martes, 30 de octubre de 2007

Entre dos mundos

por Edward Said


En el primer libro que escribí, Joseph Conrad and the Fiction of Autobiography, publicado hace más de treinta años, y luego en el ensayo titulado "Reflections on Exile" que apareció en 1984, puse a Conrad como ejemplo de una persona cuya vida y obra parecían encarnar el destino del trotamundos que llega a ser escritor consumado en una lengua adquirida, pero que nunca llega a desembarazarse del sentimiento de ser ajeno a su nueva casa –la adoptada–, a la que, como ocurre en el muy especial caso de Conrad, admira. Todos sus amigos concordaban en que él se sentía muy a gusto con la idea de ser inglés, aunque nunca haya perdido su fuerte acento polaco y su carácter peculiarmente caprichoso, rasgo considerado muy poco británico. Con todo, en el instante en que ingresamos a su literatura nos resulta inconfundible su aire de desajuste, inestabilidad y extrañeza. Nadie podría representar mejor que él al perdido o desorientado, ni nadie fue más irónico en cuanto a intentar reemplazar esa situación con nuevos arreglos y acomodos, que invariablemente lo conducían a uno con engaños hacia nuevas trampas, como las que lord Jim encuentra cuando comienza una nueva vida en su pequeña isla. Marlow entra al corazón de las tinieblas para descubrir que Kurtz no sólo está ahí frente a él sino que también es incapaz de decirle toda la verdad; así que, al narrar sus propias experiencias, Marlow no puede ser tan exacto como le habría gustado, y acaba exponiendo aproximaciones e incluso falsedades de las que tanto él como su auditorio parecen darse cabal cuenta.

Sólo mucho después de su muerte, los críticos de Conrad trataron de reconstruir lo que han llamado sus antecedente polacos, muy poco de lo cual alcanzó a aparecer en su obra de ficción. Pero ese significado escurridizo de sus escritos no se descubre tan fácilmente, pues aunque encontráramos mucho sobre sus experiencias, amigos y parientes polacos, esa información no bastará para aquietar el núcleo de impaciencia y desazón que su obra ronda incansablemente. A la larga, nos damos cuenta de que su obra verdaderamente está conformada por una experiencia de exilio o extrañamiento que jamás podrá subsanarse. No importa la perfección con que sea capaz de expresar algo, el resultado siempre le parece una aproximación a lo que quería decir, y que se dijo demasiado tarde, cuando había pasado el momento en que decirlo habría sido útil. "Amy Foster", el más desolado de sus cuentos, trata de un joven de Europa del Este que naufraga frente a las costas de Inglaterra de camino a América y termina casado con Amy Foster, afectuosa pero incapaz de articular palabra. El hombre no deja de ser extranjero, nunca aprende la lengua e incluso después de que Amy y él han tenido un hijo, no puede volverse parte de la familia que ha formado con ella. Cuando está próximo a morir y balbuce delirando en una lengua extraña, Amy le arrebata a su hijo, abandonándolo en su último sufrimiento. Como tantas de las historias de Conrad, ésta nos la narra un personaje comprensivo, un médico conocido de la pareja, pero ni siquiera él puede redimir al joven de su aislamiento, aunque Conrad se complace en hacer creer al lector que habría podido hacerlo. Cuesta trabajo leer "Amy Foster" sin pensar que Conrad debe haber temido morir en trance parecido, inconsolable, solo, hablando en una lengua que nadie entiende.

Lo primero que se reconoce es la pérdida de la patria y de la lengua en un medio nuevo, pérdida que Conrad hace aparecer, con toda severidad, como irredimible, inexorablemente angustiosa, despiadada, intratable, siempre aguda, razón por la cual me he pasado años leyendo y escribiendo sobre Conrad como en un cantus firmus, un bajo obstinado en mis numerosas experiencias. Durante años parecía estar yo pasando por el mismo tipo de vivencia en los trabajos que realicé, pero siempre a través de los escritos de otros. No fue sino hasta comienzos del otoño de 1991 cuando un desagradable diagnóstico me reveló de pronto lo que debí haber sabido de la mortalidad antes de intentar encontrarle sentido a mi propia vida, conforme su fin, de manera alarmante, parecía estar cada vez más próximo. Unos meses después, tratando todavía de asimilar mi nueva condición, me puse a escribir una larga carta explicativa a mi madre, fallecida hacía casi dos años; una carta que dio inicio a un intento tardío de imponerle una narración a la vida que yo había dejado casi librada a sus propios recursos, desorganizada, esparcida, sin un centro. Había hecho una carrera decente en la universidad, había escrito bastante, había adquirido una reputación nada envidiable (la de "profesor del terror") por mis escritos, mis discursos y mi participación en asuntos palestinos y, en general, del Medio Oriente, del Islam y en contra del imperialismo, pero rara vez me detuve a ordenar ese desbarajuste. Trabajaba compulsivamente, rara vez tomé vacaciones, pues no me gustaban, e hice lo que hice sin preocuparme mayormente (si acaso llegaba a preocuparme) de problemas como la esterilidad, la depresión o la falta de productividad del escritor.

Entonces, de buenas a primeras me di cuenta de que apenas tenía tiempo para investigar una vida cuyas excentricidades había aceptado como tantos otros hechos de la naturaleza. Una vez más reconocí que Conrad se me había adelantado, salvo porque él fue un europeo que dejó su Polonia natal y se convirtió en inglés, por lo que para él la mudanza tuvo lugar más o menos dentro del mismo mundo. Yo nací en Jerusalén donde pasé la mayor parte de mis años formativos y, después de 1948 en Egipto, donde se refugió allá toda mi familia. Sin embargo, mi educación elemental transcurrió en escuelas coloniales de elite, instituciones públicas inglesas que los británicos destinaban a educar generaciones de árabes con vínculos naturales con Gran Bretaña. La última institución a la que asistí antes de salir del Oriente Medio hacia Estados Unidos fue el Victoria College, en El Cairo; escuela que, en efecto, se fundó para educar a la clase gobernante de árabes y levantinos que habrían de asumir el poder tras la retirada de los ingleses. Entre mis contemporáneos y condiscípulos estuvieron el rey Hussein de Jordania, varios jóvenes jordanos, egipcios, sirios y sauditas que luego fueron ministros, primeros ministros y hombres de negocios destacados, como Michel Shalhoub, jefe de prefectos de la escuela y torturador principal cuando yo era un muchacho relativamente joven, y al cual todo mundo ha visto en la pantalla como Omar Sharif.

Una vez que se ingresaba al Victoria College, le daban a uno el manual de la escuela, el cual consistía en una serie de normas concernientes a todos los aspectos de la vida escolar: el tipo de uniforme que usaríamos, el equipo necesario para los deportes, las fechas de las festividades escolares, los horarios de autobuses, etc. Pero la primera regla, proclamada en la primera página del manual, rezaba: "El inglés es el idioma de la escuela; los estudiantes que sean sorprendidos hablando en cualquier otro idioma serán castigados". Sin embargo, entre los estudiantes no había hablantes nativos del inglés. Mientras que los maestros eran todos británicos, nosotros éramos una tropa heterogénea de árabes de varios tipos, armenios, griegos, italianos y turcos, cada quien con su propia lengua materna que la escuela había proscrito expresamente. No obstante, todos o casi todos nosotros hablábamos árabe –muchos hablaban árabe y francés– por lo que podíamos refugiarnos en una lengua común, desafiando lo que nos parecía una rigidez colonial injusta. Al terminar la segunda guerra mundial, el poder imperial británico se aproximaba a su fin, hecho al que no éramos ajenos, aunque no puedo recordar a ningún estudiante de mi generación que hubiera sido capaz de expresarlo con la debida claridad.

Conmigo las cosas se complicaban, porque aunque mis padres eran palestinos –de Nazaret mi madre, mi padre de Jerusalén–, mi padre había obtenido la ciudadanía estadounidense durante la primera guerra mundial, cuando sirvió en la American Expeditionary Force, al mando de Pershing en Francia. Había salido primero de Palestina, que entonces era provincia otomana, en 1911, a la edad de 16 años, para evitar que lo alistaran para combatir en Bulgaria. Así que se fue a Estados Unidos, estudió y trabajó ahí unos años, luego regresó a Palestina en 1919 para dedicarse a los negocios al lado de su primo. Además, con un apellido árabe tan poco excepcional como Said, unido a un nombre de pila improbablemente británico (mi madre admiraba mucho al príncipe de Gales en 1935, año en que nací), fui un estudiante engorrosamente anómalo durante mis primeros años: un palestino que asistía a la escuela en Egipto, con nombre inglés, pasaporte estadounidense y ninguna identidad definida. Para colmo de males, el árabe –mi lengua materna– y el inglés –la de la escuela– se mezclaban de manera inextricable: nunca he sabido cuál fue mi primera lengua ni me he sentido completamente a gusto con ninguna, aunque sueñe en ambas. Cada vez que pronuncio una frase en inglés me descubro pensándola en árabe, y viceversa.

Todas estas cosas que me pasaban por la cabeza en esos meses posteriores a mi diagnóstico me revelaron la necesidad de pensar sobre ciertas cosas finales. Pero lo hice en una forma que para mí era característica. Autor al fin de un libro intitulado Beginnings, me remonté a mis primeros días de niño en Jerusalén, El Cairo y Dhour el Shweir, pueblito montañés del Líbano que odiaba pero al que mi padre nos llevaba año tras año a pasar los veranos. Me vi reviviendo los novelescos dilemas de mi juventud, mi sensación de duda y de hallarme fuera de lugar, de sentirme siempre colocado en el rincón equivocado, en un lugar que parecía escurrírseme cuando trataba de definirlo o describirlo. ¿Por qué, recuerdo haberme preguntado, no había tenido un origen simple, totalmente egipcio o totalmente algo, en lugar de tener que enfrentarme todos los días a esas molestas preguntas que remitían a palabras que parecían carecer de un origen estable? La peor parte de mi situación, la cual sólo se exacerbó con el paso del tiempo, fue la relación conflictiva entre ingleses y árabes, con la que Conrad no se tuvo que enfrentar, puesto que su tránsito del polaco al inglés, pasando por el francés, se efectuó completamente dentro de los límites europeos.

Toda mi educación fue anglocéntrica, y tanto que yo sabía mucho más sobre historia y geografía británica e incluso india (materias obligatorias) que lo que sabía de historia y geografía del mundo árabe. Aunque me enseñaron a creer y pensar como alumno inglés, también me enseñaron a comprender que era extranjero, un Otro no europeo, educado por mis superiores a entender mi condición y no aspirar a ser británico. La línea divisoria entre Nosotros y Ellos era lingüística, cultural, racial y étnica. Y las cosas no mejoraban para mí por el hecho de haber nacido y haber sido bautizado y confirmado en el seno de la iglesia anglicana, donde cantar himnos belicosos como "Adelante soldados de Cristo" y "Desde las nevadas montañas de Groenlandia" más bien me colocaba en el doble papel de agresor y agredido. Ser a un tiempo moro y cristiano era como estar permanentemente en guerra civil.

En la primavera de 1951 me expulsaron por pendenciero del Victoria College, lo que no significaba otra cosa sino que yo era más visible y más fácilmente atrapable que los otros niños en las escaramuzas de costumbre entre míster Griffith, míster Hill, míster Lowe, míster Brown, míster Maundrell, míster Gatley y todos los demás maestros ingleses, de un lado, y nosotros, los chicos de la escuela, del otro. En el fondo también nos percatábamos de que el viejo mundo árabe se estaba desmoronando: había caído Palestina, Egipto se tambaleaba bajo la corrupción generalizada del rey Faruk y su corte (la revolución que llevó a poner a Gamal Abdel Nasser y a sus oficiales libres habría de ocurrir en julio de 1952), Siria pasaba por una serie vertiginosa de golpes militares; Irán, cuyo sha estaba casado entonces con la hermana de Faruk, tuvo su primera gran crisis en 1951, etc. Las perspectivas de los descastados como nosotros eran tan inciertas que mi padre decidió que lo mejor sería mandarme tan lejos como fuera posible: de hecho, a una escuela austera y puritana en el extremo noroeste de Massachusetts.

Ese día de principios de septiembre de 1951 en que mi madre y mi padre me dejaron a las puertas de esa escuela y de inmediato partieron hacia el Oriente Medio quizás haya sido el más triste de mi vida. Y no es que la atmósfera de la escuela haya sido rígida y abiertamente moralista, sino que al parecer yo era el único niño que no era estadounidense por nacimiento, que no hablaba con el acento debido y que no había crecido con el beisbol, el basketbol y el football. Por primera vez se me privaba del medio lingüístico al que me había acogido ante las hostiles atenciones de los anglosajones cuya lengua no era la mía y que no tenían reparo en considerarme de una raza inferior y mal vista. Quienquiera que haya sufrido las molestias diarias de la rutina colonial sabrá a qué me refiero. Una de las primeras cosas que hice fue buscar a un maestro de origen egipcio cuyo nombre me había dado una familia amiga de El Cairo. "Habla con Ned", me habían dicho, "y él te hará sentir de inmediato como en tu casa". En la soleada tarde de un sábado emprendí la larga caminata hasta la casa de Ned, me presenté ante un hombre moreno y nervudo que fungía también de entrenador de tenis y le dije que Freddie Maluf de El Cairo me había mandado a buscarlo. "Sí, claro", dijo el entrenador de tenis con un tono más bien frío, "Freddie". De inmediato me puse a hablar en árabe, pero Ned hizo un ademán para interrumpirme: "No, hermano, aquí no se habla árabe. Dejé todo eso cuando llegué a Estados Unidos". Y ahí acabó la cosa.

