sábado, 18 de abril de 2009

El perro que vio a Dios

por Dino Buzzati





1

Por pura malignidad, el viejo Spirito, rico panadero del pueblo de Tis, dejó su patrimonio en herencia a su sobrino Defendente Sapori, bajo una condición: durante cinco años, todas las mañanas debía distribuir a los pobres, en un lugar público, cincuenta kilos de pan fresco. Al pensar que su robusto sobrino, uno de los más ateos y blasfemos habitantes de ese pueblo de excomulgados, se dedicaría a la vista de la gente a una obra considerada de bien; ante esa idea, aún antes de morir, el tío habrá lanzado abundantes carcajadas clandestinas.

Defendente, único heredero, había trabajado en el horno desde pequeño, y nunca dudó que la fortuna de Spirito no le correspondiera casi por derecho propio. La condición lo exasperaba. Pero ¿qué hacer? ¿Renunciar a toda esa bendición de Dios, inclusive la panadería? Se resignó, maldiciendo. Como lugar público eligió el menos expuesto: la entrada del patiecito detrás de la panadería. Y allí se lo vio todas las mañanas, bien temprano, pesando el pan establecido (como lo prescribía el testamento), metiéndolo en una gran cesta y luego distribuyéndolo a una turba voraz de pobres; acompañaba la buena acción con palabrotas y bromas irreverentes sobre el tío difunto. ¡Cincuenta kilos por día! Le parecía estúpido e inmoral.

El ejecutor testamentario, el notario Stiffolo, se aparecía gustoso a esa hora matutina para gozar del espectáculo. Su presencia era por otra parte superflua. Nadie habría podido comprobar mejor que los mismos pordioseros la fidelidad al pacto establecido. No obstante, Defendente terminó por inventar un remedio parcial. La gran cesta, donde se amontonaba el medio quintal de panes, era de costumbre colocada contra la pared. Sapori, a escondidas, le recortó una especie de puertita, que una vez cerrada no se veía. Iniciada personalmente la distribución, después de un momento se iba, dejando que su mujer y un chico continuaran la tarea; el horno y el negocio, según decía, requerían su presencia. En realidad corría al sótano, se subía a una silla, y abría silenciosamente la reja de una ventanita al nivel del patio, contra la cual había colocado la cesta; luego abría la puertita de mimbre, y sustraía del fondo de la canasta todos los panes que podía. De ese modo el volumen total disminuía rápidamente. Pero los pobres no podían advertirlo. Con la velocidad del reparto, era lógico que la cesta se vaciara en seguida.

Los primeros días, los amigos de Defendente se levantaban adrede más temprano para ir a admirarlo en sus muevas funciones. Reunidos en un grupito junto a la puerta del patio, lo observaban, burlones.

–¡Que Dios te lo pague! –comentaban.
–Te estás preparando un lugarcito en el Cielo, ¿no? ¡Qué gran filántropo tenemos en el pueblo!
–¡Por el alma de esa carroña! –respondía Defendente, lanzando los panes hacia la multitud de mendigos que los aferraban al vuelo.

Y sonreía pensando en el hermosísimo truco con que burlaba a esos infelices y al mismo tiempo al espíritu del tío difunto.

2

Ese mismo verano, el viejo ermitaño Silvestro, sabiendo que Dios no era muy bien visto en la región, vino a establecerse en las cercanías. A unos diez kilómetros de Tis, sobre una colina solitaria, quedaban los restos de una capilla antigua: unas cuantas piedras, más que otra cosa. Allí se alojó Silvestro; sacaba el agua de una fuente vecina, dormía en un rincón protegido por un resto de bóveda, comía hierbas y raíces; y a menudo se trepaba a la cima de una peña grande, para arrodillarse en la contemplación de Dios.

Desde allí divisaba las casas de Tis y los techos de algunas chozas más cercanas; entre ellas los campos de la Fossa, de Andron y de Limena. Pero en vano esperó que apareciera alguien.

Sus cálidas plegarias por el alma de esos pecadores subían al cielo sin dar fruto. Silvestro continuaba, sin embargo, adorando al Creador, practicando el ayuno y charlando, cuando estaba triste, con los pájaros. Nadie acudía. Una noche, en verdad, divisó dos muchachitos que lo espiaban de lejos. Los llamó amablemente. Los niños huyeron.

3

Pero de noche, en dirección a la capilla abandonada, los campesinos de la región empezaron a distinguir luces extrañas. Parecía el incendio de un bosque, pero el resplandor era blanco y palpitaba dulcemente. Frimigelica, el de la herrería, se acercó una noche para ver, por curiosidad. Pero a mitad de camino se le descompuso la motocicleta. Quién sabe por qué, no se arriesgó a seguir a pie. Al volver, dijo que el halo de luz nacía de la colina del ermitaño; y no era luz de fuego ni de lámpara. Sin dificultad, los campesinos dedujeron que era la luz de Dios.

Hasta desde Tis se distinguía algunas noches la reverberación. Pero la llegada del ermitaño, sus extravagancias y luego sus luces nocturnas se hundieron en la habitual indiferencia de los paisanos hacia todo lo que se relacionara, aun de lejos, con la religión. Si se tocaba el tema, hablaban de estas cosas como de hechos bien sabidos desde mucho tiempo atrás; no se insistía en encontrarles una explicación, y la frase: "el ermitaño está haciendo luces" llegó a ser de uso corriente, como cuando uno dice: esta noche llueve o hay mucho viento.

Que tanta indiferencia fuese plenamente sincera lo confirmó la soledad en que quedó sumido Silvestro. La idea de ir a visitarlo en peregrinación habría parecido el colmo del ridículo.

4

Una mañana Defendente Sapori distribuía los panes a los pobres, cuando entró un perro en el patio. Era un animal aparentemente vagabundo, bastante grande, de pelo hirsuto y cara mansa. Se deslizó entre los mendigos que esperaban, llegó a la cesta, tomó un pan y se fue lo más tranquilamente. No como un ladrón, sino como alguien que ha venido a buscar lo que le corresponde.

–¡Eh, Fido, ven aquí, perro asqueroso! –le grita Defendente, probando un nombre cualquiera.

Y se lanza a perseguirlo.

–¡Ya tenemos bastantes muertos de hambre, lo único que falta ahora es que vengan los perros!

Pero el can ya estaba fuera de alcance.

Al día siguiente la misma escena; el mismo perro, la misma maniobra. Esta vez el panadero sigue al animal hasta la calle, le arroja piedras, sin alcanzarlo.

Lo bueno es que el hurto se repite puntualmente todas las mañanas. Es maravillosa la astucia del perro, que escoge el momento exacto; tan exacto que ni siquiera necesita darse prisa. Ni los proyectiles que le lanzan dan jamás en el blanco. De la turba de indigentes se eleva un desvergonzado coro de carcajadas, y el panadero está enfurecido.

Fuera de sí, el día siguiente Defendente se aposta en la entrada del patio, escondido detrás de una columna, con un palo en la mano. Inútil. Tal vez mezclándose con la multitud de los pobres que gozan con la burla y por lo tanto no ven motivo para delatarlo, el perro entra y sale impunemente.

