martes, 11 de diciembre de 2007

Concierto barroco

por Alejo Carpentier




...”abrid el concierto”...
Salmo 81



Concierto Barroco


i



De plata los delgados cuchillos, los finos tenedores; de plata los platos donde un árbol de plata labrada en la concavidad de sus platas recogía el jugo de los asados; de plata los platos fruteros, de tres bandejas redondas, coronadas por una granada de plata; de plata los jarros de vino amartillados por los trabajadores de la plata; de plata los platos pescaderos con su pargo de plata hinchado sobre un entrelazamiento de algas; de plata los saleros, de plata los cascanueces, de plata los cubiletes, de plata las cucharillas con adorno de iniciales... Y todo esto se iba llevando quedamente, acompasadamente, cuidando de que la plata no topara con la plata, hacia las sordas penumbras de cajas de madera, de huacales en espera, de cofres con fuertes cerrojos, bajo la vigilancia del Amo que, de bata, sólo hacía sonar la plata, de cuando en cuando, al orinar magistralmente, con chorro certero, abundoso y percutiente, en una bacinilla de plata, cuyo fondo se ornaba de un malicioso ojo de plata, pronto cegado por una espuma que de tanto reflejar la plata acababa por parecer plateada...—“Aquí lo que se queda —decía el Amo—. Y acá lo que se va.” En lo que se iba, también alguna plata —alguna vajilla menor, un juego de copas, y, desde luego, la bacinilla del ojo de plata—, pero, más bien, camisas de seda, calzones de seda, medias de seda, sederías de la China, porcelanas del Japón —las del desayuno que, vaya usted a saber, tomaríase, a lo mejor, en gratísima compañía—, y mantones de Manila, viajados por los anchísimos mares del Poniente. Francisquillo, de cara atada, cual lío de ropas, por un rebozo azul que al carrillo izquierdo le pegaba una hoja de virtudes emolientes, pues el dolor de muelas se lo tenía hinchado, remedando al Amo, y meando a compás del meado del Amo, aunque no en bacinilla de plata sino en tibor de barro, también andaba del patio a las arcadas, del zaguán a los salones, coreando, como en oficio de iglesia: “Aquí lo que se queda... Acá lo que se va.” Y tan bien quedaron, a la puesta del sol, los platos y platerías, las chinerías y japonerías, los mantones y las sedas, guardados donde mejor pudieran dormir entre virutas o salir a larguísimo viaje, que el Amo, aún de bata y gorro cuando le tocara ponerse ropas de mejor ver —pero ya hoy no se esperaban visitas de despedida formal—, invitó al sirviente a compartir con él un jarro de vino, al ver que todas las cajas, cofres, huacales y petacas quedaban cerrados. Después, andando despacio, se dio a contemplar, embauladas las cosas, metidos los muebles en sus fundas, los cuadros que quedaban colgados de las paredes y testeros. Aquí, un retrato de la sobrina profesa, de hábito blanco y largo rosario, enjoyada, cubierta de flores —aunque con mirada acaso demasiado ardiente— en el día de sus bodas con el Señor. Enfrente, en negro marco cuadrado, un retrato del dueño de la casa, ejecutado con tan magistral dibujo caligráfico que parecía que el artista lo hubiese logrado de un solo trazo —enredado en sí mismo, cerrado en volutas, desenrollado luego para enrollarse otra vez sin alzar una ancha pluma del lienzo. Pero el cuadro de las grandezas estaba allá, en el salón de los bailes y recepciones, de los chocolates y atoles de etiqueta, donde historiábase, por obra de un pintor europeo que de paso hubiese estado en Coyoacán, el máximo acontecimiento de la historia del país. Allí, un Montezuma entre romano y azteca, algo César tocado con plumas de quetzal, aparecía sentado en un trono cuyo estilo era mixto de pontificio y michoacano, bajo un palio levantado por dos partesanas, teniendo a su lado, de pie, un indeciso Cuauhtémoc con cara de joven Telémaco que tuviese los ojos un poco almendrados. Delante de él, Hernán Cortés con toca de terciopelo y espada al cinto —puesta la arrogante bota sobre el primer peldaño del solio imperial—, estaba inmovilizado en dramática estampa conquistadora. Detrás, Fray Bartolomé de Olmedo, de hábito mercedario, blandía un crucifijo con gesto de pocos amigos, mientras Doña Marina, de sandalias y huipil yucateco, abierta de brazos en mímica intercesora, parecía traducir al Señor de Tenochtitlán lo que decía el Español. Todo en óleo muy embetunado, al gusto italiano de muchos años atrás —ahora que allá el cielo de las cúpulas, con sus caídas de Titanes, se abría sobre claridades de cielo verdadero y usaban los artistas de paletas soleadas—, con puertas al fondo cuyas cortinas eran levantadas por cabezas de indios curiosos, ávidos de colarse en el gran teatro de los acontecimientos, que parecían sacados de alguna relación de viajes a los reinos de la Tartaria... Más allá, en un pequeño salón que conducía a la butaca barbera, aparecían tres figuras debidas al pincel de “Rosalba pittora”, artista veneciana muy famosa, cuyas obras pregonaban, con colores difuminados, en grises, rosas, azules pálidos, verdes de agua marina, la belleza de mujeres tanto más bellas por cuanto eran distantes. “Tres bellas venecianas” se titulaba el pastel de la Rosalba, y pensaba el Amo que aquellas venecianas no le resultaban ya tan distantes, puesto que muy pronto conocería las cortesanas —plata, para ello, no le faltaba— que tanto hubiesen alabado, en sus escritos, algunos viajeros ilustres, y que, muy pronto, se divertiría, él también, con aquel licencioso “juego de astrolabios” al que muchos se entregaban allá, según le habían contado —juego consistente en pasear por los canales angostos, oculto en una barca de toldo discretamente entreabierto, para sorprender el descuido de las guapas hembras que, sabiéndose observadas, aunque fingiendo la mayor inocencia, al ajustarse un ladeado escote mostraban, a veces, fugazmente pero no tan fugazmente como para que no se contemplara a gusto, la sonrosada poma de un pecho... Volvió el Amo al Gran Salón, leyendo de paso, mientras apuraba otra copa de vino, el dístico de Horacio que sobre el dintel de una de las puertas había hecho grabar con irónica intención hacia los viejos tenderos amigos —sin olvidar al notario, el inspector de pesas y medidas, y el cura traductor de Lactancio—, que, a falta de gente de mayores méritos y condición, recibía para jugar a los naipes y descorchar botellas recién llegadas de Europa:


“Cuentan del viejo Catón que con vino
solía robustecer su virtud”.


En el corredor de los pájaros dormidos sonaron pasos afelpados. Llegaba la visitante nocturna, envuelta en chales, dolida, llorosa, comediante y buscadora del regalo de adioses —un rico collar de oro y plata con piedras que, al parecer, eran buenas, aunque, claro está, habría que llevarlas mañana a la casa de algún orfebre para saber cuánto valían—, pidiendo vino mejor que éste, entre llantos y besos, pues el de esta garrafa que estaban tomando ahora, aunque se dijera que era vino de España, era vino con poso, y mejor no meneallo y que ella sabía de eso, vino de jeringa, vino bueno para lavarse “aquello”, para decirlo todo con palabrejas que coloreaban su entretenido vocabulario, aunque de puro lerdos lo tragaran el Amo y el criado, y eso que presumían de catadores finos —¡ni que te hubiesen parido en palacio de azulejos, a ti, que te chingué la noche aquella, siendo tú fregona de patios, rayadora de elotes, cuando murió mi casta y buena esposa, después de recibir los santos óleos y la bendición papal!... Y como Francisquillo, habiendo ordeñado la más escondida barrica del sótano, le hubiese dado lo que fuese menester para amansarle el habla y calentarle el ánimo, la visitante nocturna se puso las tetas al fresco, cruzando las piernas con el más abierto descaro, mientras la mano del Amo se le extraviaba entre los encajes de las naguas, buscando el calor de la “segrete cose” cantada por el Dante. El fámulo, para ponerse a tono con el ambiente, tomando su vihuela de Paracho, se dio a cantar las mañanitas del Rey David antes de pasar a las canciones del día, que hablaban de hermosas ingratas, quejas por abandonos, la mujer que quería yo tanto y se fue para nunca volver, y estoy adolorido, adolorido, adolorido, de tanto amar, hasta que el Amo, cansado de aquellas antiguallas, sentándose la visitante nocturna en las rodillas, pidió algo más moderno, algo de aquello que enseñaban en la escuela donde buena plata le costaban las lecciones. Y en la vastedad de la casa de tezontle, bajo bóvedas ornadas de angelitos rosados, entre las cajas —las de quedarse y las de ir— colmadas de aguamaniles y jofainas de plata, espuelas de plata, botonaduras de plata, relicarios de plata, la voz del servidor se hizo escuchar, con singular acento abajeño, en una copla italiana —muy oportuna en tal día— que el maestro le había enseñado la víspera:


“Ah, dolente partita,
Ah, dolente partita!”...


Pero en eso sonó el aldabón de la puerta principal. Quedó en suspenso la voz cantante mientras el Amo, con mano puesta en sordina, acalló la vihuela: — “Mira a ver... Pero a nadie dejes pasar, que harto me vienen despidiendo ya desde hace tres días...” Chirriaron lejanas charnelas, alguien pidió excusas en nombre de otros que lo acompañaban, se adivinaron las “muchas gracias”, se oyó un sonado “no vaya a despertarlo” y un coro de “buenas noches”. Y volvió el criado con un largo papel enrollado, de resma holandesa, donde en letra redondilla de clara lectura se sumaban los encargos y pedidos de última hora —ésos, que sólo acuden a la memoria ajena cuando está uno con un pie en el estribo— hechos al viajero por sus amigos y contertulios... Esencias de bergamota, mandolina con incrustaciones de nácar a la manera cremonense —para su hija—, y un barrilete de marrasquino de Zara, pedía el inspector de pesas y medidas. Dos faroles a la moda boloñesa, para frontoleras de caballos de tiro, pedía Iñigo, el maestro platero —con el ánimo, seguramente, de tomarlos como modelos de una nueva fabricación que podría agradar a las gentes de acá. Un ejemplar de la “Bibliotheca Orientalis” del caldeo Assemino, estacionario de la Vaticana, pedía el párroco, amén de algunas “monedillas romanas” —¡vamos: si no resultaban demasiado costosas!— para su colección numismática, y, de ser posible, un bastón de ámbar polonés con puño dorado (no era forzoso que fuese de oro) de esos que venían en largos estuches forrados de terciopelo carmesí. El notario estaba antojado de algo raro: un juego de naipes, de un estilo desconocido aquí, llamado “minchiate”, inventado por el pintor Miguel Angel, según decían, para enseñar aritmética a los niños y que, en vez de ajustarse a los clásicos palos de oro, basto, copa y espada, ostentaban figuras de estrellas, el Sol y la Luna, un Papa, el Demonio, la Muerte, un Ahorcado, el Loco —que era baraja nula— y las Trompetas del Juicio Final, que podían determinar un ganancioso Triunfo. (—“Cosa de adivinación y ensalmo”—insinuó la hembra que, atendiendo a la lectura de la lista, se iba quitando las pulseras y bajando las medias.) Pero, lo más gracioso de todo era el ruego del Juez Emérito: para su gabinete de curiosidades, pedía nada menos que un muestrario de mármoles italianos, insistiendo en que no faltaran —de ser posible— el capolino, el turquín, el brecha, parecido a mosaico, y el amarillo sienés, sin olvidar el pentélico jaspeado, el rojo de Numidia, muy usado en la Antigüedad, y acaso, también, algún trocito del lunarquela, con dibujo de conchas en las vetas, y, si no fuese abusar con ello de tanta amabilidad, una lajilla del serpentino —verde, verdoso, abigarrado, como el que podía verse en ciertos panteones renacentistas... —“¡Eso no lo carga ni un estibador egipcio, de esos que, por forzudos, alababa Aristófanes! —exclamó el Amo—: No ando con un baúl mundo a cuestas. Pueden irse todos a hacer puñetas, que no pienso malgastar el tiempo de mi viaje en buscar infolios raros, piedras celestiales o bálsamos de Fierabrás. El único a quien complaceré será a tu maestro de música, Francisquillo, que sólo me pide cosas modestas y fáciles de traer: sonatas, conciertos, sinfonías, oratorios —poco bulto y mucha armonía... y ahora, vuelve a tus cantos, muchacho...”


“Ah, dolente partita,
Ah, dolente partita!”...