Como venía bien educado del Victoria College, me fue bastante bien en el internado de Massachusetts, y obtuve el primero o segundo lugar en una clase de unos 160 muchachos. Pero también me descubrieron deficiencias morales, como si misteriosamente hubiera algo que no anduviera bien conmigo. Cuando me gradué, por ejemplo, se me negó la oportunidad de pronunciar ya fuera el discurso de bienvenida o el de despedida porque, se dijo, no era yo apto para tal honor –juicio moral que desde entonces se me dificulta entender y perdonar-. A pesar de que regresé al Oriente Medio en las vacaciones (mi familia siguió viviendo allá y en 1963 se fue de Egipto al Líbano), me fui haciendo por completo occidental; tanto en la preparatoria como en la universidad estudié literatura, música y filosofía, pero nada de eso tenía que ver con mis propias tradiciones. En los años cincuenta y principios de los sesenta los estudiantes del mundo árabe se dedicaban casi invariablemente a la ciencia y eran doctores, ingenieros o especialistas en el Oriente Medio, y se graduaban en sitios como Princeton y Harvard y luego, en su mayoría, volvían a sus países para enseñar en las universidades. Y, por una u otra razón, casi no los frecuentaba, y esto naturalmente aumentaba mi marginación respecto de mi propia lengua y mis raíces. Cuando llegué a Nueva York a dar clases en Columbia, en el otoño de 1963, me tenían por un maestro con antecedentes árabes exóticos aunque un tanto intrascendentes –recuerdo que para la mayoría de mis amigos y colegas resultaba más fácil no decirme "árabe" ni, desde luego, "palestino", ya que "medio-oriental" era más fácil y vago, además de ser un término que a nadie ofende. Un amigo que ya enseñaba en Columbia me dijo después que cuando me contrataron les dijeron a los del departamento que yo era un judío de Alejandría. Recuerdo la sensación de ser aceptado, incluso procurado, por colegas mayores de Columbia, que salvo una o dos excepciones, me veían como un académico joven y prometedor, incluso muy prometedor, de "nuestra" cultura. Como entonces no había actividad política que se centrara en el mundo árabe, advertí que mis intereses en la docencia y la investigación, canónicos aunque ligeramente heterodoxos, me mantenían dentro del redil.

El cambio realmente grande ocurrió con la guerra árabe-israelí de 1967, que coincidió con un periodo de activismo político intenso en la universidad, a propósito de los derechos civiles y la guerra de Vietnam. Naturalmente me vi comprometido en ambos frentes pero, para mí, existía además la dificultad de tratar de llamar la atención sobre la causa palestina. Luego de la derrota árabe hubo un vigoroso resurgimiento del nacionalismo palestino, incorporado al movimiento de resistencia localizado sobre todo en Jordania y los territorios recientemente ocupados. Varios amigos y miembros de mi familia se habían unido al movimiento, y cuando visité Jordania en 1968, 1969 y 1970 me hallaba entre un grupo de contemporáneos que pensaban como yo. Sin embargo, en Estados Unidos no compartían mis ideas políticas; con pocas excepciones, tanto de activistas en favor de la paz como de simpatizantes de Martin Luther King. Por primera vez me sentí realmente dividido entre las presiones recién avivadas de mis raíces y mi idioma, y las complicadas exigencias de un medio estadounidense que menospreciaba, y de hecho despreciaba, lo que yo tenía que decir sobre la lucha en favor de la justicia palestina.

En 1972 tuve un sabático y la oportunidad de pasar un año en Beirut, donde invertí casi todo el tiempo en estudiar filología y literatura árabes, lo que nunca antes había hecho, al menos no con esa profundidad, obedeciendo al sentimiento de que había yo dejado que creciera demasiado la disparidad entre mi identidad adquirida y la cultura en que había nacido, y de la cual había sido apartado. En otras palabras, sentía una necesidad tanto existencial como política de poner una parte de mí mismo en armonía con la otra, ya que la discusión sobre lo que había se había llamado "el Oriente Medio" se transformó en un debate entre israelíes y palestinos, en el que irónicamente me vi enfrascado en virtud tanto de mi capacidad para hablar como académico e intelectual estadounidense, como del accidente de mi nacimiento. A mediados de los años setenta me encontraba en la compleja aunque nada envidiable situación de hablar en nombre de dos partidos diametralmente opuestos, uno occidental y el otro árabe.

Hasta donde recuerdo, me había permitido prescindir del cobijo que resguardaba o albergaba a mis contemporáneos. No sé si eso se debía a que yo era de veras diferente, objetivamente forastero, o a que por temperamento era yo un solitario; el hecho es que si bien me apegué a todo tipo de procedimientos y rutinas institucionales porque así creía que debía hacerlo, algo dentro de mí se resistía a ello. No sé qué me hizo contenerme, pero incluso cuando llegué a estar en la soledad más miserable o al margen de cualquier relación social, me aferré con toda el alma a mi apartamiento. Puedo haber envidiado amigos cuya lengua era una u otra, o que habían pasado toda la vida en el mismo lugar, o que habían triunfado socialmente, o que tenían una verdadera filiación, pero no recuerdo haber pensado jamás que cualquiera de esas posibilidades estuviera a mi alcance. Y no es que me considerara especial, sino que más bien yo no encajaba en las situaciones en que me hallaba y, al mismo tiempo, tampoco me desagradaba demasiado tal estado de cosas. Además, siempre había propendido al autodidactismo y a diversas formas de inadaptación intelectual. En parte, era ese dejo de irresponsabilidad, desde su muy peculiar ángulo de visión, lo que me atraía a escritores y artistas como Conrad, Vico, Adorno, Swift, Adonis, Hopkins, Auerbach, Glenn Gould, cuyos estilos o maneras de pensar eran intensamente individualistas e imposibles de imitar, para quienes el medio de expresión, ya fuera la música o la palabra, tenía una carga de excentricidad, gran elaboración, y una muy grande conciencia de sí mismo. Lo que me impresionaba de ellos no era el simple hecho de su inventiva, sino que su empeño se localizaba deliberada y esmeradamente dentro de una historia general que ellos habían indagado ab origine.

Conforme me fui permitiendo asumir la voz profesional del académico estadounidense a modo de enterrar mi pasado difícil e inasimilable, comencé a pensar y a escribir en contrapunto, usando las mitades contrarias de mi experiencia como árabe y como estadounidense, ya para que colaboraran entre sí o para que funcionaran una en contra de la otra. Esta tendencia comenzó a configurarse después de 1967, y si bien fue difícil, también resultó emocionante. Lo que instigó el cambio inicial en mi sentido de individualidad y en el lenguaje que usaba fue darme cuenta de que al ajustarme a las exigencias de la vida en el crisol estadounidense había tenido yo que aceptar, de grado o por fuerza, el principio de anulación del que habla Adorno con tanta perspicacia en Minima Moralia.

La vida pasada de los emigrados, como sabemos, acaba por anularse. Anteriormente era la orden de aprehensión, hoy es la experiencia intelectual lo que se declara intransferible e innaturalizable. Todo aquello que no se reifica, no puede contarse ni medirse, deja de existir. Sin embargo, por si esto fuera poco, la reificación se difunde hasta su opuesto, la vida que no puede actualizarse directamente; todo lo que vive tan sólo como pensamiento y memoria. Para eso se ha inventado un rubro especial. Se le llama "ascendencia" y aparece en el cuestionario como un apéndice, después del sexo, la edad y la profesión. Para completar su violación, la vida es remolcada por el automóvil triunfal de las Estadísticas Unidas y hasta el pasado deja de estar a salvo del presente, ya que el recuerdo que éste tiene de aquél lo relega por segunda vez al olvido.

Tanto mi familia como yo vivimos apolíticamente la catástrofe de 1948 (entonces tenía yo 12 años). Durante los veinte años que siguieron al despojo y expulsión de sus hogares y su territorio, la mayoría de los palestinos tuvieron que vivir como refugiados, resignándose no a su pasado –el cual estaba perdido, anulado– sino a su presente. No se piense que trato de insinuar que aquella vida de estudiante que aprendía a hablar y acuñar una lengua que me permitiera vivir como ciudadano estadounidense entrañara nada comparable al sufrimiento de la primera generación de palestinos refugiados, esparcidos por todo el mundo árabe, donde las leyes les hacían imposible naturalizarse, incapaces de trabajar, de viajar, obligados a registrarse y a inspeccionarse cada mes con la policía, forzados muchos de ellos a vivir en infames campos de concentración como Sabra y Shatila de Beirut, sitios en que ocurrieron las matanzas 34 años después. Sin embargo, lo que yo experimenté fue la supresión de una historia mientras todos a mi alrededor celebraban la victoria de Israel, su espada terrible y repentina, como elocuentemente lo expresó Barbara Tuchman, a expensas de los primeros habitantes de Palestina, quienes ahora se ven forzados una y otra vez a demostrar que alguna vez existieron. "No hay palestinos", dijo Golda Meir en 1969, y eso fue para mí, como para muchos otros, el desafío un tanto insensato de impugnarla, de comenzar a organizar la historia de pérdidas y expoliaciones que había que extraer, minuto a minuto, palabra a palabra, pulgada a pulgada, de la historia verdadera del poblamiento, la existencia y los logros de Israel. Me encontraba trabajando en un elemento casi completamente negativo, la no existencia, la no historia que tenía yo que volver visible pese a los ocultamientos, las deformaciones y los ninguneos.

Inevitablemente, esto me llevó a reconsiderar la escritura y el idioma, que hasta entonces, para mí, estaban animados por un texto o tema dado: la historia de la novela, por ejemplo, o la idea de la narración como tema de la ficción en prosa. Lo que ahora me preocupaba era cómo se constituye el tema, cómo puede formarse el lenguaje: la escritura como construcción de realidades que sirven de instrumento a uno u otro propósito. Era el mundo del poder y las representaciones, un mundo que llegaba a la existencia como una serie de decisiones tomadas por escritores, políticos, filósofos, para indicar o insinuar una realidad y borrar al mismo tiempo otras. El primer intento que hice de este tipo fue un ensayo corto que escribí en 1968, intitulado "The Arab Portrayed", en el que pintaba al árabe según lo han manejado en el periodismo y en ciertos escritos académicos para eludir cualquier discusión de la historia y la experiencia como yo y muchos otros árabes la hemos vivido. También escribí un estudio extenso sobre la ficción árabe en prosa, posterior a 1948, en el cual daba cuenta de la fragmentaria y deficiente calidad de la línea narrativa.

En los años setenta enseñé un curso de literatura europea y estadounidense en Columbia y otras partes, y poco a poco me metí en los mundos políticos e ideológicos de la política medio-oriental e internacional. Cabe mencionar aquí que durante mis cuarenta años de maestro nunca enseñé más que el canon occidental; nada sobre el Oriente Medio. Mucho tiempo he ambicionado dar un curso de literatura árabe moderna, pero nunca se me ha hecho, y cuando menos durante 30 años he planeado un seminario sobre Vico y sobre Ibn Jaldún, el gran historiógrafo y filósofo de la historia del siglo XIV. Pero mi sentido de identidad como maestro de literatura occidental ha excluido este otro aspecto de mi actividad por lo que se refiere al aula. Irónicamente, el que haya seguido escribiendo y enseñando mi materia les ha dado a los patrocinadores y las autoridades universitarias que me han invitado como conferenciante una excusa para hacer caso omiso de mi embarazosa actividad política al pedirme expresamente enseñar temas literarios. Y hay quienes se han referido a mis esfuerzos en pro de mi pueblo, sin decir jamás de qué pueblo se trata. "Palestino" era aún una palabra que se prefería evitar.

Incluso en el mundo árabe, lo palestino me ha granjeado un oprobio considerable. Cuando en 1985 la Liga de la Defensa Judía me llamó nazi (el viejo truco, que no por viejo deja de granjear beneficios), le prendieron fuego a mi cubículo de la universidad y mi familia y yo recibimos incontables amenazas de muerte; pero cuando Anuar Sadat y Yaser Arafat me nombraron representante palestino en las negociaciones para la paz (sin haberme consultado jamás) y me resultó imposible salir de mi departamento debido a la cantidad de reporteros que me rodeaban, fui objeto de una hostilidad extrema por parte de la izquierda nacionalista, pues me consideraban demasiado liberal en relación con Palestina y la idea de coexistencia entre los judíos israelíes y los árabes palestinos. He sido consecuente en mi creencia de que no existe opción militar para ninguno de los bandos, que la única solución es un proceso de reconciliación pacífica, y justicia por lo que los palestinos han tenido que sufrir en una guerra de expoliación y ocupación militar. Critiqué también enérgicamente el uso de frases hechas como "la lucha armada", así como el aventurerismo revolucionario que ha causado la muerte de gente inocente y en nada ayudó a la causa política de los palestinos. "El predicamento actual de la vida privada se demuestra en su propio escenario", escribió Adorno. "La vivienda, en su sentido más propio, es ahora imposible. Las casas tradicionales en que crecimos se han vuelto intolerables: cada detalle de comodidad se paga con la traición al conocimiento; cada vestigio de refugio, con el pacto obligado de los intereses familiares". Y de modo aún más inflexible, continuaba: La casa pertenece al pasado... La mejor actitud al respecto, en estas circunstancias, sigue siendo la no comprometida, mantenerse al margen: llevar una vida privada, en la medida en que el orden social y las necesidades propias no tolerarán otra cosa, pero sin conferirle importancia como algo socialmente sustancial e individualmente apropiado. "Parte de mi buena suerte es incluso no ser propietario de una casa", escribió Nietzsche en La gaya ciencia. Hoy deberíamos agregar: parte de la moral es no sentirse a gusto en el propio hogar.