–¡Eh, también hoy te embromó! –le advierte algún mendigo estacionado en la calle.
–¿Dónde, dónde está? –pregunta Defendente, saltando fuera de su escondite.
–¡Mira, mira cómo se escapa! –señala riendo el miserable encantado con la ira del panadero.

En realidad el perro no se escapa, de ningún modo: sosteniendo el pan entre los dientes, se aleja con el paso cadencioso y sereno de los que tienen la conciencia tranquila.

¿Cerrar los ojos? No, Defendente no soporta estas bromas. Ya que no consigue encerrarlo en el patio, en la próxima ocasión favorable lo perseguirá por la calle. Podría también ocurrir que el perro no sea totalmente vagabundo, quizá tenga un refugio de carácter estable, quizás tenga un dueño a quien se pueda pedir una compensación. Así no se puede seguir, evidentemente. Por fijarse en esa bestia, desde hace algunos días Sapori ha tardado en bajar al sótano, y ha recuperado muchos menos panes que de costumbre; dinero perdido.

Tampoco dio resultado la tentativa de matar al animal con un pan envenenado, colocado en el suelo en la entrada del patio. El perro lo olió un instante, y en seguida siguió su camino hacia la canasta; por lo menos así lo contaron los testigos.

5

Para hacer bien las cosas, Defendente se colocó al acecho del otro lado de la calle, bajo un pórtico, con la bicicleta y la escopeta; la bicicleta para seguir al animal, la escopeta para matarlo si comprobaba que no había ningún dueño a quien se pudiera pedir una indemnización. Sólo le dolía pensar que esa mañana la cesta se vaciaría para beneficio exclusivo de los pobres.

¿De qué lado y de qué manera apareció el perro? Todo un misterio. El panadero, que no obstante tenía los ojos bien abiertos, no llegó a verlo. Lo advirtió más tarde, cuando salía, plácido, con el pan entre los dientes. Desde el patio llegaban los ecos de grandes carcajadas. Defendente esperó que el animal se alejara un poco, para no alarmarlo. Luego montó la bicicleta y lo siguió.

Como primera hipótesis, el panadero esperaba que el perro se detuviera poco después de devorar el pan. El perro no se detuvo. También había imaginado que, después de un breve trecho, se metería por la puerta de una casa. En cambio, nada. Con su pan entre los dientes, el animal trotaba siguiendo los muros, con paso regular, y no se detenía nunca para olfatear, o regar árboles, o curiosear como es costumbre de los perros. ¿Adonde iría entonces? Sapori miraba el cielo gris. No habría sido nada raro que empezara a llover.

Pasaron la placita de Santa Inés, pasaron las escuelas primarias, la estación, el lavatorio público. Ya llegaban a las afueras del pueblo. Finalmente dejaron atrás el campo de deportes y penetraron en el campo. Desde su salida del patio, el perro no había vuelto una sola vez la cabeza. Tal vez ignoraba que lo seguían.

Había que abandonar la esperanza de que el perro tuviera un dueño capaz de responder por él. Era realmente un perro vagabundo, uno de esos animalotes que son la plaga de las eras de los campesinos, que roban los pollos, muerden los terneros, asustan a las viejas y por fin terminan difundiendo inmundas enfermedades en la ciudad.

Quizá lo mejor fuera dispararle un tiro. Pero para eso había que detenerse y bajarse de la bicicleta, sacarse la escopeta de la espalda. Bastaban estos preparativos para que el perro, aun sin acelerar el paso, se colocase fuera de tiro. Sapori continúo la persecución.

6

Siguiendo, siguiendo, ya empiezan los bosques. El perro toma por un camino lateral, y después otro más angosto todavía, aunque más uniforme y cómodo.

¿Cuánto camino han recorrido ya? ¿Quizás ocho, quizá nueve kilómetros. ¿Y por qué no se detiene ese perro a comer? ¿Qué espera? ¿O tal vez le lleva el pan a alguien? De pronto, mientras el terreno se vuelve cada vez más empinado, el perro toma por un sendero y la bicicleta ya no puede seguirlo. Por suerte, dada la fuerte pendiente, también el animal disminuye un poco el paso. Defendente se apea y lo sigue. Pero el perro poco a poco se aleja de él.

Ya exasperado está a punto de probar con la escopeta, cuando en la cima de un árido declive ve una gran peña; sobre la peña hay un hombre arrodillado. Y entonces se acuerda del ermitaño, de las luces nocturnas, de todas esas ridículas historias. El perro asciende trotando plácidamente por el prado estéril.

Defendente, con la escopeta ya en la mano, se detiene a unos cincuenta metros de distancia. Ve que el ermitaño interrumpe la plegaria, y desciende con notable agilidad hacia el perro que menea la cola y deposita el pan a sus pies. El ermitaño recoge el pan del suelo, arranca un trocito y lo guarda en una alforja que lleva al costado. Restituye el resto al perro, con una sonrisa.

El anacoreta es bajo y menudo, vestido con una especie de sayo; su cara es simpática, y no carece de cierta astucia infantil. Entonces el panadero se adelanta, decidido a hacer valer sus razones.

–Bienvenido, hermano –le dice Silvestro, al ver que se acerca–. ¿Qué haces por aquí? ¿Andas de caza?
–Para decir verdad –responde con dureza Sapori–, quiero cazar a... a cierto animal dañino que todos los días...
–¿Ah, eres tú? –lo interrumpe el viejo–. ¿Eres tú el que me procura todos los días este excelente pan? Es un pan de ricos... un lujo que no creía merecer...
–¿Excelente? ¡Claro que es excelente! Recién sacado del horno... conozco bien mi oficio, mi querido señor... pero ¡no es para que me lo roben, mi pan!

Silvestro baja la cabeza, mirando la hierba.

–Comprendo –dice con cierta tristeza–. Tienes razón, comprendo que te quejes, pero yo no sabía... Quiero decir que Galeone no irá más al pueblo... lo guardaré siempre aquí a mi lado... tampoco los perros tienen por qué sentir remordimientos... No irá más, te lo prometo.
–Oh, bueno –dice el panadero un poco más calmado–, si es así, puede venir también el perro. Hay una maldita historia por un testamento, y estoy obligado a regalar todos los días cincuenta kilos de pan... tengo que dárselo a los pobres, a esos desgraciados que no se lo merecen... De modo que si uno de los panes viene a parar aquí... un pobre más un pobre menos...
–Dios te lo tendrá en cuenta, hermano... Testamento o no, cumples una obra de misericordia.
–Pero me gustaría mucho más no cumplirla.
–Yo sé por qué hablas así. Hay en ustedes, hombres, una especie de vergüenza. Les gusta mostrase malos, peores de lo que son en realidad; así está el mundo.

Pero las palabrotas que Defendente ha preparado no le acuden a la boca. Sea por turbación, sea por confusión, no consigue enojarse. La idea de ser el primero y el único en toda la región que se acercó al ermitaño lo halaga. Sí, piensa, un ermitaño es lo que es; no se puede esperar nada bueno de él. No obstante ¿quién puede prevenir el porvenir? Si estableciera una amistad secreta con Silvestro, quién sabe si algún día no le reportaría ventajas. Por ejemplo, suponiendo que el viejo haga un milagro, entonces el populacho lo pone por las nubes, de la gran ciudad llegan monseñores y prelados, se organizan ceremonias, procesiones y consagraciones. Y él, Defendente Sapori, predilecto del nuevo santo, envidiado por todos el pueblo, nombrado, por ejemplo, síndico. ¿Por qué no, después de todo?

