaba y enmarcaba cariñoso en un hálito rosado. Amor y pobreza y aliento dorado y plateado andaban y flotaban de la mano. Me sentí como si alguien me llamara amoroso por mi nombre, o como si alguien me besara y consolara. Dios omnipotente, nuestro clemente Señor, salía a la calle para glorificarla y darle celestial belleza. Imaginaciones e ilusiones de todo tipo me hacían creer que Jesucristo había bajado del cielo y caminaba y deambulaba por la amable comarca. Casas, huertos y personas se transformaban en sonidos, todos los objetos parecían haberse transformado en un solo espíritu y una sola ternura. Un dulce velo de plata y niebla espiritual nadaba en todo y se tendía alrededor de todo. El espíritu del mundo se había abierto, y todos los padecimientos, todas las decepciones humanas, todo lo malo, todo lo doloroso parecía esfumarse para no volver más. Anteriores paseos aparecieron ante mis ojos, pero la magnífica imagen del modesto presente se convirtió en sensación predominante. El futuro palideció, y el pasado se desvaneció. Yo mismo ardía y florecía en ese instante ardiente y floreciente. Cerca y lejos se alzaban lo grande y lo bueno con espléndido gesto, satisfacciones y enriquecimientos de argéntea claridad, y en mitad de la hermosa comarca yo no fantaseaba más que con ellos. Todas las demás fantasías se hundieron y desaparecieron en la insignificancia. Tenía ante mí toda la rica Tierra, y sin embargo tan sólo miraba hacia lo más pequeño y más humilde. Con amorosos gestos se alzaba y hundía el cielo. Yo me había convertido en un interior, y paseaba como por un interior; todo lo exterior se volvió sueño, lo hasta entonces comprendido, incomprensible. Desde la superficie, me precipité a la fabulosa profundidad que en ese momento reconocía como el Bien. Aquello que entendemos y amamos nos entiende y nos ama también. Yo ya no era yo, era otro, y precisamente por eso otra vez yo. A la dulce luz del amor, reconocí o creí deber reconocer que quizá el hombre interior sea el único que en verdad existe. Me aferró la idea: «¿Dónde estaríamos los pobres hombres si no existiera la Tierra fiel? ¿Qué tendríamos si no tuviéramos esta belleza y bondad? ¿Dónde estaría yo si no pudiera estar aquí? Aquí lo tengo todo, y en otra parte no tendría nada».
Lo que veía era tan pequeño y pobre como grande y significativo, tan modesto como atractivo, tan cercano como bueno y tan agradable como cálido. Dos casas que se alzaban una junto a otra a la clara luz del sol, como vivos y agradables vecinos, me reportaron gran alegría. Una alegría seguía a la otra, y en el aire suave y familiar flotaba el bienestar y temblaba como de contenido placer. Una de las dos lindas casitas era la Posada del Oso; el oso estaba reproducido con gracia y acierto en la muestra de la posada. Unos castaños daban sombra a la graciosa y bienhumorada casa, que sin duda estaba habitada por gentes amables, simpáticas y agradables; pues la casa no resultaba arrogante como algunas edificaciones, sino que parecía la familiaridad y lealtad mismas. Allá donde el ojo se volvía había denso y satisfecho esplendor de jardín y se alzaba una verde y espesa maraña de gentiles hojas. La segunda casa o casita recordaba en su visible dulzura y humildad a una bella hoja infantil de un libro ilustrado, a una dulce ilustración, tan rara y encantadora se mostraba. Alrededor de la casita, el mundo parecía enteramente bueno y bello. Me enamoré enseguida hasta las cejas de la hermosísima casita, y con gusto hubiera entrado en ella para anidar y alojarme allí y vivir para siempre en la casita encantada y joya y sentirme bien; pero por desgracia precisamente las más bellas viviendas suelen estar ocupadas, y al que busca una vivienda adecuada a un gusto exigente le va mal, porque lo que está vacío y se puede tener es a menudo