En cuanto a mí, no he podido vivir una vida sin compromiso o al margen: no he vacilado en declarar mi simpatía por una causa sumamente impopular. Por otra parte, siempre me he reservado el derecho a ser crítico, aun cuando la crítica haya estado en conflicto con la solidaridad o con lo que otros esperaban en nombre de la lealtad a la nación. Existe una incomodidad definida, casi palpable, frente a esa posición, especialmente dado el carácter irreconciliable de los dos partidos y de las dos vidas que estos han exigido.

El resultado neto en mis escritos ha sido intentar una mayor transparencia, liberarme de la jerga académica y, cuando se trata de asuntos difíciles, no ocultarme detrás del eufemismo y el circunloquio. A este tono le he llamado "mundanidad", pero no me refiero al manoseado savoir faire del cosmopolita, sino a la actitud enterada y valiente de quien explora el mundo en que vive. Términos cognados derivados de Vico y Auerbach han sido "secular" y "secularismo" aplicados a asuntos "terrenales"; en estas palabras, derivadas de la tradición materialista italiana que viene desde Lucrecio hasta Gramsci y Lampedusa, descubrí un importante correctivo a la tradición idealista alemana de sintetizar los términos antitéticos, como vemos en Hegel, Marx, Lukács y Habermas. Porque "terrenal" no denotaba tan sólo este mundo histórico hecho de hombres y mujeres y no de Dios ni del "genio de la nación" como lo llamaba Herder, sino que hablaba de un fundamento territorial de mi argumento y mi idioma que provenía del intento de entender las geografías imaginarias ideadas y luego impuestas por la fuerza a países y pueblos lejanos. En Orientalism y en Culture and Imperialism, y luego de nuevo en los cinco o seis libros abiertamente políticos sobre Palestina y el mundo islámico que escribí por la misma época, sentí que había venido elaborando un yo que revelaba al público occidental cosas que hasta entonces habían estado ocultas o no se habían ventilado en absoluto. Así, al hablar sobre Oriente, hasta entonces considerado un simple hecho de la naturaleza, traté de develar la inveterada y multiforme obsesión geográfica por un mundo a menudo inaccesible que ayudó a Europa a definirse por el hecho de ser su opuesto. De igual manera, creo que Palestina, territorio borrado en el proceso de construir otra sociedad, podría restaurarse como un acto de resistencia política a la injusticia y el olvido.

A veces me daba cuenta de que me había convertido en una criatura peculiar para muchos, incluso para algunos amigos, que suponían que ser palestino equivalía a ser algo mítico como el unicornio o una variante desahuciada del ser humano. Una psicóloga de Boston especialista en solución de conflictos, a quien traté en varios seminarios en los que participaron palestinos e israelíes, una vez me llamó desde Greenwich Village para preguntarme si podía venir a la ciudad a visitarme. Al llegar, entró, vio con incredulidad mi piano y, con un dejo de decepción, me dijo "Ah, de veras toca usted el piano", y luego se volvió en actitud de marcharse. Cuando le pregunté si quería tomar una taza de té antes de irse (después de todo, le dije, ha venido usted desde muy lejos como para una visita tan corta) me dijo que no tenía tiempo. "Sólo vine a ver cómo vive usted", me dijo, sin asomo de ironía. Otra vez, un publicista de otra ciudad se negó a firmar mi contrato hasta que hubiera yo comido con él. Cuando le pregunté a su ayudante por qué era tan importante que comiera conmigo, me informó que el señor quería ver cómo me comportaba yo a la mesa. Por fortuna, ninguna de esas experiencias me afectó demasiado: siempre tenía yo prisa por preparar una clase o cumplir con algún plazo, y a propósito evitaba hacerme las preguntas que habrían acabado por llevarme a una depresión irremediable. En todo caso, la Intifada palestina que surgió en diciembre de 1987 confirmó a nuestro pueblo en una vía aún más extrema y exigente que todo lo que yo haya podido decir. Sin embargo, no mucho tiempo después me había convertido en una personalidad emblemática, arrastrado por unos cuantos centenares de palabras escritas o por una declaración de diez segundos como testimonio de "lo que dicen los palestinos", y estaba decidido a huir de ese papel, sobre todo por mis desacuerdos con la dirigencia de la OLP de finales de los años ochenta.

No sé si llamar a esto una permanente autoinvención o una inquietud constante. De cualquier modo, la tengo en gran aprecio. La identidad como tal es un tema de lo más aburrido que se pueda imaginar. Nada parece menos interesante que el autoestudio narcisista que hoy por hoy pasa en muchos lugares por política de identidad, o por estudios étnicos, o por afirmación de las raíces, orgullo cultural, nacionalismo exaltado, etc. Tenemos que defender a los pueblos e identidades amenazadas con la extinción o sometidos por ser considerados inferiores, pero eso es muy diferente de agrandar un pasado que se inventó por motivos presentes.

Habiendo perdido un país sin la esperanza inmediata de recuperarlo, no hallo mayor gusto en cultivar un nuevo jardín, ni en buscar otra asociación a la cual afiliarme. Adorno me ha enseñado que la reconciliación a la fuerza es cobarde y falsa: mejor una causa perdida que una triunfante, más satisfactorio el sentimiento de lo provisional y contingente –una casa alquilada, por ejemplo–, que la solidez que confiere la propiedad permanente. Esa es la razón de que los dandies aventureros como Oscar Wilde o Baudelaire se me hagan intrínsecamente más interesantes que los panegiristas de las virtudes establecidas como Wordsworth o Carlyle.

Durante los últimos cinco años he escrito dos columnas al mes para la prensa árabe; y a pesar de mi política extremadamente antirreligiosa con frecuencia se dice en el ámbito del Islam que soy su partidario y algunos de los partidos islámicos me consideran su defensor. Nada podría estar más lejos de la verdad, como no es más cierto que haya sido yo defensor del terrorismo. La calidad prismática de los escritos de uno cuando no pertenece a ningún bando, o cuando no es partidario absoluto de una causa, es difícil de manejar, pero en eso también he aceptado la irreconciliabilidad de los diversos aspectos que están en conflicto, o que al menos no armonizan del todo, de lo que en conjunto he venido apoyando. Una situación complicada ocurrió en 1993 cuando, luego de parecer que era yo el portavoz aceptado de la lucha palestina, escribí cada vez más tajantemente sobre mis desacuerdos con Arafat y su grupo. En seguida se me tildó de contrario a la paz porque tuve el poco tacto de opinar que el tratado de Oslo tenía profundas fallas. Ahora que todo se ha calmado, muy a menudo se me pregunta qué se siente acabar teniendo la razón, pero yo fui el más sorprendido de todos: la profecía no figura entre mis armas.

Durante los últimos tres o cuatro años he intentado escribir los recuerdos de mis primeros años –es decir, los prepolíticos– más que nada porque creo que son una historia que vale la pena rescatar y conmemorar, toda vez que los tres lugares en que crecí han dejado de existir. Palestina es ahora Israel; el Líbano, luego de veinte años de guerra civil, a duras penas podría ser hoy el sitio tieso y aburrido que era cuando pasábamos nuestros veranos en Dhour el Shweir; y el Egipto colonial y monárquico desapareció en 1952. Mis recuerdos de esos días y esos lugares siguen siendo de lo más vívido, llenos de pequeños detalles que conservé como entre las pastas de un libro, llenos también de sentimientos callados producto de situaciones y acontecimientos que ocurrieron hace decenios pero que parecen estar esperando la ocasión de manifestarse. Conrad dice en Nostromo que el deseo aguarda en todo corazón la oportunidad de escribir de una vez por todas la verdadera historia de lo que ocurrió, y esto es en verdad lo que me llevó a escribir mis memorias, de la misma manera como me puse a escribir una carta para mi madre muerta, movido por el deseo de comunicarle algo terriblemente importante a quien fue una presencia primordial en mi vida.

En su texto, Adorno dice: El escritor pone casa... Para quien ya no tiene patria, la escritura se convierte en un lugar donde vivir... (Pero) la exigencia de hacerse fuerte contra la autoconmiseración supone la necesidad técnica de contrarrestar cualquier relajamiento de la tensión intelectual mediante un estado de alerta máxima, y eliminar cualquier cosa que haya comenzado a incrustarse en la obra o a desviarse de su propósito, por más que haya podido servir en un principio (por ejemplo un chisme) para generar esa atmósfera cálida que facilita el desarrollo de la historia, pero que ya perdió su miga y su sabor. Al final, al escritor ni siquiera se le permite vivir en sus escritos.

Cuando mucho se consigue una satisfacción provisional –la cual se oculta muy pronto tras la duda– y una necesidad de reescribir y rehacer que vuelve el texto inhabitable. Sin embargo, es mejor eso que el sopor de la satisfacción y la finalidad de la muerte.









viernes, 26 de octubre de 2007

La Cultura Popular en la Edad Media y en el Renacimiento: El Contexto de Francois Rabelais

por Mijail Bajtin
Fragmento








En nuestro país, Rabelais es el menos popular, el menos estudiado, el menos comprendido y estimado de los grandes escritores de la literatura mundial.

No obstante, Rabelais está considerado como uno de los autores europeos más importantes. Bélinsky [1] lo ha calificado de genio, de "Voltaire" del siglo XVI, y estima su obra como una de las más valiosas de los siglos pasados. Los especialistas europeos acostumbran a colocarla –por la fuerza de sus ideas, de su arte y por su importancia histórica–inmediatamente después de Shakespeare, e incluso llegan a ubicarlo a la par del inglés. Los románticos franceses, sobre todo Chateaubriand y Hugo, lo tenían por uno de los genios más eminentes de la humanidad de todos los tiempos y pueblos. Se le ha considerado, y se le considera aún, no sólo como un escritor de primer orden, sino también como un sabio y un profeta. He aquí un juicio significativo de Michelet: "Rabelais ha recogido directamente la sabiduría de la corriente popular de los antiguos dialectos, refranes, proverbios y farsas estudiantiles, de la boca de la gente común y los bufones.

"Y a través de esos delirios, aparece con toda su grandeza el genio del siglo y su fuerza profética. Donde no logra descubrir, acierta a entrever, anunciar y dirigir. Bajo cada hoja de la floresta de los sueños se ven frutos que recoger el porvenir. Este libro es una rama de oro" [2].

Es evidente que los juicios y apreciaciones de este tipo son muy relativos. No pretendemos decidir si es justo colocar a Rabelais a la par de Shakespeare o por encima o debajo de Cervantes, etc. Por lo demás, el lugar histórico que ocupa entre los creadores de la nueva literatura europea está indiscutiblemente al lado de Dante, Boccacio, Shakespeare y Cervantes. Rabelais ha influido poderosamente no sólo en los destinos de la literatura y la lengua literaria francesa, sino también en la literatura mundial (probablemente con tanta intensidad como Cervantes). Es también indudable que fue el más democrático de los modernos maestros literarios. Para nosotros, sin embargo, su cualidad principal es la de estar más profundamente ligado que los demás a las fuentes populares (las que cita Michelet son exactas, sin duda, pero distan mucho de ser exhaustivas); el conjunto de estas fuentes determinó su sistema de imágenes tanto como su concepción artística.

Y es precisamente ese peculiar carácter popular y, podríamos decir, radical de las imágenes de Rabelais lo que explica que su porvenir sea tan excepcionalmente rico, como correctamente señala Michelet. Es también este carácter popular el que explica "el aspecto no literario de Rabelais, quiero decir su resistencia a ajustarse a los cánones y reglas del arte literario vigentes desde el siglo XVI hasta nuestros días, independientemente de las variaciones que sufriera su contenido. Rabelais ha rechazado estos moldes mucho más categóricamente que Shakespeare o Cervantes, quienes se limitaron a evitar los cánones clásicos más o menos estrechos de su época. Las imágenes de Rabelais se distinguen por una especie de "carácter no oficial", indestructible y categórico, de tal modo que no hay dogmatismo, autoridad ni formalidad unilateral que pueda armonizar con las imágenes rabelesianas, decididamente hostiles a toda perfección definitiva, a toda estabilidad, a toda formalidad limitada, a toda operación o decisión circunscritas al dominio del pensamiento y la concepción del mundo.

De ahí la soledad tan especial de Rabelais en el curso de los siglos siguientes: es imposible llegar a él a través de los caminos trillados que siguieron la creación artística y el pensamiento ideológico de la Europa burguesa a lo largo de los últimos cuatro siglos. Y si bien es cierto que en ese tiempo encontramos numerosos admiradores entusiastas de Rabelais, es imposible, en cambio, hallar una comprensión total, claramente formulada, de su obra.

Los románticos, que redescubrieron a Rabelais, como a Shakespeare y a Cervantes, no supieron encontrar su centro y no pasaron por eso de una maravillada sorpresa. Muchos son los comentaristas que Rabelais ha rechazado y rechaza aún; a la mayoría por falta de comprensión. Las imágenes rabelesianas incluso ahora siguen siendo en gran medida enigmáticas.