–¡Qué hermosa escopeta tienes! –dice entonces Silvestro, y no sin elegancia se la saca de la mano.

En ese momento, y Defendente no comprende por qué, suena un tiro que atruena el valle. Pero la escopeta sigue en manos del ermitaño.

–¿No tienes miedo –dice éste– de andar por ahí con la escopeta cargada?

El panadero lo mira con recelo:

–¡Ya no soy una criatura!
–¿Y es cierto –prosigue inmediatamente Silvestro, restituyéndole la escopeta–, es cierto que no es tan imposible encontrar lugar en la iglesia parroquial de Tis, los domingos? Hasta he oído decir que no está muy llena.
–¡Pero si está vacía como la palma de la mano! –dice con franca satisfacción el panadero.

Luego se corrige:

–¡Eh, somos pocos los que nos mantenemos firmes!
–Y a misa, ¿cuántos van de costumbre a misa? ¿Tú y cuántos más?
–Más o menos unos treinta, los domingos buenos, y tal vez unos cincuenta para la Navidad.
–Y dime, ¿se blasfema mucho en Tis?
–¡Por Cristo, si se blasfema! Realmente no se hacen rogar en ese sentido.

El ermitaño lo mira y menea la cabeza:

–Parecería que creen muy poco en Dios.
–¿Muy poco? –insiste Defendente, sonriendo interiormente–. Son una banda de herejes...
–¿Y tus hijos? Supongo que mandarás a tus hijos a la iglesia...
–¡Por Cristo que los mando! ¡Bautismo, confirmación, primera y segunda comunión!
–¿Realmente? ¿También la segunda?
–También la segunda, por supuesto. El más chico ya la... –pero se interrumpe con la vaga duda de que está exagerando demasiado.
–Por lo tanto, eres un padre excelente, ¿no? –comenta con gravedad el ermitaño (pero ¿por qué sonríe así?)–. Vuelve a visitarme, hermano. Y ahora, ve con Dios.

Y hace un pequeño ademán, como para bendecirlo.

Defendente se ve tomado por sorpresa, no sabe qué responder. Antes de poder darse cuenta, ha bajado un poco la cabeza y ha hecho la señal de la Cruz. Por suerte no hay ningún testigo, exceptuando el perro.

7

La alianza con el ermitaño era una gran cosa, pero sólo cuando el panadero se dejaba arrastrar por sus sueños que culminaban en el cargo de síndico. En realidad había que tener los ojos bien abiertos. Ya la distribución de pan a los pobres lo había desacreditado ante sus conciudadanos, aunque no por culpa suya. ¡Si ahora llegaran a saber que se había persignado! Nadie, gracias a cielo, parecía haberse dado cuenta de su paseo, ni siquiera los muchachos del horno. Pero ¿podía estar seguro? ¿Y cómo organizar la cuestión del perro? Por decencia no se podía seguir negándole el pan cotidiano. Pero no ante las miradas de los mendigos, que habrían hecho una fábula del asunto.

Con este fin, al día siguiente, antes de salir el sol, Defendente se apostó junto a su casa, sobre el camino que iba a las colinas. Y en cuanto apareció Galeone, lo llamó con un silbido. Reconociéndolo, el perro se acercó. Entonces el panadero, con el pan en la mano, lo condujo hasta un galponcito de madera, contiguo al horno, que servía de depósito para la leña. Allí, debajo de un banco, colocó el pan, para indicarle que en adelante el animal debía retirar de ahí su comida.

En efecto, al día siguiente Galeone vino a retirar el pan bajo el banco convenido. Y no lo vio Defendente, ni lo vieron los pobres.

Antes de alba el panadero iba todos los días a depositar el pan en el galponcito de madera. Por otra parte, ahora que el otoño avanzaba y los días se acortaban, el perro del ermitaño se confundía fácilmente con las sombras del crepúsculo matutino. Defendente Sapori vivía así bastante tranquilo y podía dedicarse a recuperar el pan destinado a los pobres, a través de la puertita secreta de la cesta.

8

Pasaron las semanas y los meses hasta que llegó el invierno con las flores de hielo en las ventanas, las chimeneas que humeaban todo el día, la gente toda arropada, algún pajarito muerto al amanecer junto a los arbustos y una capa liviana de nieve sobre las colinas.

Una noche de hielo y estrellas, hacia el norte, en dirección de la antigua capilla abandonada, se divisaron grandes luces blancas, como no se habían visto nunca. En Tis hubo cierta alarma, personas que saltaban de la cama, persianas que se abrían, llamados de una casa a otra y rumor en las calles. Pero luego, cuando comprendieron que era una de las habituales luminarias de Silvestro, simplemente la luz de Dios que venía a saludar al ermitaño, hombres y mujeres cerraron las ventanas y volvieron a meterse bajo las cálidas frazadas, rezongando por la falsa alarma. Al día siguiente, traída no se sabe por quién, se difundió perezosamente la voz de que durante la noche el viejo Silvestro se había muerto de frío.

9

Como el sepelio era obligatorio por la ley, el sepulturero, un albañil y dos peones fueron a enterrar al ermitaño, acompañados por el padre Tabiá, el cura, que siempre había preferido ignorar la presencia del anacoreta dentro de los confines de su parroquia. Sobre una carreta tirada por un asno cargaron el cajón de muerto.

Los cinco encontraron a Silvestro tendido en la nieve, con los brazos en cruz, los párpados cerrados, verdaderamente como un santo; y a su lado, sentado, el perro Galeone que lloraba.

Metieron el cuerpo en el cajón, y recitadas las plegarias lo sepultaron allí mismo, bajo el resto de bóveda de la capilla. Sobre el túmulo, una cruz de madera. Luego don Tabiá y los demás regresaron, dejando al perro hecho un ovillo sobre la tumba. En el pueblo nadie les preguntó nada.

El perro no reapareció. A la mañana siguiente, cuando fue a dejar el pan acostumbrado bajo el banco, Defendente encontró el pan del día anterior. Al otro día el pan seguía allí, un poco más duro, uy las hormigas habían empezado a cavar en él cuevas y galerías. Los días pasaron en vano, y hasta Sapori terminó por no pensar más en el asunto.

10

Pero dos semanas después, mientras Sapori juega a las cartas en el café del Cisne con el constructor Lucioni y con el cavalier Bernardis, un jovencito, que estaba mirando hacia la calle, exclamó:

–¡Vean ese perro!

Defendente se levanta de un salto y mira rápidamente. Un perro feo y consumido se acerca por la calle, oscilando hacia uno y otro lado como si tuviera la cabeza floja. Se muere de hambre. El perro del ermitaño –tal como lo recuerda Sapori– era en verdad más grande y vigoroso. Pero quién sabe como puede reducirse un animal después de dos semanas de ayuno. El panadero tiene la impresión de reconocerlo. Después de tanto llorar sobre la tumba, es posible que lo haya vencido el hambre, y haya abandonado a su patrón para bajar al pueblo, en busca de alimento.