atroz y suscita espanto. Seguro que la hermosa casita estaba habitada por una mujercita o abuelita sola; olía a eso, y tenía también ese aspecto. Si se me permite decirlo, declaro además que en la pared de la casita campaban pinturas murales o sublimes frescos celestialmente delicados y graciosos, que representaban un paisaje de los Alpes suizos en el que había pintada otra casita, una casa de las tierras altas de Berna. En verdad, la pintura en sí no valía nada. Sería osado querer afirmar otra cosa. Pero aun así se me antojaba espléndida. Simple y sin adorno como era, me encantaba; en realidad me encanta cualquier pintura, por necia e inhábil que sea, porque toda pintura recuerda, primero, la actividad y el celo, y segundo, a Holanda. ¿Acaso no es hermosa toda música, incluso la más limitada, para aquel que ama la esencia y la existencia de la música? ¿No es cualquier persona, hasta la más malvada y desagradable, amable para el filántropo? Un paisaje pintado en mitad de un paisaje real es algo caprichoso, picante. Nadie me negará eso. Por otra parte, el supuesto de que una anciana madrecita habitara en la casa no lo tenía yo sin duda por cierto y firme, y no podía aceptarlo. Me sorprende cómo me atrevo a usar aquí palabras como «supuesto» donde todo es tan suave y lleno de naturaleza humana, o por lo menos debe serlo, como los sentimientos e intuiciones de un corazón maternal. Por lo demás, la casita estaba pintada de azul grisáceo y tenía unos postigos de un verde dorado que parecían sonreír, y a su alrededor, en un jardincito encantado, desprendían su aroma las más bellas flores. Sobre la quinta con jardín se inclinaba y doblegaba con cautivador encanto un rosal repleto de las más bellas rosas.
Si no estoy enfermo, sino sano y despierto, lo que espero y de lo que no quiero dudar, llegué, siguiendo mi camino confortablemente, ante una peluquería rural de cuyo contenido y titular sin embargo, me parece, no tengo motivos para ocuparme, ya que opino que aún no es imprescindible cortarme el pelo, lo que quizá estuviera bien y fuera divertido. Luego, paso ante un taller de zapatero que me recuerda al genial pero desdichado poeta Lenz, que durante la época de su trastorno psíquico y anímico aprendió a hacer zapatos y los hizo. ¿No he mirado también al pasar hacia una escuela y hacia una agradable aula donde en ese momento la severa maestra examinaba y comandaba? Con ocasión de esto hay que indicar cuánto desearía el paseante poder volver a ser en un abrir y cerrar de ojos un niño y un alumno travieso y desobediente, volver a ir al colegio y poder cosechar y recibir una bien merecida tanda de azotes en castigo por las descortesías y fechorías cometidas. Ya que hablamos de palos, hay que mencionar y entretejer que opinamos que merece ser honrada y bravamente apaleado un paisano que no vacila en derribar el adorno del paisaje y la belleza de su propio hogar, a saber, su alto y viejo nogal, para conseguir a cambio vil, mal y necio dinero. Pasaba ante una bellísima casa campesina, con su alto, espléndido y vigoroso nogal; entonces me vino la idea del castigo y el negocio.
—Este alto y majestuoso árbol —exclamé elevando la voz— que tan maravillosamente protege y embellece la casa, que la envuelve en tan grave y jovial familiaridad y ambiente hogareño, este árbol, digo, es una deidad, es sagrado, y habrá que dar mil latigazos al insensible y desalmado propietario que se atreva a hacer desaparecer toda esta magia celestial y dorada de verdes hojas para calmar su sed de dinero, lo más bajo y vil que hay en la Tierra. Habría que expulsar de la comunidad a semejante cretino. A Siberia o a Tierra del Fuego con quienes de tal modo ultrajan y arruinan la belleza. Pero gracias a Dios también hay campesinos que tienen corazón y sentido de lo delicado y de lo bueno.