El único medio de descifrar esos enigmas, es emprender un estudio en profundidad de sus fuentes populares. Si Rabelais se nos presenta como un solitario, sin afinidades con otros grandes escritores de los cuatro últimos siglos, podemos en cambio afirmar que, frente al rico acervo actualizado de la literatura popular, son precisamente esos cuatro siglos de evolución literaria los que se nos presentan aislados y exentos de afinidades mientras las imágenes rabelesianas están perfectamente ubicadas dentro de la evolución milenaria de la cultura popular.

Si Rabelais es el más difícil de los autores clásicos es porque exige, para ser comprendido, la reformulación radical de todas las concepciones artísticas e ideológicas, la capacidad de rechazar muchas exigencias del gusto literario hondamente arraigadas, la revisión de una multitud de nociones y, sobre todo, una investigación profunda de los dominios de la literatura cómica popular que ha sido tan poco y tan superficialmente explorada.

Ciertamente, Rabelais es difícil. Pero, en recompensa, su obra, descifrada convenientemente, permite iluminar la cultura cómica popular de varios milenios, de la que Rabelais fue el eminente portavoz en la literatura. Sin lugar a dudas, su novela puede ser la clave que nos permita penetrar en los espléndidos santuarios de la obra cómica popular que han permanecido incomprendidos e inexplorados. Pero antes de entrar en ellos, es fundamental conocer esta clave.

La presente introducción se propone plantear los problemas de la cultura cómica popular de la Edad Media y el Renacimiento, discernir sus dimensiones y definir previamente sus rasgos originales.

Como he dicho, la risa popular y sus formas, constituyen el campo menos estudiados de la creación popular. La concepción estrecha del carácter popular y del folklore, nacida en la época pre-romántica y rematada esencialmente por Herder y los románticos, excluye casi por completo la cultura específica de la plaza pública y también el humor popular en toda la riqueza de sus manifestaciones. Ni siquiera posteriormente los especialistas del folklore y la historia literaria han considerado el humor del pueblo en la plaza pública como un objeto digno de estudio desde el punto de vista cultural, histórico, folklórico o literario. Entre las numerosas investigaciones científicas consagradas a los ritos, los mitos y las obras populares, líricas y épicas, la risa no ocupa sino un lugar modesto. Incluso en esas condiciones, la naturaleza específica de la risa popular aparece totalmente deformada porque se le aplican ideas y nociones que le son ajenas pues pertenecen verdaderamente al dominio de la cultura y la estética burguesa contemporáneas. Esto nos permite afirmar, sin exageración, que la profunda originalidad de la antigua cultura cómica popular no nos ha sido revelada.


Sin embargo, su amplitud e importancia eran considerables en la Edad Media y en el Renacimiento. El mundo infinito de las formas y manifestaciones de la risa se oponía a la cultura oficial, al tono serio, religioso y feudal de la época. Dentro de su diversidad, estas formas y manifestaciones –las fiestas públicas carnavalescas, los ritos y cultos cómicos, los bufones y "bobos", gigantes, enanos y monstruos, payasos de diversos estilos y categorías, la literatura paródica, vasta y multiforme, etc.–, poseen una unidad de estilo y constituyen partes y zonas únicas e indivisibles de la cultura cómica popular, principalmente de la cultura carnavalesca.

Las múltiples manifestaciones de esta cultura pueden subdividirse en tres grandes categorías:

1) Formas y rituales del espectáculo (festejos carnavalescos, obras cómicas representadas en las plazas públicas, etc.);

2) Obras cómicas verbales (incluso las parodias) de diversa naturaleza: orales y escritas, en latín o en lengua vulgar;

3) Diversas formas y tipos del vocabulario familiar y grosero (insultos, juramentos, lemas populares, etc.).

Estas tres categorías, que reflejan en su heterogeneidad un mismo aspecto cómico del mundo, están estrechamente interrelacionadas y se combinan entre sí.

Vamos a definir previamente cada una de las tres formas.

Los festejos del carnaval, con todos las actos y ritos cómicos que contienen, ocupaban un lugar muy importante en la vida del hombre medieval. Además de los carnavales propiamente dichos, que iban acompañados de actos y procesiones complicadas que llenaban las plazas y las calles durante días enteros, se celebraban también la "fiesta de los bobos" (Festa stultorum) y la "fiesta del asno"; existía también una "risa pascual" (risus paschalis) muy singular y libre, consagrada por la tradición. Además, casi todas las fiestas religiosas poseían un aspecto cómico popular y público, consagrado también por la tradición. Es el caso, por ejemplo, de las "fiestas del templo", que eran seguidas habitualmente por ferias y por un rico cortejo de regocijos populares (durante los cuales se exhibían gigantes, enanos, monstruos, bestias "sabias", etc.). La representación de los misterios acontecía en un ambiente de carnaval. Lo mismo ocurría con las fiestas agrícolas, como la vendimia, que se celebraban asimismo en las ciudades. La risa acompañaba también las ceremonias y los ritos civiles de la vida cotidiana: así, los bufones y los "tontos" asistían siempre a las funciones del ceremonial serio, parodiando sus actos (proclamación de los nombres de los vencedores de los torneos, ceremonias de entrega del derecho de vasallaje, de los nuevos caballeros armados, etc.). Ninguna fiesta se desarrollaba sin la intervención de los elementos de una organización cómica; así, para el desarrollo de una fiesta, la elección de reinas y reyes de la "risa".

Estas formas rituales y de espectáculo organizadas a la manera cómica y consagradas por la tradición, se habían difundido en todos los países europeos, pero en los países latinos, especialmente en Francia, destacaban por su riqueza y complejidad particulares. Al analizar el sistema rabelesiano de imágenes dedicaremos un examen más completo y detallado a las mismas.

Todos estos ritos y espectáculos organizados a la manera cómica, presentaban una diferencia notable, una diferencia de principio, podríamos decir, con las formas del culto y las ceremonias oficiales serias de la Iglesia o del Estado feudal. Ofrecían una visión del mundo, del hombre y de las relaciones humanas totalmente diferente, deliberadamente no-oficial, exterior a la Iglesia y al Estado; parecían haber construido, al lado del mundo oficial, un segundo mundo y una segunda vida a la que los hombres de la Edad Media pertenecían en una proporción mayor o menor y en la que vivían en fechas determinadas. Esto creaba una especie de dualidad del mundo, y creemos que sin tomar esto en consideración no se podría comprender ni la conciencia cultural de la Edad Media ni la civilización renacentista. La ignorancia o la subestimación de la risa popular en la Edad Media deforma también el cuadro evolutivo histórico de la cultura europea en los siglos siguientes.

La dualidad en la percepción del mundo y la vida humana ya existían en el estadio anterior de la civilización primitiva. En el folklore de los pueblos primitivos se encuentra, paralelamente a los cultos serios (por su organización y su tono) la existencia de cultos cómicos, que convertían a las divinidades en objetos de burla y blasfemia (“risa ritual”); paralelamente a los mitos serios, mitos cómicos en injuriosos; paralelamente a los héroes, sus sosias paródicos. Hace muy poco que los especialistas del folklore comienzan a interesarse en los ritos y mitos cómicos [3].

Pero en las etapas primitivas, dentro de un régimen social que no conocía todavía ni las clases ni el Estado, los aspectos serios y cómicos de la divinidad, del mundo y del hombre eran, según todos los indicios, igualmente sagrados e igualmente, podríamos decir, "oficiales". Este rasgo persiste a veces en algunos ritos de épocas posteriores. Así, por ejemplo, en la Roma antigua, durante la ceremonia del triunfo, se celebraba y se escarnecía al vencedor en igual proporción; del mismo modo, durante los funerales se lloraba (o celebraba) y se ridiculizaba al difunto. Pero cuando se establece el régimen de clases y de Estado, se hace imposible otorgar a ambos aspectos derechos iguales, de modo que las formas cómicas –algunas, más temprano, otras más tarde–, adquieren un carácter no oficial, su sentido se modifica, se complica y se profundiza, para transformarse finalmente en las formas fundamentales de expresión de la cosmovisión y la cultura populares.

Es el caso de los regocijos carnavalescos de la Antigüedad, sobre todo las saturnales romanas, así como de los carnavales de la Edad Media, que están evidentemente muy alejados de la risa ritual que conocía la comunidad primitiva.

¿Cuáles son los rasgos típicos de las formas rituales y de los espectáculos cómicos de la Edad Media, y, ante todo, cuál es su naturaleza, es decir su modo de existencia?

No se trata por supuesto de ritos religiosos, como en el género de la liturgia cristiana, a la que están relacionados por antiguos lazos genéricos. El principio cómico que preside los ritos carnavalescos los exime completamente de todo dogmatismo religioso o eclesiástico, del misticismo, de la piedad, y están por lo demás desprovistos de carácter mágico o encantatorio (no piden ni exigen nada). Más aún, ciertas formas carnavalescas son una verdadera parodia del culto religioso. Todas estas formas son decididamente exteriores a la Iglesia y a la religión. Pertenecen a una esfera particular de la vida cotidiana.

Por su carácter concreto y sensible y en razón de un poderoso elemento de juego, se relacionan preferentemente con las formas artísticas y animadas de imágenes, es decir con las formas del espectáculo teatral. Y es verdad que las formas del espectáculo teatral de la Edad Media se asemejan en lo esencial a los carnavales populares, de los que forman parte en cierta medida. Sin embargo, el núcleo de esta cultura, es decir el carnaval, no es tampoco la forma del espectáculo teatral, y, en general, no pertenece al dominio del arte. Está situado en las fronteras entre el arte y la vida. En realidad es la vida misma, presentada con los elementos característicos del juego.

De hecho, el carnaval ignora toda distinción entre actores y espectadores. También ignora la escena, incluso en su forma embrionaria. Ya que una escena destruiría el carnaval (e inversamente, la destrucción del escenario destruiría el espectáculo teatral). Los espectadores no asisten al carnaval, sino que lo viven, ya que el carnaval está hecho para todo el pueblo. Durante el carnaval no hay otra vida que la del carnaval. Es imposible escapar, porque el carnaval no tiene ninguna frontera espacial. En el curso de la fiesta sólo puede vivirse de acuerdo a sus leyes, es decir de acuerdo a las leyes de la libertad. El carnaval posee un carácter universal, es un estado peculiar del mundo: su renacimiento y su renovación en los que cada individuo participa. Esta es la esencia misma del carnaval, y los que intervienen en el regocijo lo experimenten vivamente.

La idea del carnaval ha sido observada y se ha manifestado de forma muy sensible en las saturnales romanas, que eran experimentadas como un retorno efectivo y completo (aunque provisorio) el país de la edad de oro. Las tradiciones de las saturnales sobrevivieron en el carnaval de la Edad Media, que representó, con más plenitud y pureza que otras fiestas de la misma época, la idea de la renovación universal. Los demás regocijos de tipo carnavalesco eran limitados y encarnaban la idea del carnaval en una forma menos plena y menos pura; sin embargo, la idea subsistía y se la concebía como una huida provisional de los moldes de la vida ordinaria (es decir, oficial).

En este sentido el carnaval no era una forma artística de espectáculo teatral, sino más bien una forma concreta de la vida misma, que no era simplemente representada sobre un escenario, sino vivida en la duración del carnaval. Esto puede expresarse de la siguiente manera: durante el carnaval es la vida misma la que juega e interpreta (sin escenario, sin tablado, sin actores, sin espectadores, es decir sin los atributos específicos de todo espectáculo teatral) su propio renacimiento y renovación sobre la base de mejores principios. Aquí la forma efectiva de la vida es al mismo tiempo su forma ideal resucitada.

Los bufones y payasos son los personajes característicos de la cultura cómica de la Edad Media. En cierto modo, los vehículos permanentes y consagrados del principio carnavalesco en la vida cotidiana (aquella que se desarrollaba fuera del carnaval). Los bufones y payasos, como por ejemplo el payaso Triboulet, que actuaba en la corte de Francisco I (y que figura también en la novela de Rabelais), no eran actores que desempeñaban su papel sobre el escenario (a semejanza de los cómicos que luego interpretarían Arlequín, Hans Wurst, etc.). Por el contrario, ellos seguían siendo bufones y payasos en todas las circunstancias de su vida. Como tales, encarnaban una forma especial de la vida, a la vez real e ideal. Se situaban en la frontera entre la vida y el arte (en una esfera intermedia), ni personajes excéntricos o estúpidos ni actores cómicos.

En suma, durante el carnaval es la vida misma la que interpreta, y durante cierto tiempo el juego se transforma en vida real. Esta es la naturaleza específica del carnaval, su modo particular de existencia.

El carnaval es la segunda vida del pueblo, basada en el principio de la risa. Es su vida festiva. La fiesta es el rasgo fundamental de todas las formas de ritos y espectáculos cómicos de la Edad Media. Todas esas formas presentaban un lazo exterior con las fiestas religiosas. Incluso el carnaval, que no coincidía con ningún hecho de la vida sacra, con ninguna fiesta santa, se desarrollaba durante los últimos días que precedían a la gran cuaresma (de allí los nombres franceses de Mardi gras o Caremeprenant y, en los países germánicos, de Fastnacht). La línea genética que une estas formas a las festividades agrícolas paganas de la Antigüedad, y que incluyen en su ritual el elemento cómico, es más esencial aún.