–A ése no le queda más que el cuero –dice Defendente, riendo, para demostrar su indiferencia.
–No quisiera que fuera justamente él –dice Lucioni, con una sonrisa ambigua, cerrando el abanico de sus cartas.
–¿Él, quién?
–No quisiera –dice Lucioni– que fuera el perro del ermitaño.

El cavalier Bernardis, lento de comprensión, se anima insólitamente:

–Pero yo ya he visto a ese animal –dice–. Ya lo he visto por aquí mismo. ¿No sería tuyo, Defendente, por casualidad?
–¿Mío? ¿Y como podría ser mío?
–No quiero hablar sin saber –confirma Bernardis–, pero me parece haberlo visto en las cercanías de tu panadería.

Sapori se siente incómodo.

–¡Bah! –dice–, hay tantos perros por ahí, no sería nada raro, yo en verdad no me acuerdo.

Lucioni asiente con la cabeza, gravemente, como hablando consigo mismo. Luego dice:

–Sí, sí, debe de ser el perro del ermitaño.
–¿Y por qué justamente –pregunta el panadero, tratando de reírse–, por qué habría de ser justamente el del ermitaño?
–Porque corresponde exactamente, ¿comprendes? La delgadez corresponde. Haz un poco la cuenta. Se ha pasado varios días sobre la tumba, los perros siempre hacen eso. Después sintió hambre... y se vino al pueblo.

El panadero se calla. Mientras tanto el animal mira en torno; por un momento su mirada se detiene, a través de las vidrieras del café, en los tres hombres sentados. El panadero se suena la nariz.

–Si –dice el cavalier Bernardis– juraría que ya lo he visto. Lo he visto más de una vez, justamente cerca de tu casa.

Y mira a Sapori.

–Así será –dice el panadero–, yo para decir la verdad no recuerdo...

Lucioni sonríe astutamente:

–Un perro como ese yo no lo tendría por todo el oro del mundo.
–¿Está rabioso? –pregunta alarmado Bernardis–. ¿Te parece que está rabioso?
–¡Qué rabioso! Pero un perro como ese no me inspiraría ninguna confianza... un perro que ha visto a Dios.
–¿Cómo que ha visto a Dios?
–¿No era el perro del ermitaño? ¿No estaba con él cuando aparecían las luces? Todo el mundo sabe ¿no?, lo que eran esas luces. ¿Y el perro no estaba con él? ¿Crees que no las vio? ¿Crees que se quedaba dormido con un espectáculo semejante?

Y se reía de placer.

–Pamplinas –replica Bernardis–. Quién sabe que eran esas luces. ¡Dios!...También esta noche se veían...
–¿Esta noche, dices? –pregunta Defendente, con una vaga esperanza.
–Las he visto con mis propios ojos. Claro, no tan fuertes como antes, pero iluminaban bastante.
–Pero ¿estás seguro? ¿Esta noche?
–Esta noche, por Dios. Las mismas de antes, idénticas. ¿Qué diablos quieres que fueran esta noche?

Lucioni pone una cara notablemente astuta:

–¿Y quién te dice, quién te dice que las luces de esta noche no eran para él.
–¿Para él, quién?
–Para el perro, naturalmente. Quién sabe si esta vez en lugar de Dios no era el ermitaño, que bajó del paraíso. Lo habrá visto allí sobre la tumba, habrá dicho: miren un poco mi pobre perro. Y habrá bajado para decirle que terminara, que ya había llorado bastante y que se fuera a buscar un bife.
–Pero si es un perro de por aquí –insiste el cavalier Bernardis–. Palabra que lo he visto vagar cerca de la panadería.

11

Defendente vuelve a casa con una gran confusión en la mente. Qué historia desagradable. Más trata de persuadirse de que no es posible, más se convence de que es justamente el perro del ermitaño. No hay por qué preocuparse, por supuesto. Pero ¿ahora tendrá que seguir dándole todos los días un pan? Piensa: si le corto los víveres, el perro volverá a robar el pan en el patio; y en ese caso ¿qué hago? ¿Lo echo a puntapiés? ¿Un perro que, quiérase o no, ha visto a Dios? ¿Y qué sé yo de estos misterios?

No es cosa sencilla. Ante todo: ¿se le apareció realmente a Galeone el espíritu del ermitaño la noche anterior? ¿Y qué puede haberle dicho? ¿Lo habrá hechizado de algún modo? Tal vez ahora el perro comprende el idioma de los hombres, quién sabe, un día u otro puede echarse a hablar también él. Cuando se mete Dios, uno puede esperar de todo; cuentan cada cosa. Y él, Defendente, ya se ha cubierto bastante de ridículo. ¡Si además supieran de él que siente esos temores!

Antes de entrar en su casa, Sapori va a echar un vistazo al galponcito de madera. Bajo el banco, el pan de quince días antes ha desaparecido. ¿Habrá venido entonces el perro, y se lo habrá llevado con hormigas y todo?

12

Pero al día siguiente el perro no acude para llevarse el pan, ni tampoco al tercer día. Era lo que Defendente esperaba. Muerto Silvestro, toda ilusión de poder disfrutar de su amistad había desaparecido. En cuanto al perro, era mejor que se quedara donde estaba. No obstante, cuando el panadero volvía a ver en el galponcito desierto el pan que esperaba tan solito, sentía cierta decepción.

Peor fue cuando volvió a ver a Galeone, y ya habían pasado tres días más. El perro pasaba, aparentemente fastidiado por el frío helado de la plaza, y ya no parecía el mismo que habían visto por la vidriera del café. Ahora se sostenía bien derecho sobre las patas, no se bamboleaba más y aunque todavía estaba flaco tenía el pelo menos hirsuto, las orejas erguidas, la cola bien alzada. ¿Quién lo había alimentado? Sapori miró en torno. La gente pasaba con indiferencia, como si el animal ni siquiera existiera. Antes de mediodía el panadero colocó un nuevo pan fresco, con una tajada de queso, bajo el banco habitual. El can no dio señales de vida.

Día tras día Galeone parecía más floreciente; el pelo le caía lustroso y abundante como el pelo de los perros de los ricos. Alguien por lo tanto se ocupaba de él; y tal vez varios, al mismo tiempo, cada uno a escondidas del otro, con fines recónditos. Quizás temían a ese animal que había visto demasiadas cosas, quizás esperaban comprar barato la gracia de Dios, sin arriesgarse a las burlas de sus conciudadanos. O quizá todo el pueblo de Tis había tenido el mismo pensamiento: Y cada casa, cuando anochecía, trataba en la oscuridad de atraer al animal para congraciárselo con suculentos bocados.

Tal vez por eso Galeone no había ido a buscar el pan; probablemente ahora comía cosas mejores. Pero nadie hablaba nunca de él; si por casualidad se tocaba el tema del ermitaño, se lo abandonaba inmediatamente. Y cuando el perro aparecía en la calle, las miradas se desviaban, como si fuera uno de los tantos perros vagabundos que pululan en todas las poblaciones del mundo. Y en silencio, Sapori se amargaba con aquello, que habiendo tenido primero una idea genial, advierte que otros, más audaces que él, se la han apoderado clandestinamente y se preparan a obtener de ella ventajas indebidas.