Quizá he ido demasiado lejos en lo que respecta al árbol, la codicia, el campesino, el transporte a Siberia y los azotes que al parecer el campesino merece por derribar el árbol, y he de confesar que me he dejado arrastrar a la ira. Los amigos de los bellos árboles comprenderán mi despecho y darán la razón a mi lamento tan vivamente expresado. Por mi parte retiro gustoso los mil latigazos. Yo mismo repruebo la expresión «cretino». Desapruebo tan fea palabra y ruego al lector que me perdone. Como ya he tenido que disculparme varias veces, he alcanzado cierta práctica en la cortés petición-de-disculpas. Tampoco era preciso que dijera «insensible y desalmado propietario». Son acaloramientos intelectuales que es preciso evitar. Está claro. Mantendré el dolor por la tala de un hermoso, alto y viejo árbol, y sin duda pondré mala cara, lo que nadie me puede impedir. «Expulsar de la comunidad» es una frase imprudente, y en lo que se refiere a la codicia, que he calificado de baja, supongo que también yo he cometido alguna tropelía, faltado y pecado gravemente a este respecto, y que ciertas miserias y bajezas no me son ajenas ni se me han mantenido desconocidas. Con estas frases hago política de enjuague como no la puede haber mejor; pero considero esta política una necesidad. El decoro nos impone atender a ser tan severos con nosotros como con los demás, y juzgar a los demás tan suave e indulgentemente como a nosotros mismos, lo que, como se sabe, hacemos de manera involuntaria en todo momento. ¿No es encantador cómo corrijo los errores y allano las faltas? Al hacer concesiones, demuestro ser pacífico, y al redondear los bordes y ablandar las durezas soy un fino y sutil moderador, muestro sentido del buen tono y soy diplomático. De todos modos he quedado mal; pero espero que se me reconozca la buena voluntad.
Si alguien dice aún que soy un hombre desconsiderado, autoritario y prepotente, que se lanza ciegamente contra las cosas, afirmo, es decir, me atrevo a esperar que tengo razón en afirmar, que la persona que tal dice yerra gravemente. Quizá nunca un autor haya pensado en el lector, de manera constante, tan tierna y gentilmente como yo.
Bien, ahora puedo enamorarme obsequioso de palacios o nobles mansiones, de la siguiente forma: arrojando un triunfo en toda regla; porque con una tan semidecadente casa solariega y patricia, con una noble sede y casa señorial, envejecida por el tiempo, rodeada de un parque, orgullosa, como esta que aparece ahora, se puede hacer ostentación, suscitar atención expectante, despertar envidia, provocar admiración y cosechar honores. Algún pobre pero fino literato vivía con gran gozo y máximo placer en semejante palacio o castillo, con patio y entrada para principescos coches con escudos de armas. Algún pintor pobre pero hedonista sueña con una estancia temporal en una preciosa y antigua propiedad rural. Alguna muchachita de ciudad, instruida pero quizá pobre de pedir, piensa con melancólico arrobo e ideal celo en estanques, grutas, altos aposentos y ella misma servida por solícitos criados y nobles caballeros. En la casa señorial que yo veía, es decir, más bien sobre ella que en ella, se podía ver y leer la fecha 1709, lo que por supuesto aumentó vivamente mi interés. Con cierto entusiasmo miré, como investigador de la Naturaleza y de la Antigüedad, hacia el encantado, viejo y peculiar jardín, donde, en un estanque adornado por un surtidor de encantador chapoteo, descubrí fácilmente y constaté la presencia del más extraño y largo de los peces, un solitario bagre. También vi y descubrí y constaté con romántico goce un pabellón de estilo árabe o morisco, bella y ricamente pintado en azul celeste, misterioso plateado estelar, oro, marrón y noble y grave negro. Sospeché e intuí al punto, con en extremo fina comprensión, que el pabellón podría proceder y haber sido levantado alrededor del año 1858, cálculo, adivinanza y olfato que quizá me autorice a dictar confiado una conferencia o lección al respecto en el salón de actos del Ayuntamiento, ante mucho público dispuesto a aplaudir, con rostro bastante orgulloso y gesto confiado. Probablemente entonces la prensa mencionara la conferencia, lo que desde luego sólo podría agradarme; porque no suele dedicar una triste palabra a casi nada. Mientras estudiaba el pabellón árabe o persa, se me ocurrió pensar: «Qué hermosas han de ser aquí las noches, cuando todo está cubierto por una oscuridad casi impenetrable, todo alrededor está tranquilo, negro y silencioso, los abetos se alzan suavemente sobre la oscuridad, nocturna sensación atrapa al solitario caminante y una bella y noble mujer, atractivamente arreglada, trae al pabellón una lámpara que derrama un dulce y dorado brillo, y entonces, impulsada por un gusto peculiar y movida por un extraño acceso del espíritu, empieza a tocar Heder en el piano que, naturalmente, nuestro jardín tendrá que tener en este caso, mientras, si se permite semejante sueño, los canta con voz pura, de cautivadora belleza. Cómo se escucharía entonces, cómo se soñaría entonces, cuan feliz se sería con la música nocturna».