Y luego hubo algo, mal recordado, de “A un giro sol di bell´occhi lucenti”... Pero, cuando el servidor concluyó el madrigal, apartando la mirada del mástil de la vihuela, se vio solo: ya el Amo y su visitante nocturna habían marchado a la habitación de los santos en marcos de plata para oficiar los júbilos de la despedida en la cama de las incrustaciones de plata, a la luz de los velones puestos en altos candelabros de plata.




ii



El Amo andaba entre sus cajas amontonadas en un galpón —sentándose sobre ésta, moviendo aquélla, parándose ante la otra— rumiando su despecho en descompuestos monólogos donde la ira alternaba con el desaliento. Bien habían dicho los antiguos que las riquezas no eran garantía de felicidad, y que la posesión del oro —valga decir: de la plata— era de pocos recursos ante ciertos contratiempos puestos por los hados en el espinoso camino de toda vida humana. Desde la salida de la Veracruz habían caído sobre la nave todos los vientos encontrados que, en los mapas alegóricos, hinchan los carrillos de genios perversos, enemigos de la gente de mar. Con las velas rotas y averías en el casco, maltrecha la crujía, habíase llegado, por fin, a buen puerto, para encontrar La Habana enlutada por una tremenda epidemia de fiebres malignas. Todo allí —como hubiese dicho Lucrecio— “era trastorno y confusión y los afligidos enterraban a sus compañeros como podían”. (“De Rerum Natura”, Libro VI, precisaba el viajero, erudito, cuando de memoria citaba estas palabras.) Y por ello, en parte porque era preciso reparar la nave lastimada y volver a repartir la carga —mal colocada, desde el principio, por los peones de la estiba veracruzana—, y, sobre todo, porque había sido de buen consejo fondear lejos de la población azotada por el mal, se estaba en esta Villa de Regla, cuya pobre realidad de aldea rodeada de manglares acrecía, en el recuerdo, el prestigio de la ciudad dejada atrás, que se alzaba, con el relumbre de sus cúpulas, la suntuosa apostura de sus iglesias, la vastedad de sus palacios —y las floralías de sus fachadas, los pámpanos de sus altares, las joyas de sus custodias, la policromía de sus lucernarias— como una fabulosa Jerusalén de retablo mayor. Aquí, en cambio, eran calles angostas, de casas bajas, cuyas ventanas, en vez de tener cancelas de buen herraje, se abrían tras de varillas mal pintadas de blanco, bajo tejados que, en Coyoacán, apenas si hubiesen servido para cobijar gallineros o porquerizas. Todo estaba como inmovilizado en un calor de tahona, oliente a cieno y revolcaduras de marrano, a berrenchines y estiércol de establos, cuyo cotidiano bochorno venía a magnificar, en añoranzas, la transparencia de las mañanas mexicanas, con sus volcanes tan próximos, en la ilusión del mirar, que sus cimas parecían situadas a media hora de marcha de quien contemplara el esplendor de sus blancuras puestas sobre los azules de inmensos vitrales. Y aquí habían venido a parar, con cajas, baúles, fardos y guacales, los pasajeros del barco enfermo, esperando que le curaran las mataduras, mientras, en la ciudad de enfrente, bien alzada sobre las aguas del puerto, reinaba el siniestro silencio de las mansiones cerradas por la epidemia. Cerradas estaban las casas de baile, de guaracha y remeneo, con sus mulatas de carnes ofrecidas bajo el calado de los encajes almidonados. Cerradas las casas de las calles de los Mercaderes, de la Obrapía, de los Oficios, donde a menudo se presentaban —aunque esto no fuese novedad muy notable— orquestas de gatos mecánicos, conciertos de vasos armónicos, pavos bailadores de forlana, los célebres Mellizos de Malta, y los sinsontes amaestrados que, además de silbar melodías de moda, con el pico ofrecían tarjetas donde estaba escrito el destino de cada cual. Y como si el Señor, de tarde en tarde, quisiese castigar los muchos pecados de esa ciudad parlera, alardosa y despreocupada, sobre ella caían, repentinamente, cuando menos se esperaban, los alientos malditos de las fiebres que le venían —según opinaban algunos entendidos— de las podredumbres que infestaban las marismas cercanas. Una vez más había sonado el “Dies Irae” de rigor y las gentes lo aceptaban como un paso más, rutinario e inevitable, del Carretón de la Muerte; pero lo malo era que Francisquillo, después de tiritar durante tres días, acababa de largar el alma en un vómito de sangre. Con la cara más amarilla que azufre de botica, lo metieron entre tablas, llevándolo a un cementerio donde los ataúdes tenían que atravesarse, unos encima de otros, cruzados, tornapuntados, como maderas en astillero, pues, en el suelo, no quedaba lugar para los que de todas partes traían... Y he aquí que el Amo se ve sin criado, como si un amo sin criado fuese amo de verdad, fallida, por falta de servidor y de vihuela mexicana, la gran entrada, la señalada aparición, que había soñado hacer en los escenarios a donde llegaría, rico, riquísimo, con plata para regalar, un nieto de quienes hubiesen salido de ellos — “con una mano delante y otra atrás”, como se dice— para buscar fortuna en tierras de América.

Pero he aquí que en la posada de donde salen, cada mañana, las recuas que hacen el viaje a Jaruco, le ha llamado la atención un negro libre, hábil en artes de almohaza y atusado, que, en los descansos que le deja el cuidado de sus bestias, rasguea una guitarra de mala pinta, o, cuando le vienen otras ganas, canta irreverentes coplas que hablan de frailes garañones y guabinas resbalosas, acompañándose de un tambor, o, a veces, marcando el ritmo de los estribillos con un par de toletes marineros, cuyo sonido, al entrechocarse, es el mismo que se oye —martillo con metal— en el taller de los plateros mexicanos. El viajero, para aliviarse de su impaciencia por proseguir la navegación, se sienta a escucharlo, cada tarde, en el patio de las mulas. Y piensa que en estos días, cuando es moda de ricos señores tener pajes negros —parece que ya se ven esos moros en las capitales de Francia, de Italia, de Bohemia, y hasta en la lejana Dinamarca donde las reinas, como es sabido, hacen asesinar a sus esposos mediante venenos que, cual música de infernal poder, habrá de entrarles por las orejas—, no le vendría mal llevarse al cuadrerizo, enseñándole, desde luego, ciertos modales que parece ignorar. Pregunta al posadero si el sujeto es mozo honrado, de buena doctrina y ejemplo, y le responden que no lo hay mejor en toda la villa, y que, además, sabe leer, puede escribir cartas de poca complicación, y hasta dicen que entiende de solfa por papeles. Traba pues conversación con Filomeno —pues así se llama el cuadrerizo— y se entera de que es biznieto de un negro Salvador que fue, un siglo atrás, protagonista de una tan sonada hazaña que un poeta del país, llamado Silvestre de Balboa, la cantó en una larga y bien rimada oda, titulada “Espejo de Paciencia”... “Un día” ... —según narra el mozo—, echó anclas en aguas de Manzanillo, allí donde una inacabable cortina de árboles playeros suele ocultar lo malo que pueda venir del mar, un bergantín al mando de Gilberto Girón, hereje francés de los que no creen en Vírgenes ni Santos, capitán de una caterva de luteranos, aventureros de toda laya, de los muchos que, siempre listos a meterse en empresas de desembarcos, contrabandos y rapiñas, andaban trashumando fechorías por distintos parajes del Caribe y de la Florida. Supo el desalmado Girón que en las haciendas de Yara, a unas leguas de la costa, hallábase, visitando su diócesis, el buen Fray Juan de las Cabezas Altamirano, obispo de esta isla que antaño llamábase Fernandina — “porque, cuando la divisó por vez primera el Gran Almirante Don Cristóbal, reinaba en España un Rey Fernando que tanto montaba como la Reina, decían las gentes de otros tiempos, acaso por aquello de que deber de Rey es montar a la Reina, y en esto de líos de alcoba nadie, en fin de cuentas, sabe quién monta a quién, porque, en eso de que monte el varón o que el varón sea montado, es asunto que...”—“Prosigue tu historia en línea recta, muchacho —interrumpe el viajero—, y no te metas en curvas ni transversales; que para sacar una verdad en limpio menester son muchas pruebas y repruebas.”—“Así lo haré” —dice el mozo. Y alzando los brazos y accionando las manos como títeres, con los dedos pulgares y meñiques movidos como bracitos, continúa en la narración del sucedido con tanta vida como la pone cualquier bululú de buen ingenio en sacarse personajes de tras de las espaldas y montarlos en el escenario de sus hombros. (— “Así cuentan algunos feriantes en los mercados de México —pensaba el viajero— la gran historia de Montezuma y Hernán Cortés.”) Se entera pues el hugonote que el Santo Pastor de la Fernandina pernoctaba en Yara, y sale en su busca, seguido de sus sayones, con el perverso ánimo de apresarlo y exigir fuerte rescate por su persona. Llega al pueblo de madrugada, halla dormidos a los moradores, se apodera del virtuoso prelado sin reverencia ni miramientos, reclamando, a cambio de su libertad, un tributo —cosa enorme para esa pobre gente— de doscientos ducados en dineros, cien arrobas de carne y tocino, y mil cueros de ganado, amén de otras cosas menores, reclamadas por los vicios y bestialidades de tales forbantes. Reúnen los atribulados vecinos lo fijado por la exorbitante demanda, y devuelto es el Obispo a su parroquia, donde es recibido con grandes festejos y alegrías — “de los que luego se hablará con mayor despacio”, advierte el mozo, antes de ahuecar la voz y arrugar el ceño para entrar en la segunda parte, bastante más dramática, del relato... Furioso al enterarse de lo ocurrido, un bizarro Gregorio Ramos, capitán “con arrestos de Paladín Roldán”, resuelve que no habrá de salirse el francés con la suya, ni gozarse del botín tan fácilmente malhabido. Junta prestamente una partida de hombres de pelo en pecho y bragas bien colgadas y frente a ella se encamina a Manzanillo, con el propósito de librar batalla al pirata Girón. Iban en la tropa gente de espada bien templada, partesanas, botafogos y espingardas, cargando los más, sin embargo, con aquello que mejor hubiesen hallado para arrojarse a la pelea, por no ser su oficio el de las armas: llevaba éste un herrón amolado, junto al que sólo pudo conseguirse una pica mohosa; alzaba aquél una aguijada boyera o un chuzo de labranza, trayendo un pellejo de manatí a falta de broquel. También se tenían varios indios naboríes, listos a luchar de acuerdo con las astucias y costumbres de su nación. Pero venía sobre todo —¡sobre todo! — en el escuadrón movido por heroico empeño, “uno, ese, Aquel” (y se quito el sombrero pajizo de revueltos flecos el narrador) a quien el poeta Silvestre de Balboa habría de cantar en especial estrofa:


“Andaba entre los nuestros diligente
un etíope digno de alabanza,
llamado Salvador, negro valiente,
de los que tiene Yara en su labranza,
hijo de Golomón, viejo prudente:
el cual, armado de machete y lanza,
cuando vido a Girón andar brioso,
arremete contra él como león furioso”.


Recio y prolongado resultó el combate. Desnudo iba quedando el negro, de tanto como lo rozaban las furiosas cuchilladas del luterano, bien defendido por su cota de factura normanda. Pero, luego de burlarlo, sofocarlo, fatigarlo, acosarlo, con mañas de las que se usan en los apartamientos de ganado bravío, el animoso Salvador:


“...hízose afuera y le apuntó derecho,
metiéndole la lanza por el pecho.

¡Oh, Salvador criollo, negro honrado!
¡Vuelve tu fama, y nunca se consuma;
que en alabanza de tan buen soldado
es bien que no se cansen lengua y pluma!”


Cortada es luego la cabeza del pirata y enclavada en la punta de una lanza para que todos, en el camino, sepan de su fin miserable, antes de ser bajada al hierro de un puñal que hasta la empuñadura le entra por las tragaderas —con cuyo trofeo se llega, en arrebato de vencedores, a la ilustre ciudad de Bayamo. A gritos piden los vecinos que se conceda al negro Salvador, en premio a su valentía, la condición de hombre libre, que bien merecida se la tiene. Otorgan las autoridades la merced. Y, con el regreso del Santo Obispo, cunde la fiesta en la población. Y tanto es el contento de los viejos, y el alborozo de las mujeres, y la algarabía de los niños, que, dolido por no haber sido invitado al regocijo, lo contempla, desde las frondas de guayabos y cañaverales, un público (dice Filomeno, ilustrando su enumeración con gestos descriptivos de indumentaria, cuernos y atributos) de sátiros, faunos, silvanos, semicarpos, centauros, náyades y hasta hamadriadas “en naguas”. (Esto de los semicarpos y centauros asomados a los guayabales de Cuba pareció al viajero cosa de excesiva imaginación por parte del poeta Balboa, aunque sin dejar de admirarse de que un negrito de Regla fuese capaz de pronunciar tantos nombres venidos de paganismos remotos. Pero el cuadrerizo, ufano de su ascendencia —orgulloso de que su bisabuelo hubiese sido objeto de tan extraordinarios honores— no ponía en duda que en estas islas se hubiesen visto seres sobrenaturales, engendros de mitologías clásicas, semejantes a los muchos, de tez más obscura, que aquí seguían habitando los bosques, las fuentes y las cavernas —como los habían habitado ya en los reinos imprecisos y lejanos de donde hubiesen llegado los padres del ilustre Salvador que era, en su modo, una suerte de Aquiles, pues donde no hay Troya presente se es, a proporción de las cosas, Aquiles en Bayamo o Aquiles en Coyoacán, según sean de notables los acontecimientos.) Pero ahora, atropellando remedos y onomatopeyas, canturreos altos y bajos, palmadas, sacudimientos, y con golpes dados en cajones, tinajas, bateas, pesebres, correr de varillas sobre los horcones del patio, exclamaciones y taconeos, trata Filomeno de revivir el bullicio de las músicas oídas durante la fiesta memorable, que acaso duró dos días con sus noches, y cuyos instrumentos enumeró el poeta Balboa en filarmónico recuento: flautas, zampoñas y “rabeles ciento” (“ripio de rimador falto de consonante —piensa el viajero—, pues nadie ha sabido nunca de sinfonías de cien rabeles, ni siquiera en la corte del Rey Felipe, tan aficionado a la música, según se dice, que nunca viajaba sin llevar consigo un órgano de palo que, en descansos, tañía el ciego Antonio de Cabezón”), clarincillos, adufes, panderos, panderetas y atabales, y hasta unas “tipinaguas”, de las que hacen los indios con calabazos —porque, en aquel universal concierto se mezclaron músicos de Castilla y de Canarias, criollos y mestizos, naboríes y negros.—“¿Blancos y pardos confundidos en semejante holgorio? —se pregunta el viajero—: ¡Imposible armonía! ¡Nunca se hubiese visto semejante disparate, pues mal pueden amaridarse las viejas y nobles melodías del romance, las sutiles mudanzas y diferencias de los buenos maestros, con la bárbara algarabía que arman los negros, cuando se hacen de sonajas, marugas y tambores!... ¡Infernal cencerrada resultaría aquélla y gran embustero me parece que sería el tal Balboa!” Pero piensa asimismo —y ahora más que antes— que el bisnieto de Golomón sería el mejor sujeto posible para heredar las galas del difunto Francisquillo, y una mañana, hechas a Filomeno las proposiciones de entrar a su servicio, el forastero le prueba una casaca roja que le sienta magníficamente. Luego le pone una peluca blanca que lo hace más negro de lo que es. Con los calzones y las medias claras se las entiende bastante bien. En cuanto a los zapatos de hebilla, sus juanetes se le resisten un tanto, pero ya se irán acostumbrando... Y, hablado lo que había de hablarse, arreglado todo con el posadero, sale el Amo, tocado de jarano, hacia el embarcadero de Regla, en aquel amanecer de septiembre, seguido por el negro que sobre su cabeza alza una sombrilla de paño azul con flecos plateados. El servicio del desayuno con tazas grandes y tazas chicas, todas de plata, la bacía y el orinal, la jeringa de las lavativas —también de plata—, la escribanía y el estuche de las navajas, el relicario de la Virgen y el de San Cristóbal, protector de andariegos y navegantes, vienen en cajas, seguidas de otra caja que guarda los tambores y la guitarra de Filomeno, cargadas a lomo de esclavos a quienes el criado, ceñudo bajo el escaso resguardo de un tricornio charolado, apura el paso, gritando palabras feas en dialecto de nación.