13

Hubiese visto o no a Dios, ciertamente Galeone era un perro extraño. Con compostura casi humana iba de casa en casa, entraba en los patios, en los sótanos, en las cocinas, se quedaba largos minutos inmóvil, observando a la gente. Luego se iba, en silencio.

¿Qué se escondía detrás de esos dos ojos buenos y melancólicos? La imagen del Creador, muy probablemente, había entrado en ellos. ¿Dejándoles qué cosa? Manos temblorosas ofrecían al animal trozos de torta y patas de pollo. Galeone, ya saciado, miraba en los ojos al hombre, casi como adivinando su pensamiento: entonces el hombre salía de la habitación, incapaz de resistir. Los perros petulantes y vagabundos de Tis sólo recibían bastonazos y puntapiés. Pero con éste nadie se atrevía.

Poco a poco se sintieron presos en una especie de conjuración, cada uno con la esperanza de poder reconocer un cómplice. Pero ¿quién se atrevía a hablar primero? Sólo Lucioni, impertérrito, mencionaba el tema sin contemplaciones:

–¡Miren, miren, ahí esta nuestro famoso perro que ha visto a Dios!

Así anunciaba descaradamente la aparición de Galeone. Y reía, mirando alternativamente a los circunstantes con miradas alusivas. Los otros, en general, se comportaban como si no hubieran comprendido. Solicitaban distraídas explicaciones, meneaban la cabeza con aire de compasión, decían:

–¡Qué historias! Pero es ridículo, son supersticiones de muchacha.

Callar, o peor aun unirse a las risas del constructor, habría sido comprometedor. Y liquidaban el asunto como una broma. No obstante, estaba el cavalier Bernardis, cuya respuesta era siempre la misma:

–¡Qué perro del ermitaño! Les digo que es un perro de aquí. Hace años que vagabundea por Tis, todos los santos días lo veía dar vueltas cerca de la panadería.

14

Un día, después de bajar al sótano para la maniobra acostumbrada de recuperación, y después de quitar la reja de la ventana, Defendente estaba por abrir la puertita de la cesta de los panes. Afuera, en el patio, se oían los gritos de los mendigos que esperaban, las voces de su mujer y del muchacho que trataba de mantenerlos en línea. La mano experta de Sapori descorrió el cierre, se abrió la portezuela, los panes comenzaron a caer rápidamente en una bolsa. En ese momento vio de reojo una cosa negra que se movía en la sombra del sótano. Se volvió sobresaltado. Era el perro.

Inmóvil en la puerta del sótano, Galeone observaba la escena con plácida imperturbabilidad. Pero en esa luz escasa los ojos del perro fosforescían. Sapori se quedó petrificado.

–Galeone, Galeone –balbuceó con voz acariciadora y amanerada–. Toma, buenito, toma Galeone.

Y le lanzó un pan. Pero el animal ni lo miró. Como si ya hubiera visto suficiente, se volvió sin prisa, dirigiéndose hacia la escalera.

Una vez solo, el panadero estalló en horrendas imprecaciones.

15

Un perro que ha visto a Dios, que sintió su olor. ¿Quién sabe qué misterios aprendió? Y los hombres se miran, como buscando un apoyo, pero ninguno habla. Uno finalmente está a punto de abrir la boca. "¿Y si fuera una idea mía?", se pregunta. ¿Si los otros ni siquiera pensaran en el asunto? Y entonces sigue simulando como si no pasara nada.

Con extraordinaria familiaridad Galeone va de un lugar a otro, entra en la hostería y en los establos. Cuando uno menos se lo espera, allí está en un rincón, inmóvil mirando fijamente, olfateando. También de noche, cuando todos los otros perros duermen, su silueta aparece de pronto sobre el muro blanco, con su característico paso desarticulado y en cierto modo campesino. ¿No tiene casa? ¿No posee una cucha?

Los hombres ya no se sienten solos, ni siquiera cuando están en su hogar con las puertas cerradas. Continuamente tienden las orejas; un rumor sobre la hierba, afuera; un cauto y suave paso sobre las piedras de la calle, un ladrido lejano. Ni rabioso, ni áspero, y sin embargo atraviesa el pueblo entero.

–Bah, no importa, tal vez me equivoqué en las cuentas –dice el agente después de litigar furiosamente con la mujer por dos céntimos.
–Bueno, por esta vez te perdono. Pero la próxima te despido… –declara Frimigelica, el de la herrería, renunciando de pronto al despido de su peón.
–Al fin de cuentas, es un encanto de mujer… –termina inesperadamente, contrastando con todo lo que dijo antes, la señora Biranza que conversa con la maestra sobre la mujer del síndico.

El perro vagabundo sigue ladrando; tal vez le ladra a otro perro, a una sombra, a una mariposa o a la luna, pero siempre es posible que ladre con un motivo, como si a través de las paredes, de las calles y del campo le llegara toda la maldad humana. Al oír el ronco ladrido, los ebrios expulsados de la hostería rectifican su posición.

Galeone aparece inesperadamente en el cuartito donde el contador Federico está escribiendo una carta anónima para advertir a su patrón, que el empleado Rossi está en contacto con elementos subversivos. "¿Contador, que estás escribiendo?", parecen decir los dos ojos mansos. Federico le señala de buen modo la puerta.

–¡Vamos, bonito, afuera, afuera!

Y no se atreve a proferirle los insultos que le surgen del alma. Luego se queda con el oído contra la puerta, para estar seguro de que el animal se fue. Y después, para mayor seguridad, tira la carta al fuego.

Absolutamente por casualidad, se aparece al pie de la escalera de madera que lleva al departamentito de la hermosa y atrevida Flora. Ya es de madrugada, pero los escalones crujen bajo los pies de Guido, el jardinero, padre de cinco hijos. Dos ojos brillan en la oscuridad.

–¡Pero no es aquí, caramba! –exclama el hombre en voz alta, para que oiga el perro, como si el malentendido lo irritara sinceramente–. Con la oscuridad uno siempre se equivoca ¡esta no es la casa del notario!

Y baja precipitadamente.

O si no, se oye su quedo ladrido, un dulce gruñido, como un reproche, mientras Pinin y el Giofa, que han entrado de noche en el depósito, ponen mano sobre dos bicicletas.

–Toni, creo que viene alguien –susurra Pinin con absoluta mala fe.
–A mí también me pareció –dice el Giofa–, conviene escapar.

Y huyen sin hacer nada.

O si no, emite un largo gemido, especie de lamento, justamente al lado de la pared de la panadería, a la hora exacta, cuando Defendente, que esta vez cerró detrás de sí con doble llave puertas y canceles, baja al sótano para sustraer el pan de los pobres de la cesta, durante la distribución matutina. El panadero aprieta entonces los dientes: ¿Cómo hace para saberlo, ese perro maldito? Y trata de encogerse de hombros. Pero luego surgen las sospechas; si de algún modo Galeone lo denunciará, la herencia entera se esfumaría. Con la bolsa vacía, plegada bajo el brazo, Defendente vuelve al negocio.