Pero no era medianoche, y hasta donde alcanzaba la vista no era ni caballeresco medievo ni el año mil quinientos o mil setecientos, sino claro día y día laborable, y un tropel de gente, junto a uno de los más descorteses y anticaballerescos, desabridos e impertinentes automóviles que jamás me hubieran salido al paso, me perturbaron mucho en la plenitud de mis eruditas y románticas consideraciones y me expulsaron de un manotazo de toda poesía palaciega y ensoñación del pasado, de modo que exclamé involuntariamente:
—Sin duda es muy grosera la forma en que se me impide llevar a cabo los más finos estudios y hundirme en las más distinguidas profundidades. Podría estar indignado; pero en vez de eso prefiero ser manso y soportar y tolerar con buenos modales. Dulce es la idea de la pasada belleza y encanto, dulce la noble y pálida pintura de la sucumbida y ahogada hermosura; pero no hay razón para volver por ello la espalda al mundo y a los congéneres, y no se puede creer que se está facultado para guardar rencor a gentes y artefactos porque no tienen en cuenta el ánimo de aquel que se pierde en la Historia y en el Pensamiento.
«Una tempestad», pensé mientras seguía caminando, «sería hermosa aquí. Ojalá tenga la oportunidad de ver una». A un buen y honrado perro, negro como ala de cuervo, que yacía tendido en el camino, le dirigí la siguiente y graciosa alocución:
-¿Ni por lo más remoto se te pasa por la cabeza, tipo al parecer del todo iletrado e incultivado, levantarte y saludarme con tu negrísima zarpa, cuando en mi paso y en mi porte todo tienes que advertir que soy un hombre que ha vivido sus buenos siete años en la capital y metrópoli, y durante ese tiempo no ha salido un minuto, no digamos una hora, mes o semana, del contacto y agradable trato con personas de exclusiva formación? ¿A qué escuela has ido pues, tipejo andrajoso? ¿Cómo? ¿Ni siquiera me das una pequeña respuesta? ¿Te quedas ahí tumbado tranquilamente, me miras tranquilamente, no alteras el gesto y te quedas inmóvil como un monumento? ¡Avergüénzate!
Sin embargo, la verdad era que me gustaba muchísimo el perro, que tenía un espléndido aspecto en la fiel vigilancia y la bienhumorada calma y sobriedad que mostraba; y como me miraba tan jovial hablé con él, y como probablemente no entendía una palabra pude permitirme increparle, lo que, como se habrá apreciado en el tono simpático del discurso, no podía en todo caso tener mala intención.
A la vista de un fino y envarado caballero, que paseaba en extremo arreglado con arrogante contoneo, tuve el melancólico pensamiento: «¿Y los pobres niños pequeños, abandonados y mal vestidos? ¿Es posible que un caballero tan bien vestido, magníficamente arreglado, brillantemente equipado y tapizado, cubierto de anillos y adornos, vestido de punta en blanco, no piense un instante en las pobres criaturas que a menudo andan vestidas de harapos, revelan triste falta de cuidado y limpieza y están lamentablemente abandonadas? ¿No se avergüenza ni un poquito el pavo? ¿No se siente afectado en absoluto el señor adulto que tan elegante camina a la vista de los sucios y manchados pequeños? Tengo para mí que ningún adulto debería mostrar placer en presentarse arreglado mientras haya niños a los que falte todo adorno exterior».
Pero se podría decir, con la misma razón, que nadie debería ir a un concierto o a una representación teatral o gozar de cualquier otra diversión mientras haya en el mundo cárceles e institutos penitenciarios con desdichados presos. Naturalmente, esto es ir demasiado lejos. Y si alguien quisiera aplazar el goce y toda alegría de vivir hasta que el mundo no tuviera por fin gente pobre y desdichada, tendría que esperar hasta el gris e impensable Día del Juicio y hasta el gélido y yermo Fin del Mundo, y para entonces puede que el placer y la vida misma se le hubieran pasado por completo.