Las festividades (cualquiera que sea su tipo) son una forma primordial determinante de la civilización humana. No hace falta considerarlas ni explicarlas como un producto de las condiciones y objetivos prácticos del trabajo colectivo, o interpretación más vulgar aún, de la necesidad biológica (fisiológica) de descanso periódico. Las festividades siempre han tenido un contenido esencial, un sentido profundo, han expresado siempre una concepción del mundo. Los "ejercicios" de reglamentación y perfeccionamiento del proceso del trabajo colectivo, el "juego del trabajo", el descanso o la tregua en el trabajo nunca han llegado a ser verdaderas fiestas. Para que lo sea hace falta un elemento más, proveniente del mundo del espíritu y de las ideas. Su sanción debe emanar no del mundo de los medios y condiciones indispensables, sino del mundo de los objetivos superiores de la existencia humana, es decir, el mundo de los ideales. Sin esto, no existe clima de fiesta.

Las fiestas tienen siempre una relación profunda con el tiempo. En la base de las fiestas hay siempre una concepción determinada y concreta del tiempo natural (cósmico), biológico e histórico. Además las fiestas, en todas sus fases históricas, han estado ligadas a períodos de crisis, de trastorno, en la vida de la naturaleza, de la sociedad y del hombre. La muerte y la resurrección, las sucesiones y la renovación constituyeron siempre los aspectos esenciales de la fiesta. Son estos momentos precisamente (bajo las formas concretas de las diferentes fiestas) los que crearon el clima típico de la fiesta.

Bajo régimen feudal existente en la Edad Media, este carácter festivo, es decir la relación de la fiesta con los objetivos superiores de la existencia humana, la resurrección y la renovación, sólo podía alcanzar su plenitud y su pureza en el carnaval y en otras fiestas populares y públicas. La fiesta se convertía en esta circunstancia en la forma que adoptaba la segunda vida del pueblo, que temporalmente penetraba en el reino utópico de la universalidad, de la libertad, de la igualdad y de la abundancia.

En cambio, las fiestas oficiales de la Edad Media (tanto las de la Iglesia como las del Estado feudal) no sacaban al pueblo del orden existente, ni eran capaces de crear esta segunda vida. Al contrario, contribuían a consagrar, sancionar y fortificar el régimen vigente. Los lazos con el tiempo se volvían puramente formales, las sucesiones y crisis quedaban totalmente relegadas al pasado. En la práctica , la fiesta oficial miraba sólo hacía atrás, hacia el pasado, del que se servía para consagrar el orden social presente. La fiesta oficial, incluso a pesar suyo a veces, tendía a consagrar la estabilidad, la inmutabilidad y la perennidad de las reglas que regían el mundo: jerarquías, valores, normas y tabúes religiosos, políticos y morales corrientes. La fiesta oficial era el triunfo de la verdad prefabricada, victoriosa, dominante, que asumía la apariencia de una verdad eterna, inmutable y perentoria. Por eso el tono de la fiesta oficial traicionaba la verdadera naturaleza de la fiesta humana y la desfiguraba. Pero como su carácter auténtico era indestructible, tenían que tolerarla e incluso legalizarla parcialmente en las formas exteriores y oficiales de la fiesta y concederle un sitio en la plaza pública.

A diferencia de la fiesta oficial, el carnaval era el triunfo de una especie de liberación transitoria, más allá de la órbita de la concepción dominante, la abolición provisional de las relaciones jerárquicas, privilegios, reglas y tabúes. Se oponía a toda perpetuación, a todo perfeccionamiento y reglamentación, apuntaba a un porvenir aún incompleto.

La abolición de las relaciones jerárquicas poseía una significación muy especial. En las fiestas oficiales las distinciones jerárquicas se destacaban a propósito, cada personaje se presentaba con las insignias de sus títulos, grados y funciones y ocupaba el lugar reservado a su rango. Esta fiesta tenía por finalidad la consagración de la desigualdad, a diferencia del carnaval en el que todos eran iguales y donde reinaba una forma especial de contacto libre y familiar entre individuos normalmente separados en la vida cotidiana por las barreras infranqueables de su condición, su fortuna, su empleo, su edad y su situación familiar.

A diferencia de la excepcional jerarquización del régimen feudal, con su extremo encasillamiento en estados y corporaciones, este contacto libre y familiar era vivido intensamente y constituía una parte esencial de la visión carnavalesca del mundo. El individuo parecía dotado de una segunda vida que le permitía establecer nuevas relaciones, verdaderamente humanas, con sus semejantes. La alienación desaparecía provisionalmente. El hombre volvía a sí mismo y se sentía un ser humano entre sus semejantes. El auténtico humanismo que caracterizaba estas relaciones no era en absoluto fruto de la imaginación o el pensamiento abstracto, sino que se experimentaba concretamente en ese contacto vivo, material y sensible. El ideal utópico y el real se basaban provisionalmente en la visión carnavalesca, única en su tipo.

En consecuencia, esta eliminación provisional, a la vez ideal y efectiva, de las relaciones jerárquicas entre los individuos, creaba en la plaza pública un tipo particular de comunicación inconcebible en situaciones normales. Se elaboraban formas especiales del lenguaje y de los ademanes, francas y sin constricciones, que abolían toda distancia entre los individuos en comunicación, liberados de las normas corrientes de la etiqueta y las reglas de conducta. Esto produjo el nacimiento de un lenguaje carnavalesco típico, del cual encontraremos numerosas muestras en Rabelais.

A lo largo de siglos de evolución, el carnaval medieval, prefigurado en los ritos cómicos anteriores, de antigüedad milenaria (en los que incluimos las saturnales) originó una lengua propia de gran riqueza, capaz de expresar las formas y símbolos del carnaval y de transmitir la cosmovisión carnavalesca unitaria pero compleja del pueblo. Esta visión, opuesta a todo lo previsto y perfecto, a toda pretensión de inmutabilidad y eternidad, necesitaba manifestarse con unas formas de expresión dinámicas y cambiantes (proteicas) fluctuantes y activas. De allí que todas las formas y símbolos de la lengua carnavalesca estén impregnadas del lirismo de la sucesión y la renovación, de la gozosa comprensión de la relatividad de las verdades y las autoridades dominantes. Se caracteriza principalmente por la lógica original de las cosas "al revés" y "contradictorias", de las permutaciones constantes de lo alto y lo bajo (la "rueda") del frente y el revés, y por las diversas formas de parodias, inversiones, degradaciones, profanaciones, coronamientos y derrocamientos bufonescos. La segunda vida, el segundo mundo de la cultura popular se construye en cierto modo como ,parodia de la vida ordinaria, como un "mundo al revés". Es preciso señalar sin embargo que la parodia carnavalesca está muy alejada de la parodia moderna puramente negativa y formal; en efecto, al negar, aquélla resucita y renueva a la vez. La negación pura y llana es casi siempre ajena a la cultura popular.

En la presente introducción, nos hemos limitado a tratar muy rápidamente las formas y los símbolos carnavalescos, dotados de una riqueza y originalidad sorprendentes. El objetivo fundamental de nuestro estudio es hacer asequible esta lengua semiolvidada, de la que comenzamos a perder la comprensión de ciertos matices. Porque ésta es, precisamente, la lengua que utilizó Rabelais. Sin conocerla bien, no podríamos comprender realmente el sistema de imágenes rabelesianas. Recordemos que esta lengua carnavalesca fue empleada también, en manera y proporción diversas, por Erasmo, Shakespeare, Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, Guevara y Quevedo; y también por la "literatura de los bufones alemanes" (Narrenliteratur), Hans Sachs, Fischart, Grimmelshausen y otros. Sin conocer esta lengua es imposible conocer a fondo y bajo todos sus aspectos la literatura del Renacimiento y del barroco, No sólo la literatura, sino también las utopías del Renacimiento y su concepto del mundo estaban influidas por la visión carnavalesca del mundo y a menudo adoptaban sus formas y símbolos.

Explicaremos previamente la naturaleza compleja del humor carnavalesco. Es, ante todo, un humor festivo. No es en consecuencia una reacción individual ante uno u otro hecho "singular" aislado. La risa carnavalesca es ante todo patrimonio del pueblo (este carácter popular, como dijimos, es inherente a la naturaleza misma del carnaval); todos ríen, la risa es "general"; en segundo lugar, es universal, contiene todas las cosas y la gente (incluso las que participan en el carnaval), el mundo entero parece cómico y es percibido y considerado en un aspecto jocoso, en su alegre relativismo; por último esta risa es ambivalente: alegre y llena de alborozo, pero al mismo tiempo burlona y sarcástica, niega y afirma, amortaja y resucita a la vez.

Una característica importante de la risa en la fiesta popular es que escarnece a los mismos burladores. El pueblo no se excluye a sí mismo del mundo en evolución. También él se siente incompleto; también él renace y se renueva con la muerte.

Esta es una de las diferencias esenciales que separan la risa festiva popular de la risa puramente satírica de la época moderna. El autor satírico que sólo emplea el humor negativo, se coloca fuera del objeto aludido y se le opone, lo cual destruye la integridad del aspecto cómico del mundo; por lo que la risa popular ambivalente expresa una opinión sobre un mundo en plena evolución en el que están incluidos los que ríen.

Debemos notar especialmente el carácter utópico y de cosmovisión de esta risa festiva, dirigida contra toda concepción de superioridad. En esta risa se mantiene viva aún, con un cambio sustancial de sentido, la burla ritual de la divinidad, tal como existía en los antiguos ritos cómicos. Pero los elementos culturales característicos han desaparecido, y sólo subsisten los rasgos humanos, universales y utópicos.

Es absolutamente necesario plantear adecuadamente el problema de la risa popular. Los estudios que se le han consagrado incurren en el error de modernizaría groseramente, interpretándola dentro del espíritu de la literatura cómica moderna, ya sea como un humor satírico negativo (designando así a Rabelais como autor exclusivamente satírico) o como una risa agradable destinada únicamente a divertir, ligera y desprovista de profundidad y fuerza. Generalmente su carácter ambivalente pasa desapercibido por completo.

Pasamos ahora a la segunda forma de cultura cómica popular: las obras verbales en latín y en lengua vulgar. No se trata de folklore (aunque algunas de estas obras en lengua vulgar puedan considerarse así). Esta literatura está imbuida de la cosmovisión carnavalesca, utilizaba ampliamente la lengua de las formas carnavalescas, se desarrollaba al amparo de las osadías legitimadas por el carnaval y en la mayoría de los casos estaba fundamentalmente ligada a los regocijos carnavalescos, cuya parte literaria solía representar [4]. En esta literatura, la risa era ambivalente y festiva. A su vez esta literatura era una literatura festiva y recreativa, típica de la Edad Media.

Ya dijimos que las celebraciones carnavalescas ocupaban un importante lugar en la vida de las poblaciones medievales, incluso desde el punto de vista de su duración: en las grandes ciudades llegaban a durar tres meses por año. La influencia de la cosmovisión carnavalesca sobre la concepción y el pensamiento de los hombres, era radical: les obligaba a renegar en cierto modo de su condición oficial (como monje, clérigo o sabio) y a contemplar el mundo desde un punto de vista cómico y carnavalesco . No sólo los escolares y los clérigos, sino también los eclesiásticos de alta jerarquía y los doctos teólogos se permitían alegres distracciones durante las cuales se desprendían de su piadosa gravedad, como en el caso de los "juegos monacales" (Joca monacorum), título de una de las obras más apreciadas de la Edad Media. En sus celdas de sabio escribían tratados más o menos paródicos y obras cómicas en latín.

La literatura cómica medieval se desarrolló durante todo un milenio y aún más, si consideramos que sus comienzos se remontan a la antigüedad cristiana. Durante este largo período, esta literatura sufrió cambios muy importantes (menos sensibles en la literatura en lengua latina). Surgieron géneros diversos y variaciones estilísticas. A pesar de todas las diferencias de época y género, esta literatura sigue siendo –en diversa proporción– la expresión de la cosmovisión popular y carnavalesca, y sigue empleando en consecuencia la lengua de sus formas y símbolos.

La literatura latina paródica o semi-paródica está enormemente difundida. Poseemos una cantidad considerable de manuscritos en los cuales la ideología oficial de la Iglesia y sus ritos son descritos desde el punto de vista cómico.

La risa influyó en las más altas esferas del pensamiento y el culto religioso.

Una de las obras más antiguas y célebres de esta literatura, La Cena de Cipriano (Cœna Cypriani), invirtió con espíritu carnavalesco las Sagradas Escrituras (Biblia y Evangelios). Esta parodia estaba autorizada por la tradición de la risa pascual (risus paschalis) libre; en ella encontramos ecos lejanos de las saturnales romanas. Otra obra antigua del mismo tipo, Vergilius Maro grammaticus, es un sabiondo tratado semiparódico sobre la gramática latina, como también una parodia de la sabiduría escolástica y de los métodos científicos de principios de la Edad Media. Estas dos obras inauguran la literatura cómica medieval en latín y ejercen una influencia preponderante sobre sus tradiciones y se sitúan en la confluencia de la Antigüedad y la Edad Media. Su popularidad ha persistido casi hasta la época del Renacimiento. Como consecuencia, surgen dobles paródicos de los elementos del culto y el dogma religioso. Es la denominada parodia sacra, uno de los fenómenos más originales y menos comprendidos de la literatura medieval.