¿Cuánto durará la persecución? ¿No se irá nunca ese perro? ¿Y si se queda en el pueblo, cuántos años podrá vivir todavía? ¿O tal vez hay algún modo de sacarlo de en medio?

16

Lo cierto es que, después de siglos de negligencia, la iglesia parroquial empezó a poblarse. El domingo, en misa, las viejas amigas se encontraban. Cada una tenía su excusa preparada: "¿Sabe lo que pasa? Que con este frío el único lugar donde se está bien abrigado es en la iglesia. Tiene paredes tan gruesas, esa es la explicación... el calor que almacenan en verano, lo despiden ahora." Y la otra: "Este cura nuestro, don Tabiá, es un santo... Me ha prometido las semillas de esa planta japonesa, ¿Comprende, señora Erminia? Quiero tener un entredós como ese de allí, en el altar del Sagrado Corazón. Llevármelo a casa para copiarlo, no puedo... Tengo que venir aquí para estudiarlo... ¡Ah, no es nada fácil!" Sonriendo, escuchaba las explicaciones de sus amigas; sólo les importa que la suya parezca suficientemente plausible. Y luego susurran como niñas en la escuela, concentrándose en el libro de misa:

–¡Cuidado, don Tabiá nos está mirando!

Ni una venía sin una excusa. La señora Ermelinda, por ejemplo, no había encontrado nada mejor que el organista de la iglesia para maestro de canto de su hija, tan apasionada por la música; y ahora venía a la iglesia para oírla en el Magnificat. La planchadora daba cita en la iglesia a su madre, ya que su marido no quería verla en su casa. Hasta la mujer del médico: justamente en la plaza, unos minutos antes, había dado un mal paso y se había torcido el pie; de modo que había entrado para sentarse un rato. En el fondo de las naves laterales, cerca de los confesionarios grises de polvo, donde la sombra es más densa, se veía algún hombre, rígido. Desde el púlpito, don Tabiá miraba en torno, desconcertado, luchando por encontrar las palabras.

Mientras tanto Galeone descansaba tendido al sol frente al atrio; parecía tomarse un merecido reposo. A la salida de misa miraba de reojo a toda esa gente, sin mover un pelo: las mujeres salían rápidamente, alejándose cada una por su lado. Ninguna se dignaba echarle una mirada; pero hasta desaparecer en la esquina sentían sobre la espalda sus miradas, como dos puntas de hierro.

17

Aun la sombra de un perro cualquiera, siempre que se parezca un poco a Galeone, basta para dar un sobresalto. La vida es una ansiedad continua donde hay un poco de gente, en el mercado, en el paseo vespertino, no falta nunca el cuadrúpedo, y parece gozar con la indiferencia absoluta con aquellos mismos que, cuando están solos y nadie los ve, lo llaman en cambio con los nombres más afectuosos, le ofrecen golosinas y manjares.

–¡Ah, los buenos tiempos de antes! –suelen exclamar ahora los hombres, así, genéricamente, sin especificar el porqué; y todos lo entienden al vuelo.

Los buenos tiempos –quiere decir tácitamente– cuando uno podía hacer sus porquerías particulares con comodidad, y tomarse cuatro copas si se le ocurría, e irse al campo a buscar campesinas, y hasta robar un poco, y el domingo quedarse en cama hasta el mediodía. Los comerciantes ahora usan papeles livianos y miden el peso justo, la patrona no persigue más a la criada; Carmine Esposito, el de la casa de empeños, ha embalado todas sus cosas para mudarse a la ciudad, el brigadier Banariello se pasa las horas tendido al sol sobre el banco, frente al cuartel de carabineros, muerto de tedio, preguntándose si se murieron todos los ladrones; y nadie lanza más las vigorosas blasfemias de antes, que producían tanto placer, salvo en pleno campo y con la cautela debida, después de atentas inspecciones para asegurarse de que no se esconde ningún perro entre los matorrales.

Pero ¿quién se atreve a rebelarse? ¿Quién tiene el coraje de emprenderla a puntapiés con Galeone o de suministrarle una costillita al arsénico, como secretamente todos lo desean? Ni siquiera pueden confiar en la Providencia: la Santa Providencia, dentro de una lógica rigurosa, debe de estar de parte de Galeone. Hay que confiar solamente en la casualidad.

En la casualidad de una noche tempestuosa, con relámpagos y rayos que parecen el fin del mundo. Pero el panadero Defendente tiene un oído de liebre, y el estrépito de los truenos no le impide advertir unos ruidos insólitos abajo, en el patio. Han de ser ladrones.

Salta de la cama, toma la escopeta en la oscuridad y mira hacia abajo, entre las maderas de la persiana. Hay dos individuos, le parece, afanados en abrir la puerta de su depósito. Y al resplandor de un relámpago ve también, en medio del patio, imperturbable, bajo los tremendos truenos, un perro grande y negruzco. Debe de ser el maldito, que quizás ha venido para disuadir a los malhechores.

Murmura para sí una blasfemia espectacular, carga la escopeta, abre lentamente la persiana lo suficiente para asomar el caño. Espera un nuevo relámpago y mira al perro.

El primer disparo se confunde completamente con un trueno.

–¡Al ladrón! ¡Al ladrón! –empieza a chillar el panadero.

Vuelve a cargar la escopeta, dispara todavía al azar en la oscuridad, oye alejarse unos pasos temerosos, y luego, por toda la casa, voces y abrir de puertas: la mujer, los niños y los peones acuden aterrados.

–¡Señor Defendente –grita una voz desde el patio–, vea que ha matado a un perro!

Galeone –equivocarse es posible en este mundo, especialmente en una noche como ésta, pero parece ser él, es exacto– yace tendido en un charco de agua: una bala le ha atravesado la frente. Muerto instantáneamente. Ni siquiera estira las patas. Pero Defendente ni va a verlo. Baja para averiguar si no han roto la puerta del depósito, y al comprobar que no, da las buenas noches a todos y se mete bajo las frazadas. "Finalmente", piensa, preparándose para un sueño feliz. Pero ya no consigue cerrar un ojo.

18

Por la mañana, todavía oscuro, dos muchachos se llevaron el perro muerto y lo enterraron en el campo. Defendente no se atrevió ordenarles silencio: habría sido sospechoso. Pero trató que la cosa pasara inadvertida, sin demasiados comentarios.

¿Quién reveló lo sucedido? Por la noche, el panadero advirtió inmediatamente en el café que todos lo miraban; pero al instante retiraban la mirada; como para no alarmarlo.

–¿Así que anoche anduvimos a los tiros? –dijo el cavalier Bernardis de pronto, después de los saludos acostumbrados.

¿Una batalla campal en la panadería, no?

–No sé quienes serían –contestó Defendente, sin darle importancia–, querían romperá la puerta del depósito, los desgraciados. Rateros aficionados. Dispare dos tiros al azar y desaparecieron.
–¿Al azar? –preguntó entonces Lucioni, con su tono más insinuante–. ¿Y por qué no les apuntaste ya que estabas?
–¡Con esa oscuridad¡ ¿Qué quieres que viera? Sentí que rascaban la puerta en el patio y disparé a ciegas.
–Y sí... y así mandaste a otro mundo a un pobre animal que no había hecho mal a nadie.
–Ah, si –contestó el panadero haciéndose el olvidado. Le di a un perro. Quién sabe como habrá entrado. En mi casa no hay perros.