iii


Nieto de gente nacida en algún lugar situado entre Colmenar de Oreja y Villamanrique del Tajo y que, por lo mismo, habían contado maravillas de los lugares dejados atrás, imaginábase el Amo que Madrid era otra cosa. Triste, deslucida y pobre le parecía esa ciudad, después de haber crecido entre las platas y tezontles de México. Fuera de la Plaza Mayor, todo era, aquí, angosto, mugriento y esmirriado, cuando se pensaba en la anchura y el adorno de las calles de allá, con sus portadas de azulejos y balcones llevados en alas de querubines, entre cornucopias que sacaban frutas de la piedra y letras enlazadas por pámpanos y yedras que, en muestras de fina pintura, pregonaban los méritos de las joyerías. Aquí, las posadas eran malas, con el olor a aceite rancio que se colaba en los cuartos, y en muchas ventas no podía descansarse a gusto por la bulla que en los patios armaban los representantes, clamando los versos de una loa, o metidos en griterías de emperadores romanos, haciendo alternar las togas de sábana y cortina con los trajes de bobos y vizcaínos, cuyos entremeses se acompañaban de músicas que si mucho divertían al negro por la novedad, bastante disgustaban al Amo por lo destempladas. De cocina no podía hablarse: ante las albóndigas presentes, la monotonía de las merluzas, evocaba el mexicano la sutileza de los peces guachinangos y las pompas del guajolote vestido de salsas obscuras con aroma de chocolate y calores de mil pimientas; ante las berzas de cada día, las alubias desabridas, el garbanzo y la col, cantaba el negro los méritos del aguacate pescuezudo y tierno, de los bulbos de malanga que, rociados de vinagre, perejil y ajo, venían a las mesas de su país, escoltados por cangrejos cuyas bocas de carnes leonadas tenían más sustancia que los solomos de estas tierras. De día, andaban entre tabernas de buen vino y librerías, sobre todo, donde el Amo adquiría tomos antiguos, de hermosas tapas, tratados de teología, de los que siempre adornan una biblioteca, sin acabar de divertirse en nada. Una noche, fueron de putas a una casa donde los recibió un ama obesa, ñata, bizca, leporina, picada de viruelas, con el cuello envuelto en bocios, cuyo ancho trasero, movido a palmo y medio del suelo, era algo así como el de una enana gigante. Rompió la orquesta de ciegos a tocar un minué de empaque lagarterano, y, llamadas por sus nombres, aparecieron la Filis, la Cloris y la Lucinda, vestidas de pastoras, seguidas por la Isidra y la Catalana, que de prisa acababan de tragarse una colación de pan con aceite y cebolla, pasándose una bota de Valdepeñas para bajarse el último bocado. Aquella noche se bebió recio, contó el Amo sus andanzas de minero por las tierras de Taxco, y bailó Filomeno las danzas de su país a compás de una tonada, cantada por él, en cuyo estribillo se hablaba de una culebra cuyos ojos parecían candela y cuyos dientes parecían alfileres. Quedó la casa cerrada para mejor holgorio de los forasteros, y las horas del mediodía serían ya cuando ambos volvieron a su albergue, luego de almorzar alegremente con las putas. Pero, si Filomeno se relamía de gusto recordando su primer festín de carne blanca, el Amo, seguido por una chusma de mendigos apenas aparecía en calles donde ya era conocida la pinta de su jarano con recamados de plata, no cesaba en sus lamentos contra la ruindad de esta villa harto alabada —poca cosa era, en verdad, comparada con lo quedado en la otra orilla del Océano— donde un caballero de su mérito y apostura tenía que aliviarse con putas, por no hallar señora de condición que le abriera las cortinas de su alcoba. Aquí, las ferias no tenían el color ni la animación de las de Coyoacán; las tiendas eran pobres en objetos y artesanías, y los muebles que en algunas se ofrecían, eran de un estilo solemne y triste, por no decir pasado de moda, a pesar de sus buenas maderas y cueros repujados; los juegos de caña eran malos, porque faltaba coraje a los jinetes, y, al paradear en apertura de justa, no llevaban sus caballos con una ambladura pareja, ni sabían arrojarse a todo galope hacia el tablado de las tribunas, haciendo frenar el corcel por las cuatro herraduras cuando ya parecía que la desgracia de un encontronazo fuese inevitable. En cuanto a los autos sacramentales de tinglado callejero, estaban en franca decadencia, con sus diablos de cuernos gachos, sus Pilatos afónicos, sus santos con nimbos mordidos de ratones. Pasaban los días y el Amo, con tanto dinero como traía, empezaba a aburrirse tremendamente. Y tan aburrido se sintió una mañana que resolvió acortar su estancia en Madrid para llegar cuanto antes a Italia, donde las fiestas de carnaval, que empezaban en Navidades, atraían gentes de toda Europa. Como Filomeno estaba como embrujado por los retozos de la Filis y la Lucinda que, en casa de la enana gigante, fantaseaban con él en una ancha cama rodeada de espejos, acogió con disgusto la idea del viaje. Pero tanto le dijo el Amo que estas hembras de acá eran de deshecho y miseria al lado de cuanto encontraría en el ámbito de la Ciudad Pontificia, que el negro, convencido, cerró las cajas y se envolvió en la capa de cochero que acababa de comprarse. Bajando hacia el mar, en jornadas cortas que les hicieron dormir en las posadas blancas —cada vez más blancas— de Tarancón o de Minglanilla, trató el mexicano de entretener a su criado con el cuento de un hidalgo loco que había andando por estas regiones, y que, en una ocasión, había creído que unos molinos (“como aquel que ves allá”...) eran gigantes. Filomeno afirmó que tales molinos en nada parecían gigantes, y que para gigantes de verdad había unos, en África, tan grandes y poderosos, que jugaban a su antojo con rayos y terremotos... Cuando llegaron a Cuenca, el Amo observó que esa ciudad, con su calle mayor subida a lomo de una cuesta, era poca cosa al lado de Guanajuato, que también tenía una calle semejante, rematada por una iglesia. Valencia les agradó porque allí volvían a encontrar un ritmo de vida, muy despreocupado de relojes, que les recordaba el “no hagas mañana lo que puedes dejar para pasado mañana” de sus tierras de atoles y ajiacos. Y así, luego de seguir caminos de donde siempre se veía el mar, llegaron a Barcelona, alegrándose el oído con el son de muchas chirimías y atabales, ruido de cascabeles, gritos de “aparta”, “aparta”, de corredores que de la ciudad salían. Vieron las naves que estaban en la playa, las cuales, abatiendo las tiendas, se descubrían llenas de flámulas y gallardetes, que tremolaban al viento, y besaban y barrían el agua. El mar alegre, la tierra jocunda, el aire claro, parece que iba infundiendo y engendrando gusto súbito en todas las gentes.—“Parecen hormigas —decía el Amo, mirando a los muelles desde la cubierta del barco que mañana navegaría hacia Italia—. Si los dejas, levantarán edificios tan altos que rascarán las nubes.” A su lado, Filomeno, en voz baja, rezaba a una Virgen de cara negra, patrona de pescadores y navegantes, para que la travesía fuese buena y se llegara con salud al puerto de Roma que, según su idea, siendo ciudad importante debía alzarse a orillas del Océano, con un buen cinturón de arrecifes para protegerla de los ciclones —ciclones que arrancarían las campanas de San Pedro, cada diez años, más o menos, como sucedía en La Habana con las iglesias de San Francisco y del Espíritu Santo.




iv


En gris de agua y cielos aneblados, a pesar de la suavidad de aquel invierno; bajo la grisura de nubes matizadas de sepia cuando se pintaban, abajo, sobre las anchas, blandas, redondeadas ondulaciones —emperezadas en sus mecimientos sin espuma— que se abrían o se entremezclaban al ser devueltas de una orilla a otra; entre los difuminos de acuarela muy lavada que desdibujaban el contorno de iglesias y palacios, con una humedad que se definía en tonos de alga sobre las escalinatas y los atracaderos, en llovidos reflejos sobre el embaldosado de las plazas, en brumosas manchas puestas a lo largo de las paredes lamidas por pequeñas olas silenciosas; entre evanescencias, sordinas, luces ocres y tristezas de moho a la sombra de los puentes abiertos sobre la quietud de los canales; al pie de los cipreses que eran como árboles apenas esbozados; entre grisuras, opalescencias, matices crepusculares, sanguinas apagadas, humos de un azul pastel, había estallado el carnaval, el gran carnaval de Epifanía, en amarillo naranja y amarillo mandarina, en amarillo canario y en verde rana, en rojo granate, rojo de petirrojo, rojo de cajas chinas, trajes ajedrezados en añil, y azafrán, moñas y escarapelas, listados de caramelo y palo de barbería, bicornios y plumajes, tornasol de sedas metido en turbamulta de rasos y cintajos, turquerías y mamarrachos, con tal estrépito de címbalos y matracas, de tambores, panderos y cornetas, que todas las palomas de la ciudad, en un solo vuelo que por segundos ennegreció el firmamento, huyeron hacia orillas lejanas. De pronto, añadiendo su sinfonía a la de banderas y enseñas, se prendieron las linternas y faroles de los buques de guerra, fragatas, galeras, barcazas del comercio, goletas pesqueras, de tripulaciones disfrazadas, en tanto que apareció, tal una pérgola flotante, todo remendado de tablones disparejos y duelas de barril, maltrecho pero todavía vistoso y engreído, el último bucentauro de la Serenísima República, sacado de su cobertizo, en tal día de fiesta, para dispersar las chispas, coheterías y bengalas de un fuego artificial coronado de girándulas y meteoros... Y todo el mundo, entonces, cambió de cara. Antifaces de albayalde, todos iguales, petrificaron los rostros de los hombres de condición, entre el charol de los sombreros y el cuello del tabardo; antifaces de terciopelo obscuro ocultaron el semblante, sólo vivo en labios y dientes, de las embozadas de pie fino. En cuanto al pueblo, la marinería, las gentes de la verdura, el buñuelo y el pescado, del sable y del tintero, del remo y de la vara, fue una transfiguración general que ocultó las pieles tersas o arrugadas, la mueca del engañado, la impaciencia del engañador o las lujurias del sobador, bajo el cartón pintado de las caretas de mongol, de muerto, de Rey Ciervo, o de aquellas otras que lucían narices borrachas, bigotes a lo berebere, barbas de barbones, cuernos de cabrones. Mudando la voz, las damas decentes se libraban de cuantas obscenidades y cochinas palabras se habían guardado en el alma durante meses, en tanto que los maricones, vestidos a la mitológica o llevando basquiñas españolas, aflautaban el tono de proposiciones que no siempre caían en el vacío. Cada cual hablaba, gritaba, cantaba, pregonaba, afrentaba, ofrecía, requebraba, insinuaba, con voz que no era la suya, entre el retablo de los títeres, el escenario de los farsantes, la cátedra del astrólogo o el muestrario del vendedor de yerbas de buen querer, elixires para aliviar el dolor de ijada o devolver arrestos a los ancianos. Ahora, durante cuarenta días, quedarían abiertas las tiendas hasta la medianoche, por no hablarse de las muchas que no cerrarían sus puertas de día ni de noche; seguirían bailando los micos del organillo; seguirían meciéndose las cacatúas amaestradas en sus columpios de filigrana; seguirían cruzando la plaza, sobre un alambre, los equilibristas; seguirían en sus oficios los adivinos, las echadoras de cartas, los limosneros y las putas —únicas mujeres de rostros descubiertos, cabales, apreciables, en tales tiempos, ya que cada cual quería saber, en caso de trato, lo que habría de llevarse a las posadas cercanas en medio del universal fingimiento de personalidades, edades, ánimo y figuras. Bajo las iluminaciones se habían encendido las aguas de la ciudad, en canales grandes y canales pequeños, que ahora parecían mover en sus honduras las luces de trémulos faroles sumergidos.