Sabemos que existen numerosas liturgias paródicas (Liturgia de los bebedores, Liturgia de los jugadores, etc.), parodias de las lecturas evangélicas, de las plegarias, incluso de las más sagradas (como el Padre Nuestro, el Ave María, etc.), de las letanías, de los himnos religiosos, de los salmos, así como imitaciones de las sentencias evangélicas, etc. Se escribieron testamentos paródicos, resoluciones que parodiaban los concilios, etc. Este nuevo género literario casi infinito, estaba consagrado por la tradición y tolerado en cierta medida por la Iglesia. Había una parte escrita que existía bajo la égida de la "risa pascual" o "risa navideña" y otra (liturgias y plegarias paródicas) que estaba en relación directa con la "fiesta de los tontos" y era interpretada en esa ocasión.

Además, existían otras variedades de la literatura cómica latina, como, por ejemplo, las disputas y diálogos paródicos, las crónicas paródicas, etc. Sus autores debían poseer seguramente un cierto grado de instrucción en algunos casos muy elevado. Eran los ecos de la risa de los carnavales públicos que repercutían en los muros de los monasterios, universidades y colegios.

La literatura cómica latina de la Edad Media llegó a su apoteosis durante el apogeo del Renacimiento, con el Elogio de la locura de Erasmo (una de las creaciones más eminentes del humor carnavalesco en la literatura mundial) y con las Cartas de hombres oscuros (Epistolae obscurorum virorum).

La literatura cómica en lengua vulgar era igualmente rica y más variada aún. Encontramos en esta literatura escritos análogos a la parodia sacra: plegarias paródicas, homilías (denominados sermones alegres en Francia), canciones de Navidad, leyendas sagradas, etc. Sin embargo, lo predominante eran sobre todo las parodias e imitaciones laicas que escarnecían al régimen feudal y su epopeya heroica.

Es el caso de las epopeyas paródicas de la Edad Media que ponen en escena animales, bufones, tramposos y tontos; elementos de la epopeya heroica paródica que aparecen en los cantators, aparición de dobles cómicos de los héroes épicos (Rolando cómico), etc. Se escriben novelas de caballería paródicas, tales como La mula sin brida y Aucassin y Nicolette. Se desarrollan diferentes géneros de retórica cómica– varios "debates" carnavalescos, disputas, diálogos, "elogios" (o "ilustraciones"), etc. La risa carnaval replica en las fábulas y en las piezas líricas compuestas por vaguants (escolares vagabundos).

Estos géneros y obras están relacionados con el carnaval público y utilizan, más ampliamente que los escritos en latín, las fórmulas y los símbolos del carnaval. Pero es la dramaturgia cómica medieval la que está más estrechamente ligada al carnaval. La primera pieza cómica –que conservamos– de Adam de la Halle, El juego de la enramada, es una excelente muestra de la visión y de la comprensión de la vida y el mundo puramente carnavalescos; contiene en germen numerosos elementos del futuro mundo rabelesiano. Los milagros y moralejas son "carnavalizados" en mayor o menos grado, La risa se introduce también en los misterios; las diabluras-misterios, por ejemplo, poseen un carácter carnavalesco muy marcado. Las gangarillas son también un género extremadamente "carnavalizado" de fines de la Edad Media.

Hemos tratado superficialmente en estas páginas algunas de las obras más conocidas de la literatura cómica, que pueden mencionarse sin necesidad de recurrir a comentarios especiales. Esto bastar para plantear escuetamente el problema. Pero en lo sucesivo, a medida que analicemos la obra de Rabelais, nos detendremos con más detalle en esos géneros y obras, y en otros géneros y obras menos conocidos.

Seguiremos ahora con la tercera forma de expresión de la cultura cómica popular, es decir con ciertos fenómenos y géneros del vocabulario familiar y público de la Edad Media y el Renacimiento. Ya dijimos que durante el carnaval en las plazas públicas, la abolición provisoria de las diferencias y barreras jerárquicas entre las personas y la eliminación de ciertas reglas y tabúes vigentes en la vida cotidiana, creaban un tipo especial de comunicación a la vez ideal y real entre la gente, imposible de establecer en la vida ordinaria. Era un contacto familiar y sin restricciones.

Como resultado, la nueva forma de comunicación produjo nuevas formas lingüísticas: géneros inéditos, cambios de sentido o eliminación de ciertas formas desusadas, etc. Es muy conocida la existencia de fenómenos similares en la época actual. Por ejemplo, cuando dos personas crean vínculos de amistad, la distancia que las separa se aminora (están en "pie de igualdad") y las formas de comunicación verbal cambian completamente: se tutean, emplean diminutivos, incluso sobrenombres a veces, usan epítetos injuriosos que adquieren un sentido afectuoso; pueden llegar a burlarse la una de la otra (si no existieran esas relaciones amistosas sólo un tercero podría ser objeto de esas burlas), palmotearse en la espalda e incluso en el vientre (gesto carnavalesco por excelencia), no necesitan pulir el lenguaje ni evitar los tabúes, por lo cual se dicen palabras y expresiones inconvenientes, etc.

Pero aclaremos que este contacto familiar en la vida ordinaria moderna está muy lejos del contacto libre y familiar que se establece en la plaza pública durante el carnaval popular. Falta un elemento esencial: el carácter universal, el clima de fiesta, la idea utópica, la concepción profunda del mundo. En general, al otorgar un contenido cotidiano a ciertas fiestas del carnaval, aunque manteniendo su aspecto exterior, se llega en la actualidad a perder su sentido interno profundo. Recordemos de paso que ciertos elementos rituales antiguos de fraternidad sobrevivieron en el carnaval, adoptando un nuevo sentido y una forma más profunda. Ciertos ritos antiguos se incorporaron a la vida práctica moderna por intermedio del carnaval, pero perdieron casi por completo la significación que tenían en éste .

El nuevo tipo de relaciones familiares establecidas durante el carnaval se refleja en una serie de fenómenos lingüísticos. Nos detendremos en algunos.

El lenguaje familiar de la plaza pública se caracteriza por el uso frecuente de groserías, o sea de expresiones y palabras injuriosas, a veces muy largas y complicadas. Desde el punto de vista gramatical y semántico, las groserías están normalmente aisladas en el contexto del lenguaje y consideradas como fórmulas fijas del mismo género del proverbio. Por lo tanto, puede afirmarse que las groserías son una clase verbal especial del lenguaje familiar. Por su origen no son homogéneas y cumplieron funciones de carácter especialmente mágico y encantatorio en la comunicación primitiva.

Lo que nos interesa más especialmente son las groserías blasfematorias dirigidas a las divinidades y que constituían un elemento necesario de los cultos cómicos más antiguos. Estas blasfemias eran ambivalentes: degradaban y mortificaban a la vez que regeneraban y renovaban. Y son precisamente estas blasfemias ambivalentes las que determinaron el carácter verbal típico de las groserías en la comunicación familiar carnavalesca. En efecto, durante el carnaval estas groserías cambiaban considerablemente de sentido, para convertirse en un fin en sí mismo y adquirir así universalidad y profundidad. Gracias a esta metamorfosis, las palabrotas contribuían a la creación de una atmósfera de libertad dentro de la vida secundaria carnavalesca.

Desde muchos puntos de vista, los juramentos son similares a las groserías. También ellos deben considerarse como un género verbal especial, con las mismas bases que las groserías (carácter aislado, acabado y autosuficiente). Sí inicialmente los juramentos no tenían ninguna relación con la risa, al ser eliminados de las esferas del lenguaje oficial, pues infringían sus reglas verbales, no les quedó otro recurso que el de implantarse en la esfera libre del lenguaje familiar. Sumergidos en el ambiente del carnaval, adquirieron un valor cómico y se volvieron ambivalentes.

Los demás fenómenos verbales, como por ejemplo las obscenidades, corrieron una suerte similar. El lenguaje familiar se convirtió en cierto modo en receptáculo donde se acumularon las expresiones verbales prohibidas y eliminadas de la comunicación oficial. A pesar de su heterogeneidad originaria, estas palabras asimilaron la cosmovisión carnavalesca, modificaron sus antiguas funciones, adquirieron un tono cómico general, y se convirtieron, por así decirlo, en las chispas de la llama única del carnaval, llamada a renovar el mundo.

Nos detendremos a su debido tiempo en los demás aspectos originales del lenguaje familiar. Señalemos, como conclusión, que este lenguaje ejerció una gran influencia en el estilo de Rabelais.
Acabamos de pasar revista a las tres principales fuentes de expresión de la cultura cómica popular de la Edad Media. Los fenómenos que hemos analizado ya han sido estudiados por los especialistas (sobre todo la literatura cómica en lengua vulgar). Pero han sido estudiados en forma aislada, totalmente desligados de su seno materno, esto es de las formas rituales y los espectáculos carnavalescos, por lo cual no se tuvo en cuenta la unidad de las cultura cómica popular en la Edad Media. Todavía no han sido planteados los problemas de esta cultura.

Por esta razón no se comprendió la concepción cómica del mundo, única y profundamente original, que está detrás de la diversidad y la heterogeneidad de estos fenómenos, que sólo representan su aspecto fragmentario. Por eso aún no se ha descubierto la esencia de estos fenómenos, que fueron estudiados únicamente desde el punto de vista de las reglas culturales, estéticas y literarias de la época moderna, sin ubicarlos en la época a la que pertenecen. Fueron, por el contrario, modernizados, lo que explica por qué fueron interpretados erróneamente. El tipo particular de imágenes cómicas, unitario en su diversidad y característico de la cultura popular de la Edad Media no ha sido comprendido, por ser totalmente ajeno a los tiempos modernos (sobre todo al siglo XIX). Daremos a continuación una definición preliminar.

Se suele destacar el predominio excepcional que tiene en la obra de Rabelais el principio de la vida material y corporal: imágenes del cuerpo, de la bebida, de la satisfacción de las necesidades naturales y la vida sexual. Son imágenes exageradas e hipertrofiadas. Muchos bautizaron a Rabelais con el título de gran poeta de la "carne" y el "vientre" (Víctor Hugo, por ejemplo). Otros le reprocharon su "fisiologismo grosero", su "biologismo" y su "naturalismo", etc. Los demás autores del Renacimiento tuvieron inclinaciones literarias análogas, aunque menos fuertes (Bocaccio, Shakespeare y Cervantes). Algunos lo interpretaron como una "rehabilitación de la carne" típica de la época, surgida como reacción al ascetismo medieval. A veces se pretendió considerarlo como una manifestación típica de la vida burguesa, es decir del interés material del homo economicus en su aspecto privado y egoísta.

Las explicaciones de este tipo son sólo formas de modernización de las imágenes materiales y corporales de la literatura del Renacimiento; se le atribuyen significaciones estrechas y modificadas de acuerdo al sentido que la "materia", y el "cuerpo" y la "vida material" (comer, beber, necesidades naturales, etc.) adquirieron en las concepciones de los siglos siguientes (sobre todo el siglo XIX).

Sin embargo, las imágenes referentes a la vida material y corporal en Rabelais (y en los demás autores, del Renacimiento) son la herencia (un tanto modificada, para ser precisos) de la cultura cómica popular, de un tipo peculiar de imágenes y, más ampliamente, de una concepción estética de la vida práctica que caracteriza a esta cultura y la diferencia claramente de las culturas de los siglos posteriores (a partir del clasicismo). Vamos a darle a esta concepción el nombre convencional de realismo grotesco.

En el realismo grotesco (es decir en el sistema de imágenes de la cultura cómica popular) el principio material y corporal aparece bajo la forma universal de fiesta utópica. Lo cósmico, lo social y lo corporal están ligados indisolublemente en una totalidad viviente e indivisible. Es un conjunto alegre y bienhechor.

En el realismo grotesco, el elemento espontáneo material y corporal es un principio profundamente positivo que, por otra parte, no aparece bajo una forma egoísta ni separado de los demás aspectos vitales. El principio material y corporal es percibido como universal y popular; y como tal, se opone a toda separación de las raíces materiales y corporales del mundo, a todo aislamiento y confinamiento en sí mismo, a todo carácter ideal abstracto o intento de expresión separado e independiente de la tierra y el cuerpo. El cuerpo y la vida corporal adquieren a la vez un carácter cósmico y universal; no se trata tampoco del cuerpo y la fisiología en el sentido estrecho y determinado que tienen en nuestra época; todavía no están singularizados ni separados del resto del mundo.

El portador del principio material y corporal no es aquí ni el ser biológico aislado ni el egoísta individuo burgués, sino el pueblo, un pueblo que en su evolución crece y se renueva constantemente. Por eso el elemento corporal es tan magnífico, exagerado e infinito. Esta exageración tiene un carácter positivo y afirmativo. El centro capital de estas imágenes de la vida corporal y material son la fertilidad, el crecimiento y la superabundancia. Las manifestaciones de la vida material y corporal no son atribuidas a un ser biológico aislado o a un individuo económico privado y egoísta, sino a una especie de cuerpo popular, colectivo y genérico (aclararemos más tarde el sentido de estas afirmaciones). La abundancia y la universalidad determinan a su vez el carácter alegre y festivo (no cotidiano) de las imágenes referentes a la vida material y corporal. El principio material y corporal es el principio de la fiesta, del banquete de la alegría, de la "buena comida". Este rasgo subsiste considerablemente en la literatura y el arte del Renacimiento, y sobre todo en Rabelais.