Una desaliñada, deslomada, agotada, vacilante trabajadora, que se acercaba con visible cansancio y debilidad y sin embargo aprisa, porque a todas luces aún tenía toda clase de cosas que hacer, me recordó al instante a las pulidas y malcriadas hijitas o hijas de alta cuna, que a menudo no saben o no parecen saber con qué clase de elegante y distinguida ocupación o diversión han de pasar su día, y que quizá jamás están de verdad cansadas, que se pasan días, semanas pensando en qué podrían ponerse para aumentar el brillo de su imagen, y que tienen tiempo de sobra para hacerse largas consideraciones al respecto de qué deberían hacer para envolver en más y más excesivos y enfermizos refinamientos su persona y su dulce y acaramelada figurita.
Pero, en la mayoría de los casos, yo mismo soy amante y venerador de tan adorables, en extremo cuidadas, delicadas plantas femeninas de belleza de luna. Uno de esos encantadores pececitos podría ordenarme lo que quisiera, y le obedecería ciegamente. ¡Oh, qué bella es la belleza y qué arrebatador el arrebato!
Vuelvo una vez más a hablar de arquitectura, para lo que habrá que tener en cuenta un poquito o pizca de arte y literatura.
Antes una observación: adornar casas dignas, nobles y antiguas, lugares y edificios históricos con ornamentos florales anuncia el mal gusto que imaginar se puede. Quien lo hace o permite que se haga peca contra el espíritu de lo digno y lo bello y viola el hermoso recuerdo de nuestros tan bravos como nobles predecesores. En segundo lugar, las fuentes nunca se coronan y prenden con flores. Desde luego las flores son bellas en sí mismas; pero no están para poner en solfa y desdibujar la noble severidad y severa belleza de las esculturas. La predilección por las flores puede degenerar en necia florimanía. Las personalidades y ediles a quienes incumba pueden informarse con personas dotadas de autoridad de si tengo razón, y tener la bondad de actuar en consecuencia.
Por mencionar dos bellas e interesantes construcciones que me cautivaron y reclamaron mi atención en grado inusual, diré que siguiendo mi camino pasé ante una capilla rara y encantadora a la que enseguida llamé capilla Brentano, porque vi que procedía de la fantástica, dorada, semiluminosa y semioscura época de los románticos. Se me ocurrió pensar en la gran, salvaje, tempestuosa y oscura novela Godwi de Brentano. Altas y esbeltas ventanas ojivales daban al en extremo original y peculiar edificio un aspecto amable y delicado, y le prestaban el espíritu de lo mágico, la magia de la intimidad y de la vida intelectual. Me vinieron a la mente fogosas descripciones de paisajes del mencionado poeta, concretamente la descripción de los robledales alemanes. Poco después estaba ante la villa llamada Terraza, que me recordó al pintor Karl Stauffer-Bern, que vivió y se alojó aquí por un tiempo, y a la vez a ciertas muy distinguidas y nobles construcciones que hay en la Tiergartenstrasse de Berlín, que por el estilo estricto, soberano y de clásica sencillez que expresan resultan simpáticas y dignas de ver. La casa Stauffer y la capilla Brentano se me presentaban como monumentos de dos mundos estrictamente separados, ambos encantadores, amenos e importantes a su peculiar modo: aquí la elegancia medida y fría, allá el sueño altanero y melancólico, aquí algo fino y bello y allá algo fino y bello, pero completamente distinto como esencia y formación, aunque próximo en el tiempo. En mi paseo empieza a atardecer poco a poco, y el silencioso fin, me parece, ya no está en absoluto tan lejos.