Siguió un silencio. Todos lo miraban. Trevaglia, el papelero, se dirigió a la puerta para retirarse.

–Bueno, buenas noches, señores –dijo.

Y marcando intencionalmente las sílabas agregó:

–Buenas noches también a usted, señor Sapori.
–Muy honrado –contestó el panadero y le volvió la espalda.

¿Qué quiere decir ese imbécil? ¿Le echarían en cara, tal vez, si hubiera matado al perro del ermitaño? En vez de agradecérselo. Los había librado de un íncubo, y ahora se hacían los interesantes. ¿Qué les pasaba? Podían ser sinceros por una vez.

Bernardis, singularmente inoportuno, trató de explicar:

–Verás, Defendente... algunos dicen que habría sido mejor que no mataras a ese perro...
–¿Y por qué? ¿Acaso lo hice adrede?
–Adrede no, ¿comprendes?, era el perro del ermitaño, dicen, y ahora piensan que era mejor dejarlo tranquilo, dicen que traerá desgracia... ya sabes lo que son las habladurías.
–¿Y yo qué sé de los perros de los ermitaños? Cristo de Cristo, ¿querrán también hacerme un proceso, esos idiotas, ya que otra cosa no son?

Y probó una risita.

–Calma, calma, muchachos –dijo Lucioni–. ¿Quién dijo que era el perro del ermitaño? ¿Quién difundió eso?
–¡Bah, si no lo saben ellos! –dijo Defendente, encogiéndose de hombros.
–Así dicen los que lo vieron esta mañana –explicó Bernardis–, cuando lo enterraban. Dicen que es él y no otro, con una manchita blanca sobre la oreja izquierda.
–¿Y el resto negro?
–Sí, negro –contestó uno de los circunstantes.
–¿Más bien grande? ¿Con la cola en escobilla?
–Exactamente.
–¿Y ese es el perro del ermitaño, según ustedes?
–Y entonces, allí lo tienen, ¡su perro! –exclamó Lucioni, señalando la calle–. ¡Si está más vivo y más sano que nunca!

Defendente se volvió pálido como una estatua de yeso. Con su andar desarticulado, Galeone avanzaba por la calle; se detuvo un instante para mirar a los hombres a través de la vidriera del café, y luego siguió adelante, tranquilamente.

19

¿Por qué ahora, por la mañana, los mendigos tienen la sensación de recibir más pan que de costumbre? ¿Por qué tintinean ahora las alcancías para las limosnas, que durante años y años no recibieron un céntimo? ¿Por qué asisten gustosos a la escuela los niños, antes recalcitrantes? ¿Por qué los racimos de uva cuelgan de las vides hasta el momento de la vendimia, sin sufrir depredaciones como antes? ¿Por qué ya no se arrojan piedras y zapallos podridos a la joroba de Martino? ¿Por qué esta y tantas otras cosas? Nadie lo confesaría; los habitantes de Tis son rústicos emancipados, de sus bocas jamás oirán la verdad: que tienen miedo de un perro, no miedo de que los muerda, sino sencillamente miedo de que el perro piense mal de ellos.

Defendente devoraba veneno. Era una esclavitud. Ni de noche se conseguía respirar. ¡Qué peso es la presencia de Dios para el que no la desea! Y Dios no era aquí una fábula imprecisa, no se quedaba apartado en la iglesia entre cirios e incienso; no, iba y venía por la casa, transportado, podría decirse, por un perro. Un minúsculo trocito del Creador, un mínimo aliento suyo, había penetrado en Galeone y a través de los ojos de Galeone veía, juzgaba, tenía en cuenta.

¿Cuándo envejecería el perro? Si por lo menos hubiera perdido las fuerzas y se quedara quieto en un rincón. Inmovilizado por los años, ya no podría molestar.

Y en verdad pasaron los años; la iglesia estaba llena, aun los días de semana; las muchachas ya no andaban por los pórticos, después de medianoche, sonriendo a los soldados. Defendente, cuando la cesta se rompió de vieja, compró otra, renunciando a abrirle una puertita secreta (ya no tenía ánimos de sustraer el pan a los pobres, desde que Galeone rondaba por todas partes). Y el brigadier Venariello seguía durmiendo en la entrada del cuartel de carabineros, hundido en un sillón de mimbre.

Pasaron los años y el perro Galeone envejeció; cada vez andaba más despacio y más desarticuladamente, hasta que un día sufrió una especie de parálisis de los miembros posteriores y ya no pudo caminar.

Por suerte el accidente ocurrió en la plaza, mientras dormitaba sobre el paredón junto a la iglesia, por debajo del cual el terreno descendía abruptamente, cortado por calles y callejuelas, hasta el río. La posición era privilegiada desde el punto de vista higiénico, porque el animal podía cumplir sus necesidades corporales desde el paredón, hasta la pendiente cubierta de hierba, sin ensuciar ni el paredón ni la plaza. En cambio era un lugar descubierto, expuesto a los vientos y sin reparo de la lluvia.

También esta vez, naturalmente, nadie dio señales de advertir que el perro temblaba con todo el cuerpo y se lamentaba. La enfermedad de un perro vagabundo no es un espectáculo edificante. Los presentes, adivinando por sus penosos esfuerzos lo que había ocurrido, sintieron en su corazón una oleada de esperanza. Ante todo, el perro ya no podría vagar por todas partes, no se movería ni siquiera un metro. Mejor aun: ¿quién le daría de comer, a la vista de todos? ¿Quién se atrevería a ser el primero en confesar una relación secreta con el animal? ¿Quién sería el primero en exponerse al ridículo? De allí nacía la esperanza de que Galeone pudiera morirse de hambre.

Antes de la cena, los hombres se pasearon como de costumbre por la plaza, hablando de temas indiferentes, como la nueva ayudante del dentista, la caza, el precio de algunos artículos, la ultima película llegada al pueblo. Y con sus chaquetas rozaban el hocico del perro, que pendía jadeante sobre el borde del paredón. Las miradas pasaban por encima del animal enfermo, contemplando mecánicamente el majestuoso panorama del río, tan hermoso en el ocaso. Hacia las ocho, aparecieron algunos nubarrones del norte y empezó a llover: la plaza quedó desierta.

Pero entrada la noche, bajo la lluvia insistente, surgen unas sombras que se deslizan junto a las casas como en una delictuosa confabulación. Curvadas y furtivas, se dirigen con rápidos pasos hacia la plaza, y allí, confundidas entre las tinieblas de los portales y de los zaguanes, esperan la ocasión propicia. A estas horas los faroles dan muy opaca luz, dejan amplias zonas de penumbra. ¿Cuántas son las sombras? Tal vez varias decenas. Traen comida al perro, pero cada una de ellas haría cualquier cosa por no ser reconocida. El perro no duerme; al borde del paredón, contra el fondo negro del valle, dos puntos verdes y fosforescentes, y de vez en cuando un gemebundo ulular que resuena por la plaza.

Es una larga maniobra. Con la cara cubierta por una bufanda, la gorra de ciclista bien baja sobre la frente, uno se arriesga finalmente a acercarse al perro. Nadie sale de las tinieblas para reconocerlo; todos temen demasiado violar su propio incógnito.