El rasgo sobresaliente del realismo grotesco es la degradación, o sea la transferencia al plano material y corporal de lo elevado, espiritual, ideal y abstracto. Es el caso, por ejemplo, de la Coena Cipriani (La Cena de Cipriano) que hemos mencionado, y de otras parodias latinas de la Edad Media extraídas de la Biblia, de los evangelios y de otros textos sagrados. En ciertos diálogos cómicos muy populares en la Edad Media, como, por ejemplo, los que sostienen Salomón y Marcoul, hay un contrapunto entre las máximas salomónicas, expresadas con un tono grave y elevado, y las máximas jocosas y pedestres del bufón Marcoul referidas todas premeditadamente al mundo material (beber, comer, digestión, vida sexual). [5] Debemos aclarar además que uno de los procedimientos típicos de la comicidad medieval consiste en transferir las ceremonias y ritos elevados al plano material y corporal; así hacían los bufones durante los torneos, las ceremonias de los nuevos caballeros armados y en otras ocasiones solemnes. Numerosas degradaciones de la ideología y del ceremonial caballerescos que aparecen en el Don Quijote están inspiradas en la tradición del realismo grotesco.

La gramática jocosa, estaba muy en boga en el ambiente escolar culto de la Edad Media. Esta tradición, que se remonta al Vergilius grammaticus, se extiende a lo largo de la Edad Media y el Renacimiento y subsiste aún oralmente en las escuelas, colegios y seminarios religiosos de la Europa Occidental. En esta gramática, todas las categorías gramaticales, casos, formas verbales, etc., son transferidas al plano material y corporal, sobre todo erótico.

No sólo las parodias en el sentido estrecho del término, sino también las demás formas del realismo grotesco tienden a degradar, corporizar y vulgarizar. Esta es la cualidad esencial de este realismo, que lo separa de las demás formas "nobles" de la literatura y el arte medieval. La risa popular, que estructura las formas del realismo grotesco, estuvo siempre ligada a lo material y corporal. La risa degrada y materializa.

¿Cuál es el carácter que asumen estas degradaciones típicas del realismo? Responderemos sucintamente por ahora, ya que el estudio de las obras de Rabelais nos permitirá, en los capítulos siguientes precisar, ampliar y profundizar nuestra concepción al respecto.

En el realismo grotesco, la degradación de lo sublime no tiene un carácter formal o relativo. Lo "alto" y lo "bajo" poseen allí un sentido completa y rigurosamente topográfico. Lo "alto" es el cielo; lo "bajo" es la tierra; la tierra es el principio de absorción (la tumba y el vientre), y a la vez de nacimiento y resurrección (el seno materno). Este es el valor topográfico de lo alto y lo bajo en su aspecto cósmico. En su faz corporal, que no está nunca separada estrictamente de su faz cósmica, lo alto está representado por el rostro (la cabeza); y lo bajo por los órganos genitales, el vientre y el trasero. El realismo grotesco y la parodia medieval se basan en estas significaciones absolutas. Rebajar consiste en aproximar a la tierra, entrar en comunión con la tierra concebida como un principio de absorción y al mismo tiempo de nacimiento: al degradar, se amortaja y se siembra a la vez, se mata y se da a luz algo superior. Degradar significa entrar en comunión con la vida de la parte inferior del cuerpo, el vientre y los órganos genitales, y en consecuencia también con los actos como el coito, el embarazo, el alumbramiento, la absorción de alimentos y la satisfacción de las necesidades naturales. La degradación cava la tumba corporal para dar lugar a un nuevo nacimiento. De allí que no tenga exclusivamente un valor negativo sino también positivo y regenerador: es ambivalente, es a la vez negación y afirmación. No es sólo disolución en la nada y en la destrucción absoluta sino también inmersión en lo inferior productivo, donde se efectúa precisamente la concepción y el renacimiento, donde todo crece profusamente. Lo "inferior" para el realismo grotesco es la tierra que da vida y el seno carnal; lo inferior es siempre un comienzo.

Por eso la parodia medieval no se parece en nada a la parodia literaria puramente formal de nuestra época.

La parodia moderna también degrada, pero con un carácter exclusivamente negativo, carente de ambivalencia regeneradora. Por eso la parodia como género y la degradación en general no podrían conservar, en la época moderna, su extensa significación originaria. Las degradaciones (paródicas y de otro tipo) son también muy características de la literatura del Renacimiento, que perpetúa de esta forma las mejores tradiciones de la cultura cómica popular (de modo particularmente completo y profundo en Rabelais). Pero ya en esta época el principio material y corporal cambia de signo, se vuelve paulatinamente más estrecho y su naturalismo y carácter festivo se atenúan. Pero este proceso sólo está en su comienzo aún en esta época, como lo demuestra claramente el ejemplo de Don Quijote.

La línea principal de las degradaciones paródicas conduce en Cervantes a una comunión con la fuerza productora y regeneradora de la tierra y el cuerpo. Es la prolongación de la línea grotesca. Pero al mismo tiempo el principio material y corporal comienza a empobrecerse y a debilitarse. Entra en estado de crisis y desdoblamiento y las imágenes de la vida material y corporal comienzan a adquirir una vida dual.

La panza de Sancho Panza, su :apetito y su sed, son aún esencial y profundamente carnavalescas; su inclinación por la abundancia y la plenitud no tiene aún carácter egoísta y personal, es una propensión a la abundancia general. Sancho es un descendiente directo de los antiguos demonios barrigones de la fecundidad que podemos ver, por ejemplo, en los célebres vasos corintios. En las imágenes de la bebida y la comida están aún vivas las ideas del banquete y de la fiesta.

El materialismo de Sancho, su ombligo, su apetito, sus abundantes necesidades naturales constituyen "lo inferior absoluto" del realismo grotesco, la alegre tumba corporal (la barriga, el vientre y la tierra) abierta para acoger el idealismo de Don Quijote, un idealismo aislado, abstracto e insensible; el "caballero de la triste figura" necesita morir para renacer más fuerte y más grande; Sancho es el correctivo natural, corporal y universal de las pretensiones individuales, abstractas y espirituales; además Sancho representa también a la risa como correctivo popular de la gravedad unilateral de esas pretensiones espirituales (lo inferior absoluto ríe sin cesar, es la muerte que ríe y engendra la vida). El rol de Sancho frente a Don Quijote podría ser comparado con el rol de las parodias medievales con relación a las ideas y los cultos sublimes; con el rol del bufón frente al ceremonial serio; el de las Carnestolendas con relación a la Cuaresma, etc. El alegre principio regenerador existe todavía, aunque en forma atenuada, en las imágenes pedestres de los molinos de viento (gigantes), los albergues (castillos), los rebaños de corderos y ovejas (ejércitos de caballeros), los venteros (castellanos), las prostitutas (damas de la nobleza), etc.

Es un típico carnaval grotesco, que convierte el combate en cocina y banquete, las armas y los cascos en utensilios de cocina y tazones de afeitar y la sangre en vino (episodio del combate con los odres de vino), etc.

Este es el sentido primordial y carnavalesco de la vida que aparece en las imágenes materiales y corporales en la novela de Cervantes. Es precisamente este sentido el que eleva el estilo de su realismo, su universalismo y su profundo utopismo popular.

Pero, con todo, los cuerpos y los objetos comienzan a adquirir en Cervantes un carácter privado y personal, y por lo tanto se empequeñecen y se domestican, son rebajados al nivel de accesorios inmóviles de la vida cotidiana individual, al de objetos de codicia y posesión egoísta. Ya no es lo inferior positivo, capaz de engendrar, la vida y renovar, sino un obstáculo estúpido y moribundo que se levanta contra las aspiraciones del ideal. En la vida cotidiana de los individuos aislados las imágenes de lo "inferior" corporal sólo conservan su valor negativo, y pierden casi totalmente su fuerza positiva; su relación con la tierra y el cosmos se rompe y las imágenes de lo "inferior" corporal quedan reducidas a las imágenes naturalistas del erotismo banal. Sin embargo, este proceso sólo está en sus comienzos en Cervantes.

Este aspecto secundario de la vida que se advierte en las imágenes materiales y corporales, se une al primero en una unidad compleja y contradictoria. Es la vida noble, intensa y contradictoria de esas imágenes lo que otorga su fuerza y su realismo histórico superior. Esto constituye el drama original del principio material y corporal en la literatura del Renacimiento: el cuerpo y las cosas son sustraídas a la tierra engendradora y apartadas del cuerpo universal al que estaban unidos en la cultura popular.

En la conciencia artística e ideológica del Renacimiento, esta ruptura no ha sido aún consumada por completo; lo "inferior" material y corporal cumple aún sus funciones significadoras, y degradantes, derrocadoras y regeneradoras a la vez. Los cuerpos y las cosas individualizados, "particulares", se resisten a ser dispersados, desunidos y aislados; el realismo del Renacimiento no ha cortado aún el cordón umbilical que los une al vientre fecundo de la tierra y el pueblo. El cuerpo y las cosas individuales no coinciden aún consigo mismo, no son idénticos a si mismos, como en el realismo naturalista de los siglos posteriores; forman parte aún del conjunto corporal creciente del mundo y sobrepasan por lo tanto los límites de su individualismo; lo privado y lo universal están aún fundidos en una unidad contradictoria. La visión carnavalesca del mundo es la base profunda de la literatura del Renacimiento.

La complejidad del realismo renacentista no ha sido aún aclarada suficientemente. Son dos las concepciones del mundo que se entrecruzan en el realismo renacentista: la primera deriva de la cultura cómica popular; la otra, típicamente burguesa, expresa un modo de existencia preestablecido y fragmentario. Lo que caracteriza al realismo renacentista es la sucesión de estas dos líneas contradictorias. El principio material del crecimiento, inagotable, indestructible, superabundante y eternamente riente, destronador y renovador, se asocia contradictoriamente al "principio material" falsificado y rutinario que preside la vida de la sociedad clasista.

Es imprescindible conocer el realismo grotesco para comprender el realismo del Renacimiento, y otras numerosas manifestaciones de los períodos posteriores del realismo. El campo de la literatura realista de los tres últimos siglos está prácticamente cubierto de fragmentos embrionarios del realismo grotesco, fragmentos que a veces, a pesar de su aislamiento, son capaces de cobrar su vitalidad. En la mayoría de los casos se trata de imágenes grotescas que han perdido o debilitado su polo positivo, su relación con un universo en evolución. Unicamente a través de la comprensión del realismo grotesco es posible comprender el verdadero valor de esos fragmentos o de esas formas más o menos vivientes.

La imagen grotesca caracteriza un fenómeno en proceso de cambio y metamorfosis incompleta, en el estadio de la muerte y del nacimiento, del crecimiento y de la evolución. La actitud respecto al tiempo y la evolución, es un rasgo constitutivo (o determinante) indispensable de la imagen grotesca. El otro rasgo indispensable, que deriva del primero, es su ambivalencia, los dos polos del cambio: el nuevo y el antiguo, lo que muere y lo que nace, el comienzo y el fin de la metamorfosis, son expresados (o esbozados) en una u otra forma.

Su actitud con relación al tiempo, que está en la base de esas formas, su percepción y la toma de conciencia con respecto a éste durante su desarrollo en el curso de los milenios, sufren como es lógico una evolución y cambios sustanciales. En los períodos iniciales o arcaicos del grotesco, el tiempo aparece como una simple yuxtaposición (prácticamente simultánea) de las dos fases del desarrollo: principio y fin: invierno-primavera, muerte-nacimiento. Esas imágenes aún primitivas se mueven en el círculo biocósmico del ciclo vital productor de la naturaleza y el hombre. La sucesión de las estaciones, la siembra, la concepción, la muerte y el crecimiento, son los componentes de esta vida productora. La noción implícita del tiempo contenida en esas antiquísimas imágenes, es la noción del tiempo cíclico de la vida natural y biológica.

Pero es evidente que las imágenes grotescas no permanecen en ese estadio primitivo. El sentimiento del tiempo y de la sucesión de las estaciones se amplía, se profundiza y abarca los fenómenos sociales e históricos; su carácter cíclico es superado y se eleva a la concepción histórica del tiempo. Y entonces las imágenes grotescas, con su ambivalencia y su actitud fundamental respecto a la sucesión de las estaciones, se convierten en el medio de expresión artístico e ideológico de un poderoso sentimiento de la historia y de sus contingencias, que surge con excepcional vigor en el Renacimiento.

Sin embargo, incluso en este estadio, y sobre todo en Rabelais, las imágenes grotescas conservan una naturaleza original, se diferencian claramente de las imágenes de la vida cotidiana, pre-establecidas y perfectas. Son imágenes ambivalentes y contradictorias, y que, consideradas desde el punto de vista estético "clásico", es decir de la estética de la vida cotidiana preestablecida y perfecta, parecen deformes, monstruosas y horribles. La nueva concepción histórica que las incorpora les confiere un sentido diferente, aunque conservando su contenido y materia tradicional: el coito, el ,embarazo, el alumbramiento, el crecimiento corporal, la vejez, la disgregación y el despedazamiento corporal, etc., con toda su materialidad inmediata, siguen siendo los elementos fundamentales del sistema de imágenes grotescas. Son imágenes que se oponen a las clásicas del cuerpo humano perfecto y en plena madurez, depurado de las escorias del nacimiento y el desarrollo.