Por descansar del barullo y de los empellones, de los zarandeos de la multitud, del mareo de los colores, el Amo, vestido de Montezuma, entró en la “Botteghe di caffé” de Victoria Arduino, seguido del negro, que no había creído necesario disfrazarse al ver cuán máscara parecía su cara natural entre tantos antifaces blancos que daban, a quienes los llevaban, un medio rostro de estatua. Allí estaba sentado ya, en una mesa del fondo, el Fraile Pelirrojo, de hábito cortado en la mejor tela, adelantando su larga nariz corva entre los rizos de un peinado natural que tenía, sin embargo, como un aire de peluca llovida. —“Como he nacido con esta careta no veo la necesidad de comprarme otra” —dijo, riendo.—“¿Inca?” —preguntó después, palpando los abalorios del emperador azteca. —“Mexicano” —respondió el Amo, largándose a contar una larga historia que el fraile, ya muy metido en vinos, vio como la historia de un rey de escarabajos gigantes —algo de escarabajo tenía, en efecto, el peto verde, escamado, reluciente, del narrador—, que había vivido no hacía tanto tiempo, si se pensaba bien, entre volcanes y templos, lagos y teocallis, dueño de un imperio que le fuera arrebatado por un puñado de españoles osados, con ayuda de una india, enamorada del jefe de los invasores. —“Buen asunto; buen asunto para una ópera...” —decía el fraile, pensando, de pronto, en los escenarios de ingenio, trampas, levitaciones y “machinas”, donde las montañas humeantes, apariciones de monstruos y terremotos con desplome de edificios, serían del mejor efecto, ya que aquí se contaba con la ciencia de maestros tramoyistas capaces de remedar cualquier portento de la naturaleza, y hasta de hacer volar un elefante vivo, como se había visto recientemente en un gran espectáculo de magia. Y seguía el otro hablando de hechicerías de teules, sacrificios humanos y coros de noches tristes, cuando apareció el ocurrente sajón, amigo del fraile, vestido con sus ropas de siempre, seguido del joven napolitano, discípulo de Gasparini, que, quitándose el antifaz por harto sudado, mostró el semblante astuto y fino que siempre se le alegraba en risas cuando contemplaba la cara obscura de Filomeno: — “Hola, Yugurta...” Pero el sajón venía de pésimo humor, congestionado por el enojo —también, desde luego, por algunos tintazos de más— porque un mamarracho cubierto de cencerros le había meado las medias, huyendo a tiempo para esquivar una bofetada que, cayendo en la nalga de un marico, hubiese puesto la víctima a ofrecer la otra mejilla, creyendo que el halago le venía en serio. — “Cálmate —dijo el Fraile Pelirrojo—: Ya sé que la “Agripina” tuvo, esta noche, más éxito que nunca.”—“¡Un triunfo! —dijo el napolitano, vaciando una copa de aguardiente dentro de su café—: El Teatro Grimani estaba lleno.” Buen éxito, tal vez, por los aplausos y aclamaciones finales, pero el sajón no podía acostumbrarse a este público: “Es que aquí nadie toma nada en serio.” Entre canto de soprano y canto de “castrati”, era un ir y venir de los espectadores, comiendo naranjas, estornudando el rapé, tomando refrescos, descorchando botellas, cuando no se ponían a jugar a los naipes en lo más trabado de la tragedia. Eso, por no hablar de los que fornicaban en los palcos —palcos demasiado llenos de cojines mullidos—, tanto que, esa noche, durante el patético recitativo de Nerón, una pierna de mujer con la media rodada hasta el tobillo había aparecido sobre el terciopelo encarnado de una barandilla, largando un zapato que cayó en medio de la platea, para gran regocijo de los espectadores repentinamente olvidados de cuanto ocurría en la escena. Y, sin hacer caso de las carcajadas del napolitano, se dio Jorge Federico a alabar las gentes que, en su patria, escuchaban la música como quien estuviese en misa, emocionándose ante el noble diseño de un aria o apreciando, con seguro entendimiento, el magistral desarrollo de una fuga... Transcurrió un grato tiempo entre bromas, comentarios, hablar mal de éste y de aquél, contar la historia de cómo una cortesana, amiga de la pintora Rosalba (“yo me la tiré anoche” —dijo Montezuma), había desplumado, sin darle nada a cambio, a un rico magistrado francés; y entretanto, sobre la mesa, habían desfilado varios frascos panzones, envueltos en pajas coloreadas, de un tinto liviano, de los que no ponen costras moradas en los labios, pero se cuelan, bajan y se trepan, con regocijante facilidad.—“Este mismo vino es el que toma el Rey de Dinamarca, que se está corriendo la gran farra de carnaval, de supuesto incógnito, bajo el nombre de Conde de Olemborg” —dijo el Pelirrojo.—“No puede haber reyes en Dinamarca —dijo Montezuma que empezaba a estar seriamente pasado de copas—: No puede haber reyes en Dinamarca porque allí todo está podrido, los reyes mueren por unos venenos que les echan en los oídos, y los príncipes se vuelven locos de tantos fantasmas como aparecen en los castillos, acabando por jugar con calaveras como los chamacos mexicanos en día de Fieles Difuntos”... Y como la conversación, ahora, iba derivando hacia divagaciones hueras, cansados del estruendo de la plaza que los obligaba a hablar a gritos, aturdidos por el paso de las máscaras blancas, verdes, negras, amarillas, el ágil fraile, el sajón de cara roja, el riente napolitano, pensaron entonces en la posibilidad de aislarse de la fiesta en algún lugar donde pudiesen hacer música. Y, poniéndose en fila, llevando de rompeolas y mascarón de proa al sólido tudesco seguido de Montezuma, empezaron a surcar la agitada multitud, deteniéndose tan sólo, de trecho en trecho, para pasarse una botella del licor de cartujos que Filomeno traía colgada del cuello por una cinta de raso —arrancada, de paso, a una pescadera enfurecida que lo había insultado con tal riqueza de apóstrofes que allí los calificativos de “coglione” e hijo de la grandísima puta venían a quedar en lo más liviano del repertorio.




v


Desconfiada asomó la cara al rastrillo la monja tornera, mudándosele la cara de gozo al ver el semblante del Pelirrojo: — “¡Oh! ¡Divina sorpresa, maestro!” Y chirriaron las bisagras del portillo y entraron los cinco en el Ospedale della Pietá, todo en sombras, en cuyos largos corredores resonaban, a ratos, como traídos por una brisa tornadiza, los ruidos lejanos del carnaval.—“¡Divina sorpresa!” —repetía la monja, encendiendo las luces de la gran Sala de Música que, con sus mármoles, molduras y guirnaldas, con sus muchas sillas, cortinas y dorados, sus alfombras, sus pinturas de bíblico asunto, era algo como un teatro sin escenario o una iglesia de pocos altares, en ambiente a la vez conventual y mundano, ostentoso y secreto. Al fondo, allá donde una cúpula se ahuecaba en sombras, las velas y lámparas iban estirando los reflejos de altos tubos de órgano, escoltados por los tubos menores de las voces celestiales. Y preguntábanse Montezuma y Filomeno a qué habían venido a semejante lugar, en vez de haberse buscado la juerga adonde hubiese hembras y copas, cuando dos, cinco, diez, veinte figuras claras empezaron a salir de las sombras de la derecha y de las penumbras de la izquierda, rodeando el hábito del fraile Antonio con las graciosas blancuras de sus camisas de olán, batas de cuarto, dormilonas y gorros de encaje. Y llegaban otras, y otras más, aún soñolientas y emperezadas al entrar, pero pronto piadoras y alborozadas, girando en torno a los visitantes nocturnos, sopesando los collares de Montezuma, y mirando al negro, sobre todo, a quien pellizcaban las mejillas para ver si no eran de máscara. Y llegaban otras, y otras más, trayendo perfumes en las cabelleras, flores en los escotes, zapatillas bordadas, hasta que la nave se llenó de caras jóvenes —¡por fin, caras sin antifaces! —, reidoras, iluminadas por la sorpresa, y que se alegraron más aún cuando de las despensas empezaron a traerse jarras de sangría y aguamiel, vinos de España, licores de frambuesa y ciruela mirabel. El Maestro —pues así lo llamaban todas— hacía las presentaciones: “Pierina del violino”... “Cattarina del corneto”... “Bettina della viola”... “Bianca Maria organista”... “Margherita del arpa doppia”... “Giuseppina del chitarrone”... “Claudia del flautino”... “Lucieta della tromba”... Y poco a poco, como eran setenta, y el Maestro Antonio, por lo bebido, confundía unas huérfanas con otras, los nombres de éstas se fueron reduciendo al del instrumento que tocaban. Como si las muchachas no tuviesen otra personalidad, cobrando vida en sonido, las señalaba con el dedo: “Clavicémbalo”... “Viola da brazzo”... “Clarino”... “Oboe”... “Basso di gamba”... “Flauto”... “Organo di legno”... “Regale”... “Violino alla francese”... “Tromba marina”... “Trombone”... Se colocaron los atriles, se instaló el sajón, magistralmente, ante el teclado del órgano, probó el napolitano las voces de un clavicémbalo, subió el Maestro al “podium”, agarró un violín, alzó el arco, y, con dos gestos enérgicos, desencadenó el más tremendo “concerto grosso” que pudieron haber escuchado los siglos —aunque los siglos no recordaron nada, y es lástima porque aquello era tan digno de oírse como de verse... Prendido el frenético “allegro” de las setenta mujeres que se sabían sus partes de memoria, de tanto haberlas ensayado, Antonio Vivaldi arremetió en la sinfonía con fabuloso ímpetu, en juego concertante, mientras Doménico Scarlatti —pues era él— se largó a hacer vertiginosas escalas en el clavicémbalo, en tanto que Jorge Federico Haendel se entregaba a deslumbrantes variaciones que atropellaban todas las normas del bajo continuo.—“¡Dale, sajón del carajo!” —gritaba Antonio.—“¡Ahora vas a ver, fraile putañero!” —respondía el otro, entregado a su prodigiosa inventiva, en tanto que Antonio, sin dejar de mirar las manos de Doménico, que se le dispersaban en arpegios y floreos, descolgaba arcadas de lo alto, como sacándolas del aire con brío gitano, mordiendo las cuerdas, retozando en octavas y dobles notas, con el infernal virtuosismo que le conocían sus discípulas. Y parecía que el movimiento hubiese llegado a su colmo, cuando Jorge Federico, soltando de pronto los grandes registros del órgano, sacó los juegos de fondo, las mutaciones, el “plenum”, con tal acometida en los tubos de clarines, trompetas y bombardas, que allí empezaron a sonar las llamadas del Juicio Final.—“¡El sajón nos está jodiendo a todos!” —gritó Antonio, exasperando el “fortíssimo”. — “A mí ni se me oye” —gritó Doménico, arreciando en acordes. Pero, entre tanto, Filomeno había corrido a las cocinas, trayendo una batería de calderos de cobre, de todos tamaños, a los que empezó a golpear con cucharas, espumaderas, batidoras, rollos de amasar, tizones, palos de plumeros, con tales ocurrencias de ritmos, de síncopas, de acentos encontrados, que, por espacio de treinta y dos compases lo dejaron solo para que improvisara.—“¡Magnífico! ¡Magnífico!” —gritaba Jorge Federico. — “¡Magnífico! ¡Magnífico! —gritaba Doménico, dando entusiasmados codazos al teclado del clavicémbalo. Compás 28. Compás 29. Compás 30. Compás 31. Compás 32. — “¡Ahora!” —aulló Antonio Vivaldi, y todo el mundo arrancó sobre el “Da capo”, con tremebundo impulso, sacando el alma a los violines, oboes, trombones, regales, organillos de palo, violas de gamba, y a cuanto pudiese resonar en la nave, cuyas cristalerías vibraban, en lo alto, como estremecidas por un escándalo del cielo.

Acorde final. Antonio soltó el arco. Doménico tiró la tapa del teclado. Sacándose del bolsillo un pañuelo de encaje harto liviano para tan ancha frente, el sajón se secó el sudor. Las pupilas del Ospedale prorrumpieron en una enorme carcajada, mientras Montezuma hacía correr las copas de una bebida que había inventado, en gran trasiego de jarras y botellas, mezclando de todo un poco... En tal tónica se estaba, cuando Filomeno reparó en la presencia de un cuadro que vino a iluminar repentinamente un candelabro cambiado de lugar. Había ahí una Eva, tentada por la Serpiente. Pero lo que dominaba en aquella pintura no era la Eva flacuchenta y amarilla —demasiado envuelta en una cabellera inútilmente cuidadosa de un pudor que no existía en tiempos todavía ignorantes de malicias carnales—, sino la Serpiente, corpulenta, listada de verde, de tres vueltas sobre el tronco del Árbol, y que, con enormes ojos colmados de maldad, más parecía ofrecer la manzana a quienes miraban el cuadro que a su víctima, todavía indecisa —y se comprende cuando se piensa en lo que nos costó su aquiescencia— en aceptar la fruta que habría de hacerla parir con el dolor de su vientre. Filomeno se fue acercando lentamente a la imagen, como si temiese que la Serpiente pudiese saltar fuera del marco y, golpeando en una bandeja de bronco sonido, mirando a los presentes como si oficiara en una extraña ceremonia ritual, comenzó a cantar:


— “Mamita, mamita,
ven, ven, ven.
Que me come la culebra,
ven, ven, ven.

—Mírale lo sojo
que parecen candela.
—Mírale lo diente
que parecen filé.
—Mentira, mi negra,
ven, ven, ven.
Son juego é mi tierra,
ven, ven, ven”.


Y haciendo ademán de matar la sierpe del cuadro con un enorme cuchillo de trinchar, gritó:


— “La culebra se murió,
ca-la-ba-són,
Son-són.

Ca-la-ba-són,
Son-són”.



— “Kábala-sum-sum-sum” —coreó Antonio Vivaldi, dando al estribillo, por hábito eclesiástico, una inesperada inflexión de latín salmodiado. “Kábala-sum-sum-sum” —coreó Doménico Scarlatti. “Kábala-sum-sum-sum” —coreó Jorge Federico Haendel. “Kábala-sumsum-sum” —repetían las setenta voces femeninas del Ospedale, entre risas y palmadas. Y, siguiendo al negro que ahora golpeaba la bandeja con una mano de mortero, formaron todos una fila, agarrados por la cintura, moviendo las caderas, en la más descoyuntada farándula que pudiera imaginarse —farándula que ahora guiaba Montezuma, haciendo girar un enorme farol en el palo de un escobillón a compás del sonsonete cien veces repetido. “kábalasum-sum-sum”. Así, en fila danzante y culebreante, uno detrás del otro, dieron varias vueltas a la sala, pasaron a la capilla, dieron tres vueltas al deambulatorio, y siguieron luego por los corredores y pasillos, subiendo escaleras, bajando escaleras, recorrieron las galerías, hasta que se les unieron las monjas custodias, la hermana tornera, las fámulas de cocina, las fregonas, sacadas de sus camas, pronto seguidas por el mayordomo de fábrica, el hortelano, el jardinero, el campanero, el barquero, y hasta la boba del desván que dejaba de ser boba cuando de cantar se trataba —en aquella casa consagrada a la música y artes de tañer, donde, dos días antes, se había dado un gran concierto sacro en honor del Rey de Dinamarca... “Ca-laba-són-són-són” —cantaba Filomeno, ritmando cada vez más. “Kábalasum-sum-sum” —respondían el veneciano, el sajón y el napolitano. “Kábala-sum-sum-sum” —repetían los demás, hasta que, rendidos de tanto girar, subir, bajar, entrar, salir, volvieron al ruedo de la orquesta y se dejaron caer, todos, riendo, sobre la alfombra encarnada, en torno a las copas y botellas. Y, después de una muy abanicada pausa, se pasó al baile de estilo y figuras, sobre las piezas de moda que Doménico empezó a sacar del clavicémbalo, adornando los aires conocidos con mordentes y trinos del mejor efecto. A falta de caballeros, pues Antonio no bailaba y los demás descansaban en la hondura de sus butacas, se formaron parejas de oboe con tromba, clarino con regale, cornetto con viola, flautino con chitarrone, mientras los violini piccoli alla francese se concertaban en cuadrilla con los trombones. —“Todos los instrumentos revueltos —dijo Jorge Federico—: Esto es algo así como una sinfonía fantástica.” Pero Filomeno, ahora, junto al teclado, con una copa puesta sobre la caja de resonancia, ritmaba las danzas rascando un rayo de cocina con una llave.—“¡Diablo de negro! —exclamaba el napolitano—: Cuando quiero llevar un compás, él me impone el suyo. Acabaré tocando música de caníbales.” Y, dejando de teclear, Doménico se echó una última copa al gaznate, y, agarrando por la cintura a Margherita del Arpa Doble, se perdió con ella en el laberinto de celdas del Ospedale della Pietá... Pero el alba empezó a pintarse en los ventanales. Las blancas figuras se aquietaron, guardando sus instrumentos en estuches y armarios con desganados gestos, como apesadumbradas de regresar, ahora, a sus oficios cotidianos. Moría la alegre noche con la despedida del campanero que, repentinamente librado de los vinos bebidos, se disponía a tocar maitines. Las blancas figuras iban desapareciendo, como ánimas de teatro, por puerta derecha y puerta izquierda. La hermana tornera apareció con dos cestas repletas de ensaimadas, quesos, panes de rosca y medialuna, confituras de membrillo, castañas abrillantadas y mazapanes con forma de cochinillos rosados, sobre los que asomaban los golletes varias botellas de vino romañola: “Para que desayunen por el camino.” — “Los llevaré en mi barca” —dijo el Barquero.—“Tengo sueño” —dijo Montezuma.—“Tengo hambre —dijo el sajón—: Pero quisiera comer en donde hubiese calma, árboles, aves que no fuesen las tragonas palomas de la Plaza, más pechugonas que las modelos de la Rosalba y que, si nos descuidamos, acaban con las vituallas de nuestro desayuno.”—“Tengo sueño” —repetía el disfrazado.—“Déjese arrullar por el compás de los remos” —dijo el Preste Antonio... — “¿Qué te escondes ahí, en el entallado del gabán? —preguntó el sajón a Filomeno.—“Nada: un pequeño recuerdo de la Cattarina del Cornetto” —responde el negro, palpando el objeto que no acaba de definirse en una forma, con la unción de quien tocara una mano de santo puesta en relicario.