Quizá tengan aquí su lugar algunas cotidianeidades y manifestaciones del tráfico, a saber, por orden: una vistosa fábrica de pianos junto a otras fábricas y establecimientos, una espesa alameda junto a un río negruzco, hombres, mujeres, niños, tranvías eléctricos, su chirrido y el general o conductor responsable que se asoma, una tropa de vacas de pálido color a encantadoras pintas y manchas, campesinas sobre carros y el correspondiente ruido de ruedas y fustigar de látigos, algunos camiones cargados hasta arriba con apiladas mercancías, camiones de cerveza con toneles de lo mismo, trabajadores que regresan a casa, saliendo y prorrumpiendo de la fábrica, lo abrumador de esta visión y artículo que es la masa, con extraños pensamientos al respecto; vagones de carga cargados saliendo de la estación de carga, un circo entero en tránsito y ruta con elefantes, caballos, perros, cebras, jirafas, furiosos leones encerrados en leoneras, con cingaleses, indios, tigres, monos y reptantes cocodrilos, bailarinas en la cuerda floja y osos polares y toda la necesaria abundancia de séquito, servidumbre, equipaje de artistas y del personal, además de: chiquillos armados con armas de madera, imitando la guerra europea mientras desencadenan todas las furias, un golfillo que canta la canción Cien mil ranas, de lo que se muestra orgullosísimo; además: maderas y hombres del bosque con carros llenos de leña, dos o tres cerdos de concurso, ante los que la viva fantasía del espectador se pinta codiciosa el sabor y conveniencia de un asado de cerdo recién hecho, de espléndido aroma, lo cual es comprensible; una casa campesina con un refrán escrito sobre la entrada, dos bohemias, galizianas, eslavas, serbias o incluso gitanas de botas rojas, ojos negros como la pez y cabello a juego, ante cuya extranjera visión se piensa quizá en la novela de Gartenlaube La princesa de los gitanos, que sin duda transcurre en Hungría, lo que importa poco, o en La gitanilla, que sin duda es de origen español, lo que no es preciso tomar al pie de la letra. Además, tiendas: papelería, carnicería, relojería, zapatería, sombrerería, herrería, sedería, ultramarinos, especiería, bisutería, mercería, panadería y confitería. Y por doquier, sobre todas estas cosas, el amable sol del atardecer. Además mucho ruido y bullicio, colegios y colegiales, estos últimos con peso y dignidad en el rostro, paisaje y aire y mucha pintura. Además, no ignorar ni olvidar: rótulos y anuncios como «Persil» o «Insuperables sobres de sopa Maggi», o «Tacones de goma Continental, enormemente duraderos», o «Se vende finca», o «El mejor chocolate con leche», o yo qué sé de verdad qué más. Si se quisiera contar, no se acabaría nunca antes de que estuviera fielmente contado. Las personas inteligentes se percatarán y darán cuenta de esto. Un cartel o placa me llamó especialmente la atención; su contenido era el siguiente:
Hospedería
o fina pensión para caballeros recomienda a caballeros refinados o cuando menos de mejor condición su excelente cocina, que es tal que podemos decir con la conciencia tranquila que satisface al paladar mejor acostumbrado y cautiva al más vivo de los apetitos. Renunciamos a interesarnos por estómagos demasiado hambrientos. El arte culinario que ofrecemos responde a una educación superior, con lo que quisiéramos haber indicado que nos será agradable ver comer a nuestra mesa sólo a caballeros realmente instruidos. A los tipos que se beben su sueldo semanal y mensual y por tanto no están en condiciones de pagar en el acto no deseamos verlos ni de lejos; más bien apreciamos, respecto a nuestros muy estimados huéspedes, sutil decoro y galantes modales. Encantadoras y gentiles hijas suelen atender nuestras apetitosas mesas, bellamente servidas, adornadas con flores de todas clases. Lo decimos para que los caballeros interesados vean cuan necesario es comportarse educadamente y conducirse con limpieza y alegría desde el momento en que el eventual señor pensionista ponga pie en nuestra estimable y respetable pensión. Decididamente, no queremos tener nada que ver con libertinos y camorristas, bravucones y fanfarrones. Aquellos que tengan motivos para decirse que pertenecen a esa especie tendrán la bondad de