Entre las célebres figuras de terracota de Kertch, que se conservan en el Museo Ermitage de Leningrado, se destacan ancianas embarazadas cuya vejez y embarazo son grotescamente subrayados. Recordemos además, que esas ancianas embarazadas ríen. [6] Este es un tipo de grotesco muy característico y expresivo, un grotesco ambivalente: es la muerte encinta, la muerte que concibe. No hay nada perfecto, estable ni apacible en el cuerpo de esas ancianas. Se combinan allí el cuerpo descompuesto y deforme de la vejez y el cuerpo todavía embrionario de la nueva vida. La vida es descubierta en su proceso ambivalente, interiormente contradictorio. No hay nada perfecto ni completo, es la quintaesencia de lo incompleto. Esta es precisamente la concepción grotesca del cuerpo.

A diferencia de los cánones modernos, el cuerpo grotesco no está separado del resto del mundo, no está aislado o acabado ni es perfecto, sino que sale fuera de sí, franquea sus propios límites. El énfasis está puesto en las partes del cuerpo en que éste se abre al mundo exterior o penetra en él a través de orificios, protuberancias, ramificaciones y excrecencias tales como la boca abierta, los órganos genitales, los senos, los falos, las barrigas y la nariz. En actos tales como el coito, el embarazo, el alumbramiento, la agonía, la comida, la bebida y la satisfacción de las necesidades naturales, el cuerpo revela su esencia como principio en crecimiento que traspasa sus propios límites. Es un cuerpo eternamente incompleto, eternamente creado y creador, un eslabón en la cadena de la evolución de la especie, o, más exactamente, dos eslabones observados en su punto de unión, donde el uno entra en el otro. Esto es particularmente evidente con respecto al período arcaico del grotesco.

Una de las tendencias fundamentales de la imagen grotesca del cuerpo consiste en exhibir dos cuerpos en uno: uno que da la vida y desaparece y otro que es concebido, producido y lanzado al mundo. Es siempre un cuerpo en estado de embarazo y alumbramiento, o por lo menos listo para concebir y ser fecundado con un falo u órganos genitales exagerados. Del primero se desprende, en una u otra forma, un cuerpo nuevo.

En contraste con las exigencias de los cánones modernos, el cuerpo tiene siempre una edad muy cercana al nacimiento y la muerte: la primera infancia y la vejez, el seno que lo concibe y el que lo amortaja –se acentúa la proximidad al vientre y a la tumba–. Pero en sus límites, los dos cuerpos se funden en uno solo. La individualidad está en proceso de disolución; agonizante, pero aún incompleta; es un cuerpo simultáneamente en el umbral de la tumba y de la cuna, no es un cuerpo único, ni tampoco son dos; dos pulsos laten dentro de él: uno de ellos, el de la madre, está a punto de detenerse.

Además, ese cuerpo abierto e incompleto (agonizante-naciente-o a punto de nacer) no está estrictamente separado del mundo: está enredado con él, confundido con los animales y las cosas. Es un cuerpo cósmico y representa el conjunto del mundo material y corporal, concebido como lo "inferior" absoluto, como un principio que absorbe y da a luz, como una tumba y un seno corporales, como un campo sembrado cuyos retoños han llegado a la senectud.

Estas son, simplificadas, las líneas directrices de esta concepción original del cuerpo. Esta alcanza su perfección en la obra genial de Rabelais, en tanto que en otras obras literarias del Renacimiento se debilita y diluye. La misma concepción preside el arte pictórico de Jerónimo Bosch y Brueghel el Viejo. Elementos de la misma se encuentran ya en los frescos y los bajorrelieves que decoraban las catedrales y a veces incluso las iglesias rurales de los siglos XII y XIII. [7]

Esta imagen del cuerpo ha sido desarrollada en diversas formas en los espectáculos y fiestas populares de la Edad Media; fiestas de los bobos, cencerradas, carnavales, fiesta del Cuerpo Divino en su aspecto público y popular, en las diabluras-misterios, las gangarillas y las farsas. Esta era la única concepción del cuerpo que conocía la cultura popular y del espectáculo.

En el dominio de lo literario, la parodia medieval se basa completamente en la concepción grotesca del cuerpo. Esta concepción estructura las imágenes del cuerpo en la enorme masa de leyendas y obras asociadas a las "maravillas de la India" y al mar céltico y sirve también de base a las imágenes corporales en la inmensa literatura de las visiones de ultratumba, en las leyendas de gigantes, en la epopeya animal, las fábulas y bufonadas alemanas.

Además esta concepción del cuerpo influye en las groserías, imprecaciones y juramentos, de excepcional importancia para la comprensión de la literatura del realismo grotesco.

Estos elementos lingüísticos ejercieron una influencia organizadora directa sobre el lenguaje, el estilo y la construcción de las imágenes de esa literatura. Eran fórmulas dinámicas, que expresaban la verdad con franqueza y estaban profundamente emparentadas por su origen y sus funciones con las demás formas de "degradación" y "reconciliación con la tierra" pertenecientes al realismo grotesco renacentista. Las groserías y obscenidades modernas han conservado las supervivencias petrificadas y puramente negativas de esta concepción del cuerpo. Estas groserías, o el tipo de expresiones tales como "vete a...." humillarían al destinatario, de acuerdo con el método grotesco, es decir, lo despachan al lugar "inferior" corporal absoluto, a la región genital o a la tumba corporal (o infiernos corporales) donde será destruido y engendrado de nuevo.

En las groserías contemporáneas no queda nada de ese sentido ambivalente y regenerador, sino la negación pura y llana, el cinismo y el insulto puro; dentro de los sistemas significantes y de valores de las nuevas lenguas esas expresiones están totalmente aisladas (también lo están en la organización del mundo): quedan los fragmentos de una lengua extranjera en la que antaño podía decirse algo, pero que ahora sólo expresa insultos carentes de sentido. Sin embargo, sería absurdo e hipócrita negar que conservan no obstante un cierto encanto (sin ninguna referencia erótica por otra parte). Parece dormir en ellas el recuerdo confuso de la cosmovisión carnavalesca y sus osadías. Nunca se ha planteado correctamente el problema de su indestructible vitalidad lingüística.

En la época de Rabelais las groserías y las imprecaciones conservaban aún, en el dominio de la lengua popular de la que surgió su novela, la significación integral y sobre todo su polo positivo y regenerador. Eran expresiones profundamente emparentadas con las demás formas de degradaciones, heredadas del realismo grotesco, con los disfraces populares de las fiestas y carnavales, con las imágenes de las diabluras y de los infiernos en la literatura de las peregrinaciones, con las imágenes de las gangarillas, etc. Por eso estas expresiones podían desempeñar un rol primordial en su obra.

Es preciso señalar especialmente la expresión estrepitosa que asumía la concepción grotesca del cuerpo en las peroratas de feria y en la boca del cómico en la plaza pública en la Edad Media y en el Renacimiento. Por estos medios, esta concepción se transmitió hasta la época actual en sus aspectos mejor conservados: en el siglo XVII sobrevivía en las farsas de Tabarin, en las burlas de Turlupin y otros fenómenos análogos. Se puede afirmar que la concepción del cuerpo del realismo grotesco y folklórico sobrevive hasta hoy (por atenuado y desnaturalizado que sea su aspecto) en varias formas actuales de lo cómico que aparecen en el circo y en los artistas de feria.

Esta concepción, de la que acabamos de dar una introducción preliminar, se encuentra evidentemente en contradicción formal con los cánones literarios y plásticos de la Antigüedad "clásica" [8] que han sido la base de la estética del Renacimiento.

Esos cánones consideran al cuerpo de manera completamente diferente, en otras etapas de su vida, en relaciones totalmente diferentes con el mundo exterior (no corporal). Dentro de estos cánones el cuerpo es ante todo algo rigurosamente acabado y perfecto. Es, además, algo aislado, solitario, separado de los demás cuerpos y cerrado. De allí que este canon elimine todo lo que induzca a pensar en algo no acabado, todo lo relacionado con su crecimiento o su multiplicación: se cortan los brotes y retoños, se borran las protuberancias (que tienen la significación de nuevos vástagos y yemas), se tapan los orificios, se hace abstracción del estado perpetuamente imperfecto del cuerpo y, en general, pasan desapercibidos el alumbramiento, la concepción y la agonía. La edad preferida es la que está situada lo más lejos posible del seno materno y de la tumba, es decir alejada al máximo de los "umbrales" de la vida individual. El énfasis está puesto en la individualidad, acabada y autónoma del cuerpo en cuestión. Se describen sólo los actos efectuados por el cuerpo en el mundo exterior, actos en los cuales hay fronteras claras y destacadas que separan al cuerpo del mundo y los actos y procesos intracorporales (absorción y necesidades naturales) no son mencionados. El cuerpo individual es presentado como una entidad aislada del cuerpo popular que lo ha producido.

Estas son las tendencias primordiales de los cánones de la nueva época. Es perfectamente comprensible que, desde este punto de vista, el cuerpo del realismo grotesco les parezca monstruoso, horrible y deforme. Es un cuerpo que no tiene cabida dentro de la "estética de la belleza" creada en la época moderna.

En nuestra introducción, así como en nuestros capítulos siguientes (sobre todo el capítulo V), nos limitaremos a comparar los cánones grotesco y clásico de la representación del cuerpo, estableciendo las diferencias que los oponen, pero sin hacer prevalecer al uno sobre el otro. Aunque, como es natural, colocamos en primer plano la concepción grotesca, ya que ella es la que determina la concepción de las imágenes de la cultura cómica popular en Rabelais: nuestro propósito es comprender la lógica original del canon grotesco, su especial voluntad artística. En el dominio artístico es un patrimonio común el conocimiento del canon clásico, que nos sirve de guía hasta cierto punto en la actualidad; pero no ocurre lo mismo con el canon grotesco, que hace tiempo que ha dejado de ser comprensible o del que sólo tenemos una comprensión distorsionada. La tarea de los historiadores y teóricos de la literatura y el arte consiste en recomponer ese canon, en restablecer su sentido auténtico. Es inadmisible interpretarlo desde el punto de vista de las reglas modernas y ver en él sólo los aspectos que se apartan de estas reglas. El canon grotesco debe ser juzgado dentro de su propio sistema.

No interpretamos la palabra "canon" en el sentido estrecho de conjunto determinado de reglas, normas y proporciones, conscientemente establecidas y aplicadas a la representación del cuerpo humano. Es posible comprender el canon clásico dentro de esta acepción restringida en ciertas etapas de su evolución, pero la imagen grotesca del cuerpo no ha tenido nunca un canon de este tipo. Su naturaleza misma es anticanónica. Emplearemos la acepción "canon" en el sentido más amplio de tendencia determinada, pero dinámica y en proceso de desarrollo (canon para la representación del cuerpo y de la vida corporal). En el arte y la literatura del pasado podemos observar dos tendencias, a las que podemos adjudicar convencionalmente el nombre de cánones grotesco y clásico.

Hemos definido aquí esos dos cánones en su expresión pura y limitada. Pero en la realidad histórica viva, esos cánones (incluso el clásico) nunca han sido estáticos ni inmutables, sino que han estado en constante evolución, produciendo diferentes variedades históricas de lo clásico y 1o grotesco. Además, siempre hubo entre los dos cánones muchas formas de interacción: lucha, influencias recíprocas, entrecruzamientos y combinaciones. Esto es válido sobre todo para la época renacentista, como lo hemos señalado. Incluso en Rabelais, que fue el portavoz de la concepción grotesca, del cuerpo más pura y consecuente; existen elementos del canon clásico, sobre todo en el episodio de la educación de Gargantúa por Pornócrates, y en el de Thélème. En el marco de nuestro estudio, lo más importante es la diferencia capital entre los dos cánones en su expresión pura. Centraremos nuestra atención sobre esta diferencia.















[1] Bélinsky Vissarion (1811-1848), líder de la crítica y la filosofía rusa de vanguardia.


[2] Michelet: Historia de Francia, Flammarion, t. IX, pág. 466. Se refiere a la rama de oro profética que Sibila entregó a Eneas. En las citas, los subrayados son del autor.


[3] Véanse los interesantísimos análisis de los sosias cómicos y las reflexiones que éstos suscitan en la obra de E. Meletinski, El origen de la epopeya heroica, Moscú, 1963 (en ruso).


[4] Una situación análoga se observaba en la Roma antigua, donde los atrevimientos de las saturnales se transmitían a la literatura cómica.


[5] Los diálogos de Salomón y Marcoul, degradantes y pedestres, son muy similares a los diálogos sostenidos entre Don Quijote y Sancho Panza.


[6] Ver a este respecto H. Reich: Der Mimus. Ein literar-entwicklungsgeschichtlicher Versuch, Berlín, 1903. El autor los analiza en forma superficial, desde un punto de vista naturalista.


[7] En la obra vastísima de E. Male, El arte religioso del siglo, XII, XIII y de fines de la Edad Media en Francia, se puede encontrar una amplia y preciosa documentación sobre los motivos grotescos en el arte medieval , tomo I, 1902; tomo II, 1908; tomo III, 1922.


[8] No la Antigüedad en general: en la antigua comedia dórica, en el drama satírico, en la comedia siciliana, en Aristófanes, en los mimos y atelanas (piezas bufonescas romanas) encontramos una concepción análoga, así como también en Hipócrates, Galeno, Plinio, en la literatura de los "dichos de sobremesa", en Atenea, Plutarco, Macrobio y muchas otras obras de la Antigüedad no clásica.