vi


De la ciudad, aún sumida en sombras bajo las nubes grisáceas del lento amanecer, les venían distantes algarabías de cornetas y matracas, traídas o llevadas por la brisa. Seguía el holgorio entre tabernas y tinglados cuyas luces empezaban a apagarse, sin que las máscaras trasnochadas pensaran en refrescar sus disfraces que, en la creciente claridad, iban perdiendo la gracia y el brillo. La barca, tras de largo y quieto bogar, se acercó a los cipreses de un cementerio. —“Aquí podrían desayunar tranquilos” —dijo el Barquero, parando en una orilla. Y a tierra fueron pasando capachos, cestas y botellas. Las lápidas eran como las mesas sin mantel de un vasto café desierto. Y el vino romañola, sumándose a los que ya venían bebidos, volvió a poner una festiva animación en las voces. El mexicano, sacado de su sopor, fue invitado a narrar nuevamente la historia de Montezuma que Antonio, la víspera, había mal oído, ensordecido como lo estaba por el griterío de las máscaras. —“¡Magnífico para una ópera!” —exclamaba el pelirrojo, cada vez más atento al narrador que, llevado por el impulso verbal, dramatizaba el tono, gesticulaba, mudaba de voz en diálogos improvisados, acabando por posesionarse de los personajes. —“¡Magnífico para una ópera! No falta nada. Hay trabajo para los maquinistas. Papel de lucimiento para la soprano —la india esa, enamorada de un cristiano— que podríamos confiar a una de esas hermosas cantantes que...”—“Ya sabemos que ésas no te faltan...” —dijo Jorge Federico.—“Y hay —proseguía Antonio ese personaje de emperador vencido, de soberano desdichado, que llora su miseria con desgarradores acentos... Pienso en “Los Persas”, pienso en Jerjes:


¡Soy yo, pues “oh dolor!
¡Oh, mísero! nacido
para arruinar mi raza
y la patria mía...”


— “A Jerjes me lo dejas a mí —dijo Jorge Federico, malhumorado—, que para eso me basto yo.” — “Tienes razón —dijo el pelirrojo, señalando a Montezuma—: Éste resulta un personaje más nuevo. Veré cómo lo hago cantar un día de éstos en el escenario de un teatro.”—“¡Un fraile metido en tablados de ópera! —exclamó el sajón—: Lo único que faltaba para acabar de putear esta ciudad.” — “Pero, si lo hago, trataré de no acostarme con Almiras ni Agripinas, como hacen “otros”” —dijo Antonio, estirando la aguda nariz. — “Gracias, en lo que me respecta...”—“...Y es que me voy cansando de los asuntos manidos. ¡Cuántos Orfeos, cuántos Apolos, cuántas Ifigenias, Didos y Galateas! Habría que buscar asuntos nuevos, distintos ambientes, otros países, no sé... Traer Polonia, Escocia, Armenia, la Tartaria, a los escenarios. Otros personajes: Ginevra, Cunegunda, Griselda, Tamerlán o Scanderbergh el albanés, que tantos pesares dio a los malditos otomanos. Soplan aires nuevos. Pronto se hastiará el público de los pastores enamorados, ninfas fieles, cabreros sentenciosos, divinidades alcahuetas, coronas de laurel, peplos apolillados y púrpuras que ya sirvieron en la temporada pasada.” —“¿Por qué no inventa una ópera sobre mi abuelo Salvador Golomón? —insinúa Filomeno—: Ése sí que resultaría un asunto nuevo. Con decorado de marinas y palmeras.” El sajón y el veneciano echaron a reír en tan regocijado concierto que Montezuma tomó la defensa de su fámulo: —“No lo veo tan extravagante: Salvador Golomón luchó contra unos hugonotes, enemigos de su fe, igual que Scanderbergh luchó por la suya. Si bárbaro les parece a ustedes un criollo nuestro, igual de bárbaro es un eslavón de allá enfrente” (esto, señalando hacia donde debía hallarse el Adriático, según la brújula de su entendimiento, bastante desnortada por los morapios tragados durante la noche). — “Pero... ¿quien ha visto que el protagonista de una ópera sea un negro? —dijo el sajón—: “Los negros están buenos para máscaras y entremeses.”—“Además, una ópera sin amor no es ópera —dijo Antonio—: Y amor de negro con negra, sería cosa de risa; y amor de negro con blanca, no puede ser —al menos, en el teatro.”—“Un momento... Un momento —dijo Filomeno, cada vez más subido de diapasón por el vino romañola—: Me contaron que en Inglaterra tiene gran éxito el drama de un moro, general de notables méritos, enamorado de la hija de un senador veneciano... ¡Hasta le dice un rival en amores, envidioso de su fortuna, que parecía un chivo negro montado en oveja blanca —lo cual suele dar primorosos cabritos pintos, sea esto dicho de paso!”—“No me hablen de teatro inglés —dijo Antonio—: El Embajador de Inglaterra...”—“...Muy amigo mío” —apuntó el sajón. — “...el Embajador de Inglaterra me ha narrado unas piezas que se dan en Londres y son cosas de horror. Ni en barracas de charlatanes, ni en cámaras ópticas, ni en aleluyas de ciegos, se vieron nunca cosas semejantes”... Y fue, en el alba que iba blanqueando el cementerio, un escalofriante recuento de degollinas, fantasmas de niños asesinados; uno a quien un duque de Cornuailles saca los dos ojos a la vista del público, taconeándolos luego, en el piso, a la manera de los fandangueros españoles; la hija de un general romano a quien arrancan la lengua y cortan las dos manos después de violarla, acabando todo con un banquete donde el padre ofendido, manco a seguidas de un hachazo dado por el amante de su mujer, disfrazado de cocinero, hace comer a una Reina de Godos un pastel relleno con la carne de sus dos hijos —sangrados poco antes, como cochinos en vísperas de boda aldeana...—“¡Qué asco!” —exclamó el sajón.—“Y lo peor es que en el pastel se había usado la carne de las caras —narices, orejas y garganta— como recomiendan los tratados de artes cisorias que se haga con las piezas de fina venatería...”—“¿Y eso comió una Reina de Godos?” —preguntó Filomeno, intencionado.—“Como me estoy comiendo esta ensaimada” —dijo Antonio, mordiendo la que acababa de sacar —una más— de la cesta de las monjitas.—“¡Y hay quien dice que ésas son costumbres de negros!” —pensaba el negro, mientras el veneciano, remascando una tajada de morro de jabalí escabechado en vinagre, orégano y pimentón, dio algunos pasos, deteniéndose, de pronto, ante una tumba cercana que desde hacía rato miraba porque, en ella, se ostentaba un nombre de sonoridad inusitada en estas tierras. — “IGOR STRAVINSKY” —dijo, deletreando.—“Es cierto —dijo el sajón, deletreando a su vez—: Quiso descansar en este cementerio.” — “Buen músico —dijo Antonio—, pero muy anticuado, a veces, en sus propósitos. Se inspiraba en los temas de siempre: Apolo, Orfeo, Perséfona —¿hasta cuándo?”—“Conozco su “Oedipus Rex” —dijo el sajón—: Algunos opinan que en el final de su primer acto — “¡Gloria, gloria, gloria, Oedipus uxor!” suena a música mía.”—“Pero... ¿cómo pudo tener la rara idea de escribir una cantata profana sobre un texto en latín?” —dijo Antonio. — “También tocaron su “Canticum Sacrum” en San Marcos —dijo Jorge Federico—: Ahí se oyen melismas de un estilo medieval que hemos dejado atrás hace muchísimo tiempo.”—“Es que esos maestros que llaman avanzados se preocupan tremendamente por saber lo que hicieron los músicos del pasado —y hasta tratan, a veces, de remozar sus estilos. En eso, nosotros somos más modernos. A mí se me importa un carajo saber cómo eran las óperas, los conciertos, de hace cien años. Yo hago lo mío, según mi real saber y entender, y basta.” — “Yo pienso como tú —dijo el sajón...aunque tampoco habría que olvidar que...”—“No hablen más mierdas” —dijo Filomeno, dando una primera empinada a la nueva botella de vino que acababa de descorchar. Y los cuatro volvieron a meter las manos en las cestas traídas del Ospedale della Pietá, cestas que, a semejanza de las cornucopias mitológicas, nunca acababan de vaciarse. Pero, a la hora de las confituras de membrillo y de los bizcochos de monjas, se apartaron las últimas nubes de la mañana y el sol pegó de lleno sobre las lápidas, poniendo blancos resplandores bajo el verde profundo de los cipreses. Volvió a verse, como acrecido por la mucha luz, el nombre ruso que tan cerca les quedaba. Y, en tanto que el vino adormilaba nuevamente a Montezuma, el sajón, más acostumbrado a medirse con la cerveza que con el tinto peleón, se volvía discutidor y engorroso: — “Stravinsky dijo —recordó de repente, pérfido— que habías escrito seiscientas veces el mismo “concerto”.”—“Acaso —dijo Antonio—, pero nunca compuse una polca de circo para los elefantes de Barnum.”—“Ya saldrán elefantes en tu ópera sobre Montezuma” —dijo Jorge Federico.—“En México no hay elefantes” —dijo el disfrazado, sacado de su modorra por la enormidad del dislate.—“Sin embargo aparecen animales de esos, junto con panteras, pelícanos y papagayos, en las tapicerías del Quirinal donde se nos muestran los portentos de las Indias” —dijo Jorge Federico, con la insistencia propia de quienes persiguen una idea fija en los humos del vino. — “Buena música tuvimos anoche” —dijo Montezuma, por desviar a los demás de una tonta porfía. — “¡Bah! ¡Una mermelada!” —dijo Jorge Federico.—“Yo diría más bien que era como una jam session” —dijo Filomeno con palabras que, por lo raras, parecían desvaríos de beodo. Y, de pronto, sacó del bulto del gabán, enrollado junto a las vituallas, el misterioso objeto que, como “recuerdo” —decía— le había regalado la “Cattarina del cornetto”: era una reluciente trompeta (“y de las buenas” —señaló el sajón, muy conocedor del instrumento) que al punto se llevó a los labios y, después de probarle la embocadura, la hizo prorrumpir en estridencias, trinos, glisados, agudas quejas, levantando con ello las protestas de los demás, pues se había venido acá en busca de calma, huyendo de las murgas del carnaval, y aquello además, no era música, y, caso de serlo, totalmente impropia de sonar en un cementerio, por respeto a los difuntos que tan quietos yacían bajo la solemnidad de las lápidas presentes. Dejó pues Filomeno —un tanto avergonzado por el regaño— de asustar con sus ocurrencias a los pájaros de la isleta que, hallándose nuevamente dueños de su ámbito, volvieron a sus madrigales y motetes en petirrojo mayor. Pero ahora, bien comidos y bebidos, cansados de discusiones, Jorge Federico y Antonio bostezaban en tal cabal contrapunto que, a veces, se reían del dúo involuntariamente logrado.—“Parecen “castrati” en ópera bufa” —decía el disfrazado.—“¡Castrati”, tu madre!” —replicaba el Preste, con gesto algo impropio de quien —aunque nunca hubiese dicho una misa pues estaba demostrado que los humos del incienso le daban ahogos y pruritos— era hombre de tonsura y disciplina... Entretanto, se alargaban las sombras de árboles y panteones. En esta época del año los días se hacían más cortos.—“Es hora de marcharse” —dijo Montezuma, pensando que se aproximaba el crepúsculo y que un cementerio en el crepúsculo es siempre algo melancólico que induce a meditaciones poco regocijadas sobre el destino de cada cual —como las hacía, en tales ocasiones, un príncipe de Dinamarca aficionado a jugar con calaveras, a semejanza de los chamacos mexicanos en días de Fieles Difuntos... Al ritmo de remos metidos en un agua tan quieta que apenas si se ondulaba a ambos lados de la barca, bogaron lentamente hacia la Plaza Mayor. Ovillados bajo la toldilla de borlas, el sajón y el veneciano dormían las fatigas de la farra con tal contento en los rostros que daba gusto mirarlos. A veces sus labios esbozaban ininteligibles palabras, como cuando se quiere hablar en sueños... Al pasar frente al palacio Vendramin-Calergi notaron Montezuma y Filomeno que varias figuras negras —caballeros de frac, mujeres veladas como plañideras antiguas llevaban, hacia una góndola negra, un ataúd con fríos reflejos de bronce.—“Es de un músico alemán que murió ayer de apoplejía —dijo el Barquero, parando los remos—: Ahora se llevan los restos a su patria. Parece que escribía óperas extrañas, enormes, donde salían dragones, caballos volantes, gnomos y titanes, y hasta sirenas puestas a cantar en el fondo de un río. ¡Díganme ustedes! ¡Cantar debajo del agua! Nuestro Teatro de la Fenice no tiene tramoya ni máquinas suficientes para presentar semejantes cosas.” Las figuras negras, envueltas en gasas y crespones, colocaron el ataúd en la góndola funeraria que, al impulso de pértigas solemnemente movidas, comenzó a navegar hacia la estación del ferrocarril donde, resoplando entre brumas, esperaba la locomotora de Turner con su ojo de cíclope ya encendido...—“Tengo sueño” —dijo Montezuma, repentinamente agobiado por un enorme cansancio. — “Estamos llegando —dijo el Barquero—: Y la hospedería suya tiene entrada por el canal.”—“Es ahí donde se arriman las chalanas de la basura” —dijo Filomeno, a quien una nueva tragada de morapio había puesto de ánimo rencoroso, por lo del regaño en el cementerio. — “Gracias de todos modos” —dijo el indiano, cerrando los ojos con tal peso de párpados que apenas si advirtió que lo sacaban de la barca, lo subían por una escalera, lo desnudaban, acostaban, arrebujaban, metiéndole varias almohadas debajo de la cabeza.—“Tengo sueño” —murmuró aún—: Vete, tú también, a dormir.”—“No —dijo Filomeno—: Voy con mi trompeta a donde pueda hacer bulla”...