mantenerse lejos de nuestro instituto de primera clase y ahorrarnos su desagradable presencia. Todo caballero amable, gentil, cortés, educado, fino, atento, amistoso, jovial, pero no excesivamente alegre y jovial, sino más bien callado, pero sobre todo solvente, sólido y puntual en el pago, nos será en cambio bienvenido en todos los sentidos, y será atendido del modo más refinado y tratado del modo más cortés y agraciado; lo prometemos sinceramente y pensamos mantenerlo en todo momento, de modo que será un placer. Tan amable y encantador caballero hallará en nuestra mesa tan escogidos bocados como le costaría muchísimo encontrar en otro sitio; porque de hecho proceden de las obras maestras del arte culinario de nuestra exquisita cocina; tendrá ocasión de confirmarlo el que quiera probar nuestra distinguida hospedería, a lo que le invitamos y animamos en todo momento. La comida que ponemos en la mesa supera tanto en calidad como en cantidad cualquier concepto en alguna medida sano, y no hay fantasía ni imaginación humana, por viva que sea, capaz de imaginar ni por acaso los delicados bocados, que hacen la boca agua, que administramos y estamos acostumbrados a poner ante los rostros alegremente sorprendidos de nuestros señores comensales. Pero, como ya se ha recalcado varias veces, sólo entran en consideración los caballeros de mejor condición, y se tendrá la bondad, para evitar errores y eliminar dudas, de permitirnos exponer brevemente nuestro criterio al respecto. A nuestros ojos, sólo es un caballero de mejor condición el que rebosa refinamiento y mejor condición y desde cualquier punto de vista es sencillamente mejor que cualquier otra gente sencilla. La gente que no es más que sencilla no nos es adecuada. Un caballero de mejor condición es para nosotros sólo aquel que se imagina muchas vanidades y necedades y, ante todo, es capaz de imaginar que su nariz es mejor que cualquier otra buena y razonable nariz humana. La conducta de un caballero de mejor condición expresa claramente este peculiar presupuesto, y en eso confiamos. Quien sólo sea bueno, recto y honrado, y no tenga ninguna otra ventaja importante, por favor que no se nos acerque; porque no nos parece ser un caballero refinado y mejor. Tenemos la más afinada comprensión para la selección de tan sólo los más refinados y puramente mejores caballeros. Advertimos enseguida en el paso, el tono, la forma de conversar, el rostro, los movimientos y singularmente en la vestimenta, el sombrero, el bastón, la flor en el ojal, que existe o no, si un caballero se cuenta entre los de mejor condición o no. La perspicacia que tenemos al respecto linda con la hechicería, y nos atrevemos a afirmar que poseemos cierta genialidad en estas cosas. Así que ya se sabe con qué tipo de gente contamos, y si acude a nosotros alguien en quien de lejos veamos que no es adecuado a nuestra pensión, le diremos: «Lo lamentamos mucho, y lo sentimos de veras».
Quizá dos o tres lectores pongan un tanto en duda la veracidad de este cartel, diciéndose que no se puede creer una cosa así.
Quizá se hayan dado repeticiones aquí y allá. Pero he de confesar que veo la Naturaleza y la vida humana como una serie tan hermosa como encantadora de repeticiones, y además quisiera confesar que contemplo esa misma manifestación como belleza y como bendición. Desde luego que en algunos lugares hay cazadores y degustadores de novedades, echados a perder por exceso de estímulo, ansiosos de sensaciones, hombres que ansían casi cada minuto goces no disfrutados aún. El poeta no escribe para tales gentes, como el músico no hace música para ellos y el pintor no pinta para ellos. En conjunto, la continua necesidad de goce y prueba de cosas siempre nuevas se me antoja un rasgo de pequeñez, falta de vida interior, alejamiento de la Naturaleza y mediana o defectuosa capacidad de comprensión. Es a los niños pequeños a los que siempre hay que mostrarles algo nuevo y distinto para que no estén descontentos. El escritor serio no se siente llamado a acumular material, ser pronto servidor de nerviosa codicia, y consecuentemente no teme algunas naturales repeticiones, aunque por supuesto se esfuerce siempre en prevenir con celo que no haya demasiadas similitudes.