Unos tras otros, con largos intervalos para evitar encuentros, diversos personajes irreconocibles depositan alguna cosa sobre el paredón de la iglesia. Y los aullidos cesan.

Por la mañana lo encontraron dormido bajo una manta impermeable. Sobre el paredón, a su lado, amontonados todos los manjares de Dios: pan, queso. Trozos de carne; hasta una vasija llena de leche.

20

Paralizado el perro, el pueblo creyó poder respirar por fin, pero fue una breve ilusión. Desde el borde del paredón los ojos del animal dominaban gran parte del lugar. Por lo menos una buena mitad de Tis se encontraba bajo su control. ¿Y quién podía decir hasta qué punto eran penetrantes sus miradas? Aun hasta las casas periféricas, que eludían la vigilancia de Galeone, llegaba no obstante su voz. Y por otra parte, ¿cómo retomar ahora las costumbres de otros tiempos? Equivalía a admitir que se había cambiado de vida por culpa de un perro, confesar descaradamente el secreto supersticioso custodiado con tanto temor durante años. El mismo Defendente, cuya panadería quedaba fuera de la visual del animal, no volvió a sus famosas blasfemias, ni a intentar como antes sus operaciones de recuperación a través de la ventanita del sótano.

Galeone comía ahora más que antes, y al no moverse más, engordaba como un cerdo. Quien sabe cuánto podía durar todavía. Pero con los primeros fríos renació sin embargo la esperanza de que se muriera. Aunque protegido por la tela encerada, el perro vivió expuesto a los vientos y siempre era posible que se resfriara.

Pero también esta vez el maligno Lucioni arruinó todas las ilusiones. Una noche, en el restaurante, mientras contaba una historia de caza, dijo que hacía muchos años, por haber pasado una noche bajo la nieve, su perro se había vuelto hidrófobo, y había tenido que matarlo de un escopetazo; el recuerdo todavía le partía el alma.

–Y ese perrazo –intervino el cavalier Bernardis, siempre dispuesto a tocar los temas más desagradables–, ese horrible perrazo paralítico sobre el paredón de la iglesia, que algunos imbéciles siguen alimentando, digo, ¿no será un peligro también él?
–¡Pero que se vuelva rabioso de una vez, déjelo! –exclamó Defendente–. Total ya no puede moverse.
–¿Y quién te lo asegura? –replicó Lucioni–. La hidrofobia multiplica las fuerzas. No me asombraría si empezara a saltar como un cabrito.

Bernardis insistió:

–Y entonces, ¿qué me dices?
–¡Ah, en cuanto a mí, no me hago mala sangre! Siempre llevo conmigo este amigo bien seguro.

Y sacó del bolsillo un pesado revólver.

–¡Sí, sí! –dijo Bernardis–. Porque no tienes hijos. Si tuvieras tres criaturas como yo, entonces sí te harías mala sangre, te lo aseguro.
–Yo ya les dije. Ahora, piénsenlo ustedes –terminó el constructor, haciendo brillar sobre la mano el caño de la pistola.

21

¿Cuántos años pasaron ya desde la muerte del ermitaño? ¿Tres, cuatro, cinco, quién lo recuerda? A principios de noviembre la casilla de madera para el abrigo del perro está casi terminada. Con palabras muy escuetas, ya que se trata evidentemente de un asunto de poquísima importancia, se mencionó la cuestión en las reuniones del consejo de la comuna. Y nadie presentó la propuesta, mucho más sencilla, de matar al animal o de transportarlo a otra parte. Se encargó al carpintero Stefano la construcción de la casilla, de modo que pueda ser colocada sobre el paredón, pintada de rojo para que no desentone con la fachada de la iglesia, de ladrillos de colores vivos. ¡Qué incidencia, que estupidez!, dicen todos, para demostrar que la idea es ajena. Entonces, ¿ya no es un secreto el temor inspirado por el perro que ha visto a Dios?

Pero nunca será colocada esa casilla en su lugar. A principios de noviembre un peón de la panadería que pasa todos los días por la plaza cuando se dirige a su trabajo, divisa a las cuatro de la mañana una cosa inmóvil y negra al pie del paredón. Se acerca, toca, y corre sin detenerse hasta llegar a la panadería.

–¿Y qué pasa, ahora? –pregunta Defendente, al verlo entrar sin aliento.
–¡Se murió, se murió! –balbucea jadeando el muchacho.
–¿Quién se murió?
–Ese perro maldito... lo encontré en el suelo, duro como una piedra.

22

¿Respiraron? ¿Se entregaron a una loca alegría? Ese incómodo pedacito de Dios se había ido finalmente, es verdad, pero había estado demasiado tiempo en el pueblo. ¿Cómo dar marcha atrás? ¿Cómo recomenzar desde el principio? Durante esos años los jóvenes habían adquirido costumbres distintas. La misa del domingo era después de todo una diversión. Y también las blasfemias, quién sabe por qué, sonaban ahora a exageradas y falsas. Se había previsto en resumen un gran alivio, en cambio no hubo nada.

Y además: si se volvió a las costumbres libres de antes, ¿no era confesar todo? ¿Tantos esfuerzos por ocultarla, y ahora expondrían la vergüenza a la luz del sol? ¡Un pueblo que había cambiado de vida por respeto a un perro! Se habrían reído hasta en el extranjero.

Mientras tanto, ¿dónde colocar el animal? En el parque público. No, no, nunca en el corazón del pueblo, la gente ya lo había soportado bastante. ¿En la cloaca? Los hombres se miraron, nadie se atrevía a pronunciar una decisión.

–El reglamento no contempla el caso –observó por fin el secretario comunal, dando fin a la embarazosa situación.

¿Cremarlo en el horno? ¿Y si después provocaba inspecciones? Enterrarlo en el campo, esa era la solución mejor. Pero ¿en el campo de quién? ¿Quién consentiría? Ya empezaban a discutir, nadie quería ese perro muerto en su propiedad.

¿Y si lo sepultaran junto al ermitaño?

Metido en un cajoncito, el perro que había visto a Dios es por lo tanto cargado en una carreta y parte hacia las colinas. Es domingo, y algunos lo consideran un pretexto para dar un paseo. Seis o siete coches llenos de hombres y mujeres siguen el cajoncito, y la gente se esfuerza por estar alegre. En verdad que aunque brilla el sol, los campos ya invernales y los árboles sin hojas no constituyen un espectáculo espléndido.

Llegan a la colina, descienden de los coches, se dirigen a pie hacia las ruinas de la antigua capilla. Los niños corren adelante.

–¡Mamá! ¡Mamá! –se oye gritar desde arriba–. ¡Pronto vengan a ver!

Con pasos más rápidos, llegan a la tumba de Silvestro. Desde aquel lejano día de los funerales, nadie ha vuelto al lugar. Al pie de la cruz de madera, justamente sobre el túmulo del ermitaño, yace un pequeño esqueleto. Las nieves, los vientos y la lluvia lo han consumido y reducido, lo han vuelto grácil y blanco como una filigrana. Es el esqueleto de un perro.






en Los siete mensajeros y otros relatos, 1996










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