Afuera, seguía la fiesta. Accionando sus martillos de bronce, daban la hora los “mori” de la torre del Orologio.




vii


Y los “mori” de la torre del Orologio volvieron a dar las horas, atentos a su ya muy viejo oficio de medir el tiempo, aunque hoy les correspondiera martillar entre grisuras de otoño, envueltos en una lluvia neblinosa que, desde el amanecer, asordinaba las voces del bronce. Al llamado de Filomeno, el Amo salió de un largo sueño tan largo que parecía cosa de años. No era ya el Montezuma de la víspera, puesto que llevaba una afelpada bata de dormir, gorro de dormir, calcetas de dormir, y el traje de anoche no estaba ya en la butaca donde acaso lo hubiese dejado —o lo hubiesen puesto— con los collares, las plumas y las sandalias de correas doradas que tanto lucimiento habían dado a su persona.—“Se llevaron el disfraz para vestir al Signor Massimiliano Miler —dijo el negro, sacando ropas del armario—: Y dese prisa, que ya va a empezar el último ensayo, con luces, maquinarias, y todo”... ¡Ah! ¡Sí! ¡Claro! Los bizcochos mojados en vino de Malvasía le refrescaron la memoria. El sirviente lo rasuró prestamente y, ya hecho un caballero, bajó las escaleras del albergue, acabando de ajustarse las mancuernas a los puños de encaje. Hiciéronse escuchar nuevamente los martillos de los “mori” — “mis hermanos”, los llamaba Filomeno—, pero ahora el sonido de sus martillos se confundió con el de los presurosos martillazos de los tramoyistas del Sant´Angelo que, tras del telón de terciopelo encarnado, acababan de colocar la gran decoración del primer acto. Afinaban cuerdas y trompas los músicos de la orquesta, cuando el indiano y su servidor se instalaron en la penumbra de un palco. Y, de pronto, cesaron los martillazos y afinaciones, se hizo un gran silencio y, en el puesto del director, vestido de negro, violín en mano, apareció el Preste Antonio, más flaco y narigudo que nunca, pero acrecido en presencia por la ceñuda tensión de ánimo que, cuando había de enfrentarse con tareas de arte mayor, se le manifestaba en una majestuosa economía de gestos —parquedad muy estudiada para hacer resaltar mejor las resueltas y acrobáticas arremetidas que habrían de magnificar su virtuosismo en los pasajes concertantes. Metido en lo suyo, sin volverse para mirar a las pocas personas que, aquí, allá, se habían colado en el teatro, abrió lentamente un manuscrito, alzó el arco —como “aquella noche”y, en doble papel de director y de ejecutante impar, dio comienzo a la sinfonía, más agitada y ritmada acaso— que otras sinfonías suyas de sosegado tempo, y se abrió el telón sobre un estruendo de color. Recordó de pronto el indiano el tornasol de flámulas y gallardetes que hubiese contemplado, cierto día, en Barcelona, con esa encendida selva de velámenes y estandartes que, sobre proas de naves, alegraban el lado derecho del escenario, mientras, a la izquierda, empavesando las macizas murallas de un palacio, eran oriflamas y banderolas de púrpura y amaranto. Y, sobre un brazo de agua venido de la laguna de México, un puente de esbelta arcada (harto parecido, tal vez, a ciertos puentes venecianos) separaba el atracadero de los españoles de la mansión imperial de Montezuma. Pero, bajo tales esplendores, quedaban evidentes vestigios de una reciente batalla: lanzas, flechas, escudos, tambores militares, esparcidos en el piso. Entraba el Emperador de los Mexicanos, con una espada en la mano, y atento al arco del Maestro Antonio, clamaba:


“Son vinto eterni Dei! tutto in un giorno
Lo splendor de´miei fasti, e l´alta Gloria
Del valor Messican cade svenata...”


Vanas fueron las invocaciones, los ritos, los llamados al Cielo, ante los embates de un sino adverso. Hoy todo es dolor, desolación y desplome de grandezas: “Un dardo vibrato nel mio sen”... “Y aparece la Emperatriz con traje entre Semíramis y dama del Ticiano, guapa y valiente mujer, que trata de reanimar los arrestos de su derrotado esposo, puesto por un “falso ibero” en tan aciago trance.—“No podía faltar en el drama —sopla Filomeno a su amo—: Es Anna Giró, la querida del Fraile Antonio. Para ella es siempre el primer papel.” — “Aprenda a respetar” —dice el indiano, severo, a su fámulo. Pero en eso, agachando la cabeza bajo las oriflamas aztecas que cuelgan sobre las tablas del espectáculo, aparece Teutile, personaje mencionado en la “Historia de la Conquista de México” de Mosén Antonio de Solís, que fuera Cronista Mayor de Indias.—“¡Pero resulta que aquí es hembra!” —exclama el indiano, advirtiendo que le abultan las tetas bajo la túnica ornada de grecas.—“Por algo la llaman “la alemana” —dice el negro—: Y usted sabe que, en eso de ubres, las alemanas...”—“Pero esto es grandísimo disparate —dice el otro—: Según Mosén Antonio de Solís, Teutile era “general” de los ejércitos de Montezuma.”—“Pues aquí se llama Giuseppa Pircher, y para mí que se acuesta con Su Alteza el Príncipe de Darmstadt, o Armestad, como dicen otros, que mora, por aburrido de nieves, en un palacio de esta ciudad.”—“Pero Teutile es un hombre y no una mujer.” — “¡Cualquiera sabe! —dice el negro—: Aquí hay gente de mucho vicio... O si no, mire esto.” Y resulta que Teutile quería casarse con Ramiro, hermano menor del Conquistador Don Hernán Cortés, cuyo papel de varón nos canta ahora la Signora Angiola Zanuchi... — “Otra que se acuesta con Su Alteza el Príncipe de Darmstadt” insinúa el negro.—“Pero... ¿aquí todo el mundo se acuesta con todo el mundo?” —pregunta el indiano, escandalizado.—“¡Aquí la gente se acuesta con todo Dios! ...Pero, déjeme escuchar la música, pues está sonando un pasaje de trompeta que mucho me interesa” —dice el negro. Y el indiano, desconcertado por el trastrueque de apariencias, empieza a perderse en el laberinto de una acción que se enreda y desenreda en sí misma, con enredos de nunca acabar. Montezuma pide a la Emperatriz Mitrena —pues así la llaman— que inmole a su hija Teutile (“¡pero si Teutile, carajo, era un general mexicano!”...) antes de que la doncella sea mancillada por los torvos apetitos de un invasor. Pero (y aquí los “peros” se tienen que multiplicar al infinito...) la princesa prefiere darse muerte en presencia de Cortés. Y cruza el puente, que ahora resulta sorprendentemente parecido al de Rialto, y, pura y digna, clama ante el Conquistador:


“La figlia d´un Monarca,
in ostagio a Fernando? Il Sangue illustre
di tanti Semidei
cosí ingrato avvilirsi?”


En esto, Montezuma dispara una flecha a Cortés, y se arma un lío tal en el escenario que el indiano pierde el hilo de la historia y sólo es sacado de su alelamiento al ver que cambia la decoración y nos vemos, de pronto, en el interior de un palacio cuyas paredes se adornan de símbolos solares, donde aparece ahora el Emperador de México vestido a la española.—“¡Eso sí que está raro!” —observa el indiano, al darse cuenta de que el Signor Massimiliano Miler se ha quitado el disfraz que él —el que está aquí, en este palco, el rico, el riquísimo negociante de plata— llevaba puesto anoche, antenoche, o ante-ante-antenochísima, o no sé cuándo, para parecerse a los señores de la aristocracia romana que, por presumir de austeros ante las extravagancias de la Serenísima República, adoptaban ahora las modas de Madrid o de Aranjuez, como lo hacían muy naturalmente, desde siempre, los ricos señores de Ultramar. Pero, de todos modos, este Montezuma ataviado a la española resulta tan insólito, tan inadmisible, que la acción vuelve a enredarse, atravesarse, enrevesarse, en la mente del espectador, de tal modo que ante el nuevo atuendo del Protagonista, del Jerjes vencido, de la tragedia musical, se le confunde el cantante con las tantas y tantas gentes de personalidad cambiada como pudieron verse en el carnaval vivido anoche, antes de anoche o no sé cuándo, hasta que se cierra el telón de terciopelo encarnado sobre un vigoroso llamado a combate naval, lanzado por un Asprano, otro “general de los mexicanos” a quien jamás mencionaron Bernal Díaz del Castillo ni Antonio de Solís en sus crónicas famosas... Suenan nuevamente las horas dadas por los “mori” del Orologio; se conciertan en presurosas percusiones los martillos tramoyistas, pero el Preste Vivaldi no abandona el ámbito de la orquesta, cuyos músicos se ponen a pelar naranjas o empinan las fiascas del tintazo, y, sentándose en un taburete, se entrega a la tarea de revisar los papeles pautados del acto siguiente, marcando una corrección, a veces, con malhumorada pluma. Tal atención de lectura se observa en su modo de pasar las hojas, con gestos que en nada afectan la inmovilidad de su flaco lomo, que nadie se atreve a molestarlo.—“Tiene mucho de Licenciado Cabra” —dice el indiano, recordando el célebre dómine de la novela que ha corrido por toda América.—“Licenciado “Cabro”, diría yo...” —apunta Filomeno, a quien las redondas caderas y el sonrosado escote de Anna Giró no dejaron insensible... Pero ahora el arco del virtuoso da entrada a una nueva sinfonía —en tiempo lento y apoyado, esta vez—, ábrese el escenario, y estamos en una vasta sala de audiencias, en todo parecida a la que se nos muestra en el cuadro que posee el indiano en su casa de Coyoacán, donde se asiste a un episodio de la Conquista —más fiel a la realidad, en cierto modo, que lo que hasta ahora se ha visto aquí. Ahora Teutile (¿hay que aceptar, decididamente, que es hembra y no varón?), lamenta el destino de su padre, cautivo de los españoles, que actuaron con alevosía. Pero Asprano dispone de hombres listos a rescatarlo: “Están impacientes mis guerreros por montar en sus canoas y piraguas; impacientes por castigar al Duce” (sic) “que a su palabra faltó”.” Entran en escena Hernán Cortés y la Emperatriz y se entrega la mexicana a un patético lamento donde un acento evocador de la Reina Atossa de Esquilo se mezcla (en este comienzo que escuchamos ahora) a un cierto derrotismo malinchero. Reconoce Mitrena-Malinche que aquí se vivía en tinieblas de idolatría; que la derrota de los aztecas había sido anunciada por pavorosos presagios. Además:


“Per sécolo si lunghi
furo i popoli cotanto idioti
ch´anche i propi tesor gl´érano ignoti”,


y se había entendido de pronto que eran Falsos Dioses los que en estas tierras se adoraban; y que, al fin, por Cozumel, en trueno de cañones y lombardas, había llegado la Verdadera Religión, con la pólvora, el caballo y la Palabra de los Evangelios. Una civilización de hombres superiores se había impuesto con dramáticas realidades de razón y de fuerza... Pero, por lo mismo (y aquí se esfumaba el malinchismo de Mitrena en valiente subida del tono), la humillación impuesta a Montezuma era indigna de la cultura y el poderío de tales hombres: “Si del Cielo de Europa a esta parte del Occidente habéis pasado, sed Ministro, señor, y no Tirano.” Aparece Montezuma encadenado. Se envenena la discusión. Se agitan los músicos del Maestro Antonio bajo el repentino alboroto de su batuta; hay mutación de escena como sólo, por operación portentosa de sus “machinas”, las hacen los tramoyistas venecianos, y, en luminosa visión, aparece el gran Lago de Texcoco, con volcanes por fondo, surcado de embarcaciones indias, y se arma una tremenda naumaquia con encarnizada trabazón de españoles y mexicanos, clamores de odio, muchas flechas, ruido de aceros, morriones caídos, tajos y mandoblazos, hombres al agua, y una caballería que irrumpe repentinamente por el foro, acabando de desaforar la turbamulta; suenan trompetas arriba, suenan trompetas abajo, hay estridencias de pífanos y clarines, y es el incendio de la flota azteca, con fuego griego, fumarolas de artificio, centellas, humos y pirotecnias de alto vuelo, vocerío, confusión, gritos y desastres.—“¡Bravo! ¡Bravo! —clama el indiano—: ¡Así fue! ¡Así fue!”—“¿Estuvo usted en eso?” —pregunta Filomeno, socarrón.—“No estuve, pero digo que así fue y basta”... Huyen los vencidos, se retiran los de la caballería, queda el escenario lleno de cadáveres y malheridos, y Teutile, tal Dido Abandonada, quiere arrojarse a las últimas llamas de una hoguera que aún arde, para morir con gran estilo, cuando le anuncia Asprano que su propio padre le ha reservado el sublime destino de ser inmolada en el Altar de los Antiguos Dioses, cual nueva Ifigenia, para aplacar las iras de Quienes, desde el Cielo, rigen el destino de los mortales. — “Bueno: como ocurrencia de clásica inspiración, puede pasar” —opina el indiano, dudoso, al ver cerrarse nuevamente el telón encarnado. Pero pronto se arma el concertante de martillazos que anuncia nuevo decorado, regresan las gentes de la música, y, tras de una breve sinfonía que nada bueno anuncia —a juzgar por lo desgarrado de las armonías—, al abrirse nuevamente la embocadura del escenario, se admira una torre de maciza fábrica, con fondo panorámico, en juego óptico, de la magna ciudad de Tenochtitlán. Hay cadáveres en el suelo, cuya presencia no se explica muy bien el indiano. Y se vuelve a enredar la acción, con un Montezuma nuevamente vestido de Montezuma (“mi traje, mi mismo traje...”), una Teutile cautiva, gente que parece decidida a liberarla, y una Mitrena que pretende poner fuego al edificio.—“¿Otro incendio?” —pregunta Filomeno, deseoso de que se repita el anterior que fue, realmente, de un increíble lucimiento. Pero, no. Como por artes de birlibirloque se transforma la torre en un templo, en cuya entrada se yergue la estatua amenazadora, retorcida, orejuda, tremebunda, de un Dios que mucho se parece a los diablos inventados por el pintor Bosco, cuyos cuadros eran tan gustados por el Rey Felipe II, y que aún se conservan sobre los siniestros pudrideros de El Escorial —Dios a quien unos sacerdotes, vestidos de blanco, llaman “Uchilibos”. (“¿De dónde han sacado eso?” —se pregunta el indiano.) Traen a Teutile de manos atadas, y va a consumarse el cruento sacrificio, cuando el Signor Massimiliano Miler, acudiendo a las últimas energías de una voz seriamente fatigada por la desbordada inspiración de Antonio Vivaldi, larga, en heroico y sombrío esfuerzo, un lamento en todo digno del caído monarca de “Los persas”: “Estrellas, habéis vencido./Ejemplo soy, ante el mundo, de la inconstancia vuestra./Rey fui, quien me jacté, de poseer divinos poderes./Ahora, objeto de escarnio, aprisionado, encadenado, hecho despreciable trofeo de ajena gloria/sólo serviré para argumento de una futura historia”. Y enjugábase el indiano las lágrimas arrancadas por tan sublimes quejas, cuando el telón, en un cerrar y abrirse de escenario, nos puso en la Gran Plaza de México, ornada de triunfos a la romana, columnas rostrales, bajo un cielo atremolado por todas las flámulas, gallardetes, estandartes, insignias y banderas, vistos hasta ahora. Entran los cautivos mexicanos, cadenas al cuello, llorando su derrota; y cuando parece que habrá de asistirse a una nueva matanza, sucede lo imprevisto, lo increíble, lo maravilloso y absurdo, contrario a toda verdad: Hernán Cortés perdona a sus enemigos, y, para sellar la amistad entre aztecas y españoles, celébranse, en júbilos, vítores y aclamaciones, las bodas de Teutile y Ramiro, mientras el Emperador vencido jura eterna fidelidad al Rey de España, y el coro, sobre cuerdas y metales llevados en tiempo pomposo y a toda fuerza por el Maestro Vivaldi, canta la ventura de la paz recobrada, el triunfo de la Verdadera Religión y las dichas del Himeneo. Marcha, epitalamio y danza general, y “da capo”, y otro “da capo”, y otro “da capo”, hasta que se cierra el terciopelo encarnado sobre el furor del indiano. — “¡Falso, falso, falso; todo falso!” —grita. Y gritando “falso, falso, falso, todo falso”, corre hacia el preste pelirrojo, que termina de doblar sus partituras secándose el sudor con un gran pañuelo a cuadros.—“¿Falso... qué?” pregunta, atónito, el músico. — “Todo. Ese final es una estupidez. La Historia...”—“La ópera no es cosa de historiadores.” — “Pero... Nunca hubo tal emperatriz de México, ni tuvo Montezuma hija alguna que se casara con un español.”—“Un momento, un momento —dice Antonio, con repentina irritación—: El poeta Alvise Giusti, autor de este “drama para música”, estudió la crónica de Solís, que en mucha estima tiene, por documentada y fidedigna, el bibliotecario mayor de la Marciana. Y ahí se habla de la Emperatriz, sí señor, mujer digna, animosa y valiente.”—“Nunca he visto eso.”—“Capítulo XXV de la Quinta Parte. Y también se dice, en la Parte Cuarta, que “dos o tres hijas” de Montezuma se casaron con españoles. Así que, una más, una menos...”—“¿Y ese dios Uchilibos?”—“Yo no tengo la culpa de que tengan ustedes unos dioses con nombres imposibles. Los mismos Conquistadores, tratando de remedar el habla mexicana, lo llamaban “Huchilobos” o algo por el estilo.”—“Ya caigo: se trataba de Huitzilopochtli.”—“¿Y usted cree que hay modo de cantar “eso”? Todo, en la crónica de Solís, es trabalenguas. Continuo trabalenguas: Iztlapalalpa, Goazocoalco, Xicalango, Tlaxcala, Magiscatzin, Qualpopoca, Xicotencatl... Me los he aprendido como ejercicio de articulación. Pero... ¿a quién, carajo, se le habrá ocurrido inventar semejante idioma?”—“¿Y ese Teutile, que se nos vuelve hembra?”—“Tiene un nombre pronunciable, que puede darse a una mujer.”—“¿Y qué se hizo de Guatimozín, el héroe verdadero de todo esto?”—“Hubiera roto la unidad de acción... Sería personaje para otro drama.”—“Pero... Montezuma fue lapidado.”—“Muy feo para un final de ópera. Bueno, si acaso, para los ingleses que terminan sus juegos escénicos con asesinatos, degollinas, marchas fúnebres y sepultureros. Aquí la gente viene al teatro a divertirse.”—“¿Y dónde metieron a Doña Marina, en toda esta mojiganga mexicana?”—“La Malinche esa fue una cabrona traidora y el público no gusta de traidoras. Ninguna cantante nuestra habría aceptado semejante papel. Para ser grande y merecedora de música y aplausos, la india esa hubiese debido hacer lo de Judith con Holofernes.”—“Su Mitrena, sin embargo, reconoce la superioridad de los Conquistadores.” — “Pero es quien, hasta el final, anima una resistencia desesperada. Esos personajes siempre tienen éxito.” El indiano, aunque algo bajado de tono, seguía insistiendo: “La Historia nos dice...”—“No me joda con la Historia en materia de teatro. Lo que cuenta aquí es la ilusión poética... Mire, el famoso Monsieur Voltaire estrenó en París, hace poco, una tragedia donde se asiste a un idilio entre un Orosmán y una Zaira, personajes históricos que, de haber vivido cuando transcurre la acción, tendrían, él más de ochenta años, ella mucho más de noventa...”—“Ni con polvos de carey disueltos en aguardiente” —murmura Filomeno. — “...Y ahí se habla de un incendio de Jerusalén por el Sultán Saladino, que es totalmente falso, pues quienes, de verdad, saquearon la ciudad y pasaron la población a cuchillo fueron los Cruzados nuestros. Y fíjese que cuando se habla de los Santos Lugares, ahí sí que hay Historia. ¡Historia grande y respetable!”—“¿Y, para usted, la Historia de América no es grande ni respetable?” El Preste Músico metió su violín en un estuche forrado de raso fucsina: — “En América, todo es fábula: cuentos de Eldorados y Potosíes, ciudades fantasmas, esponjas que hablan, carneros de vellocino rojo, Amazonas con una teta de menos, y Orejones que se nutren de jesuitas...” Ahora volvía el indiano a irritarse: — “Si tanto le gustan las fábulas, ponga música al “Orlando Furioso.”—“Ya está hecho: lo estrené hace seis años.”—“¿No me dirá que sacó en escena un Orlando que, en cueros, en pelota, cruza toda Francia y España, con los cojones al aire, antes de pasar a nado el Mar Mediterráneo e irse a la Luna, así, como quien no hace nada?”...—“No hablen más mierdas” —dijo Filomeno, muy interesado al observar que en el escenario, abandonado por los maquinistas, la Signora Pircher (Teutile) y la Signora Zanuchi (Ramiro), ya desmaquilladas y vestidas para irse a la calle, se estrechaban en un harto apretado abrazo, felicitándose, acaso con demasiados besos, por lo bien —ésa era la verdad— que habían cantado las dos.—“¿Tribadismo?” —preguntó el indiano, acudiendo a la más fina palabra que en aquel instante pudiese expresar sus sospechas.—“¡A quién le importa eso! —exclamó el Preste, respondiendo, con repentina prisa por marcharse, a una impaciente llamada de la guapa Anna Giró que había aparecido, pero ahora sin realce de luces y tramoya, al fondo del escenario—: Siento que no les haya gustado mi ópera... Otra vez trataré de conseguirme un asunto más romano”... Afuera, los “mori” del Orologio acababan de martillar las seis, entre palomas ya dormidas y neblinosas garúas que, resubidas de los canales, ocultaban los esmaltes y oros de su reloj.




“Y sonará la trompeta”...
CORINTIOS, I, 52


viii


Bajo la tenue llovizna que daba un cierto olor de establo al paño de los abrigos, andaba el indiano, ceñudo, metido en sí mismo, con los ojos puestos en el suelo, como contando los adoquines de la calle —azulados por las luces municipales. Sus pensamientos no acababan de exteriorizarse en un quedo murmullo, de labios para adentro, que le quedaba a medio camino entre la idea y la palabra.—“¿Por qué he de verlo como agobiado por la representación en música que acabamos de ver?” —le pregunta Filomeno. — “No sé —dice al fin el otro, dejando de malgastar la voz en soliloquios ininteligibles—: El Preste Antonio me ha dado mucho que pensar con su extravagante ópera mexicana. Nieto soy de gente nacida en Colmenar de Oreja y Villamanrique del Tajo, hijo de extremeño bautizado en Medellín, como lo fue Hernán Cortés. Y sin embargo hoy, esta tarde, hace un momento, me ocurrió algo muy raro: mientras más iba corriendo la música del Vivaldi y me dejaba llevar por las peripecias de la acción que la ilustraba, más era mi deseo de que triunfaran los mexicanos, en anhelo de un imposible desenlace, pues mejor que nadie podía saber yo, nacido allá, cómo ocurrieron las cosas. Me sorprendí, a mí mismo, en la aviesa espera de que Montezuma venciera la arrogancia del español y de que su hija, tal la heroína bíblica, degollara al supuesto Ramiro. Y me di cuenta, de pronto, que estaba en el bando de los americanos, blandiendo los mismos arcos y deseando la ruina de aquellos que me dieron sangre y apellido. De haber sido el Quijote del Retablo de Maese Pedro, habría arremetido, a lanza y adarga, contra las gentes mías, de cota y morrión.”—“¿Y qué se busca con la ilusión escénica, si no sacarnos de donde estamos para llevarnos a donde no podríamos llegar por propia voluntad? —pregunta Filomeno—: Gracias al teatro podemos remontarnos en el tiempo y vivir, cosa imposible para nuestra carne presente, en épocas por siempre idas.” — “También sirve —y esto lo escribió un filósofo antiguo— para purgarnos de desasosiegos ocultos en lo más hondo y recóndito de nuestro ser... Ante la América de artificio del mal poeta Giusti, dejé de sentirme espectador para volverme actor. Celos tuve del Massimiliano Miler, por llevar un traje de Montezuma que, de repente, se hizo tremendamente mío. Me parecía que el cantante estuviese representando un papel que me fuera asignado, y que yo, por blando, por pendejo, hubiese sido incapaz de asumir. Y, de pronto, me sentí como fuera de situación, exótico en este lugar, fuera de sitio, lejos de mí mismo y de cuanto es realmente mío... “A veces es necesario alejarse de las cosas”, poner un mar de por medio, para ver las cosas de cerca.” En aquel momento martillaron, como lo venían haciendo desde hacía siglos, los “mori” del Orologio.—“Ya me jode esta ciudad, con sus canales y gondoleros. Ya me he tirado a la Ancilla, la Camilla, la Zulietta, la Angeletta, la Catina, la Faustolla, la Spina, la Agatina, y otras muchas cuyos nombres he olvidado —¡y basta! Regreso a lo mío esta misma noche. Para mí es otro el aire que, al envolverme, me esculpe y me da forma.”—“Según el Preste Antonio, todo lo “de allá” es fábula.”—“De fábulas se alimenta la Gran Historia, no te olvides de ello. Fábula parece lo nuestro a las gentes “de acá” porque han perdido el sentido de lo fabuloso. Llaman “fabuloso” cuanto es remoto, irracional, situado en el ayer —marcó el indiano una pausa—: No entienden que lo fabuloso está en el futuro. Todo futuro es fabuloso” ...Andaban, ahora, por la alegre Calle de la Mercería, menos animada que otras veces, a causa de la llovizna que ya, de tanto caer, comenzaba a gotear del ala de los sombreros. El indiano recordó entonces los encargos que, la víspera de su viaje, le habían hecho, allá en Coyoacán, sus amigos y contertulios. Nunca había pensado, desde luego, en reunir las solicitadas muestras de mármoles, el bastón de ámbar polonés, el raro infolio del estacionario caldeo, ni quería lastrar su equipaje con barrilillos de marrasquino ni monedas romanas. En cuanto a la mandolina incrustada de nácar... ¡que la tocara la hija del inspector de pesas y medidas en su propia carne, que bien templada y afinada para eso la tenía! Pero ahí, en aquella tienda de música, debían hallarse las sonatas, los conciertos, los oratorios, que bien modestamente le pidiera el maestro de cantar y tañer del pobre Francisquillo. Entraron. El vendedor les trajo, para empezar, unas sonatas de Doménico Scarlatti: — “Rico tipo” —dijo Filomeno, recordando la noche aquella.—“Dicen que está en España el muy cabrón, donde ha conseguido que la Infanta María Bárbara, generosa y querendona, corra con sus deudas de juego, que le seguirán creciendo mientras quede una baraja en mesa de coime.”—“Cada cual tiene sus debilidades. Porque, a éste, le ha dado siempre por las mujeres” —dijo Filomeno, señalando unos conciertos del Preste Antonio, titulados “Primavera”, “Estío”, “Otoño”, “Invierno”, cada uno encabezado —explicado— por un lindo soneto.—“Ése vivirá siempre en primavera, aunque lo agarre el invierno” —dijo el indiano. Pero, ahora, pregonaba el hortera los méritos de un muy notable oratorio: “El Mesías.”—“¡Nada menos! —exclamó Filomeno—: El sajón ese no trabaja en talla inferior.” Abrió la partitura: — “¡Carajo! ¡Esto se llama escribir para la trompeta! De aquí a que yo pueda tocar esto.” Y leía y releía, con admiración, el aria de bajo, escrita por Jorge Federico sobre dos versículos de la Epístola a los Corintios.—“Y, sobre notas que sólo un ejecutante de primera fuerza podría sacar de su instrumento, estas palabras que parecen cosa de “spiritual”:


“The trumpet shall sound
and the dead shall be raised
incorruptible, incorruptible,
and we shall be changed,
and we shall be changed!
The trumpet shall sound,
the trumpet shall sound!”