Había caído la tarde, y llegué, por un bello y tranquilo camino o senda lateral que discurría entre árboles, al lago, y aquí terminó el paseo. En un bosquecillo de alisos, al borde del agua, estaba reunida una clase de niños y niñas, y el señor cura o maestro impartía en mitad de la vespertina Naturaleza ciencias naturales y doctrina contemplativa. Mientras seguía adelante con lentitud, llamaron mi atención dos figuras humanas. Quizá debido a cierto integral agotamiento pensé en una hermosa muchacha y en cómo estaba yo tan solo en el ancho mundo, y que eso no podía estar bien. Los reproches que yo mismo me hacía me atacaron por la espalda y me salieron al paso en el camino, y tuve que luchar duramente. Ciertos malos recuerdos se apoderaron de mí. Las autoacusaciones me pesaron de pronto en el corazón. Así que busqué y recogí flores a mi alrededor, parte en un bosquecillo, parte en el campo. Empezó a llover suave y calmadamente, con lo que el tierno paisaje se volvió aún más tierno y silencioso. Era como si el cielo llorase, y mientras recogía las flores escuché el leve llanto que caía sobre las hojas. ¡Cálida y débil lluvia de verano, qué dulce eres! «¿Por qué recojo flores?», me pregunté, y miré pensativo al suelo, y la tierna lluvia aumentó mi ensimismamiento hasta convertirlo en tristeza. Vinieron a mi mente todas las faltas cometidas, infidelidad, odio, terquedad, falsedad, fraude, maldad y toda clase de violentas y feas intervenciones. Pasión desbocada, salvajes deseos, y cómo había incluso hecho daño a algunas personas, cómo había sido injusto. Como un escenario lleno de dramáticas escenas se me revelaba la vida pasada, y hube de asombrarme involuntariamente ante mis numerosas debilidades, ante toda la desatención y dureza que había mostrado. Entonces apareció ante mis ojos la segunda figura, y de pronto volví a ver al hombre viejo, cansado, pobre y abandonado que había visto tendido en un bosque hacía algunos días, y tan miserable, pálido y moribundo, tan doliente y mortalmente agotado que su triste y angustiosa visión me había asustado profundamente. Ahora veía en espíritu a ese hombre cansado, y me sentí débil. Sentí la necesidad de tumbarme en algún sitio, y como había cerca un lugar amigable y recogido a la orilla, me acomodé, agotado como estaba en cierta medida, en el blando suelo, bajo las ingenuas ramas de un árbol. Contemplando la tierra, el aire y el cielo, me vino el doloroso e irremisible pensamiento de que era un pobre preso entre el cielo y la tierra, que todos los humanos éramos de este modo míseros presos, que sólo había para todos un tenebroso camino, hacia el hoyo, hacia la tierra, que no había otro camino al otro mundo más que el que pasaba por la tumba. «Así pues todo, todo, toda esta rica vida, los amables y sentenciosos colores, este encanto, esta alegría y este placer de vivir, todas estas humanas importancias, familia, amigo y amante, esta clara y tierna luz llena de bellas y divinas imágenes, las casas paternas y maternas y los dulces y suaves caminos perecerán un día y morirán, el alto sol, la luna, los corazones y los ojos de los hombres.» Pensé largo tiempo en ello, y pedí perdón en silencio a las personas a las que quizá pude haber hecho daño. Durante largo tiempo me sumí en inconcretos pensamientos, hasta que volví a pensar en la muchacha, tan hermosa y llena de juvenil frescura, que tenía unos ojos tan dulces, buenos y puros. Imaginé vivamente lo encantadora que era su bella boca infantil, lo hermosas que eran sus mejillas, y cómo su presencia física me hechizaba con su melodiosa ternura, cómo hace cierto tiempo le pregunté algo, cómo bajó los bonitos ojos en la duda y en la incredulidad, y después, cómo dijo «no» cuando le pregunté si creía en mi amor sincero, mi cariño, entrega y ternura. Las circunstancias le habían ordenado viajar, y partió. Quizá hubiera podido convencerla a tiempo de que tenía buenas intenciones, de que su querida persona me era importante, y de que por muchos hermosos motivos quería hacerla feliz, y con ello a mí mismo; pero no me esforcé más, y ella partió. ¿Para qué entonces las flores? «¿Recogía flores para depositarlas sobre mi desdicha?», me pregunté, y el ramo cayó de mis manos. Me había levantado para irme a casa; porque ya era tarde, y todo estaba oscuro.
1917
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