Recogido el equipaje, guardadas las músicas en una petaca de sólido cuero que ostentaba el adorno de un calendario azteca, se encaminaron, el indiano y el negro, a la estación del ferrocarril. Faltando minutos para la salida del expreso, se asomó el viajero a la ventanilla de su compartimiento de los “Wagons-Lits-Cook”: “Siento que te quedes” —dijo a Filomeno que, algo escalofriado por la humedad, esperaba en el andén.—“Me quedo un día más. Para mí, lo de esta noche, es oportunidad única.”—“Me lo imagino... ¿Cuándo volverás a tu país?”—“No lo sé. Por lo pronto, iré a París.”—“¿Las hembras? ¿La Torre Eiffel?” — “No. Hembras hay en todas partes. Y la Torre Eiffel ha dejado, desde hace tiempo, de ser un portento. Asunto para pisapapel, si acaso.”—“¿Entonces?”—“En París me llamarán “Monsieur Philomène”, así, con P. H. y un hermoso acento grave en la “e”. En La Habana, sólo sería “el negrito Filomeno”.—“Eso cambiará algún día.”—“Se necesitaría una revolución.”—“Yo desconfío de las revoluciones.”—“Porque tiene mucha plata, allá en Coyoacán. Y los que tienen plata no aman las revoluciones... Mientras que los “yos”, que somos muchos y seremos “mases” cada día”... Martillaron una vez más —¿y cuántas veces, en siglos y siglos? —los “mori” del Orologio.—“Acaso los oigo por última vez —dijo el indiano—: Mucho aprendí con ellos en este viaje.”—“Es que mucho se aprende viajando.”—“Basilio, el gran capadocio, santo y doctor de la Iglesia, afirmó, en un raro tratado, que Moisés había sacado mucha ciencia de su vida en Egipto y que Daniel resultó tan buen intérprete de sueños —¡y con lo que gusta eso ahora! — fue porque mucho le enseñaron los magos de la Caldea.” — “Saque usted provecho de lo suyo —dijo Filomeno—, que yo me ocuparé de mi trompeta.”—“Quedas bien acompañado: la trompeta es activa y resuelta. Instrumento de malas pulgas y palabras mayores.”—“Por ello es que suena tanto en Juicios de Gran Instancia, a la hora de ajustar cuentas a cabrones e hijos de puta” —dijo el negro.—“Para que ésos se acaben habrá que esperar el Fin de los Tiempos” —dijo el indiano.—“Es raro —dijo el negro—: Siempre oigo hablar del Fin de los Tiempos. ¿Por qué no se habla, mejor, del Comienzo de los Tiempos?”—“Ése, será el Día de la Resurrección” —dijo el indiano.—“No tengo tiempo para esperar tanto tiempo” —dijo el negro... La aguja grande del reloj de entrevías saltó el segundo que lo separaba de las 8 p.m. El tren comenzó a deslizarse casi imperceptiblemente, hacia la noche. — “¡Adiós!”—“¿Hasta cuándo?” — “¿Hasta mañana?”—“O hasta ayer...” —dijo el negro, aunque la palabra “ayer” se perdió en un largo silbido de la locomotora... Se volvió Filomeno hacia las luces, y parecióle, de pronto, que la ciudad había envejecido enormemente. Salíanle arrugas en las caras de sus paredes cansadas, fisuradas, resquebrajadas, manchadas por las herpes y los hongos anteriores al hombre, que empezaron a roer las cosas no bien éstas fueron creadas. Los campaniles, caballos griegos, pilastras siriacas, mosaicos, cúpulas y emblemas, harto mostrados en carteles que andaban por el mundo para atraer a las gentes de “travellers checks”, habían perdido, en esa multiplicación de imágenes, el prestigio de aquellos Santos Lugares que exigen, a quien pueda contemplarlos, la prueba de viajes erizados de obstáculos y de peligros. Parecía que el nivel de las aguas hubiese subido. Acrecía el paso de las lanchas de motor la agresividad de olas mínimas, pero empeñosas y constantes, que se rompían sobre los pilotajes, patas de palo y muletas, que todavía alzaban sus mansiones, efímeramente alegradas, aquí, allá, por maquillajes de albañilería y operaciones plásticas de arquitectos modernos. Venecia parecía hundirse, de hora en hora, en sus aguas turbias y revueltas. Una gran tristeza se cernía, aquella noche, sobre la ciudad enferma y socavada. Pero Filomeno no estaba triste. Nunca estaba triste. Esta noche, dentro de media hora, sería el Concierto —el tan esperado concierto de quien hacía vibrar la trompeta como el Dios de Zacarías, el Señor de Isaías, o como lo reclamaba el coro del más jubiloso salmo de las Escrituras. Y como tenía muchas tareas que cumplir todavía dondequiera que una música se definiera en valores de ritmo fue, con paso ligero, hacia la sala de conciertos cuyos carteles anunciaban que, dentro de un momento, empezaría a sonar el cobre impar de Louis Armstrong. Y parecíale a Filomeno que, al fin y al cabo, lo único vivo, actual, proyectado, asaeteado hacia el futuro, que para él quedaba en esta ciudad lacustre, era el ritmo, los ritmos, a la vez elementales y pitagóricos, presentes acá abajo, inexistentes en otros lugares donde los hombres habían comprobado —muy recientemente, por cierto— que las esferas no tenían más músicas que las de sus propias esferas, monótono contrapunto de geometrías rotatorias, ya que los atribulados habitantes de esta Tierra, al haberse encaramado a la luna divinizada del Egipto, de Súmer y de Babilonia, sólo habían hallado en ella un basurero sideral de piedras inservibles, un rastro rocalloso y polvoriento, anunciadores de otros rastros mayores, puestos en órbitas más lejanas, ya mostrados en imágenes reveladas y reveladoras de que, en fin de cuentas, la Tierra esta, bastante jodida a ratos, no era ni tan mierda ni tan indigna de agradecimiento como decían algunos —que era, dijérase lo que se dijera, la Casa más habitable del Sistema— y que el Hombre que conocíamos, muy maldito y fregado en su género, sin más gentes con quienes medirse en su ruleta de mecánicas solares (acaso Elegido por ello, nada demostraba lo contrario) no tenía mejor tarea que entenderse con sus asuntos personales. Que buscara la solución de sus problemas en los Hierros de Ogún o en los caminos de Eleguá, en el Arca de la Alianza o en la Expulsión de los Mercaderes, en el gran bazar platónico de las Ideas y artículos de consumo o en la apuesta famosa de “Pascal & Co. Aseguradores”, en la Palabra o en la Tea —eso, era cosa suya. Filomeno, por lo pronto, se las entendía con la música terrenal —que a él, la música de las esferas, lo tenía sin cuidado. Presentó su “ticket” a la entrada del teatro, lo condujo a su butaca una acomodadora de nalgas extraordinarias —el negro lo veía todo con singular percepción de lo inmediato y palpable— y apareció en truenos, grandes truenos que lo eran de aplausos y exultación, el prodigioso Louis. Y, embocando la trompeta, atacó, como él sólo sabía hacerlo, la melodía de “Go down Moses”, antes de pasar a la de “Jonah and the Whale”, alzada por el pabellón de cobre hacia los cielos del teatro donde volaban, inmovilizados en un tránsito de su vuelo, los rosados ministriles de una angélica canturía, debida, acaso, a los claros pinceles de Tiépolo. Y la Biblia volvió a hacerse ritmo y habitar entre nosotros con “Ezekiel and the Wheel”, antes de desembocar en un “Hallelujah, Hallelujah”, que evocó, para Filomeno, de repente, la persona de Aquel —el Jorge Federico de “aquella noche”que descansaba, bajo una abarrocada estatua de Roubiliac, en el gran Club de los Mármoles de la Abadía de Westminster, junto al Purcell que tanto sabía, también, de místicas y triunfales trompetas. Y concertábanse ya en nueva ejecución, tras del virtuoso, los instrumentos reunidos en el escenario: saxofones, clarinetes, contrabajo, guitarra eléctrica, tambores cubanos, maracas (¿no serían, acaso, aquellas “tipinaguas” mentadas alguna vez por el poeta Balboa?), címbalos, maderas chocadas en mano a mano que sonaban a martillos de platería, cajas destimbradas, escobillas de flecos, címbalos y triángulos-sistros, y el piano de tapa levantada que ni se acordaba de haberse llamado, en otros tiempos, algo así como “un clave bien temperado.” — “El profeta Daniel, ése, que tanto había aprendido en Caldea, habló de una orquesta de cobres, salterio, cítara, arpas y sambucas, que mucho debió parecerse a ésta”, pensó Filomeno... Pero ahora reventaban todos, tras de la trompeta de Louis Armstrong, en un enérgico “strike-up” de deslumbrantes variaciones sobre el tema de “I Can´t Give You Anything But Love, Baby” —nuevo concierto barroco al que, por inesperado portento, vinieron a mezclarse, caídas de una claraboya, las horas dadas por los moros de la torre del Orologio.




“La Habana-París”, 1974








Apéndice





ARGOMENTO

E famofa l´iftoria della Conquifta del Meffico fotto la condotta del Valorofiffimo Fernando Cortesin cui diede mirabili contrafsegni di prudenza, e Valore. Ne feriffe con minor fofpetto di tutti gl´Autori la famofa penna del de Solis, e quantu que giudicato il più intereffato nelle glorie di queft´Eroe, nulladimeno io lo giud co il più fincero. Molte farono le attioni generofe, ed invite di quefto Duce per arrivare al fofpirato confine; ma per ridarmi quant´è possibile alla Brevitá dell´attione, io mi raccolgo nel tempo, cheda Motezuma Imperator del Meffico fù il Cortes con il fuo feguito ricevuto nella Capitale. Suppongo l´amiftá benche fimulata, che fia quelle due Nazioni correva, i pretefti per li quali fù interrotta la pace, e rapprefento nel prefente Drama le calamità dell´ultimo giorno a cui reftò quel gran Principe foggiogato e vinta la Monarchía. Tutto eiò, che di vero abbandono, e che di verifmile aggiongo è per adattarmi alla Scena, e perche meno imperfetto, che fia poffibile le comparifca il prefente Drama intitolato MOTEZUMA.

Le Voci, Fato, Nami, Deftino, ed altre fono termini Poetici, che nulla offendono la Religion dell´Auttore, chè Cattolico.




PERSONAGGI


MOTEZUMA Imperator del Meffico.
L. S. gn r Maffoniliano Miler.
MITRENA fua Moglie.
La Signora Anna Giró.
TEUTILE Loto Figlia.
La Signora Giufeppa Pircher detta la Tedefca Virtuofa di S. A. S. il Sig. Principe d´Armeftat.
FERNANDO Generale dell´Armi Spagnuole.
Il Signor Francefco Bilanzoni Virtuofo di S. E. il Sig. Principe di Torelle.
RAMIRO fuo Fratello minore.
La Signora Angiola Zanuchi Virtuofa di S. S. il Sig. Principe d´Armeftat.
ASPRANO Generale dei Mefficani.
Il Signor Marianino Nicolini Virtuofo di S. A. S. Il Sig. Principe d´Armeftat.
Soldati Spagnuoli.
Soldati Mefficani.

La Mufica del Vivaldi.
Li Balli del Sig. Giovanni Gallo.
Le Scene del Sig. Antonio Mauro.

NOTA

Tanto parece haber gustado el “Motezuma” de Vivaldi —que traía a la escena un tema americano dos años antes de que Rameau escribiera “Las Indias galantes”, de ambiente fantasiosamente incaico— que el libretto de Alvise (otros lo llaman Girolamo) Giusti, habría de inspirar nuevas óperas basadas en episodios de la Conquista de México a dos célebres compositores italianos: el veneciano Baldassare Galuppi (1706-1785), y el florentino Antonio Sacchini (1730-1786).

Quiero dar las gracias al eminente musicólogo y ferviente vivaldiano Roland de Candé por haberme puesto sobre la pista del “Motezuma” del Preste Antonio.

En cuanto al gracioso ambiente del Ospedale della Pietá —con sus Cattarina del cornetto, Pierina del violino, Lucieta della viola, etc. etc. — a él se han referido varios viajeros de la época y, muy especialmente, el delicioso Presidente De Brosses, libertino ejemplar y amigo de Vivaldi, en sus libertinas “Cartas italianas”.

Pero debo advertir que el edificio a que me refiero no era el que ahora puede verse —construido en 1745—, sino el anterior, situado en el mismo lugar de la Riva degli Schiavoni. Es interesante observar, sin embargo, que la actual iglesia della Pietá, fiel a su destino musical, conserva un singular aspecto de sala de conciertos, con sus ricos balcones interiores, semejantes a los de un teatro, y su gran palco de honor, al centro, reservado a oyentes distinguidos o melómanos de alta condición.


A. C.
Finis





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